domingo, 26 de septiembre de 2021


49.- OTRA HISTORIA CON MORALEJA.

 


Huesca. El tajo del Salto de Roldán.

 

Esta es otra de las historias que a mí me gustan: con moraleja.

Se inicia en un domingo cualquiera de verano, al lado de mi padre, cuando yo contaba con la edad de 15 ó 16 años.

Solo conocí una afición en mi padre: la de salir a pescar los domingos, siempre que sus múltiples y variadas actividades extra laborales se lo permitían.

Estas actividades consistían en ir a su pueblo, Arbaniés, para traerse aceite, pan blanco o algo de mondongo, que solía pasar a través del fielato "por la cara" tras fumar un cigarro con el vigilante, charlar un rato con él y soltarle una propinilla.

Otra actividad indispensable era la de proveerse de vino en Almudevar, tan pronto veía su garrafilla seca.

Aprovechaba los viajes para cumplir con los encargos que le hacían sus amistades en esos pueblos.

Ahora recuerdo otras dos aficiones de mi padre: su partida diaria de guiñote en el Osca y el inexcusable café antes de abrir y después de cerrar la tienda.

Cierto día me propuso ir de pesca juntos. Dicho así, puede parecer que la proposición daba pie para cumplir el sueño de cualquier niño: ¡Oh cielos, acompañar al padre a pescar! ¡Qué fantástica aventura!

No era mi caso. En realidad, había quedado con mis amigos y la propuesta me chafaba el plan. Pero acepté. Al fin y al cabo, era una cosa nueva, Además, se trataba de una actividad "de hombres" y, en cierto modo, tenía su pizca de seducción.

Así pues, aquel domingo salimos temprano en el autobús de la Sociedad de Pescadores, con dirección al pantano de Belsué, por la carretera de Apiés.

De Huesca al pantano habrá unos 28 km. Es decir, está relativamente cerca de la capital, aunque, tras dejar atrás los llanos de la "Olla", la carretera se adentra en la quebrada orografía de la Sierra, y no deja de subir y trazar curvas hasta la llegada al refugio de Peña Guara, en las inmediaciones de la presa del embalse.

Infernal, se merece calificar aquella carretera. Estrecha y con suelo de tierra, las lluvias esculpían la superficie a su gusto, con infinidad de surcos, oquedades y con torrenteras de agua saltarina, cruzando la calzada. Se conocía la hora de salida del autobús, pero nunca la de llegada al destino.

Había tramos que podían igualar en peligrosidad a esas carreteras andinas que aparecen en documentales de televisión, donde las ruedas del vehículo circulan a centímetros del precipicio.

La carretera pasaba muy cerca de una de los más importantes accidentes orográficos de la sierra: El Salto de Roldán, visible desde cualquier lugar del valle que compone la Olla de Huesca.

Se trata de un impresionante tajo que corta en dos a la Sierra de Guara, y abre camino al rio Flumen que, tras alimentar al pantano de Belsué -cuyo nombre es, en realidad, embalse de Santa María- y pasar  por las cercanías de la capital, corre a juntarse al Guatizalema en su eterno viaje hacia el Ebro.

Esta inmensa foz está custodiada por dos imponentes moles pétreas: la cumbre San Miguel, a la izquierda, y la de Amán, a la derecha, con unos 350 metros de altura. La carretera, que al llegar a las inmediaciones del Salto ha alcanzado ya una considerable elevación, discurre a buena altura por la espalda del San Miguel, ofreciendo un espectáculo inigualable de impresionante y bella grandeza natural, al permitir contemplar de cerca las colosales dimensiones del llamado Salto de Roldan.

El nombre proviene de una leyenda de remoto e indeterminado origen.

Cuenta la leyenda que, tras el fracaso de las tropas de Carlomagno en su intento de conquistar Saragusta, el caballero Roldán, o Rolando, sobrino de aquel, huía a caballo por las escarpaduras de la Sierra, seguido de cerca por sus perseguidores.

De este modo, llegó hasta la cumbre de la peña de Amán, donde se topó con el cortado del tajo por donde discurre el rio. Detuvo el caballo pero, al ver llegar a sus enemigos, picó espuelas y lanzó a su brava montura hacia el abismo.

El noble animal dio un portentoso salto y consiguió alcanzar el cerro San Miguel, al otro lado del desfiladero, donde estampó las huellas de sus herraduras, visibles todavía hoy.

El caballo murió del esfuerzo y el caballero resultó herido. A pesar de sus heridas, continuó a pie, hasta alcanzar Ordesa. Buscaba un paso que le permitiera llegar a Francia, pero no pudo lograr su propósito. Enfermo y debilitado por sus heridas cayó a tierra ante el último obstáculo que se interponía entre él y su patria: una enorme muralla pétrea imposible de franquear.

Desesperado, reunió sus últimas fuerzas y lanzó su espada Durendal contra la roca, con tal fuerza que abrió una brecha en ella, permitiéndole dar una última mirada a su amada tierra, antes de cerrar sus ojos para siempre. Todavía hoy, se conoce aquel paso como la Brecha de Roldán.

Una bella historia y un bello paisaje que merece la pena visitar.

Tras unos pocos kilómetros más, se llega a la cercanía de la presa, como ye he adelantado. En realidad se trata de un conjunto de dos embalses escalonados. Según me contaron, el embalse de Santa María, el mayor, tenía filtraciones y construyeron más abajo otra presa, que formaba otro embalse, algo más pequeño, llamado de Cienfuens.

Mi padre me llevó hasta este segundo embalse y me dejó apostado en una pequeña poza, en la parte de rio que discurre hasta agrandarse en el embalse propiamente dicho. Me entregó una caña, una lata con lombrices y una pequeña cesta.

-Yo me voy al pantano grande -dijo-. Si te cansas súbete al refugio. Allí nos veremos a la hora de comer.

Bueno pues, en aquel pintoresco lugar me quedé más solo que la una, con una caña de pescar en mis manos, una lata de repugnantes gusanos, pugnando por escapar del recipiente y ningún conocimiento en el ancestral arte de la pesca.

Preparé el anzuelo con un pedazo de gusano, cortado a mano -¡Pero qué asco, Dios mío, qué asco!-, tal como me había enseñado mi padre, y lancé el sedal hasta el centro de la gorga.

Casi al momento, picó un pececillo no mayor que un palmo. Lo cogí pensando que el éxito se debía a la suerte del principiante. Suerte relativa, claro. Si hubiera cobrado un lucio o un ejemplar de mayor entidad, entonces sí, podría atribuirse a una acción afortunada, pero esa minucia...En fin, como inicio podía pasar.

Repetí la operación y, de inmediato, picó otro bichito de igual clase y tamaño. Cuando llegaba al pececillo 24 lo dejé. En mi vida me había aburrido tanto.

No le veía la gracia a esa ocupación, deporte, hobby o como quiera llamarse, por ningún lado.

Eso sí, el asunto de los gusanos me dio tal asco, que no volví a probar los peces que traía mi padre de sus incursiones de pesca, al pensar en el gusano que se habrían tragado.

Tampoco volví a ir de pesca con mi padre ni con nadie. Asunto cerrado.

Más tarde aprendí que  lo que se obtiene sin la debida persistencia, habilidad o esfuerzo, no consigue la propia estimación que lleva a valorar lo hecho y a obtener una ulterior satisfacción.

Pero aquella primera excursión abrió la puerta para que volviera a gozar, en una segunda: una excitante aventura, en el mismo lugar donde me había aburrido como un mono de zoológico.

Al día siguiente de mi frustrado bautismo de pescador, un amigo del cole me preguntó por dónde había andado el domingo, que no se me había visto el pelo por ningún lado.

Cuando le expliqué que había estado en Belsué, pescando con mi padre, exclamó:

-¡Oh, qué divertido! No sabes las ganas que tengo de ir allí de excursión.

-Pues chico, yo me aburrí como una ostra en un escaparate -contesté-. No me podía imaginar que ese deporte fuera tan tedioso.

-¡Ah no, no me refiero a ir de pesca! No tengo  paciencia para eso. ¿No sabes que allí hay unas cuevas enormes, con kilómetros de longitud, que todavía no han sido exploradas en su totalidad?

No tenía ni idea de aquello. En todo lo que duró la excursión, nadie había mencionado la existencia de las cuevas.

-Qué te parece si en la próxima excursión de pescadores nos apuntamos y las visitamos -propuso mi amigo.

Este querido amigo -hoy todavía mantenemos la profunda amistad que forjamos en el colegio-, poseía todo el carácter resolutivo que a mí me faltaba.

-Pero si no tenemos ni linterna -repliqué indeciso.

-No hace falta. Vamos a la parroquia y pedimos al cura los cachos sobrantes de los cirios, y con eso basta.

¡Madre mía, pensé, cómo esté mosén Laviña, nos va a echar de allí, a patadas en el trasero! -yo conocía por propia experiencia el mal genio del coadjutor de San Lorenzo- Por suerte encontramos en la sacristía a mosén Santamaría, un vegete pequeño y menudo, con mejor carácter, que nos atendió y nos regaló una buena cantidad de cabos de velas.  

Como se ve, mi amigo no se arredraba por nada, ni había dificultad que le frenara.

Así que, sin más equipo o utensilio que un saquete lleno de restos de velas, nos fuimos a investigar las famosas cuevas. ¡Qué pareja de dos!

Nada más llegar y comentar que íbamos a ver las cuevas nos largaron la siguiente advertencia:

-Chicos, tened cuidado, que a más de uno han tenido que ir buscar, porque se han perdido.

Ni qué decir tiene que la recomendación solo sirvió para aumentar nuestro interés por entrar en ellas.

A la cueva principal se accedía por una estrecha grieta vertical, situada en la base de una enorme pared rocosa, que bordeaba el embase Cienfuens. Es decir, el situado debajo del embalse grande. Desde el camino que seguía el curso del río, hasta la entrada de la cueva, había que salvar una empinada cuesta, sembrada de matojo alto y arbustos de todo tipo.

Era el resultado de la acumulación creada durante millones de años de erosión y desprendimientos en el paredón rocoso antes descrito.

La vegetación cubría la entrada de la cueva, de tal manera, que resultaba imposible llegar a ella sin conocer su exacta ubicación. Pero mi amigo la conocía.

Una vez dentro, la oquedad se ensanchaba y ganaba altura. Encendimos una vela cada uno y con la bolsa de cabos al hombro iniciamos nuestra aventura.

Me encantaría poder describir aquí el conjunto de insólitas sensaciones sentidas en nuestra andadura por aquel mudo y oscuro mundo subterráneo, pero me veo incapaz de hacerlo con la propiedad debida.

Sentía en mí una combinación de emociones a cual más intensa y contradictoria. A la excitación de encontrarme ante el misterioso y desconocido paraje, se  añadía la emoción ocasionada por las maravillas que avistábamos a cada momento, junto a la expectación de hallar un nuevo prodigio pétreo, esculpido de mil formas por el milenario gotear del agua. Debo añadir a todas estas sensaciones la inevitable inquietud que sentía, al pensar que el más pequeño movimiento de aquel enorme macizo montañoso bastaría para dejarnos encerrados allí para siempre. O que alguna especie de alimaña tuviera su guarida en la cueva y acabara atacándonos, en defensa de su casa o de su territorio, sin olvidar el atávico temor del hombre a la obscuridad.

    Teníamos diseñado un método de avance por el intricado laberinto de la cueva. No ignorábamos que aquello tenía un auténtico potencial de peligro que no debíamos menospreciar.

Avanzábamos pegados a la pared de nuestra izquierda, sabiendo que en cualquier momento podíamos retroceder, sin problema, situándola a nuestra derecha del sentido de la marcha.

Además, en cada cambio de dirección o accidente colocábamos una vela encendida, de manera que siempre teníamos una lejana luz a nuestras espaldas. que nos señalaba el camino de retorno. No se apreciaban corrientes de aire y, por tanto, no había temor a que se apagaran.

Mientras estoy escribiendo, me maravilla que, siendo tan jóvenes, hubiéramos sabido idear un sistema tan simple y eficaz, sin otro conocimiento o aprendizaje que el uso del sentido común.

Uno, otro o los dos ya apuntábamos buenas maneras.

Al comienzo del recorrido, se veían estalactitas seccionadas por anteriores visitantes, con la segura intención de poseer un valioso recuerdo o trofeo. Era una pena contemplar aquellas milenarias piezas geológicas salvajemente destrozadas por gentes sin sensibilidad ni sentimiento alguno de aprecio hacia la integridad de esa hermosa e irreemplazable obra de la Naturaleza.

Pero más adelante, conforme avanzábamos por las entrañas de la Tierra, por túneles, angosturas o amplias salas, era posible gozar de las maravillas intactas que a cada paso se presentaban.

La oscilante luz de las velas colaboraba para ofrecernos una mayor solemnidad, misterio y emoción en aquella inquietante, y gozosa a la vez, visión.

Recorrimos así bastante trecho, imposible de determinar, hasta llegar a una gran sala, con varias aberturas, correspondientes a nuevas galerías.

Allí, en aquél espléndido lugar, repleto de pétreas maravillas, dimos fin a nuestra aventura. Sabíamos que la gruta contaba con bastantes kilómetros de longitud y muchos de ellos sin explorar. Lo hecho colmaba nuestras expectativas y no tenía sentido alargarlo. Y, además, se hacía la hora acordada para la comida.

Regresamos siguiendo la ruta inversa, plenos de orgullo y gozo por el aventurero logro alcanzado.

Todavía por la tarde, descubrimos otra gruta, unos doscientos metros más abajo de la anterior.

Esta, a diferencia de la anterior, se divisaba desde el camino de abajo. Tenía unos seis metros de ancha y otros tres de alta, techo abovedado y suelo inclinado hacia arriba. Estaba formado por tierra de aluvión, que salía de una grieta horizontal, justo en el encuentro del suelo con la pared.

Ganados por la curiosidad, y sin el menor rastro de temor -en el fondo de nuestro ego, sentíamos ya la confianza de unos experimentados espeleólogos-, nos arrastramos por la estrecha grieta, durante unos metros, con la espalda rozando la parte superior de la grieta.

De pronto, la oquedad se abrió a una galería de unos dos por dos metros. La recorrimos con la ayuda de la tenue luz de nuestras velas, hasta llegar a un derrumbe, unos setecientos metros más allá. Imposible continuar: la galería estaba cegada por completo.

De este modo se produjo el definitivo final de nuestra aventura. Regresé a casa feliz, por haber disfrutado de uno de los días más apasionantes de mi vida. Muy diferente de aquel otro de pesca, tan aburrido como soso. Lo dicho: solo lo que cuesta apetece afrontarlo y ganar, con ello, el gozo de culminarlo.

Si de algo me puedo ufanar en mi vida pasada, es el de haber sabido escuchar las lecciones que me ofrecía el devenir de la propia vida. Y, sobre todo, haberlas tenido siempre presente, sin olvidos ni deformaciones.


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