miércoles, 27 de octubre de 2021

Rodríguez en El Cairo

CAPÍTULO III

Ajetreada visita a la ciudad

Museo egipcio de El Cairo

 

Helen y Rodríguez corrieron hacia la habitación de Troudeau y, en efecto, encontraron al libanes en el dormitorio, colgado por el cuello de una gruesa moldura de alabastro. Para ello, había anudado los cordones  de varios cortinajes de la lujosa suite. Una silla derribada a sus pies daba una clara idea de cómo se había ejecutado el suicidio.

-¡Qué barbaridad! -exclamó Rodríguez- ¡Cómo demonios se le ha podido ocurrir una locura así a este hombre!

-¡Es qué no me lo puedo creer! -se lamentaba Helen- ¡Pero si ayer estaba perfectamente! ¿Qué le ha podido ocurrir esta noche para que haya tomado esta decisión?

Mientras llegaban los empleados del hotel, Rodríguez echó un rápido vistazo a los demás piezas de la suite. Era deformación profesional: no lo podía evitar, lo llevaba impreso en su ADN.

En esto, apareció corriendo un conserje, seguido por dos mozos.

-¡Qué desgracia, Dios mío! -gemía, agitado y sudoroso- ¡Un hotel de nuestra reputación y que nos haya caído esta desgracia! ¡Dios nos asista!

 -Bueno, hay que mantener la calma -aconsejó con firmeza Rodríguez- ¿Han llamado a la policía?

Al recibir la confirmación del conserje continuó:

-Bien, pues aquí ya no hay nada que podamos hacer. Lo mejor es esperar fuera a su llegada, para evitar contaminar el escenario del suceso. Procure -dijo dirigiéndose al conserje- que no entre nadie hasta que lleguen los agentes y las asistencias.

La pareja regresó a su habitación, impresionados por el inesperado y trágico incidente.

-Todavía no me lo puedo creer -repetía Helen.

-Y tienes toda la razón del mundo para no creerlo -aseguró Rodríguez- A este hombre lo han mandado al otro barrio, con la mayor limpieza.

-¡Cómo puedes estar tan seguro!

-Mira, la persona que conocíamos ayer no mostraba el menor síntoma de preocupación, apuro ni desequilibrio. Muy al contrario, se le veía seguro de sí, con planes de futuro en su mente. Por otra parte, hoy no llevaba puesto el Rolex y no lo vi por ningún sitio. Además, mostraba unas trazas rojizas, apenas perceptibles, en las dos muñecas, señal evidente de que estuvo maniatado mientras lo colgaban. A pesar de que los asesinos, debían ser dos al menos, han dejado la suite bien ordenada, tratando de evitar dejar rastros de su presencia, uno de ellos no ha podido evitar guardarse el valioso reloj. Ha pensado que el muerto ya no lo iba a necesitar y que nadie lo echaría en falta

-Pero ¿no es posible que lo hubiera guardado en algún cajón o armario -argumentó Helen.

-¡Qué va! ¿Te imaginas a alguien que decide suicidarse y se preocupa en poner a buen recaudo el reloj? Te juego lo que quieras a que el Rolex no aparece por ningún lado.

Poco después aquello se llenó de policías, sanitarios y funcionarios judiciales. Pronto reclamaron la presencia de Rodríguez y Helen.

A las rutinarias preguntas del teniente que les entrevistó, la pareja no tuvo inconveniente alguno en facilitar sus datos personales y toda la escasa información que poseían del muerto.

-No, no le conocíamos -aseguró Helen-. la casualidad nos reunió en el comedor durante la cena. Después, estuvimos charlando en el bar de la terraza durante un tiempo y más tarde, sobre las 11 de la noche, nos despedimos. Nosotros bajamos a nuestra habitación y él quedó en el bar.

-Poco podemos informar sobre este hombre -intervino Rodríguez-. Solo que era agente comercial, que estaba casado y poseía una mansión en las afueras de Londres. Nuestra conversación giró sobre las peculiaridades turísticas de la ciudad y de Egipto en general. Y no, tampoco pudimos notar traza alguna de nerviosismo, ansiedad o depresión.

El agente no insistió más y se limitó a darles una tarjeta suya.

-Soy el teniente Amed. -dijo- Les ruego que se pongan en contacto conmigo, en el caso de que recuerdan algún detalle que consideren de algún interés para la investigación.

Más tarde, Helen comunicó a Rodríguez su extrañeza al ver que no había comunicado sus sospechas al teniente.

-Sabes que a la policía no le gusta que gente extraña meta las narices en sus investigaciones. Tampoco quieren complicaciones. A poco que puedan, cerrarán el caso como suicidio y...a otra cosa mariposa.

-Además -continuó-, este es un asunto que no nos compete. Hemos venido para hacer turismo y tampoco nosotros tenemos necesidad de complicarnos la vida. Así que allá ellos con su muerto y nosotros con lo nuestro.

Dicho y hecho. Desayunaron a gusto en el lujoso y bien dotado bufet y, a continuación, conectaron con el representante de la agencia TourspreS, en la oficina que mantienen en el mismo hotel.

-Bien, si me lo permiten -sugirió el agente que les atendió-, les prepararé un boceto de actividades, presupuesto incluido, para los catorce días que desean permanecer en nuestro país, siguiendo los deseos e indicaciones que me han expresado. Pueden dedicar esta mañana a visitar el Museo Egipcio que se encuentra aquí al lado, continuando por la tarde las visitas a las mezquitas y monumentos cercanos. Ahora les entregaré un mapa, un folleto guía, junto a las entradas y pases necesarios. A su vuelta, ya tendré lista la documentación prometida de sus posibles actividades por Egipto.

-Nos parece perfecto -contestó Rodríguez-, aunque le quiero advertir que procure afilar el lápiz, a la hora de poner los precios, que no somos unos potentados, aunque lo parezcamos.

El hombre sonrió al escuchar la pintoresca expresión de Rodríguez. Seguro que en todo el ejercicio de su profesión, jamás había visto una pareja con menos apariencia de potentados.

-No se preocupen, solemos tener precios especiales para los huéspedes del hotel -respondió el empleado, sin abandonar la sonrisa iniciada-. Lo que sí puedo asegurarles que vamos a tratar, por todos los medios a nuestro alcance, de que su visita a nuestro país alcance un nivel de excelencia tal, que su recuerdo resulte inolvidable para el resto de sus vidas.

Provistos de la documentación facilitada por Hasani, el agente de TourspreS, visitaron el Museo Egipcio, situado muy cerca de hotel. Helen gozó lo indecible con las maravillas del antiguo Egipto que allí se guardan. Por ella, hubieran consumido el día entero, recorriendo las innumerables salas del Museo.

No era del mismo sentir Rodríguez. No había transcurrido una hora cuando comenzó a bostezar. Demasiadas piedras, demasiados botijos rotos y muchos pedazos de cosas que le decían poco o nada.

-Cielo, mira a ver si empezamos a finalizar la visita -acució Rodríguez-, que se nos está echando encima la hora de comer y a mí ya me rugen las tripas.

-¡Por Dios, Luis, no me vengas con prisas! ¡Pero si te has llenado la panza en el bufet!

Por fin, consiguió Rodríguez arrancarla, no sin apuros, de aquel espectacular lugar, para ir a comer. Eligieron el Felfela, un restaurante egipcio sugerido por Troudeau la noche anterior. Se hallaba en el camino de su próxima visita, la cercana mezquita de Masjid El Fath, que dispone del segundo minarete más alto del mundo, además de ser una de las más bellas.

Feliz elección. Pudieron saborear un exquisito "Fattah" con cordero "Mozah". Se cumplían, también así, los deseos de Helen de conocer, cuanto más mejor, todo lo relacionado con la vida actual y antigua de Egipto.

Cumplida la visita a la mezquita citada, dirigieron sus pasos hacia el Palacio de Abdin, distante de ella unos 40 minutos. El paseo en sí, era un espectáculo único e irrepetible. Todo él, la gente, el caótico tráfico de todo tipo de vehículos, incluidos sobrecargados pollinos, el incesante vocerío de la abigarradas gentes, los pintorescos edificios y las laberínticas callejuelas, les hacían sentir la impresión de haber sido trasportados a otro mundo.

Caminaban por la avenida de Mohammed Farid, cuando Helen notó que alguien les seguía.

-Bueno, vamos a ver quién es y qué quiere -dijo Rodríguez, con la calma de quien domina el oficio-. Vamos a meternos en aquella calleja de la izquierda. Te ocultas en el primer lugar que podamos encontrar. En cuanto te sobrepase, apareces, me silbas y le pillamos entre los dos.

El sujeto, al verse acorralado, intentó sacar una pistola, pero Helen le redujo. En lo dura un suspiro, el tipo se vio con un brazo que le rodeaba el cuello y el derecho suyo retorcido en la espalda.

-A ver, pajarito, comienza a cantar -apremió Rodríguez-, y como viera que se resistía a hablar, continuó:

-Mira guapo, no queremos hacerte daño, pero si no nos dices quien te envía, empezaré a romperte dedos, hasta que no te quede uno sano. Luego pensaré por donde sigo -y le dobló el índice, con tal fuerza que hizo arrancar un aullido de dolor al cautivo.

-¡Lo diré, lo diré! ¡Soltadme! -gritó.

En ese momento, sonaron tres disparos seguidos y el tipo aquel cayó muerto, con tres impactos en el pecho. De inmediato, una potente moto arrancó en la bocacalle de la calleja, perdiéndose por el bulevar.

-¡Uf! -resopló Halen-. ¡Nos hemos salvado de milagro!

-No, no ha habido milagro. No nos han matado porque no han querido. Solo buscaban cerrar la boca a este pobre diablo. -dijo Rodríguez-. Rápido, llama al teniente Amed. Pero no nos metamos en líos: le diremos que hemos sido testigos del asesinato y nada más.

En cinco minutos aquello se llenó de gente, policías y gritos.

         -Vaya -exclamó Amed al llegar-. Dos días y dos muertos vinculados a Vds. ¿Y debo creer que no tienen nada interesante que contarme? 

 

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