martes, 19 de octubre de 2021

Rodríguez en El Cairo

CAPÍTULO II

Muerte en el Nile Ritz-Carlton




 

-Oye, cariño. ¡Esto está muy bien! -Helen no pudo reprimir esta exclamación, nada más entrar en la suntuosa suite-, pero te habrá costado un dineral ¿eh?

-Mucho menos de lo que crees -contestó, ufano, Rodríguez, con una amplia sonrisa-. En la Agencia, todavía deben estar preguntándose cómo demonios conseguí sacarles el precio final que me hicieron.

-¡Y qué vistas! -continuó Helen, entusiasmada-. ¡Fíjate, Luis, qué panorama! Mira la cantidad de edificios notables que se divisan desde esta terraza. ¡Y eso que solo estamos en la tercera planta! ¡Pero mira, mira el Nilo, qué preciosidad de onda traza aquí mismo, delante nuestro!

-Sí, sí, cielo. Sabía que te gustaría. En cuanto a la planta, la elegí a propósito. Ya conoces que no me gustan las alturas. Nunca se sabe lo que puede pasar -precisó Rodríguez y, tras una pausa, comentó con un murmullo, acercando su voz al oído de Helen-. Pero oye ¿Te has fijado en el tipo de la terraza de al lado? Tiene pinta de ricachón.

En ese preciso instante, el hombre volvió su cara hacia ellos. Una leve sonrisa, junto a un ligero movimiento de su mano semi alzada, sirvieron de saludo, correspondido de igual modo por la pareja.

La verdad es que la figura de aquel desconocido no podía tener mejor aspecto. Estaba lleno de razón Rodríguez: era el prototipo de hombre de negocios, recién extraído de una superproducción de la Metro.

Arrellenado en una de las cómodas butaquitas de la terraza y enfundado en su amplia y elegante bata, sostenía con la mano derecha una panzuda copa, de la que extraía pausados sorbos de su dorado contenido, mientras que la izquierda manejaba, con buen estilo, un largo cigarrillo. egipcio, seguramente.  

Al parecer, llevaba un tiempo allí, abstraído en la contemplación del incomparable panorama que se ofrecía a su frente, y embebido, quizás, en sus más íntimos pensamientos, hasta que las exclamaciones de Helen interrumpieron aquel plácido enfrascamiento.

-Hola, ¿visitantes por primera vez en El Cairo, quizás? -preguntó el desconocido, en un perfecto inglés con ligero acento francés.

-Cierto -contestó Rodríguez, que ya chapurreaba con alguna soltura el inglés, aunque con un acento horrible de irreconocible origen-. Venimos a ver si son ciertas las maravillas que cuentan de este país.

-Ah, no quedarán defraudados, puedo garantizárselo. Disfruten tanto como puedan y, desde ahora, les deseo una feliz estancia entre nosotros.

El agradecimiento de la pareja sirvió de despedida de este somero diálogo. Ambos se introdujeron en la habitación, satisfechos de haber mantenido el primer contacto de su viaje con una persona de buen nivel, que rezumaba agradables y elegantes modos y maneras.

Tras deshacer las maletas, ordenar prendas y enseres de su equipaje  y tomar unas reparadoras duchas con las que paliar las fatigas del largo viaje, decidieron acercarse al restaurante y consumir una ligera cena, con el fin de acostarse pronto. Había que tratar de descansar lo más posible: los siguientes días se adivinaban ajetreados y con toda seguridad, sospechaba Rodríguez, agotadores.

Casualidad: el maître les asignó una mesa contigua a la que ocupaba el vecino de habitación. Este, de inmediato y tras un breve saludo, les invitó a compartir mesa, si no tenían mayor inconveniente.

La pareja aceptó encantada, seguros de obtener buenos consejos sobre las costumbres, gastronomía y qué ver de aquel fascinante país.

La cena resultó deliciosa y amena, gracias a los consejos del anfitrión en la elección del menú, y las indicaciones, siempre entretenidas y precisas, de las peculiaridades raciales, costumbristas o culturales de los naturales del país egipcio.

-Mi nombre es Troudeau, Jean Troudeau -se presentó- y conozco muy bien Egipto y sus gentes. Mi profesión me obliga a permanecer largos períodos de tiempo por estas tierras, sobre todo en El Cairo y Alejandría, y siempre que puedo me alojo en este cómodo hotel, que es ya casi como mi hogar.

-Por su acento, se diría que es Vd. francés. ¿Me equivoco? -preguntó Helen.

-Casi. Soy libanés, cristiano y francófono, pero toda mi familia abandonó el Líbano al producirse la terrible guerra civil. Nuestras raíces quedaron enterradas allí, bajo los escombros de un desastre de más de quince años, que ha trasformado en una ruina lo que fue un próspero y pacífico país, como no ha habido ningún otro en el Oriente Medio.

Prosiguió, relatando algunas de las vicisitudes que, tanto él como su familia, tuvieron que sufrir y superar, hasta conseguir la acomodada situación en la que se encontraba en la actualidad.

Comentó que era agente comercial y que se ganaba bien la vida con su profesión. Estaba casado, sin hijos, y su mujer residía en Londres, donde poseía una bonita residencia en las afueras.

-Vaya, se diría que casi somos colegas -dijo Rodríguez, "dándose pisto", e ignorando la fulminante mirada que le lanzaba Helen-. Nosotros somos agentes en Nueva York, donde poseemos una agencia consultora.

-¡Oh, qué interesante! -exclamó Troudeau-. ¿Y a qué tipo de consultas atienden, si no es indiscreción? ¿Financieras, quizás?

-Sí, sí, sobre todo financieras -afirmó Rodríguez, que se había venido arriba, tras comprobar el inusitado interés que había despertado en el libanés la revelación de sus ocupaciones.

-Pues fíjense, que este feliz encuentro puede ser el inicio de una estrecha colaboración. La volatilidad de los actuales mercados hoy es tal, que resulta indispensable disponer de una buena consultoría financiera. Estoy seguro de poder realizar muy buenos negocios juntos en el futuro.

Desde luego, era evidente que el libanés estaba vivamente interesado por las actividades de la pareja, hasta el punto de que, acabada la cena, propuso alargar la velada en el Bar Nox del hotel.

-Sugiero celebrar el encuentro con unas copas en el bar de la terraza.

-¡Ah, muchas gracias! -respondió de inmediato Helen, antes de que Rodríguez pudiera abrir la boca-. Lo agradecemos de verdad, pero necesitamos retirarnos a descansar. El viaje ha sido largo y mañana nos espera un denso día, visitando los lugares más interesantes de la ciudad.

-Precisamente por eso les recomiendo que acepten. Desde la altura del bar, podrán disfrutar de una vista inigualable, lo que me permitirá  orientarles sobre los lugares más emblemáticos de El Cairo. Además, podrán reposar, tranquilamente, la excelente cena que hemos consumido. Y algo más importante: para mí, sería imperdonable que me privaran tan pronto de su grata compañía. De nuevo les ruego, y lo digo desde lo más hondo de mi sentir, que acepten esta humilde invitación.

-Hombre, dicho así, quién se puede negar -se apresuró a responder Rodríguez, ganando por la mano la negativa de Helen que ya había pronunciado la primera sílaba de su renuncia-. Aceptamos complacidos.

Hicieron bien. Allá arriba, pudieron gozar de 360 grados de panorama irrepetible. Recortadas contra la creciente obscuridad de un ocaso, todavía inconcluso, se destacaban las sombras de edificios, minaretes, torres, cúpulas, engalanadas ya por innumerables luces y brillos, que, a su vez. iluminaban los principales bulevares, paseos, lejanos barrios o el mismo Nilo, que se dejaba ver vestido con un traslúcido halo misterioso y hasta fantasmal.

La velada resultó muy agradable. Aquel tipo sabía conversar. Poseía el encanto de quien sabe departir de manera amena sin dejar de ser interesante. Además, el embrujo de la noche cairota y el relajado y confortable ambiente del bar ayudaba lo suyo para lograr aquel agrado.

En cuanto a las posibles visitas turísticas, la pareja recibió multitud de consejos y orientaciones referidas a cuatro acciones fundamentales: 1.- Visitas en la ciudad de los lugares más importantes. 2.- Crucero fluvial por el Nilo. 3.- Acercarse a la meseta de Guiza para contemplar las Pirámides. 4.- Vivir la insólita experiencia de recorrer los desiertos y convivir,  dentro de lo posible y en caso de desearlo, con los nómadas.

-Pero todo esto, lo podrán concretar con TourspreS, la agencia más prestigiosa y segura de Egipto. Es con la que trabaja el hotel y se puede afirmar que los raids que organizan disfrutan de una total garantía.

De regreso a la habitación, Rodríguez tuvo que sufrir los reproches de Helen:

-¡Vamos, estarás contento! ¿eh? Has "largado" a más y mejor. ¿A qué venía fingir lo que no somos? ¿Te sientes mejor dándote una importancia que careces?

-Bueno, mujer. No es motivo para que te enfades. En realidad, si lo miras bien, yo no he mentido. Cierto, he exagerado un poquillo, pero qué quieres: Estamos en un hotel de ricachones, ¿deberíamos ir con la cabeza baja, porque no lo somos? Por Dios, Helen, déjame sacar un poco el pecho, que será lo único gratis que podamos disfrutar en este viaje. Y, además, no hago daño a nadie.

-Lo que tú digas -cortó la discusión Helen, aunque Rodríguez no estaba dispuesto a que ella tuviera la última palabra y continuó:

-O crees que él no nos mintió sobre su verdadera ocupación.

-¿Por qué lo dices? -preguntó, intrigada, Helen.

-Pero, vamos a ver. ¿Es qué no te fijaste en el "peluco" que llevaba? Era un Rolex de oro macizo con una gruesa cadena, también de oro, que debía costar una fortuna. ¿Tú te crees que eso, una casa en Londres y la prolongada estancia en un hotelazo como este, puede salir de una comisión de ventas, por muy importantes que estas sean? Qué no, que este tío es traficante o contrabandista. Te lo aseguro.

Helen tuvo que aceptar como probables las sospechas de su pareja y, de este modo, acabó la discusión.

Al día siguiente se levantaron temprano. Poco después, escucharon voces en el pasillo. Alarmados, acudieron por ver que ocurría y se toparon con dos camareras muy excitadas. Una de ellas salió a todo correr, pidiendo auxilio, mientras que la otra pronunciaba exclamaciones en su idioma, llevadas las manos a la cabeza y con cara de espanto.

Al preguntarle qué ocurría, contestó con un hilo de voz en inglés:

-¡Es el huésped de la 322, que se ha suicidado!

La 322 era la suite contigua a la suya. ¡Era la ocupada por Jean Troudeau!

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