sábado, 10 de diciembre de 2016

16.- Relatos, Fábulas y Leyendas.

16.- LA NOUVELE CUISINE




 Hay algo que me sorprende en la llamada “alta” o “nueva” cocina, cocina de “autor”, o como quiera llamarse aquella que se elabora en esos estrellados lugares de culto gastronómico. No consigo entender la razón por la cual los chefs que la practican son tan populares. Sobre todo, en un tiempo en el que los ricos están tan mal vistos.
Sucede, y me parece una paradoja digna de estudio, que quienes se dedican a procurar, en exclusiva, el deleite a gente pudiente y adinerada -¿han tenido el privilegio de ver la astronómica nota, al final de alguna de sus largas minutas?-, gocen de la popularidad y la admiración de quienes jamás estarán en condición de catar dichos placeres.
No digo que no se lo merezcan. Solo expreso mi extrañeza por este hecho concreto.
Porque es algo que no suele producirse en otras actividades, ni tampoco durante las complejas relaciones sociales y económicas de la mayoría de los ciudadanos.
Argumentaba un buen amigo, engalanado éste con muchos años de experiencia en esa dura labor de pelearse con los fogones, que, en realidad, esos afamados chefs tratan de elevar la restauración a la categoría de arte. Cualquier manifestación artística es cara, aseguraba, y todas ellas han sido destinadas a personas capaces de poseerlas, gracias a su elevado nivel adquisitivo. Siempre ha sido así y así ha sido aceptado por la mayoría de las gentes en todo tiempo.
No había contemplado el fenómeno desde ese punto de vista, pero en seguida encontré una diferencia esencial entre este y cualquier otro testimonio artístico.
En efecto, raro será encontrar obras de arte al alcance del bolsillo del ciudadano medio, pero, en cambio, podrá gozar de ellas y contemplarlas, a bajo o nulo precio, en exposiciones, conciertos, proyecciones, reproducciones o representaciones.
Este arte culinario, en cambio, desaparecerá para siempre, engullido por su afortunado consumidor, y solo él gozará de las delicias creativas de los eminentes, encumbrados y exclusivos chefs que en el mundo son.
Me gustaría conocer la opinión de algún prestigioso sociólogo sobre este fenómeno social, aunque sospecho que puede estar relacionado por la inalcanzable ilusión milagrosa de obtener un acierto quinielístico, que nos lleve a este y otros consumos de creso establecido. O tal vez, nuestra admiración esté incrustada en nuestros genes, por tantas hambrunas ocurridas en el pasado.
Debo confesar que yo mismo sucumbí bajo el embrujo de estos sanctasanctórum del guiso, al visitar un famoso restaurante de tres estrellas. Se trataba de festejar una de esas celebraciones familiares de obligado "tirar la casa por la ventana". No lo pude resistir. Pido excusas.
La verdad es que salí satisfecho de aquel menú degustación, profuso, variado y de una exquisitez sin tacha. Gracias a una ceremoniosa presentación de un estirado cicerone, el comensal pudo conocer, de antemano, aquello que sería ingerido a continuación, obviándole el trabajo de tener que adivinarlo.
Pero si tanto el paladar, como el estómago, salieron agradecidos por aquella grata experiencia, no lo fue así mi bolsillo que, entristecido, se vio obligado a dejar sobre la mesa, amplio ara de las delicias consumidas, todo un sueldo antes de impuestos, y algo más.
Si me preguntaran en qué consistió el convite, me costaría mucho describirlo. En esencia, se trataba de servir una serie de alimentos conocidos, con su forma, color, textura y sabores modificados, hasta hacerlos desconocidos, todo ello adornado por una presentación original, colorista y armónica. Deconstruídos, creo que es el término que se emplea para definir el estado final de estos alimentos.
En efecto, aquello era puro, aunque efímero, arte.
No tardé, sin embargo, en proponerme una serie de preguntas a cual más crítica o insidiosa.
¿De verdad, merecía la pena todo aquel esfuerzo culinario por variar las cualidades iniciales de las viandas presentadas, ante el elevado costo producido?
¿No estaremos ante esa manía humana, tan afín a nuestra propia naturaleza, de complicarnos la existencia, cuanto más mejor y sin ninguna necesidad?
¿Cree alguno de mis pocos lectores que un simple plato de huevos fritos, con patatas y buen chorizo, necesita complicación alguna, para conseguir gozar de él, como un bendito en la Gloria?
¿Acaso tiene sentido "deconstruir" una de esas hermosas y sencillas tortillas de patata, culto y prez de propios y extraños, a todo lo largo y ancho de nuestra piel de toro?
¿O unos callos con morro y manitas de gulín?
¿O un rabo de toro, hecho como Dios manda?
¿O se les ha ocurrido alguna vez la necesidad de modificar en algo un generoso cocido -madrileño o no- con todos sus componentes y sacramentos?
¿Habrá mano sacrílega que se atreva a retocar unas ricas, sabrosas y completas fabes -alubias, pochas, mongetes o babarrunak- con denominación de origen?
¿Han tenido la suerte de gozar la cata de un besugo asado a la parrilla en Orio?
¿O un rodaballo recién pescado en Guetaria?
Y hablando de mar ¿han salido defraudados en alguna ocasión, tras consumir toda clase de manjares marinos propuestos en cualquier puerto de mar español?
O de montaña. ¿Han tenido el privilegio de echarse al coleto unas migas de pastor auténtico?
¿O una caldereta de cordero y caracoles?
¿Sigo? No, no puedo. La saliva brota ya incontenible de mi boca y riega mi camisa hasta cerca de la cintura. Además la lista se haría interminable.
Allá va, pues, la última pregunta: Habiendo tanto y tan rico manjar a precio asequible ¿se puede saber qué necesidad hay de complicar las cosas más de lo que ya son?

Me agradaría obtener alguna respuesta.

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