CAPÍTULO
III
Ajetreada
visita a la ciudad
Helen
y Rodríguez corrieron hacia la habitación de Troudeau y, en efecto, encontraron
al libanes en el dormitorio, colgado por el cuello de una gruesa moldura de
alabastro. Para ello, había anudado los cordones de varios cortinajes de la lujosa suite. Una
silla derribada a sus pies daba una clara idea de cómo se había ejecutado el
suicidio.
-¡Qué
barbaridad! -exclamó Rodríguez- ¡Cómo demonios se le ha podido ocurrir una
locura así a este hombre!
-¡Es
qué no me lo puedo creer! -se lamentaba Helen- ¡Pero si ayer estaba
perfectamente! ¿Qué le ha podido ocurrir esta noche para que haya tomado esta
decisión?
Mientras
llegaban los empleados del hotel, Rodríguez echó un rápido vistazo a los demás
piezas de la suite. Era deformación profesional: no lo podía evitar, lo llevaba
impreso en su ADN.
En
esto, apareció corriendo un conserje, seguido por dos mozos.
-¡Qué
desgracia, Dios mío! -gemía, agitado y sudoroso- ¡Un hotel de nuestra
reputación y que nos haya caído esta desgracia! ¡Dios nos asista!
-Bueno, hay que mantener la calma -aconsejó
con firmeza Rodríguez- ¿Han llamado a la policía?
Al
recibir la confirmación del conserje continuó:
-Bien,
pues aquí ya no hay nada que podamos hacer. Lo mejor es esperar fuera a su llegada,
para evitar contaminar el escenario del suceso. Procure -dijo dirigiéndose al
conserje- que no entre nadie hasta que lleguen los agentes y las asistencias.
La
pareja regresó a su habitación, impresionados por el inesperado y trágico
incidente.
-Todavía
no me lo puedo creer -repetía Helen.
-Y
tienes toda la razón del mundo para no creerlo -aseguró Rodríguez- A este
hombre lo han mandado al otro barrio, con la mayor limpieza.
-¡Cómo
puedes estar tan seguro!
-Mira,
la persona que conocíamos ayer no mostraba el menor síntoma de preocupación,
apuro ni desequilibrio. Muy al contrario, se le veía seguro de sí, con planes
de futuro en su mente. Por otra parte, hoy no llevaba puesto el Rolex y no lo
vi por ningún sitio. Además, mostraba unas trazas rojizas, apenas perceptibles,
en las dos muñecas, señal evidente de que estuvo maniatado mientras lo
colgaban. A pesar de que los asesinos, debían ser dos al menos, han dejado la
suite bien ordenada, tratando de evitar dejar rastros de su presencia, uno de
ellos no ha podido evitar guardarse el valioso reloj. Ha pensado que el muerto
ya no lo iba a necesitar y que nadie lo echaría en falta
-Pero
¿no es posible que lo hubiera guardado en algún cajón o armario -argumentó
Helen.
-¡Qué
va! ¿Te imaginas a alguien que decide suicidarse y se preocupa en poner a buen
recaudo el reloj? Te juego lo que quieras a que el Rolex no aparece por ningún
lado.
Poco
después aquello se llenó de policías, sanitarios y funcionarios judiciales.
Pronto reclamaron la presencia de Rodríguez y Helen.
A
las rutinarias preguntas del teniente que les entrevistó, la pareja no tuvo
inconveniente alguno en facilitar sus datos personales y toda la escasa
información que poseían del muerto.
-No,
no le conocíamos -aseguró Helen-. la casualidad nos reunió en el comedor
durante la cena. Después, estuvimos charlando en el bar de la terraza durante
un tiempo y más tarde, sobre las 11 de la noche, nos despedimos. Nosotros
bajamos a nuestra habitación y él quedó en el bar.
-Poco
podemos informar sobre este hombre -intervino Rodríguez-. Solo que era agente
comercial, que estaba casado y poseía una mansión en las afueras de Londres.
Nuestra conversación giró sobre las peculiaridades turísticas de la ciudad y de
Egipto en general. Y no, tampoco pudimos notar traza alguna de nerviosismo,
ansiedad o depresión.
El
agente no insistió más y se limitó a darles una tarjeta suya.
-Soy
el teniente Amed. -dijo- Les ruego que se pongan en contacto conmigo, en el
caso de que recuerdan algún detalle que consideren de algún interés para la
investigación.
Más
tarde, Helen comunicó a Rodríguez su extrañeza al ver que no había comunicado
sus sospechas al teniente.
-Sabes
que a la policía no le gusta que gente extraña meta las narices en sus
investigaciones. Tampoco quieren complicaciones. A poco que puedan, cerrarán el
caso como suicidio y...a otra cosa mariposa.
-Además
-continuó-, este es un asunto que no nos compete. Hemos venido para hacer
turismo y tampoco nosotros tenemos necesidad de complicarnos la vida. Así que
allá ellos con su muerto y nosotros con lo nuestro.
Dicho
y hecho. Desayunaron a gusto en el lujoso y bien dotado bufet y, a
continuación, conectaron con el representante de la agencia TourspreS, en la
oficina que mantienen en el mismo hotel.
-Bien,
si me lo permiten -sugirió el agente que les atendió-, les prepararé un boceto
de actividades, presupuesto incluido, para los catorce días que desean
permanecer en nuestro país, siguiendo los deseos e indicaciones que me han
expresado. Pueden dedicar esta mañana a visitar el Museo Egipcio que se
encuentra aquí al lado, continuando por la tarde las visitas a las mezquitas y
monumentos cercanos. Ahora les entregaré un mapa, un folleto guía, junto a las
entradas y pases necesarios. A su vuelta, ya tendré lista la documentación
prometida de sus posibles actividades por Egipto.
-Nos
parece perfecto -contestó Rodríguez-, aunque le quiero advertir que procure
afilar el lápiz, a la hora de poner los precios, que no somos unos potentados,
aunque lo parezcamos.
El
hombre sonrió al escuchar la pintoresca expresión de Rodríguez. Seguro que en
todo el ejercicio de su profesión, jamás había visto una pareja con menos
apariencia de potentados.
-No
se preocupen, solemos tener precios especiales para los huéspedes del hotel
-respondió el empleado, sin abandonar la sonrisa iniciada-. Lo que sí puedo
asegurarles que vamos a tratar, por todos los medios a nuestro alcance, de que
su visita a nuestro país alcance un nivel de excelencia tal, que su recuerdo
resulte inolvidable para el resto de sus vidas.
Provistos
de la documentación facilitada por Hasani, el agente de TourspreS, visitaron el
Museo Egipcio, situado muy cerca de hotel. Helen gozó lo indecible con las
maravillas del antiguo Egipto que allí se guardan. Por ella, hubieran consumido
el día entero, recorriendo las innumerables salas del Museo.
No
era del mismo sentir Rodríguez. No había transcurrido una hora cuando comenzó a
bostezar. Demasiadas piedras, demasiados botijos rotos y muchos pedazos de
cosas que le decían poco o nada.
-Cielo,
mira a ver si empezamos a finalizar la visita -acució Rodríguez-, que se nos
está echando encima la hora de comer y a mí ya me rugen las tripas.
-¡Por
Dios, Luis, no me vengas con prisas! ¡Pero si te has llenado la panza en el
bufet!
Por
fin, consiguió Rodríguez arrancarla, no sin apuros, de aquel espectacular lugar,
para ir a comer. Eligieron el Felfela, un restaurante egipcio sugerido por
Troudeau la noche anterior. Se hallaba en el camino de su próxima visita, la
cercana mezquita de Masjid El Fath, que dispone del segundo minarete más alto
del mundo, además de ser una de las más bellas.
Feliz
elección. Pudieron saborear un exquisito "Fattah" con cordero "Mozah".
Se cumplían, también así, los deseos de Helen de conocer, cuanto más mejor,
todo lo relacionado con la vida actual y antigua de Egipto.
Cumplida
la visita a la mezquita citada, dirigieron sus pasos hacia el Palacio de Abdin,
distante de ella unos 40 minutos. El paseo en sí, era un espectáculo único e
irrepetible. Todo él, la gente, el caótico tráfico de todo tipo de vehículos,
incluidos sobrecargados pollinos, el incesante vocerío de la abigarradas
gentes, los pintorescos edificios y las laberínticas callejuelas, les hacían
sentir la impresión de haber sido trasportados a otro mundo.
Caminaban
por la avenida de Mohammed Farid, cuando Helen notó que alguien les seguía.
-Bueno,
vamos a ver quién es y qué quiere -dijo Rodríguez, con la calma de quien domina
el oficio-. Vamos a meternos en aquella calleja de la izquierda. Te ocultas en
el primer lugar que podamos encontrar. En cuanto te sobrepase, apareces, me
silbas y le pillamos entre los dos.
El
sujeto, al verse acorralado, intentó sacar una pistola, pero Helen le redujo.
En lo dura un suspiro, el tipo se vio con un brazo que le rodeaba el cuello y
el derecho suyo retorcido en la espalda.
-A
ver, pajarito, comienza a cantar -apremió Rodríguez-, y como viera que se
resistía a hablar, continuó:
-Mira
guapo, no queremos hacerte daño, pero si no nos dices quien te envía, empezaré
a romperte dedos, hasta que no te quede uno sano. Luego pensaré por donde sigo
-y le dobló el índice, con tal fuerza que hizo arrancar un aullido de dolor al
cautivo.
-¡Lo
diré, lo diré! ¡Soltadme! -gritó.
En
ese momento, sonaron tres disparos seguidos y el tipo aquel cayó muerto, con
tres impactos en el pecho. De inmediato, una potente moto arrancó en la
bocacalle de la calleja, perdiéndose por el bulevar.
-¡Uf!
-resopló Halen-. ¡Nos hemos salvado de milagro!
-No,
no ha habido milagro. No nos han matado porque no han querido. Solo buscaban
cerrar la boca a este pobre diablo. -dijo Rodríguez-. Rápido, llama al teniente
Amed. Pero no nos metamos en líos: le diremos que hemos sido testigos del
asesinato y nada más.
En
cinco minutos aquello se llenó de gente, policías y gritos.
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