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RODRÍGUEZ EN EL CAIRO
CAPÍTULO
I
Rodríguez
es madrileño de pura cepa y se le nota, aunque más por su acento y forma de
hablar que por su carácter, muy alejado al del clásico chulapón de Madrid. Este
es un tipo simpático, extrovertido y parlanchín. De maneras descuidadas, nadie
le identificaría a primera vista -ni en segunda- con su profesión de detective.
En él hay poca ciencia, pero mucho olfato, que le lleva a descubrir la más
escondida pista o el más intricado lio policial. Como suele decir "es que tengo el culo pelao de guerrear
con tanto chorizo". Resumiendo, alguien dijo de él: "Ojo, que este tipo no es tan tonto
como parece", al intuir sus ocultas habilidades.
Helen
MacAdden es, por el contrario, su antítesis. Quizás por ello se enamoraron y se
llevaban tan bien. De constitución atlética, alta y rubia, de figura aseada y
origen angloamericano, es metódica, decidida y práctica. Domina, en gran
manera, los secretos propios de los dispositivos electrónicos e informáticos
utilizados en la investigación criminal, así como los procedimientos y rutinas
empleados por la policía americana en la persecución de los delitos de
cualquier tipo.
Tanto
Rodríguez, de nombre Luis, como Helen, pertenecieron a la Policía.
ÉL
trabajó en la comisaría del distrito de Chamberí, en Madrid, pero dimitió por
desavenencias con los jefazos de la Central, que le birlaron el éxito de un
importante caso internacional, por conveniencias políticas.
Ella
estaba destinada en la comisaría del West Village, en el Downtown del distrito
de Manhattan de Nueva York. Allí conoció a Rodríguez que apareció en su comisaría,
en comisión de servicio, en un caso que afectaba a ambas comisarías. Helen fue
elegida como enlace, intérprete y acompañante, en las pesquisas del español,
debido al conocimiento de su idioma, y porque sus compañeros, más avispados,
lograron escurrir el bulto y esquivar el "muerto" que suponía
acompañar a aquel tosco español, que venía a complicar sus rutinas diarias.
Nadie,
ni ellos mismos, podría explicar cómo, porqué o a Santo de qué, llegaron a
enamorarse esta pareja de tan distinto pelaje. Pero el caso fue, que Helen se
prendó de aquel español, mitad moro y mitad ibero, vestido con prendas algo
antiguas para aquel tiempo y lugar, además de presentar una figura no demasiado aseada.
Abrieron
la Agencia de detectives en Madrid, pero tan pronto adquirieron un cierto nivel
de conocimiento del gremio y del mercado, se dieron cuenta de que esa profesión
estaba infravalorada en España y decidieron trasladarse a Nueva York. Allí
encontraron un mercado mucho más amplio, sugestivo y rentable.
En
este preciso momento, acaban de cerrar un caso, mediante una exitosa
investigación. que les ha rentado un gran beneficio.
Una
compañía del ramo financiero, con muy buena reputación y solvencia, se vio, de
pronto y sin ningún motivo aparente, avocada a una tremenda quiebra propia y la
de muchos de sus clientes. Contratada la Agencia ROHEN, nuestros dos
protagonistas lograron descubrir que un alto directivo, responsable máximo de
la administración de la compañía estaba "distrayendo" grandes
cantidades de capital, mediante una sofisticada operación informática. Su
objetivo era arruinar de manera aparente a su compañía, de manera que otra de
la competencia pudiera hacerse con ella, tras pactar con él una gran suma de
dinero y la mejora de su estatus, en la compañía rival.
El
consejo de administración, agradecido, multiplicó por diez el monto de los
honorarios de ambos investigadores.
-No
te parece, cariño, que deberíamos darnos un homenaje, tras este éxito. Nos lo
hemos ganado -insinuó Helen a Rodríguez, con suavidad, pero a su vez con su
habitual tono concluyente.
-Claro,
claro ¿Que sugieres?
-Pues
mira. Siempre he soñado en conocer Egipto y esta es una buena ocasión para
hacerlo -la voz de Helen sonó más a orden que a sugerencia.
-¡Ostras,
Helen! ¡Pero, cielo, vaya capricho! ¿Es qué no había un lugar más lejano a
dónde ir? -contestó, espantado, Rodríguez- ¿No te daría igual ir a visitar a tu
abuelita, que tanto te quiere, en Wisconsin? Lo pasaríamos de maravilla con la
cantidad de excursiones bonitas que podríamos hacer. Piensa en la paz y el
descanso que hallaríamos, rodeados de la preciosidad y grandeza de tantos
lugares con tan espléndidos paisajes como allí hay.
-No
te escabullas Luis, que te veo venir. ¿O es que prefieres que me vaya yo sola?
-¡Por
Dios, cielo! Mira que allá hay mucho moro raro. Mamelucos me parece que se
llaman. Además, mucho calor, mucha mosca, mucha arena y demasiados camellos,
que huelen a caca desde un kilómetro. Sin contar que hay tíos dedicados a
cepillarse a todo turista que se les pone a tiro.
-Si
crees que me vas a convencer para que olvide mi gran sueño, vas listo. Y, la
verdad, no me explico cómo, alguien nacido en un país como el tuyo, con tantos
siglos de historia, carece de la sensibilidad necesaria para desear conocer la
historia de una civilización milenaria, todavía más antigua que la tuya.
-Pero
Helen, todo eso se puede conocer en un buen libro, cómodamente y sin necesidad
de pasar calor, ni pringarse en la güeña de un dromedario.
Sin
embargo, de poco le sirvió la porfía a Rodríguez, que no tuvo más remedio que
plegarse a los deseos de Helen.
-¡Vale,
de acuerdo! Pero con una condición: Yo elijo el hotel, que tú eres capaz de
alquilar una tienda tuareg en pleno desierto del Sahara.
Fue
la única conquista que pudo lograr Rodríguez, en su lucha por preservar unas de
sus más firmes convicciones: las de evitar el barullo y las incomodidades de un
viaje innecesario, por tierras inseguras o no demasiado civilizadas. "Donde hay poco asfalto, malo",
era su dogma.
De
acuerdo con la condición impuesta, Rodríguez reservó, para la última quincena
se septiembre, una suite en el hotel Ritz-Carlton de El Cairo, no sin antes
haber discutido lo suyo en la agencia de viajes, para obtener una sustancial
rebaja en el precio.
-¡Nada,
nada. A lo grande! -se dijo, satisfecho- ¡Abajo la miseria!
No
podía haber hecho mejor elección, de acuerdo con su comodón y urbanita ideario.
Este hotel está situado en una de las zonas más modernas de la ciudad, en la
orilla derecha del Nilo, enfrente de la gran isla Zamalek, cercano al Museo
Egipcio, el Teatro de la Ópera, el Palacio de Abdin, la Ciudadela, las
Mezquitas más importantes y la mayoría de las Embajadas, entre ellas la de España,
en la isla y, a un paso del hotel, la de Estados Unidos.
Además,
a menos de doce kilómetros del hotel, circulando por dos bien trazadas
avenidas, se llega a la meseta de Giza, donde poder extasiarse con las
ciclópeas construcciones de la Esfinge y las famosas Pirámides.
Aun
así, Rodríguez no las tenía todas consigo. Sospechaba que Helen no se
conformaría con su íntimo plan de tranquilo visiteo a lugares ordenados y
seguros. Qué necesidad habrá de meter las
narices donde no se debe, pensaba él. Y es que intuía que, para Helen, no
iba a ser suficiente un conocimiento superficial de aquel antiguo y misterioso
País, cuyos orígenes se perdían en lo más ignoto de la Historia Antigua.
Después
de unas doce horas de vuelo, con parada en París, llegaron a El Cairo y se
acomodaron en el Hotel Ritz-Carlton, con gran contento de Rodríguez. En
realidad, lo había elegido por el nombre sin más averiguaciones, seguro de que
aquellos míticos nombres no le irían a fallar.
Y,
en verdad, que no le fallaron. El hotel reunía todas las facilitys propias de un cinco estrellas: amplias y confortables
habitaciones bellamente decoradas, piscina, spa y zona deportiva, muy valoras
estas últimas por Helen y prescindibles, en absoluto, para Rodríguez.
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