jueves, 29 de diciembre de 2016

17.- Relatos, Fábulas y Leyendas

17.- EL CAPITAL. O SEA, EL DINERO.




Ayer estuve en el Banco. Caducaba una imposición y el director me había llamado para decidir que se hacía con ella.
Conozco a este hombre de antiguo, ya que había sido mi asesor financiero en otra sucursal del mismo Banco, antes de que abrieran la oficina actual. Ahora era director de esta última
Es un hombre amable, culto y poseedor de fácil palabra, lo que, unido a nuestro dilatado trato, nos proporciona una larga y amena conversación en cada uno de los encuentros que nos es dado disfrutar.
Lo hallé preocupado, actitud poco habitual en él.
-La situación, Guillermo, no es de las mejores que se han vivido y no sé qué aconsejarte -dijo a modo de entrante, entre preocupado y entristecido.
-Bueno, ya sabes. Conmigo no necesitas discurrir mucho: Riesgo cero y el resto me da igual -contesté.
-Sí, sí, ya lo sé. Pero es que me da vergüenza presentar la miseria que te puedo ofrecer.
-Pues tú dirás. Pero no necesitas preocuparte demasiado -añadí- la semana pasada estuve en la oficina de la competencia, allí enfrente, y ya vengo aleccionado de miserias y estrecheces.
-Es que con el Banco Central Europeo marcando el interés del 0%, estamos sin ningún margen de maniobra. En renta fija, imposible llegar al 0,2%. Porque de renta variable no quieres oír ni hablar ¿eh?
-No, no. A mis años, mi horizonte se mide en semanas, no en años, ni siquiera en meses, así que nada a medio o largo plazo. Y, por otra parte, el poco dinero que tengo me ha costado demasiados sudores ganarlo, como para arriesgarlo en esa loca danza sube y baja de valores y fondos de inversión ¡Ni hablar!
-Claro, lo entiendo y no eres el único que piensa así. El caso es que, en estas condiciones, resulta difícil sacar el negocio adelante. Te supongo enterado de que hemos cerrado las otras dos oficinas que teníamos en este barrio. Y no es que no fueran rentables, ocurre que nos vemos obligados a reducir costos para mantener los márgenes, que la situación actual del mercado financiero nos impide obtener con la normal evolución del negocio.
-Pues tendréis que espabilar, porque así no vamos a ninguna parte. De este modo, os vais a quedar solos.
-Tengo la impresión -proseguí- de que habéis vivido demasiados años con muchas más facilidades que las necesarias para obtener el obligado progreso en cualquier empresa. Las épocas de vacas gordas relajan la creatividad y el necesario sentido de evolución entre los responsables de empujar hacia delante. No hace falta ser un artista en la gestión, las ganancias fluyen sin necesidad de un gran esfuerzo: todo vale. Y cuando llegan mal dadas se encuentran fofos de mente, acomodados y sin ideas imaginativas, ni capacidad para encontrar soluciones que resuelvan los retos de los nuevos y difíciles tiempos.
-Algo hay de eso, por desgracia. Pero insisto, el mayor problema reside en el bajo interés ofrecido por el BCE. -interviene mi amigo el bancario-  Claro, es una maniobra dirigida a reactivar la actividad económica, mediante un incremento del consumo. Aunque esto va en contra del ahorro y no sé si, al final, esta medida será tan beneficiosa como se espera.
-Bueno, hay algo más -digo yo- Se trata de aliviar a los Estados miembros de la Comunidad del tremendo peso de los intereses de sus voluminosas deudas. Supongo que pretenden crear una moratoria mientras los Estados van reduciendo su endeudamiento. Pero es evidente que esta situación no puede durar tanto tiempo como el necesario para esa reducción.
-Y tanto, porque si dura mucho lo vamos a pasar mal.
-Todos -añado- Recuerdo que nuestro profesor de Economía, D. José Domínguez Díaz, nos advertía, con gran énfasis y reiteración, que la inversión debía ser igual al ahorro. Nunca mayor. En caso contrario se caminaba hacia un seguro desastre.
-De acuerdo, pero hay que tener en cuenta el recurso del crédito, que complementa al ahorro y lo alarga, promoviendo un incremento en la actividad económica -recordó mi interlocutor, acercando el ascua a su sardina, como buen empleado de banca.
-Sí, claro. Pero D. José definía al crédito como el adelanto a un ahorro más, aunque sea aplazado y necesite ser planificado. Y le aplicaba la misma sentencia: si la planificación no se cumple y el ahorro aplazado no alcanza el valor del crédito suscrito, habrá el mismo seguro desastre que auguraba antes.
La conversación caminaba hacia una estéril tertulia de café. No lo fue al final, porque pronto dejamos este aburrido y triste tema, para entrar en consideraciones personales y de familia, siempre más entretenidas y amenas. Después, firmé lo que me propuso y salí de allí, lo confieso, un tanto compungido.
Y es que, tras lo hablado durante la anterior reflexión económica, obtenía una amarga conclusión:
Porque si el BCE propone unos intereses bajos, a fin de tirar del consumo para incrementar la actividad económica y ayudar a los Estados con grandes deudas, resulta que los bancos tiemblan, el ahorro se aminora y la inversión deberá acudir al crédito, lo que supone un aumento de la deuda, lo opuesto a lo que se desea.
Si, por el contrario, los intereses suben, el ahorro aumentará y las inversiones serán más sanas, pero los Estados verán agravada su enorme deuda al tener que atender el pago de unos altos intereses.
Tengo la impresión de que el ciudadano, en general, no aprecia la gravedad que supone el que un Estado mantenga una de esas deudas tan elevadas como las que se han generado en los últimos años. Sin embargo, hay una línea de no retorno que, cuando se alcanza, ningún Estado es capaz de salir del negro pozo en el que cae. Ni siquiera después de una condonación de la deuda. De esto hay multitud de ejemplos en todo el Mundo.
¿Por qué? Porque la raíz del problema es que se llega a esa situación por gastar más de lo que se gana y, además nadie está dispuesto a apretarse el cinturón y asumir el más mínimo sacrificio o "recorte". En estos casos, y por lo general, tampoco suele haber una autoridad moral para pedirlos.  

 ¿Sera que esto no tiene solución? Sí, yo tengo la mía, aunque no la voy a exponer aquí, a pesar de ser muy simple. Prefiero que cada lector piense la suya y la aplique en su entorno.

sábado, 10 de diciembre de 2016

16.- Relatos, Fábulas y Leyendas.

16.- LA NOUVELE CUISINE




 Hay algo que me sorprende en la llamada “alta” o “nueva” cocina, cocina de “autor”, o como quiera llamarse aquella que se elabora en esos estrellados lugares de culto gastronómico. No consigo entender la razón por la cual los chefs que la practican son tan populares. Sobre todo, en un tiempo en el que los ricos están tan mal vistos.
Sucede, y me parece una paradoja digna de estudio, que quienes se dedican a procurar, en exclusiva, el deleite a gente pudiente y adinerada -¿han tenido el privilegio de ver la astronómica nota, al final de alguna de sus largas minutas?-, gocen de la popularidad y la admiración de quienes jamás estarán en condición de catar dichos placeres.
No digo que no se lo merezcan. Solo expreso mi extrañeza por este hecho concreto.
Porque es algo que no suele producirse en otras actividades, ni tampoco durante las complejas relaciones sociales y económicas de la mayoría de los ciudadanos.
Argumentaba un buen amigo, engalanado éste con muchos años de experiencia en esa dura labor de pelearse con los fogones, que, en realidad, esos afamados chefs tratan de elevar la restauración a la categoría de arte. Cualquier manifestación artística es cara, aseguraba, y todas ellas han sido destinadas a personas capaces de poseerlas, gracias a su elevado nivel adquisitivo. Siempre ha sido así y así ha sido aceptado por la mayoría de las gentes en todo tiempo.
No había contemplado el fenómeno desde ese punto de vista, pero en seguida encontré una diferencia esencial entre este y cualquier otro testimonio artístico.
En efecto, raro será encontrar obras de arte al alcance del bolsillo del ciudadano medio, pero, en cambio, podrá gozar de ellas y contemplarlas, a bajo o nulo precio, en exposiciones, conciertos, proyecciones, reproducciones o representaciones.
Este arte culinario, en cambio, desaparecerá para siempre, engullido por su afortunado consumidor, y solo él gozará de las delicias creativas de los eminentes, encumbrados y exclusivos chefs que en el mundo son.
Me gustaría conocer la opinión de algún prestigioso sociólogo sobre este fenómeno social, aunque sospecho que puede estar relacionado por la inalcanzable ilusión milagrosa de obtener un acierto quinielístico, que nos lleve a este y otros consumos de creso establecido. O tal vez, nuestra admiración esté incrustada en nuestros genes, por tantas hambrunas ocurridas en el pasado.
Debo confesar que yo mismo sucumbí bajo el embrujo de estos sanctasanctórum del guiso, al visitar un famoso restaurante de tres estrellas. Se trataba de festejar una de esas celebraciones familiares de obligado "tirar la casa por la ventana". No lo pude resistir. Pido excusas.
La verdad es que salí satisfecho de aquel menú degustación, profuso, variado y de una exquisitez sin tacha. Gracias a una ceremoniosa presentación de un estirado cicerone, el comensal pudo conocer, de antemano, aquello que sería ingerido a continuación, obviándole el trabajo de tener que adivinarlo.
Pero si tanto el paladar, como el estómago, salieron agradecidos por aquella grata experiencia, no lo fue así mi bolsillo que, entristecido, se vio obligado a dejar sobre la mesa, amplio ara de las delicias consumidas, todo un sueldo antes de impuestos, y algo más.
Si me preguntaran en qué consistió el convite, me costaría mucho describirlo. En esencia, se trataba de servir una serie de alimentos conocidos, con su forma, color, textura y sabores modificados, hasta hacerlos desconocidos, todo ello adornado por una presentación original, colorista y armónica. Deconstruídos, creo que es el término que se emplea para definir el estado final de estos alimentos.
En efecto, aquello era puro, aunque efímero, arte.
No tardé, sin embargo, en proponerme una serie de preguntas a cual más crítica o insidiosa.
¿De verdad, merecía la pena todo aquel esfuerzo culinario por variar las cualidades iniciales de las viandas presentadas, ante el elevado costo producido?
¿No estaremos ante esa manía humana, tan afín a nuestra propia naturaleza, de complicarnos la existencia, cuanto más mejor y sin ninguna necesidad?
¿Cree alguno de mis pocos lectores que un simple plato de huevos fritos, con patatas y buen chorizo, necesita complicación alguna, para conseguir gozar de él, como un bendito en la Gloria?
¿Acaso tiene sentido "deconstruir" una de esas hermosas y sencillas tortillas de patata, culto y prez de propios y extraños, a todo lo largo y ancho de nuestra piel de toro?
¿O unos callos con morro y manitas de gulín?
¿O un rabo de toro, hecho como Dios manda?
¿O se les ha ocurrido alguna vez la necesidad de modificar en algo un generoso cocido -madrileño o no- con todos sus componentes y sacramentos?
¿Habrá mano sacrílega que se atreva a retocar unas ricas, sabrosas y completas fabes -alubias, pochas, mongetes o babarrunak- con denominación de origen?
¿Han tenido la suerte de gozar la cata de un besugo asado a la parrilla en Orio?
¿O un rodaballo recién pescado en Guetaria?
Y hablando de mar ¿han salido defraudados en alguna ocasión, tras consumir toda clase de manjares marinos propuestos en cualquier puerto de mar español?
O de montaña. ¿Han tenido el privilegio de echarse al coleto unas migas de pastor auténtico?
¿O una caldereta de cordero y caracoles?
¿Sigo? No, no puedo. La saliva brota ya incontenible de mi boca y riega mi camisa hasta cerca de la cintura. Además la lista se haría interminable.
Allá va, pues, la última pregunta: Habiendo tanto y tan rico manjar a precio asequible ¿se puede saber qué necesidad hay de complicar las cosas más de lo que ya son?

Me agradaría obtener alguna respuesta.

lunes, 26 de septiembre de 2016

15.- Relatos, Fábulas y Leyendas



15.- ¿JUVENTUD OBLIGATORIA?



Septuagenarios andarines.

No sé si a Vds., gente mayor como yo, les ocurre, o les ha ocurrido, lo que a mí. Durante todos mis años vividos de larga y trabajada vida, he ido adquiriendo experiencia y conocimientos como para llenar de valiosa información unos cuantos baúles de buen tamaño.
Uno acaba sintiéndose medio sabio, o sabio entero en ciertos casos. Pero desde ese preciso momento, nadie le hará el menor caso. Ni el más lerdo o ignorante. Nadie. Salvo que salgas mucho en los papeles o en TV.
Eres un viejo y tus ideas son viejas y obsoletas, impropias de una época que pide y necesita innovación, agilidad, audacia, agresividad y dinamismo: juventud, en suma.
¿El consejo del anciano? ¡Chorradas! ¿Quién lo necesita? ¿Quién necesita calma, reflexión, prudencia y sentido común? Nadie. Las cosas deben hacerse más rápidas que deprisa, en frenética galopada, hasta hacer de la vida una vorágine sin rumbo, para vivirla al día y lo mejor posible, o hasta imposible si fuera el caso.
Y los mayores harán bien en aceptar su jubilación y entretenerse en viajar con el IMSERSO, dedicar cierto tiempo al día a caminar, echar una partida al dominó, leer el diario local –no se olviden de las esquelas- asistir a algún evento cultural, ver la tele o quizás practicar deportes adecuados a la edad. No sirven para otra cosa.
Puede que se les permita realizar alguna actividad de carácter benéfico, con tal de que traten asuntos marginales, no productivos, en organizaciones benéficas sin ánimo de lucro, como oenegés humanitarias –no en todas, pues en la mayoría solo aceptan gente joven-, Cáritas, asistencia a desplazados, hospitales y cárceles, o cosas así. Nunca en la política ni en tareas ejecutivas.
Lo cierto es que la mayoría de nosotros, la gente mayor, aceptamos de buena –o forzada- gana el rol que la sociedad nos asigna. Y decididos a huir de ese infamante desdoro que supone ser viejo –término este que ha desaparecido del uso común del lenguaje, al ser sustituido por mil y un eufemismos-, trataremos, con auténtica dedicación y hasta desesperadamente, no parecerlo. Para ello, vestiremos ropa informal y juvenil de moda –mejor si el pantalón es corto-. Usaremos calzado deportivo –por supuesto-. Practicaremos algún deporte y hasta quizás baile “salsa” –o presumamos de hacerlo-, aunque a más de uno le cueste la vida zambullirse en tales excesos.
No hace mucho tiempo, me topé en la calle con un amigo –conocido, más bien, como diría Piqué-, tras varios años sin verle, ni tener noticias. Venía de “andar”.
-¡Caray, Guillermo, te encuentro fenomenal! ¡Hay que ver. El tiempo no pasa por ti! –exclamó, con admiración. Aunque en vez de caray pongan cualquier cosa que empiece por J.
-Sí, sí, por desgracia sí que pasa –contesté, a la vez que agradecía el cumplido-, aunque no me puedo quejar. Me conservo bien y todavía me siento joven…hasta que me miro en el espejo y me pregunto ¿quién demonios es ese?
-No, no, te encuentro muy bien. En serio ¿Haces mucho deporte?
-Ah, no. Desde que hice la mili no he vuelto a practicar deporte alguno.
-Pero andarás ¿no?
-Lo menos que puedo. Solo cuando el bus no me es útil o no me apetece sacar el coche.
Mi amigo, -conocido- que ya había empezado a mosquearse tras mi primera respuesta, estaba llegando a sospechar que le estaba tomando el pelo. Cualquiera, con solo contemplar su figura, sabría que andaba sobrado de razón para ello.
El hombre vestía una ajustada camiseta con algún símbolo deportivo y un ancho pantalón semi corto –o semi largo- lleno de bolsillos, de uso más propio en una expedición por las fuentes del Nilo, que para una caminata urbana, cuyo destino final no sería otro que una ronda chiquitera en los bares del barrio con rioja peleón o tal vez, según el día, con fresco txacolí del país
Calzaba enormes y policromadas deportivas, con seguridad de las más caras por la pinta, que, junto a una voluminosa barriga cervecera y txuletona, y las anchas perneras de su corto pantalón, hacían parecer a sus retorcidas y arqueadas piernecillas aún más raquíticas de lo que quizás fueran.
Pueden pensar que exagero. De ningún modo. Enfundada su cabeza bajo una gorra visera de un afamado equipo ciclista, representaba, mejor que nadie, la ridícula y hasta patética estampa de un septuagenario tratando de imitar la esbelta y ágil figura de un teenager.
Lo más sorprendente del caso es que en absoluto extrañaba a la mayoría del resto de los viandantes que en esos momentos circulaban a nuestro derredor.
Era yo, quizás, quien más llamaba la atención, al ir ataviado con prendas convencionales. Es decir: de las de siempre, de las de salir a la calle con un cierto decoro.
No quiero decir con esto que no pueda uno vestir como le apetezca, pero creo un deber de todo buen ciudadano evitar el injusto sufrimiento del resto de los transeúntes al provocar espectáculos de tan lamentable escasez estética como aquél. Aunque ya no sorprendan por lo frecuente.
Ajeno a mis aviesos pensamientos, él continuó:
-Hombre, realizar algún entrenamiento deportivo es bueno para mantener un aceptable estado físico y, sobre todo para el buen funcionamiento del corazón.
-Sí, tienes mucha razón, pero depende de la expectativa deportiva que tengas. Mi amigo Miguel, con 77 años, corre maratón y necesita mucho entreno, pero mi expectativa es mucho más modesta: caminar una hora seguida y correr los 10 metros lisos, como máximo.
-¡No me digas! -exclamó, con una sonrisa, seguro ya de que le estaba tomando el pelo.
-Eso creo, pues tampoco he vuelto a correr desde que hice la mili. Espero que todavía pueda aguantar durante esos 10 metros seguidos, porque no voy a correr más por nada del mundo. Y si aparece un toro desmandado me apartaré lo más que pueda y él verá lo que hace ¡Ah! -proseguí con mi malvada cháchara- Y del corazón, olvídate. A nuestra edad, hay que cuidarse de todo...menos del corazón. Es el único que te puede proporcionar una muerte rápida y limpia. Y hasta con un poco de suerte te la puede traer durmiendo. De este modo quizás consigas esquivar al probable cáncer, o alzheimer, que dicen nos acechará tras cumplir los 80. Al menos, eso aseguraba un famoso premio Nobel de Medicina. Además, ahorrarás así gastos a la Seguridad Social y molestias a la familia.
Tras esta última declaración, mi sufrido contertulio consideró que no merecía la pena seguir conversando. Tenía claro que yo no tenía remedio y que ya estaba bien la broma. Se despidió apresuradamente y marchó ligero, llevando en su mirada, legible sin necesidad de ser vidente, este -o muy parecido- pensamiento:
-¡Jo, con el tío este! Siempre fue un tipo raro, pero es que ahora está imposible.
En fin. No me sorprendió. No dejaba de ser uno de los inconvenientes de ir a contra corriente de las opiniones generalizadas del personal.
Pero volvamos al tema que nos ocupa: la necesaria y obligatoria “eterna juventud” para todas las personas que configuran la sociedad de nuestros días.
Queridos coetáneos: No se dejen engañar, pues por más que quieran convencerles, no es obligatorio ser joven. Y aún mucho menos someterse al duro quehacer de parecerlo. Vivan su añosa vida como más y mejor les pete, pero háganme el favor de no perder esa hermosa dignidad, que obtuvieron tras tantos años de buena labor, en favor de su propia familia y de la misma comunidad.
Tengan los jóvenes la viveza, frescura y empuje que les corresponde y los “mayores”, gastados ya, y hasta ajados quizás por tanto fruto como entregaron, el respeto que bien merecen.
Una cosa pueden tener por cierta: Jamás, oigan bien, jamás expondré mis piernas a su pública exhibición en la calle. Y eso que comparadas con las de mi amigo -conocido- podrían pasar por las del perfecto Apolo o las del bello Adonis.
Y aunque sea harto improbable que lea estas lineas, deseo pedir mis más sinceras disculpas a este anónimo amigo, por hacerle involuntario protagonista de mi tesis.





jueves, 18 de agosto de 2016

14.- LOS  TOROS.

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Guiller en la plaza de Pamplona.

Mi nieto Guiller –Guillermo IV, 19 años, que iniciará 3º de medicina este año- nos ha salido taurófilo, es decir, admirador del arte de Don Francisco Arjona Herrera, más conocido como  “Cúchares”.
Es extraño y tiene su mérito, porque nadie en la familia lo es. Yo le pregunté:
-¿Cómo es que te gustan los toros?
-Pues no sé –me respondió-, no me lo planteo. Me gusta asistir a las corridas de toros, sin más razones que las de gozar del ambiente que se genera en ellas y del espectáculo que ofrecen el toro y el torero en su lucha.
-Así que no te parece que las corridas sean un espectáculo cruel, donde se maltrate a un animal tan noble como el toro de lidia –metía así el dedo en la llaga de los alegatos anti taurinos.
-Hombre, reconozco que, en algunas ocasiones, la función puede llegar a ser algo bestia, pero solo cuando los oficiantes no hacen bien su trabajo y, desde luego, si fallan demasiado y no realizan una faena limpia, con daños innecesarios al toro, no se van de “rositas”: los espectadores se lo recriminan de inmediato y, las más de las veces, con acciones bien contundentes. Por otra parte, no deja de ser una actividad económica que genera empleo y evita la desaparición de un animal tan emblemático como es nuestro toro bravo, conocido y representado desde el comienzo de los tiempos históricos.
-Tienes razón –concedo, a fin de evitar entrar en la radicalidad de ese eterno conflicto de “a favor o en contra”
-Pero tú, yayo, ¿Fuiste alguna vez a los toros?
-¡Ya lo creo! –contesto al momento- Desde los 16 años, trataba de ver las corridas que se daban en las fiestas de San Lorenzo de Huesca. Con frecuencia lo hice junto a mi amigo y compañero de colegio Jesús. He dicho “trataba” porque en aquellos tiempos el precio de las entradas era inalcanzable para nuestros escurridos bolsillos –si te cuento el monto de mi propina semanal te da una risa que te dura hasta mañana-. Pero mi amigo Jesús, que tenía más cara que espalda, o dicho en tono más suave, era mucho más desenvuelto y decidido que yo, discurrió la manera de entrar gratis a la plaza.
-¿En serio? Cuenta, cuenta –me insta Guiller, con el gusanillo de la curiosidad a flor de piel.
-Pues verás. Mi amigo se colgaba al cuello una cámara fotográfica de aquellas antiguas, llamadas “de cajón” que solo disponían de un objetivo fijo. Armados con aquel cutre artilugio, nos presentábamos ante la plaza, en la puerta de sol. Jesús, pasaba ante el portero sin detenerse ni mirarle siquiera, diciendo muy serio: ¡Prensa! Y yo detrás.
-¿Y os dejaban entrar?
-Sí, sí. El sistema no falló nunca, al menos en las ocasiones en que le acompañé. Pero eso era solo el principio de la aventura. Mi amigo estaba decidido a llegar hasta el patio de caballos, disfrutar del ambiente y ver la corrida desde el callejón, como todo un señor.
-Me estás vacilando, yayo. ¿Me quieres hacer creer que llegabais hasta el patio de caballos, donde están los toreros con sus cuadrillas y la gente importante de la fiesta?
-¡Claro! Ya puedes creerlo. En serio. Supongo que la disposición de todas las plazas de toros son más o menos iguales. Aquella –es la única que conozco- tenía un corredor que circundaba la plaza por debajo de los tendidos y daba acceso a ellos por los vomitorios dispuestos a tal fin. El corredor terminaba en una pared de cerramiento, con una gran puerta metálica que conducía al patio de caballos. Jesús golpeaba con fuerza la puerta, al tiempo que gritaba: ¡Abran la puerta! Cuando por fin, aquella puerta se abría, repetía la misma escena de la entrada: ¡Prensa! Y se colaba dentro, sin dar tiempo a reaccionar al sorprendido empleado.
-Y tú le seguirías, claro.
-No siempre pude. Recuerdo la primera vez: El hombre de la puerta debió notar en mí la falta de decisión que le sobraba a mi amigo, o tal vez pensó que  con uno que le tomara el pelo bastaba, el caso es que me agarró y me echó de malos modos de allí, al tiempo que voceaba, adornándose con algún sonoro taco: “Venga, chaval, a tomar vientos de aquí. ¿No te j… el caradura este?
-Así que te llevaste un buen chasco.
-Así fue. Me quedé más chafado que una colilla de “Celtas”, nuestro tabaco de entonces. Tuve que ver la corrida desde el tendido de sol, en el que creo fue el día más caluroso del siglo, mientras mi querido amigo Jesús campaba por el callejón como un señorón, simulando hacer fotos. Porque esa era otra: la cámara estaba sin el rollo de película, pues como ya te he dicho, nuestro peculio no alcanzaba para semejante dispendio.
-¡Ja, ja, ja! –reía de buena gana Guiller- ¿Pero conseguiste entrar alguna vez?
-Sí, sí, alguna vez lo logré. No recuerdo cuantas. Te hablo de hace 60 años o más, pero aún tengo grabada en mi memoria, como una antigua película, aquellas fascinantes escenas de asombroso colorido, inmersas en un ambiente de tensa y, a la vez, festiva emoción. Los picadores, alzados sobre sus guarnecidas monturas, daban vueltas por el patio, preparándose para el paseíllo. Los espadas, que lucían brillantes trajes bordados, donde el oro y la grana rivalizaban con el albor y el atezado, posaban ante los fotógrafos, entre los que se encontraba mi amigo con su cámara vacía.
-Una gozada ¿eh?
-Sí, sí. Para unos chavales como nosotros, aquello era el sumun, lo más. Imagina estar en medio de aquel trajín de gentes importantes, mezclados con ellos y a dos pasos de las máximas figuras del toreo, que entonces brillaban tanto o más que los actuales “cracks” del fútbol. ¡Ah! Y no te cuento la emoción que se puede llegar a sentir al vivir la corrida desde el callejón, al que accedíamos desde el patio caballos o de cuadrillas, sin mayor problema. Algo inenarrable, de verdad.
-¿Y de mayor, seguiste yendo a los toros?
-No, no volví más. Los estudios, el trabajo, la vida en fin distanció a los dos amigos. Perdí la afición, al tiempo que me faltaba el estímulo con que mi amigo Jesús me llevaba a la plaza. En alguna ocasión traté de ver alguna corrida por televisión, pero me aburría: no era lo mismo, el espectáculo carecía de ese irreemplazable ambiente de la plaza en vivo. Y, sobre todo, cada vez me resulta menos soportable presenciar la muerte de un ser vivo.
-¡Caray, yayo! ¡No me digas que te has pasado a los anti taurinos! –exclama, sorprendido, Guiller.
-¡Ni de coña! Te voy a decir algo muy serio: huye de cualquier “anti” como del demonio. Para ser “pro” de algo, es decir, partidario de una causa determinada, es necesario –diré, más bien, obligatorio-, analizar con esmerado cuidado los fines, procedimientos y personas implicadas en ellas, hasta asegurarte de que responden o se dirigen a un propósito loable.  Esto no suele ser  tarea fácil: la hábil  palabrería propagandística oculta, con frecuencia, la negativa realidad de muchos proyectos.
-Me parece que exageras, que no es para tanto.
-De ningún modo. Ten en cuenta de que, cuando tú apoyas una idea, te haces responsable del resultado de su aplicación. Por tanto, no debemos ofrecer nuestro apoyo a la ligera. Sin embargo, nuestra relación con los “anti” no debe crearnos duda sobre su bondad: todos son detestables por igual. Da lo mismo el tema de que se trate. Estas organizaciones están compuestas por gentes que no se conforman con vivir de acuerdo con sus ideas, sino que su objetivo, su máximo afán, consiste en lograr que el resto de los mortales vivan como ellos. A cualquier precio. A esta postura, yo suelo responder así: Oiga, viva Vd. como quiera, pero deje que yo viva como a mí me parezca, que yo no me meto con nadie, así que, por favor, hagan Vds. lo mismo.
-Tienes razón, pero en relación con los toros ¿cuál es tu postura?
-Tengo que meditar la respuesta. Me pregunto si existe maltrato animal en las corridas de toros. En principio habría que decir que sí, pero creo que es necesario analizar con más profundidad esta respuesta. Porque ¿tú crees que es más digna la muerte de un astado entre las garras de un león que en lucha contra un ser humano? ¿El león le produce menos maltrato? ¿Es menos dramática la muerte de un ñu, mientras es devorado todavía con vida por una manada de hienas, que la escena de la muerte del toro bravo en la plaza?
-Decididamente no –contesta de inmediato Guiller- Es más, he leído un artículo de un afamado médico forense, que asegura que el toro apenas siente dolor por los puyazos que recibe al estar acalorado por la pelea.
-Pues repara en que nadie protesta de las terribles muertes de animales que aparecen, casi cada día, en los documentales sobre la Naturaleza de la TV, mientras a mí se me revuelven las tripas. Y desde luego, nadie se mete con los leones. Al contrario, los animalistas dicen que hay que protegerlos para mantener la especie. Me gustaría preguntar a estos naturalistas, tan buenos y benefactores: ¿Y quién protege a las gacelas, ñus, cebras, búfalos y sus crías, que no se meten con nadie, pero son masacrados de una manera terrible por leones, leopardos, perros licaones, hienas, guepardos y demás fieras salvajes? Porque si tengo que elegir, prefiero salvar a la gacela. Y al león y a las demás fieras que les den. Pero que les den fuerte.
-No había contemplado este asunto desde ese punto de vista, pero me parece que tienes razón, y que habría que distinguir entre animales pacíficos y domésticos a fieras salvajes.
-Claro. Pero, ante todo, es necesario evaluar los distintos casos y situaciones, aplicando, como para todo, el sentido común –a propósito, te recomiendo la lectura de mi artículo sobre “El Sentido Común”, publicado en mi blog-. Lo que ocurre es que los “anti” se encuentran tan imbuidos y presos en su intransigente ideología que no son capaces de distinguir la gama de grises que siempre existe entre el blanco y el negro. Es cierto que en las corridas, el toro recibe lo suyo –en ocasiones también el torero-, pero no se trata de un animalillo indefenso, sino una fiera poderosa, muy capaz de matar. Junto a esa negativa realidad, se produce un admirable ejercicio de valentía, audacia, habilidad y arte por parte del matador.
-¡Eso es, yayo! –exclama Guiller, con entusiasmo- ¡Eso es lo que voy a ver a la plaza! No a contemplar como matan a un animal. Me emociona la lucha de la inteligencia y el arte contra la fuerza bruta. Y me conmueve tanto el riesgo que el matador corre durante la lidia, como la nobleza del toro en la pelea, al tiempo que me deprime el castigo innecesario que sufre el animal con una mala faena del que llamamos “diestro”.
-¡Bravo, lo has entendido! Pero dime: que tal fue la corrida de ayer en Illumbe –la plaza de toros de San Sebastián-.
-¡Ah, muy buena! Muy buen ambiente con lleno total. El Juli estuvo genial y salió por la puerta grande con dos orejas. También José Tomás se lució, dando una auténtica lección de toreo. Incluso el rejoneador Hermoso de Mendoza hizo una faena entretenida.
-¿Y en San Fermín de Pamplona?
-Fantástico, excepto los “anti” que nos esperaban y nos llamaron de todo, desde asesinos a fachas.
-Bueno, ellos se lo pierden. No pueden entenderlo. Yo llevaría a esa gente a contemplar el resultado de un ataque de lobos a un rebaño de corderos, para que supieran lo que es una escena trágica y sanguinaria de verdad. Y, como ni se la imaginan, algunos irán tras una pancarta pidiendo salvar al lobo, o exigirán que no se maten animales para el consumo de carne. Claro, los lobos pueden comer cordero, pero yo no ¡Vamos hombre!    
    

    

martes, 19 de julio de 2016

13.- Relatos, Fábulas y Leyendas

13.- EL ENCANTO DE LA BUENA MÚSICA.






No hace mucho tiempo, no más de ocho días, tuve la oportunidad de ver y escuchar, por televisión, una sonata para piano de Beethoven, interpretada de forma magistral por la famosa pianista ucraniana Valentina Lisitsa. Se trataba de la Sonata nº 17, “La Tempestad”.
A pesar de haberla escuchado ya varias veces en concierto, en esta ocasión, la trasmisión televisiva me permitió experimentar nuevas y sugerentes sensaciones.
En la sala de conciertos es difícil conseguir una situación tan cercana al intérprete que permita distinguir o hacer seguimiento de los gestos o manipulaciones del artista. La distancia impide apreciar su trabajo material y obliga a pensar más en el autor y su obra que en el músico que la materializa. Solo reparo en él si se trata de una ejecución magistral o, por el contrario, me encuentro ante otra vulgar o discreta.
La habilidad del intérprete, no se suele valorar durante la interpretación: se da por hecha, sobre todo si se trata de un músico de campanillas. Solo al finalizar se produce una eventual evaluación con más o menos aplausos, según la huella emocional que haya causado su ejecución, que por fuerza, ha de ser subjetiva y expuesta al estado de ánimo en ese momento.
Pero los primeros planos de la retransmisión televisiva me llevaron a otro tipo de evaluación.
Pude contemplar, fascinado, el ágil revoloteo de las manos de la famosa pianista sobre el teclado y la resuelta y vivaz caricia de sus delicados dedos al marfil de sus teclas.
La interpretación se componía de millares de precisos movimientos. Unas veces acariciadores, otras enérgicos y, en algunas ocasiones, tan sutiles que resultaban imperceptibles. Alternaban y jugaban entre sí los mecanismos producidos por una frenética y exaltada celeridad con otros más lentos e indecisos: torrentes bravíos junto a durmientes y encalmadas lagunas.
Caí en la cuenta, y sentí entonces, que aquel sorprendente espectáculo desafiaba las leyes de la Mecánica, o de la Física entera, que yo había estudiado. Memorizar todo aquel inmenso conjunto de variadas pulsaciones, y reproducirlo sin tacha, me pareció labor mágica más que humana. Y aún más, cuando al golpeo de los martillos contra las cuerdas del piano hay que añadirles los sentimientos que el autor puso en su obra.
Días más tarde, tuve la suerte de contemplar, en la misma emisora, al insigne violinista Yehudi Menuhin en una retransmisión retrospectiva del Concierto para Violín y Orquesta nº 5 de Mozart, que realizó por primera y última vez con la Orquesta de Berlín, bajo la batuta del no menos insigne director Herbert Von Karajan.
No es de extrañar que estos dos monstruos de la música no volvieran a coincidir. El carácter de ambos no podía ser más opuesto. Karajan era estirado, seco, elitista y terror de sus músicos, a los que fustigaba sin piedad hasta conseguir lo que él consideraba la perfección. En cambio Menuhin, al que conocí en persona, en el año 62, durante una charla-concierto que concedió a los estudiantes en el Colegio Mayor Santa Cruz de Valladolid, se mostraba sencillo, afable, cortés y cariñoso. ¡Los ensayos tuvieron que ser antológicos!  
Y si en la anterior interpretación sobre piano, había quedado maravillado por los mágicos movimientos de las manos de la pianista, en esta ocasión sentí como mi capacidad de descripción se anulaba, fascinado por los ágiles movimientos de los volátiles dedos del artista.
A pesar de que el realizador alternaba el tiempo de grabación con Von Karajan -todo un espectáculo en sí mismo-, y otorgó también algún espacio a los profesores de la orquesta, fue suficiente el concedido al Sr. Menuhin para quedar aún más embrujado que en el concierto de piano.
Porque en el violín todo era aún más sensitivo y táctil. Aquí no había teclas ni trastes o divisiones donde pulsar y, sin embargo, sus dedos acudían con precisión absoluta al lugar requerido por la partitura.
Además, estos movimientos debían sincronizarse con el violento o delicado, según los casos, roce del arco sobre las cuerdas.
Todavía más. La conjunción de la pulsación sobre la cuerda y el roce del arco sobre la misma, con el efecto añadido del oportuno o adecuado vibrato, debían producir, sobre la nota debida, la preceptiva e infinita gama de sentimientos planeados por el compositor, desde el áspero estremecimiento, hasta la más dulce ensoñación, pasando por la brillantez de frecuentes y sublimes tonos de carácter glorioso.
Y todo ello, dentro del complejo trafago de la orquesta, para acoplarse a ella con precisión milimétrica.
Entonces comprendí que el trabajo de estos artistas no tenía nada que ver con cualquier otro: no había parangón con el más preciso, el más delicado, el mejor valorado o el de mayor complicación.
Sentí que había en él un componente mágico, sobrepasando los límites de lo humano, y que aquellos artistas estaban más cerca del Olimpo de los dioses que de la inmediatez de la Tierra.  



  

domingo, 26 de junio de 2016

12.2 Relatos, Fábulas y Leyendas

12.2.- VIAJE POR ANTIGUAS TIERRAS HISPANAS
La Pachamama.


Celebración de la Pachamama

Don Julio, director y propietario de la compañía de Gestión y Distribución Comercial Chilena J&M, Co., había planificado mi estancia en Chile hasta el último detalle. Incluía en ella una visita de apoyo técnico a las minas del norte. Se había producido alguna dificultad en el uso de nuestras barrenas y “se hacía necesario dar la cara”, según elocuente expresión de Don Julio, ante los responsables de las explotaciones afectadas.
La propuesta me pilló a contrapié. Conocía todo lo relativo a la fabricación y características de nuestras herramientas, pero poco sobre su uso. Además, nunca había visitado una mina y sentía muy pocas ganas de hacerlo
Daba igual. Al día siguiente me hallaba volando en un Cessna 400, propiedad de Don Julio, junto a él y el agente responsable de la zona que debíamos visitar.
Aquel avioncillo, monomotor y cuatro estrechas plazas, se movía más que un rumbero con tiritona. Me hizo recordar mi primer vuelo. Fue en un bimotor Douglas DC3, desde Madrid a Sevilla, en los años sesenta. Aquellos aviones volaban a la altura de las nubes y, por pura mala suerte para mí e incompetencia, supongo, de los servicios meteorológicos oficiales, una monumental tormenta se interpuso en nuestra ruta. A consecuencia de los violentos e interminables zarandeos del aparato, sufrí tal tremendo mareo, que no pude reponerme hasta pasados los dos días siguientes.
No era el caso en este vuelo. Por estas tierras, deben esperar de 15 a 40 años para ver una nube, una nubecilla, más bien. Pero ese dato poco consuelo  proporcionaba a mi acusada y confesa fobia voladora, pues aquel aparatito no contaba con mucha más entidad que uno de juguete…y no exagero.
Y así me vi yendo, como reo al cadalso, con una oreja puesta en el runrún del motor, vigilándolo por si fallaba, y otra en las explicaciones de Don Julio, al tiempo que mi magín se preguntaba qué demonios podía hacer yo metido en el fondo de una mina, lugar que solo había visto en el cine y en situaciones catastróficas.
Pero, tras volar cerca de 1200 Km., llegamos con bien a Calama, la ciudad minera, con solo un ligero mareo por mi parte. No hubo descanso. A pie de pista, nos esperaba un todo terreno de Codelco, la compañía explotadora de la mina, situada unos 15 km más allá.
Chuquicamata era el nombre de la mina. Al llegar a ella, respiré tranquilizado. Era una enorme explotación a cielo abierto, por lo que no fue necesario descender hasta el oscuro interior de las  profundidades de la Tierra, como temía. Contemplé asombrado sus colosales dimensiones: 3,5 por 4,5 Km. en forma elíptica, que las enormes máquinas excavadoras habían horadado, formando gigantescos escalones descendentes, hasta una profundidad de unos 1250 metros.
Según me explicaron, estaba considerada como la explotación minera a cielo abierto más grande del mundo y, por supuesto, la de mayor extracción de cobre y oro de Chile.
El recibimiento del director fue cordial, lo que me hizo suponer que el problema que habían tenido con nuestras barrenas era mínimo o inexistente. Sin embargo, no había sido así. Un barrenador se hallaba a las puertas de la muerte tras sufrir una grave herida en el vientre, al clavarse en él la parte astillada de la barrena que manejaba y que había quebrado. Por fortuna, a nuestra llegada, el pobre hombre había superado la gravedad extrema inicial y la investigación de las autoridades había resultado exculpatoria para nuestra compañía, al determinar su origen en causas accidentales.
Solicité revisar la documentación y, en efecto, se apreciaba, sin género de duda, que la rotura no presentaba ninguna señal de fatiga, y sí, una superficie de quiebra limpia producida por un pandeo excesivo, causado, probablemente, por una fuerte discontinuidad de dureza o cohesión en la composición de la veta.
Empleamos los cuatro días siguientes en visitar otros tres complejos mineros de la Compañía Codelco: El Salvador en Diego de Almagro, Rodomiro Tomic en Calama y Minería Gaby en Antofagasta.
En todos ellos nos recibieron con afecto y abundante agasajo, derrochando esa simpatía y gracia propias de las gentes de allí. Y lo mejor: se realizaron en sus oficinas, sin necesidad de acudir a sus respectivas minas.
Al día siguiente nos reunimos con los responsables de la Compañía Anglo Américan Chile del complejo Montes Blancos, en Atacama, donde concluyó la buena racha de satisfactorios encuentros. Me vi obligado a presenciar, entre alarmado y molesto, una enorme bronca entre Don Julio y el director del complejo, a cuenta de unos precios que consideraban excesivos y alguna factura sin atender por dicho motivo.
Al final, la sangre no llegó al río, aunque le faltó muy poco. Por fin se llegó a un forzado acuerdo, con el que, según la impresión que yo saqué, no se llegó a contentar a ninguna de las dos partes.
Decidido Don Julio a borrar de mi mente el mal efecto causado por su monumental bronca, me propuso acudir a una curiosa fiesta aymara, típica del altoplano, que se celebraba cada 1º de Agosto en un lugar cercano de Bolivia.
Lo de “cercano” era un eufemismo. Tarde para arrepentirme, tras haber aceptado con entusiasmo el plan, supe que aquel lugar se hallaba a unos 700 km, que tendríamos que recorrer en su Cessna, y atravesar la cordillera andina, sorteando sus formidables picos.
Imposible, para mí y creo que para cualquiera, transmitir las sensaciones cobradas en un vuelo como aquel.
Lo iniciamos inmersos en un intenso cielo azul. Frente a nosotros, y no muy lejos, se dibujaba la quebrada línea de la cordillera de los Andes, con sus más altas cumbres tintadas de un blanco impoluto, recortándose bajo aquel limpio y brillante firmamento.
Poco a poco, conforme nos acercábamos a ella, aquella pintoresca cinta montañosa fue creciendo para tomar formas y dimensiones colosales. Pronto se convirtió en una formidable barrera, que se alzaba, como una inmensa muralla infranqueable, por encima del techo de navegación de nuestro aparato.
¡Dios mío –pensé- ahora tendremos que atravesar todo ese muro de arracimadas cumbres, la mayoría de ellas con alturas superiores a los 6.000 metros!
Y así fue. El piloto condujo su avioncillo por entre un laberinto de valles y desfiladeros, en un ejercicio de pericia casi circense.
Porque no solo debía atender a las dificultades que presentaba el cambiante y complicado itinerario. Al transitar por aquellos variados accidentes, los vientos cruzados que se generaban hacían balancear al pequeño aparato, como si se tratara de una hoja desprendida de su árbol, al ser arrastrada por un viento de marzo.
Mientras, Don Julio iba indicando:
-Mire, a la derecha el volcán San Pedro, 6.200 m. A su izquierda el volcán Ollagüe, cerca de 6.000 metros. ¡Y mire, mire como brilla el salar de Ascotán allá abajo!
Yo, que hacía muy poco había releído la historia de los argentinos que sobrevivieron, comiéndose entre ellos al chocar su avión, en una de aquellas enormes montañas, pensé que, siendo el más delgado, quedaría el último. ¡Quién se contentaría con chupar solo huesos, habiendo tanta chicha de sobra en el piloto, e incluso aún más en las orondas formas de Don Julio!
Pero no hubo necesidad de llegar a ese extremo. El piloto era un artista y llegamos con bien a nuestro destino, tras superar la última prueba: el aterrizaje en un minúsculo campo, que en su día debió ser de cultivo y cuyo extremo terminaba en un profundo declive.
Allí nos aguardaban varios hombres con caballerías, sobre las que llegamos, cuando ya atardecía, a una pequeña y pintoresca aldea, llamada Aucapata, situada en un cerro, a caballo de dos profundos valles, y a una altura de unos 2.600 metros.
Gente amiga de Don Julio nos recibió con sincero afecto y ruidoso alborozo. Tras unos interminables y efusivos saludos, nos condujeron a su casa, un bonito edificio de piedra en el centro del pueblo. Cenamos bien, charlamos mucho y dormimos mejor, aunque poco.
A la mañana siguiente, muy temprano, nos pusimos en camino hacia el lugar donde se iba a celebrar la fiesta de la Pachamama, la Madre Tierra. Nos acompañaban, y guiaban, la familia amiga de Don Julio al completo: doce personas en total. Después de tres horas de andar hacia el sureste, por sendas y lugares de impactante belleza, llegamos a una pequeña campa junto a las ruinas de la ciudad precolombina de Iskanwalla. Era el lugar donde se celebraría la tradicional fiesta.
No fuimos los primeros en llegar. Algunas gentes, más madrugadoras o cercanas, nos habían tomado la delantera. Pronto se nos unieron más. Venían desde los cuatro puntos cardinales, ataviados los hombres con sus multicolores ponchos, gorros, chalecos y paletones, mientras que ellas portaban blusa, larga falda, manta y sombrero de no menos vivos colores.
Por último, apareció en el lugar un pintoresco cortejo, encabezado por tres ancianos, rodeados por un grupo de acompañantes, que recitaban, con marcado ritmo, extraños salmodios en su propio idioma. Eran los oficiantes del ritual de la ofrenda a la Pachamama: hombres elegidos entre los ancianos de probada y mayor autoridad moral de las comunidades quechua y aymara asistentes.
Durante el viaje, Don Julio ya me había explicado la naturaleza de aquella extraña divinidad, conocida como la Pachamama. Era el espíritu de la Madre Tierra en su concepto más amplio. Mandaba en el clima, la fecundidad de la tierra y en los fenómenos atmosféricos. Y para que todos ellos fueran benignos y favorables a los habitantes de aquellas tierras, era necesario tenerla contenta y nutrirla con ofrendas durante aquella fiesta.
Así fue. En el centro de la campa había un hoyo en donde los ancianos iban colocando las ofrendas que la gente presentaba. Consistían en parte de los alimentos que traían, junto a hojas de coca, muestras de los productos cosechados, bebidas típicas y cigarros, todo ello regado con la sangre de un rebeco que había sido sacrificado poco antes. Por último, tapaban el hoyo con una gran piedra, pintada de blanco.
Mientras tanto, un grupo de músicos amenizaba la pintoresca ceremonia con cálidas melodías del altiplano, bien interpretadas con sus típicas y dulces zampoñas, quenas y charangos.
En seguida, la gente se reunió en grandes grupos para compartir los alimentos que traían y partes de tres rebecos que fueron sacrificados y asados allí mismo.
Era una comida sabrosa, variada y potente, pero no te puedo decir en qué consistía, porque no me atreví a preguntar. Mejor no saberlo, pensé.
A continuación hubo más música, acompañada de cantos y danzas de un tipismo colorista y vibrante.
Era ya media tarde, cuando los asistentes comenzaron a desfilar hacia sus lugares de origen. Nosotros lo hicimos canturreando alguna de las canciones más pegadizas que habíamos escuchado.
Durante el camino pregunté a Don Julio:
-¿De verdad esta gente cree en la existencia de esa divinidad, o todo aquello era puro folclore?
-Necesitan creerlo. Estas tierras dan poco y la dureza del clima no acompaña. Viven una economía de subsistencia, aferrados al suelo que pisan, sin confiar en recibir la ayuda de nadie, salvo de esa Madre Tierra.
-Bueno, si así son felices…-sugerí.
-Cómo demonios se puede ser feliz, mirando siempre al cielo con el ánimo encogido, esperando que una mala tormenta arrase el cachito de tierra sembrada o un rayo se lleve a su escaso rebaño de un par de llamas o vicuñas, dejándoles hundidos en la miseria.
-Pero yo les he visto bien alegres, cantando y bailando durante la fiesta –insistí.
-Sí, claro. Estas fiestas sirven para echar fuera de sí sus apuros y miedos e intentar borrar de la mente la atormentada carga de su precaria existencia. Gracias a esos cánticos y bailes, que animan y favorecen el vino y la hoja de coca, lo consiguen. Pero esa momentánea alegría se acaba en cuanto vuelven a sus pueblos y se topan con la triste realidad cotidiana. ¿No ha notado ese aire dulce, melancólico y apenado que rezuma la música de sus flautas, quenas y zampoñas?
-Insisto, Don Julio. Cuando he hablado con ellos, me ha parecido observar un claro sentimiento de orgullo, por seguir manteniendo su tradicional modo de vida.
-Ah, sí, sí –contestó Don Julio al momento-. Si Vd. les pregunta, le contestarán que así son la mar de felices y que, de ninguna manera, desearían vivir de otro modo. Claro, qué van a decir si no conocen otra cosa. Pero cuando les comentas si desearían que sus hijos continuaran con sus usos y costumbres, le contestarán que no, que es una vida muy dura. Prefieren que estudien y se forjen un futuro mejor que el suyo, lejos de estas agrestes e ingratas tierras.
-En resumen: que no hay remedio para esta gente a pesar de la Pachamama.
-¡Claro que la hay! –exclamó Don Julio, con  vehemencia- Pero necesitan dar un giro completo a su mentalidad. Los indigenistas fundamentan su progreso en la devolución de las tierras que dicen les arrebataron. Se equivocan. El cultivo de esta tierra no basta, porque da poco. Sin industria ni servicios solo hay subdesarrollo
-¿No hay esperanza, entonces?
-Creo que sí. Hay gente de aquí que, aunque poca, está descubriendo un prometedor modo de mejorar la economía de estas modestas comunidades mediante el turismo. Su implantación ahora es embrionaria, pero viene a ser como una esperanzadora ventana abierta al mundo. Y por esta ventana llegarán nuevos aires de modernidad y progreso. Hablan de preservar sus raíces: ¡Tonterías! No es bueno vivir en el pasado. Aseguran que la modernidad traerá un sinfín de perjuicios: ¡Bobadas! Todo tiene su cara y cruz. Es preciso rechazar lo malo y aprovecharse de lo beneficioso: es así cómo se progresa de verdad.
-Vd. lo ha de comprobar –continuó- Mañana temprano nos acercaremos al lago –se refería al lago Titicaca- y verá qué bien lo tienen organizado en las islas flotantes de los uros.
Así lo hicimos. Embarcamos en Copacabana y cruzamos el lago hasta llegar a la bahía de Puno. Allí contemplé, asombrado, las islas artificiales construidas con estrechas hojas entrelazadas de una planta llamada totora. Tenía razón Don Julio. Sus artífices, gentes de la etnia uro, tenían organizado un sistema de visitas turísticas que, bien a la vista estaba, les venía reportando muy buenos beneficios.       
Al día siguiente regresamos a Valparaíso, tras hacer escala en Calama para tomar carburante.
Dos días más tarde volaba hacia España, llevando en mis recuerdos las encantadoras escenas vividas entre las imponentes cimas andinas.
-Como verás, Isabel, nada parecido al viaje de aventuras que tú esperabas escuchar.
-Tienes razón, yayo, pero ya querría pillar algo así.