16.- LA NOUVELE CUISINE
Hay algo que me sorprende en
la llamada “alta” o “nueva” cocina, cocina de “autor”, o como quiera llamarse
aquella que se elabora en esos estrellados lugares de culto gastronómico. No
consigo entender la razón por la cual los chefs que la practican son tan
populares. Sobre todo, en un tiempo en el que los ricos están tan mal vistos.
Sucede, y me parece una
paradoja digna de estudio, que quienes se dedican a procurar, en exclusiva, el
deleite a gente pudiente y adinerada -¿han tenido el privilegio de ver la
astronómica nota, al final de alguna de sus largas minutas?-, gocen de la
popularidad y la admiración de quienes jamás estarán en condición de catar
dichos placeres.
No digo que no se lo
merezcan. Solo expreso mi extrañeza por este hecho concreto.
Porque es algo que no suele
producirse en otras actividades, ni tampoco durante las complejas relaciones
sociales y económicas de la mayoría de los ciudadanos.
Argumentaba un buen amigo,
engalanado éste con muchos años de experiencia en esa dura labor de pelearse
con los fogones, que, en realidad, esos afamados chefs tratan de elevar la restauración a la categoría de arte.
Cualquier manifestación artística es cara, aseguraba, y todas ellas han sido
destinadas a personas capaces de poseerlas, gracias a su elevado nivel
adquisitivo. Siempre ha sido así y así ha sido aceptado por la mayoría de las
gentes en todo tiempo.
No había contemplado el
fenómeno desde ese punto de vista, pero en seguida encontré una diferencia
esencial entre este y cualquier otro testimonio artístico.
En efecto, raro será
encontrar obras de arte al alcance del bolsillo del ciudadano medio, pero, en
cambio, podrá gozar de ellas y contemplarlas, a bajo o nulo precio, en
exposiciones, conciertos, proyecciones, reproducciones o representaciones.
Este arte culinario, en
cambio, desaparecerá para siempre, engullido por su afortunado consumidor, y
solo él gozará de las delicias creativas de los eminentes, encumbrados y
exclusivos chefs que en el mundo son.
Me gustaría conocer la
opinión de algún prestigioso sociólogo sobre este fenómeno social, aunque
sospecho que puede estar relacionado por la inalcanzable ilusión milagrosa de
obtener un acierto quinielístico, que nos lleve a este y otros consumos de
creso establecido. O tal vez, nuestra admiración esté incrustada en nuestros
genes, por tantas hambrunas ocurridas en el pasado.
Debo confesar que yo mismo
sucumbí bajo el embrujo de estos sanctasanctórum
del guiso, al visitar un famoso restaurante de tres estrellas. Se trataba de
festejar una de esas celebraciones familiares de obligado "tirar la casa
por la ventana". No lo pude resistir. Pido excusas.
La verdad es que salí
satisfecho de aquel menú degustación, profuso, variado y de una exquisitez sin
tacha. Gracias a una ceremoniosa presentación de un estirado cicerone, el
comensal pudo conocer, de antemano, aquello que sería ingerido a continuación,
obviándole el trabajo de tener que adivinarlo.
Pero si tanto el paladar,
como el estómago, salieron agradecidos por aquella grata experiencia, no lo fue
así mi bolsillo que, entristecido, se vio obligado a dejar sobre la mesa, amplio
ara de las delicias consumidas, todo
un sueldo antes de impuestos, y algo más.
Si me preguntaran en qué
consistió el convite, me costaría mucho describirlo. En esencia, se trataba de
servir una serie de alimentos conocidos, con su forma, color, textura y sabores
modificados, hasta hacerlos desconocidos, todo ello adornado por una
presentación original, colorista y armónica. Deconstruídos, creo que es el término que se emplea para definir el
estado final de estos alimentos.
En efecto, aquello era puro,
aunque efímero, arte.
No tardé, sin embargo, en
proponerme una serie de preguntas a cual más crítica o insidiosa.
¿De verdad, merecía la pena
todo aquel esfuerzo culinario por variar las cualidades iniciales de las
viandas presentadas, ante el elevado costo producido?
¿No estaremos ante esa manía
humana, tan afín a nuestra propia naturaleza, de complicarnos la existencia,
cuanto más mejor y sin ninguna necesidad?
¿Cree alguno de mis pocos
lectores que un simple plato de huevos fritos, con patatas y buen chorizo,
necesita complicación alguna, para conseguir gozar de él, como un bendito en la
Gloria?
¿Acaso tiene sentido "deconstruir" una de esas
hermosas y sencillas tortillas de patata, culto y prez de propios y extraños, a
todo lo largo y ancho de nuestra piel de toro?
¿O unos callos con morro y
manitas de gulín?
¿O un rabo de toro, hecho
como Dios manda?
¿O se les ha ocurrido alguna
vez la necesidad de modificar en algo un generoso cocido -madrileño o no- con
todos sus componentes y sacramentos?
¿Habrá mano sacrílega que se
atreva a retocar unas ricas, sabrosas y completas fabes -alubias, pochas, mongetes o babarrunak- con denominación de origen?
¿Han tenido la suerte de
gozar la cata de un besugo asado a la parrilla en Orio?
¿O un rodaballo recién
pescado en Guetaria?
Y hablando de mar ¿han
salido defraudados en alguna ocasión, tras consumir toda clase de manjares
marinos propuestos en cualquier puerto de mar español?
O de montaña. ¿Han tenido el
privilegio de echarse al coleto unas migas de pastor auténtico?
¿O una caldereta de cordero
y caracoles?
¿Sigo? No, no puedo. La
saliva brota ya incontenible de mi boca y riega mi camisa hasta cerca de la
cintura. Además la lista se haría interminable.
Allá va, pues, la última
pregunta: Habiendo tanto y tan rico manjar a precio asequible ¿se puede saber
qué necesidad hay de complicar las cosas más de lo que ya son?
Me agradaría obtener alguna
respuesta.
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