49.-
OTRA HISTORIA CON MORALEJA.
Huesca. El tajo del Salto de Roldán.
Esta
es otra de las historias que a mí me gustan: con moraleja.
Se
inicia en un domingo cualquiera de verano, al lado de mi padre, cuando yo
contaba con la edad de 15 ó 16 años.
Solo
conocí una afición en mi padre: la de salir a pescar los domingos, siempre que
sus múltiples y variadas actividades extra laborales se lo permitían.
Estas
actividades consistían en ir a su pueblo, Arbaniés, para traerse aceite, pan
blanco o algo de mondongo, que solía pasar a través del fielato "por la
cara" tras fumar un cigarro con el vigilante, charlar un rato con él y
soltarle una propinilla.
Otra
actividad indispensable era la de proveerse de vino en Almudevar, tan pronto
veía su garrafilla seca.
Aprovechaba
los viajes para cumplir con los encargos que le hacían sus amistades en esos
pueblos.
Ahora
recuerdo otras dos aficiones de mi padre: su partida diaria de guiñote en el
Osca y el inexcusable café antes de abrir y después de cerrar la tienda.
Cierto
día me propuso ir de pesca juntos. Dicho así, puede parecer que la proposición
daba pie para cumplir el sueño de cualquier niño: ¡Oh cielos, acompañar al
padre a pescar! ¡Qué fantástica aventura!
No era
mi caso. En realidad, había quedado con mis amigos y la propuesta me chafaba el
plan. Pero acepté. Al fin y al cabo, era una cosa nueva, Además, se trataba de
una actividad "de hombres" y, en cierto modo, tenía su pizca de
seducción.
Así
pues, aquel domingo salimos temprano en el autobús de la Sociedad de
Pescadores, con dirección al pantano de Belsué, por la carretera de Apiés.
De
Huesca al pantano habrá unos 28 km. Es decir, está relativamente cerca de la
capital, aunque, tras dejar atrás los llanos de la "Olla", la
carretera se adentra en la quebrada orografía de la Sierra, y no deja de subir
y trazar curvas hasta la llegada al refugio de Peña Guara, en las inmediaciones
de la presa del embalse.
Infernal,
se merece calificar aquella carretera. Estrecha y con suelo de tierra, las
lluvias esculpían la superficie a su gusto, con infinidad de surcos, oquedades
y con torrenteras de agua saltarina, cruzando la calzada. Se conocía la hora de
salida del autobús, pero nunca la de llegada al destino.
Había
tramos que podían igualar en peligrosidad a esas carreteras andinas que
aparecen en documentales de televisión, donde las ruedas del vehículo circulan
a centímetros del precipicio.
La
carretera pasaba muy cerca de una de los más importantes accidentes orográficos
de la sierra: El Salto de Roldán, visible desde cualquier lugar del valle que
compone la Olla de Huesca.
Se
trata de un impresionante tajo que corta en dos a la Sierra de Guara, y abre
camino al rio Flumen que, tras alimentar al pantano de Belsué -cuyo nombre es,
en realidad, embalse de Santa María- y pasar
por las cercanías de la capital, corre a juntarse al Guatizalema en su
eterno viaje hacia el Ebro.
Esta
inmensa foz está custodiada por dos imponentes moles pétreas: la cumbre San Miguel,
a la izquierda, y la de Amán, a la derecha, con unos 350 metros de altura. La
carretera, que al llegar a las inmediaciones del Salto ha alcanzado ya una
considerable elevación, discurre a buena altura por la espalda del San Miguel,
ofreciendo un espectáculo inigualable de impresionante y bella grandeza
natural, al permitir contemplar de cerca las colosales dimensiones del llamado
Salto de Roldan.
El
nombre proviene de una leyenda de remoto e indeterminado origen.
Cuenta
la leyenda que, tras el fracaso de las tropas de Carlomagno en su intento de
conquistar Saragusta, el caballero Roldán, o Rolando, sobrino de aquel, huía a
caballo por las escarpaduras de la Sierra, seguido de cerca por sus
perseguidores.
De
este modo, llegó hasta la cumbre de la peña de Amán, donde se topó con el
cortado del tajo por donde discurre el rio. Detuvo el caballo pero, al ver
llegar a sus enemigos, picó espuelas y lanzó a su brava montura hacia el
abismo.
El
noble animal dio un portentoso salto y consiguió alcanzar el cerro San Miguel,
al otro lado del desfiladero, donde estampó las huellas de sus herraduras,
visibles todavía hoy.
El
caballo murió del esfuerzo y el caballero resultó herido. A pesar de sus
heridas, continuó a pie, hasta alcanzar Ordesa. Buscaba un paso que le
permitiera llegar a Francia, pero no pudo lograr su propósito. Enfermo y
debilitado por sus heridas cayó a tierra ante el último obstáculo que se
interponía entre él y su patria: una enorme muralla pétrea imposible de
franquear.
Desesperado,
reunió sus últimas fuerzas y lanzó su espada Durendal contra la roca, con tal
fuerza que abrió una brecha en ella, permitiéndole dar una última mirada a su
amada tierra, antes de cerrar sus ojos para siempre. Todavía hoy, se conoce
aquel paso como la Brecha de Roldán.
Una
bella historia y un bello paisaje que merece la pena visitar.
Tras
unos pocos kilómetros más, se llega a la cercanía de la presa, como ye he
adelantado. En realidad se trata de un conjunto de dos embalses escalonados.
Según me contaron, el embalse de Santa María, el mayor, tenía filtraciones y
construyeron más abajo otra presa, que formaba otro embalse, algo más pequeño,
llamado de Cienfuens.
Mi
padre me llevó hasta este segundo embalse y me dejó apostado en una pequeña
poza, en la parte de rio que discurre hasta agrandarse en el embalse
propiamente dicho. Me entregó una caña, una lata con lombrices y una pequeña
cesta.
-Yo
me voy al pantano grande -dijo-. Si te cansas súbete al refugio. Allí nos
veremos a la hora de comer.
Bueno
pues, en aquel pintoresco lugar me quedé más solo que la una, con una caña de
pescar en mis manos, una lata de repugnantes gusanos, pugnando por escapar del
recipiente y ningún conocimiento en el ancestral arte de la pesca.
Preparé
el anzuelo con un pedazo de gusano, cortado a mano -¡Pero qué asco, Dios mío,
qué asco!-, tal como me había enseñado mi padre, y lancé el sedal hasta el
centro de la gorga.
Casi
al momento, picó un pececillo no mayor que un palmo. Lo cogí pensando que el
éxito se debía a la suerte del principiante. Suerte relativa, claro. Si hubiera
cobrado un lucio o un ejemplar de mayor entidad, entonces sí, podría atribuirse
a una acción afortunada, pero esa minucia...En fin, como inicio podía pasar.
Repetí
la operación y, de inmediato, picó otro bichito de igual clase y tamaño. Cuando llegaba
al pececillo 24 lo dejé. En mi vida me había aburrido tanto.
No
le veía la gracia a esa ocupación, deporte, hobby o como quiera llamarse, por
ningún lado.
Eso
sí, el asunto de los gusanos me dio tal asco, que no volví a probar los peces
que traía mi padre de sus incursiones de pesca, al pensar en el gusano que se
habrían tragado.
Tampoco
volví a ir de pesca con mi padre ni con nadie. Asunto cerrado.
Más
tarde aprendí que lo que se obtiene sin
la debida persistencia, habilidad o esfuerzo, no consigue la propia estimación
que lleva a valorar lo hecho y a obtener una ulterior satisfacción.
Pero
aquella primera excursión abrió la puerta para que volviera a gozar, en una segunda:
una excitante aventura, en el mismo lugar donde me había aburrido como un mono
de zoológico.
Al
día siguiente de mi frustrado bautismo de pescador, un amigo del cole me
preguntó por dónde había andado el domingo, que no se me había visto el pelo
por ningún lado.
Cuando
le expliqué que había estado en Belsué, pescando con mi padre, exclamó:
-¡Oh,
qué divertido! No sabes las ganas que tengo de ir allí de excursión.
-Pues
chico, yo me aburrí como una ostra en un escaparate -contesté-. No me podía imaginar
que ese deporte fuera tan tedioso.
-¡Ah
no, no me refiero a ir de pesca! No tengo
paciencia para eso. ¿No sabes que allí hay unas cuevas enormes, con
kilómetros de longitud, que todavía no han sido exploradas en su totalidad?
No
tenía ni idea de aquello. En todo lo que duró la excursión, nadie había
mencionado la existencia de las cuevas.
-Qué
te parece si en la próxima excursión de pescadores nos apuntamos y las
visitamos -propuso mi amigo.
Este
querido amigo -hoy todavía mantenemos la profunda amistad que forjamos en el
colegio-, poseía todo el carácter resolutivo que a mí me faltaba.
-Pero
si no tenemos ni linterna -repliqué indeciso.
-No
hace falta. Vamos a la parroquia y pedimos al cura los cachos sobrantes de los
cirios, y con eso basta.
¡Madre
mía, pensé, cómo esté mosén Laviña, nos va a echar de allí, a patadas en el
trasero! -yo conocía por propia experiencia el mal genio del coadjutor de San
Lorenzo- Por suerte encontramos en la sacristía a mosén Santamaría, un vegete
pequeño y menudo, con mejor carácter, que nos atendió y nos regaló una buena
cantidad de cabos de velas.
Como
se ve, mi amigo no se arredraba por nada, ni había dificultad que le frenara.
Así
que, sin más equipo o utensilio que un saquete lleno de restos de velas, nos
fuimos a investigar las famosas cuevas. ¡Qué pareja de dos!
Nada
más llegar y comentar que íbamos a ver las cuevas nos largaron la siguiente
advertencia:
-Chicos,
tened cuidado, que a más de uno han tenido que ir buscar, porque se han
perdido.
Ni
qué decir tiene que la recomendación solo sirvió para aumentar nuestro interés
por entrar en ellas.
A la
cueva principal se accedía por una estrecha grieta vertical, situada en la base
de una enorme pared rocosa, que bordeaba el embase Cienfuens. Es decir, el
situado debajo del embalse grande. Desde el camino que seguía el curso del río,
hasta la entrada de la cueva, había que salvar una empinada cuesta, sembrada de
matojo alto y arbustos de todo tipo.
Era
el resultado de la acumulación creada durante millones de años de erosión y
desprendimientos en el paredón rocoso antes descrito.
La
vegetación cubría la entrada de la cueva, de tal manera, que resultaba
imposible llegar a ella sin conocer su exacta ubicación. Pero mi amigo la
conocía.
Una
vez dentro, la oquedad se ensanchaba y ganaba altura. Encendimos una vela cada
uno y con la bolsa de cabos al hombro iniciamos nuestra aventura.
Me
encantaría poder describir aquí el conjunto de insólitas sensaciones sentidas
en nuestra andadura por aquel mudo y oscuro mundo subterráneo, pero me veo
incapaz de hacerlo con la propiedad debida.
Sentía
en mí una combinación de emociones a cual más intensa y contradictoria. A la
excitación de encontrarme ante el misterioso y desconocido paraje, se añadía la emoción ocasionada por las
maravillas que avistábamos a cada momento, junto a la expectación de hallar un
nuevo prodigio pétreo, esculpido de mil formas por el milenario gotear del agua.
Debo añadir a todas estas sensaciones la inevitable inquietud que sentía, al
pensar que el más pequeño movimiento de aquel enorme macizo montañoso bastaría
para dejarnos encerrados allí para siempre. O que alguna especie de alimaña
tuviera su guarida en la cueva y acabara atacándonos, en defensa de su casa o
de su territorio, sin olvidar el atávico temor del hombre a la obscuridad.
Teníamos
diseñado un método de avance por el intricado laberinto de la cueva. No
ignorábamos que aquello tenía un auténtico potencial de peligro que no debíamos
menospreciar.
Avanzábamos
pegados a la pared de nuestra izquierda, sabiendo que en cualquier momento
podíamos retroceder, sin problema, situándola a nuestra derecha del sentido de
la marcha.
Además,
en cada cambio de dirección o accidente colocábamos una vela encendida, de
manera que siempre teníamos una lejana luz a nuestras espaldas. que nos
señalaba el camino de retorno. No se apreciaban corrientes de aire y, por
tanto, no había temor a que se apagaran.
Mientras
estoy escribiendo, me maravilla que, siendo tan jóvenes, hubiéramos sabido
idear un sistema tan simple y eficaz, sin otro conocimiento o aprendizaje que
el uso del sentido común.
Uno,
otro o los dos ya apuntábamos buenas maneras.
Al
comienzo del recorrido, se veían estalactitas seccionadas por anteriores
visitantes, con la segura intención de poseer un valioso recuerdo o trofeo. Era
una pena contemplar aquellas milenarias piezas geológicas salvajemente
destrozadas por gentes sin sensibilidad ni sentimiento alguno de aprecio hacia
la integridad de esa hermosa e irreemplazable obra de la Naturaleza.
Pero
más adelante, conforme avanzábamos por las entrañas de la Tierra, por túneles,
angosturas o amplias salas, era posible gozar de las maravillas intactas que a
cada paso se presentaban.
La
oscilante luz de las velas colaboraba para ofrecernos una mayor solemnidad,
misterio y emoción en aquella inquietante, y gozosa a la vez, visión.
Recorrimos
así bastante trecho, imposible de determinar, hasta llegar a una gran sala, con
varias aberturas, correspondientes a nuevas galerías.
Allí,
en aquél espléndido lugar, repleto de pétreas maravillas, dimos fin a nuestra
aventura. Sabíamos que la gruta contaba con bastantes kilómetros de longitud y
muchos de ellos sin explorar. Lo hecho colmaba nuestras expectativas y no tenía
sentido alargarlo. Y, además, se hacía la hora acordada para la comida.
Regresamos
siguiendo la ruta inversa, plenos de orgullo y gozo por el aventurero logro
alcanzado.
Todavía
por la tarde, descubrimos otra gruta, unos doscientos metros más abajo de la
anterior.
Esta,
a diferencia de la anterior, se divisaba desde el camino de abajo. Tenía unos
seis metros de ancha y otros tres de alta, techo abovedado y suelo inclinado
hacia arriba. Estaba formado por tierra de aluvión, que salía de una grieta
horizontal, justo en el encuentro del suelo con la pared.
Ganados
por la curiosidad, y sin el menor rastro de temor -en el fondo de nuestro ego,
sentíamos ya la confianza de unos experimentados espeleólogos-, nos arrastramos
por la estrecha grieta, durante unos metros, con la espalda rozando la parte
superior de la grieta.
De
pronto, la oquedad se abrió a una galería de unos dos por dos metros. La
recorrimos con la ayuda de la tenue luz de nuestras velas, hasta llegar a un
derrumbe, unos setecientos metros más allá. Imposible continuar: la galería
estaba cegada por completo.
De
este modo se produjo el definitivo final de nuestra aventura. Regresé a casa
feliz, por haber disfrutado de uno de los días más apasionantes de mi vida. Muy
diferente de aquel otro de pesca, tan aburrido como soso. Lo dicho: solo lo que
cuesta apetece afrontarlo y ganar, con ello, el gozo de culminarlo.
Si
de algo me puedo ufanar en mi vida pasada, es el de haber sabido escuchar las
lecciones que me ofrecía el devenir de la propia vida. Y, sobre todo, haberlas
tenido siempre presente, sin olvidos ni deformaciones.
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