jueves, 18 de agosto de 2016

14.- LOS  TOROS.

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Guiller en la plaza de Pamplona.

Mi nieto Guiller –Guillermo IV, 19 años, que iniciará 3º de medicina este año- nos ha salido taurófilo, es decir, admirador del arte de Don Francisco Arjona Herrera, más conocido como  “Cúchares”.
Es extraño y tiene su mérito, porque nadie en la familia lo es. Yo le pregunté:
-¿Cómo es que te gustan los toros?
-Pues no sé –me respondió-, no me lo planteo. Me gusta asistir a las corridas de toros, sin más razones que las de gozar del ambiente que se genera en ellas y del espectáculo que ofrecen el toro y el torero en su lucha.
-Así que no te parece que las corridas sean un espectáculo cruel, donde se maltrate a un animal tan noble como el toro de lidia –metía así el dedo en la llaga de los alegatos anti taurinos.
-Hombre, reconozco que, en algunas ocasiones, la función puede llegar a ser algo bestia, pero solo cuando los oficiantes no hacen bien su trabajo y, desde luego, si fallan demasiado y no realizan una faena limpia, con daños innecesarios al toro, no se van de “rositas”: los espectadores se lo recriminan de inmediato y, las más de las veces, con acciones bien contundentes. Por otra parte, no deja de ser una actividad económica que genera empleo y evita la desaparición de un animal tan emblemático como es nuestro toro bravo, conocido y representado desde el comienzo de los tiempos históricos.
-Tienes razón –concedo, a fin de evitar entrar en la radicalidad de ese eterno conflicto de “a favor o en contra”
-Pero tú, yayo, ¿Fuiste alguna vez a los toros?
-¡Ya lo creo! –contesto al momento- Desde los 16 años, trataba de ver las corridas que se daban en las fiestas de San Lorenzo de Huesca. Con frecuencia lo hice junto a mi amigo y compañero de colegio Jesús. He dicho “trataba” porque en aquellos tiempos el precio de las entradas era inalcanzable para nuestros escurridos bolsillos –si te cuento el monto de mi propina semanal te da una risa que te dura hasta mañana-. Pero mi amigo Jesús, que tenía más cara que espalda, o dicho en tono más suave, era mucho más desenvuelto y decidido que yo, discurrió la manera de entrar gratis a la plaza.
-¿En serio? Cuenta, cuenta –me insta Guiller, con el gusanillo de la curiosidad a flor de piel.
-Pues verás. Mi amigo se colgaba al cuello una cámara fotográfica de aquellas antiguas, llamadas “de cajón” que solo disponían de un objetivo fijo. Armados con aquel cutre artilugio, nos presentábamos ante la plaza, en la puerta de sol. Jesús, pasaba ante el portero sin detenerse ni mirarle siquiera, diciendo muy serio: ¡Prensa! Y yo detrás.
-¿Y os dejaban entrar?
-Sí, sí. El sistema no falló nunca, al menos en las ocasiones en que le acompañé. Pero eso era solo el principio de la aventura. Mi amigo estaba decidido a llegar hasta el patio de caballos, disfrutar del ambiente y ver la corrida desde el callejón, como todo un señor.
-Me estás vacilando, yayo. ¿Me quieres hacer creer que llegabais hasta el patio de caballos, donde están los toreros con sus cuadrillas y la gente importante de la fiesta?
-¡Claro! Ya puedes creerlo. En serio. Supongo que la disposición de todas las plazas de toros son más o menos iguales. Aquella –es la única que conozco- tenía un corredor que circundaba la plaza por debajo de los tendidos y daba acceso a ellos por los vomitorios dispuestos a tal fin. El corredor terminaba en una pared de cerramiento, con una gran puerta metálica que conducía al patio de caballos. Jesús golpeaba con fuerza la puerta, al tiempo que gritaba: ¡Abran la puerta! Cuando por fin, aquella puerta se abría, repetía la misma escena de la entrada: ¡Prensa! Y se colaba dentro, sin dar tiempo a reaccionar al sorprendido empleado.
-Y tú le seguirías, claro.
-No siempre pude. Recuerdo la primera vez: El hombre de la puerta debió notar en mí la falta de decisión que le sobraba a mi amigo, o tal vez pensó que  con uno que le tomara el pelo bastaba, el caso es que me agarró y me echó de malos modos de allí, al tiempo que voceaba, adornándose con algún sonoro taco: “Venga, chaval, a tomar vientos de aquí. ¿No te j… el caradura este?
-Así que te llevaste un buen chasco.
-Así fue. Me quedé más chafado que una colilla de “Celtas”, nuestro tabaco de entonces. Tuve que ver la corrida desde el tendido de sol, en el que creo fue el día más caluroso del siglo, mientras mi querido amigo Jesús campaba por el callejón como un señorón, simulando hacer fotos. Porque esa era otra: la cámara estaba sin el rollo de película, pues como ya te he dicho, nuestro peculio no alcanzaba para semejante dispendio.
-¡Ja, ja, ja! –reía de buena gana Guiller- ¿Pero conseguiste entrar alguna vez?
-Sí, sí, alguna vez lo logré. No recuerdo cuantas. Te hablo de hace 60 años o más, pero aún tengo grabada en mi memoria, como una antigua película, aquellas fascinantes escenas de asombroso colorido, inmersas en un ambiente de tensa y, a la vez, festiva emoción. Los picadores, alzados sobre sus guarnecidas monturas, daban vueltas por el patio, preparándose para el paseíllo. Los espadas, que lucían brillantes trajes bordados, donde el oro y la grana rivalizaban con el albor y el atezado, posaban ante los fotógrafos, entre los que se encontraba mi amigo con su cámara vacía.
-Una gozada ¿eh?
-Sí, sí. Para unos chavales como nosotros, aquello era el sumun, lo más. Imagina estar en medio de aquel trajín de gentes importantes, mezclados con ellos y a dos pasos de las máximas figuras del toreo, que entonces brillaban tanto o más que los actuales “cracks” del fútbol. ¡Ah! Y no te cuento la emoción que se puede llegar a sentir al vivir la corrida desde el callejón, al que accedíamos desde el patio caballos o de cuadrillas, sin mayor problema. Algo inenarrable, de verdad.
-¿Y de mayor, seguiste yendo a los toros?
-No, no volví más. Los estudios, el trabajo, la vida en fin distanció a los dos amigos. Perdí la afición, al tiempo que me faltaba el estímulo con que mi amigo Jesús me llevaba a la plaza. En alguna ocasión traté de ver alguna corrida por televisión, pero me aburría: no era lo mismo, el espectáculo carecía de ese irreemplazable ambiente de la plaza en vivo. Y, sobre todo, cada vez me resulta menos soportable presenciar la muerte de un ser vivo.
-¡Caray, yayo! ¡No me digas que te has pasado a los anti taurinos! –exclama, sorprendido, Guiller.
-¡Ni de coña! Te voy a decir algo muy serio: huye de cualquier “anti” como del demonio. Para ser “pro” de algo, es decir, partidario de una causa determinada, es necesario –diré, más bien, obligatorio-, analizar con esmerado cuidado los fines, procedimientos y personas implicadas en ellas, hasta asegurarte de que responden o se dirigen a un propósito loable.  Esto no suele ser  tarea fácil: la hábil  palabrería propagandística oculta, con frecuencia, la negativa realidad de muchos proyectos.
-Me parece que exageras, que no es para tanto.
-De ningún modo. Ten en cuenta de que, cuando tú apoyas una idea, te haces responsable del resultado de su aplicación. Por tanto, no debemos ofrecer nuestro apoyo a la ligera. Sin embargo, nuestra relación con los “anti” no debe crearnos duda sobre su bondad: todos son detestables por igual. Da lo mismo el tema de que se trate. Estas organizaciones están compuestas por gentes que no se conforman con vivir de acuerdo con sus ideas, sino que su objetivo, su máximo afán, consiste en lograr que el resto de los mortales vivan como ellos. A cualquier precio. A esta postura, yo suelo responder así: Oiga, viva Vd. como quiera, pero deje que yo viva como a mí me parezca, que yo no me meto con nadie, así que, por favor, hagan Vds. lo mismo.
-Tienes razón, pero en relación con los toros ¿cuál es tu postura?
-Tengo que meditar la respuesta. Me pregunto si existe maltrato animal en las corridas de toros. En principio habría que decir que sí, pero creo que es necesario analizar con más profundidad esta respuesta. Porque ¿tú crees que es más digna la muerte de un astado entre las garras de un león que en lucha contra un ser humano? ¿El león le produce menos maltrato? ¿Es menos dramática la muerte de un ñu, mientras es devorado todavía con vida por una manada de hienas, que la escena de la muerte del toro bravo en la plaza?
-Decididamente no –contesta de inmediato Guiller- Es más, he leído un artículo de un afamado médico forense, que asegura que el toro apenas siente dolor por los puyazos que recibe al estar acalorado por la pelea.
-Pues repara en que nadie protesta de las terribles muertes de animales que aparecen, casi cada día, en los documentales sobre la Naturaleza de la TV, mientras a mí se me revuelven las tripas. Y desde luego, nadie se mete con los leones. Al contrario, los animalistas dicen que hay que protegerlos para mantener la especie. Me gustaría preguntar a estos naturalistas, tan buenos y benefactores: ¿Y quién protege a las gacelas, ñus, cebras, búfalos y sus crías, que no se meten con nadie, pero son masacrados de una manera terrible por leones, leopardos, perros licaones, hienas, guepardos y demás fieras salvajes? Porque si tengo que elegir, prefiero salvar a la gacela. Y al león y a las demás fieras que les den. Pero que les den fuerte.
-No había contemplado este asunto desde ese punto de vista, pero me parece que tienes razón, y que habría que distinguir entre animales pacíficos y domésticos a fieras salvajes.
-Claro. Pero, ante todo, es necesario evaluar los distintos casos y situaciones, aplicando, como para todo, el sentido común –a propósito, te recomiendo la lectura de mi artículo sobre “El Sentido Común”, publicado en mi blog-. Lo que ocurre es que los “anti” se encuentran tan imbuidos y presos en su intransigente ideología que no son capaces de distinguir la gama de grises que siempre existe entre el blanco y el negro. Es cierto que en las corridas, el toro recibe lo suyo –en ocasiones también el torero-, pero no se trata de un animalillo indefenso, sino una fiera poderosa, muy capaz de matar. Junto a esa negativa realidad, se produce un admirable ejercicio de valentía, audacia, habilidad y arte por parte del matador.
-¡Eso es, yayo! –exclama Guiller, con entusiasmo- ¡Eso es lo que voy a ver a la plaza! No a contemplar como matan a un animal. Me emociona la lucha de la inteligencia y el arte contra la fuerza bruta. Y me conmueve tanto el riesgo que el matador corre durante la lidia, como la nobleza del toro en la pelea, al tiempo que me deprime el castigo innecesario que sufre el animal con una mala faena del que llamamos “diestro”.
-¡Bravo, lo has entendido! Pero dime: que tal fue la corrida de ayer en Illumbe –la plaza de toros de San Sebastián-.
-¡Ah, muy buena! Muy buen ambiente con lleno total. El Juli estuvo genial y salió por la puerta grande con dos orejas. También José Tomás se lució, dando una auténtica lección de toreo. Incluso el rejoneador Hermoso de Mendoza hizo una faena entretenida.
-¿Y en San Fermín de Pamplona?
-Fantástico, excepto los “anti” que nos esperaban y nos llamaron de todo, desde asesinos a fachas.
-Bueno, ellos se lo pierden. No pueden entenderlo. Yo llevaría a esa gente a contemplar el resultado de un ataque de lobos a un rebaño de corderos, para que supieran lo que es una escena trágica y sanguinaria de verdad. Y, como ni se la imaginan, algunos irán tras una pancarta pidiendo salvar al lobo, o exigirán que no se maten animales para el consumo de carne. Claro, los lobos pueden comer cordero, pero yo no ¡Vamos hombre!    
    

    

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