domingo, 26 de junio de 2016

12.2 Relatos, Fábulas y Leyendas

12.2.- VIAJE POR ANTIGUAS TIERRAS HISPANAS
La Pachamama.


Celebración de la Pachamama

Don Julio, director y propietario de la compañía de Gestión y Distribución Comercial Chilena J&M, Co., había planificado mi estancia en Chile hasta el último detalle. Incluía en ella una visita de apoyo técnico a las minas del norte. Se había producido alguna dificultad en el uso de nuestras barrenas y “se hacía necesario dar la cara”, según elocuente expresión de Don Julio, ante los responsables de las explotaciones afectadas.
La propuesta me pilló a contrapié. Conocía todo lo relativo a la fabricación y características de nuestras herramientas, pero poco sobre su uso. Además, nunca había visitado una mina y sentía muy pocas ganas de hacerlo
Daba igual. Al día siguiente me hallaba volando en un Cessna 400, propiedad de Don Julio, junto a él y el agente responsable de la zona que debíamos visitar.
Aquel avioncillo, monomotor y cuatro estrechas plazas, se movía más que un rumbero con tiritona. Me hizo recordar mi primer vuelo. Fue en un bimotor Douglas DC3, desde Madrid a Sevilla, en los años sesenta. Aquellos aviones volaban a la altura de las nubes y, por pura mala suerte para mí e incompetencia, supongo, de los servicios meteorológicos oficiales, una monumental tormenta se interpuso en nuestra ruta. A consecuencia de los violentos e interminables zarandeos del aparato, sufrí tal tremendo mareo, que no pude reponerme hasta pasados los dos días siguientes.
No era el caso en este vuelo. Por estas tierras, deben esperar de 15 a 40 años para ver una nube, una nubecilla, más bien. Pero ese dato poco consuelo  proporcionaba a mi acusada y confesa fobia voladora, pues aquel aparatito no contaba con mucha más entidad que uno de juguete…y no exagero.
Y así me vi yendo, como reo al cadalso, con una oreja puesta en el runrún del motor, vigilándolo por si fallaba, y otra en las explicaciones de Don Julio, al tiempo que mi magín se preguntaba qué demonios podía hacer yo metido en el fondo de una mina, lugar que solo había visto en el cine y en situaciones catastróficas.
Pero, tras volar cerca de 1200 Km., llegamos con bien a Calama, la ciudad minera, con solo un ligero mareo por mi parte. No hubo descanso. A pie de pista, nos esperaba un todo terreno de Codelco, la compañía explotadora de la mina, situada unos 15 km más allá.
Chuquicamata era el nombre de la mina. Al llegar a ella, respiré tranquilizado. Era una enorme explotación a cielo abierto, por lo que no fue necesario descender hasta el oscuro interior de las  profundidades de la Tierra, como temía. Contemplé asombrado sus colosales dimensiones: 3,5 por 4,5 Km. en forma elíptica, que las enormes máquinas excavadoras habían horadado, formando gigantescos escalones descendentes, hasta una profundidad de unos 1250 metros.
Según me explicaron, estaba considerada como la explotación minera a cielo abierto más grande del mundo y, por supuesto, la de mayor extracción de cobre y oro de Chile.
El recibimiento del director fue cordial, lo que me hizo suponer que el problema que habían tenido con nuestras barrenas era mínimo o inexistente. Sin embargo, no había sido así. Un barrenador se hallaba a las puertas de la muerte tras sufrir una grave herida en el vientre, al clavarse en él la parte astillada de la barrena que manejaba y que había quebrado. Por fortuna, a nuestra llegada, el pobre hombre había superado la gravedad extrema inicial y la investigación de las autoridades había resultado exculpatoria para nuestra compañía, al determinar su origen en causas accidentales.
Solicité revisar la documentación y, en efecto, se apreciaba, sin género de duda, que la rotura no presentaba ninguna señal de fatiga, y sí, una superficie de quiebra limpia producida por un pandeo excesivo, causado, probablemente, por una fuerte discontinuidad de dureza o cohesión en la composición de la veta.
Empleamos los cuatro días siguientes en visitar otros tres complejos mineros de la Compañía Codelco: El Salvador en Diego de Almagro, Rodomiro Tomic en Calama y Minería Gaby en Antofagasta.
En todos ellos nos recibieron con afecto y abundante agasajo, derrochando esa simpatía y gracia propias de las gentes de allí. Y lo mejor: se realizaron en sus oficinas, sin necesidad de acudir a sus respectivas minas.
Al día siguiente nos reunimos con los responsables de la Compañía Anglo Américan Chile del complejo Montes Blancos, en Atacama, donde concluyó la buena racha de satisfactorios encuentros. Me vi obligado a presenciar, entre alarmado y molesto, una enorme bronca entre Don Julio y el director del complejo, a cuenta de unos precios que consideraban excesivos y alguna factura sin atender por dicho motivo.
Al final, la sangre no llegó al río, aunque le faltó muy poco. Por fin se llegó a un forzado acuerdo, con el que, según la impresión que yo saqué, no se llegó a contentar a ninguna de las dos partes.
Decidido Don Julio a borrar de mi mente el mal efecto causado por su monumental bronca, me propuso acudir a una curiosa fiesta aymara, típica del altoplano, que se celebraba cada 1º de Agosto en un lugar cercano de Bolivia.
Lo de “cercano” era un eufemismo. Tarde para arrepentirme, tras haber aceptado con entusiasmo el plan, supe que aquel lugar se hallaba a unos 700 km, que tendríamos que recorrer en su Cessna, y atravesar la cordillera andina, sorteando sus formidables picos.
Imposible, para mí y creo que para cualquiera, transmitir las sensaciones cobradas en un vuelo como aquel.
Lo iniciamos inmersos en un intenso cielo azul. Frente a nosotros, y no muy lejos, se dibujaba la quebrada línea de la cordillera de los Andes, con sus más altas cumbres tintadas de un blanco impoluto, recortándose bajo aquel limpio y brillante firmamento.
Poco a poco, conforme nos acercábamos a ella, aquella pintoresca cinta montañosa fue creciendo para tomar formas y dimensiones colosales. Pronto se convirtió en una formidable barrera, que se alzaba, como una inmensa muralla infranqueable, por encima del techo de navegación de nuestro aparato.
¡Dios mío –pensé- ahora tendremos que atravesar todo ese muro de arracimadas cumbres, la mayoría de ellas con alturas superiores a los 6.000 metros!
Y así fue. El piloto condujo su avioncillo por entre un laberinto de valles y desfiladeros, en un ejercicio de pericia casi circense.
Porque no solo debía atender a las dificultades que presentaba el cambiante y complicado itinerario. Al transitar por aquellos variados accidentes, los vientos cruzados que se generaban hacían balancear al pequeño aparato, como si se tratara de una hoja desprendida de su árbol, al ser arrastrada por un viento de marzo.
Mientras, Don Julio iba indicando:
-Mire, a la derecha el volcán San Pedro, 6.200 m. A su izquierda el volcán Ollagüe, cerca de 6.000 metros. ¡Y mire, mire como brilla el salar de Ascotán allá abajo!
Yo, que hacía muy poco había releído la historia de los argentinos que sobrevivieron, comiéndose entre ellos al chocar su avión, en una de aquellas enormes montañas, pensé que, siendo el más delgado, quedaría el último. ¡Quién se contentaría con chupar solo huesos, habiendo tanta chicha de sobra en el piloto, e incluso aún más en las orondas formas de Don Julio!
Pero no hubo necesidad de llegar a ese extremo. El piloto era un artista y llegamos con bien a nuestro destino, tras superar la última prueba: el aterrizaje en un minúsculo campo, que en su día debió ser de cultivo y cuyo extremo terminaba en un profundo declive.
Allí nos aguardaban varios hombres con caballerías, sobre las que llegamos, cuando ya atardecía, a una pequeña y pintoresca aldea, llamada Aucapata, situada en un cerro, a caballo de dos profundos valles, y a una altura de unos 2.600 metros.
Gente amiga de Don Julio nos recibió con sincero afecto y ruidoso alborozo. Tras unos interminables y efusivos saludos, nos condujeron a su casa, un bonito edificio de piedra en el centro del pueblo. Cenamos bien, charlamos mucho y dormimos mejor, aunque poco.
A la mañana siguiente, muy temprano, nos pusimos en camino hacia el lugar donde se iba a celebrar la fiesta de la Pachamama, la Madre Tierra. Nos acompañaban, y guiaban, la familia amiga de Don Julio al completo: doce personas en total. Después de tres horas de andar hacia el sureste, por sendas y lugares de impactante belleza, llegamos a una pequeña campa junto a las ruinas de la ciudad precolombina de Iskanwalla. Era el lugar donde se celebraría la tradicional fiesta.
No fuimos los primeros en llegar. Algunas gentes, más madrugadoras o cercanas, nos habían tomado la delantera. Pronto se nos unieron más. Venían desde los cuatro puntos cardinales, ataviados los hombres con sus multicolores ponchos, gorros, chalecos y paletones, mientras que ellas portaban blusa, larga falda, manta y sombrero de no menos vivos colores.
Por último, apareció en el lugar un pintoresco cortejo, encabezado por tres ancianos, rodeados por un grupo de acompañantes, que recitaban, con marcado ritmo, extraños salmodios en su propio idioma. Eran los oficiantes del ritual de la ofrenda a la Pachamama: hombres elegidos entre los ancianos de probada y mayor autoridad moral de las comunidades quechua y aymara asistentes.
Durante el viaje, Don Julio ya me había explicado la naturaleza de aquella extraña divinidad, conocida como la Pachamama. Era el espíritu de la Madre Tierra en su concepto más amplio. Mandaba en el clima, la fecundidad de la tierra y en los fenómenos atmosféricos. Y para que todos ellos fueran benignos y favorables a los habitantes de aquellas tierras, era necesario tenerla contenta y nutrirla con ofrendas durante aquella fiesta.
Así fue. En el centro de la campa había un hoyo en donde los ancianos iban colocando las ofrendas que la gente presentaba. Consistían en parte de los alimentos que traían, junto a hojas de coca, muestras de los productos cosechados, bebidas típicas y cigarros, todo ello regado con la sangre de un rebeco que había sido sacrificado poco antes. Por último, tapaban el hoyo con una gran piedra, pintada de blanco.
Mientras tanto, un grupo de músicos amenizaba la pintoresca ceremonia con cálidas melodías del altiplano, bien interpretadas con sus típicas y dulces zampoñas, quenas y charangos.
En seguida, la gente se reunió en grandes grupos para compartir los alimentos que traían y partes de tres rebecos que fueron sacrificados y asados allí mismo.
Era una comida sabrosa, variada y potente, pero no te puedo decir en qué consistía, porque no me atreví a preguntar. Mejor no saberlo, pensé.
A continuación hubo más música, acompañada de cantos y danzas de un tipismo colorista y vibrante.
Era ya media tarde, cuando los asistentes comenzaron a desfilar hacia sus lugares de origen. Nosotros lo hicimos canturreando alguna de las canciones más pegadizas que habíamos escuchado.
Durante el camino pregunté a Don Julio:
-¿De verdad esta gente cree en la existencia de esa divinidad, o todo aquello era puro folclore?
-Necesitan creerlo. Estas tierras dan poco y la dureza del clima no acompaña. Viven una economía de subsistencia, aferrados al suelo que pisan, sin confiar en recibir la ayuda de nadie, salvo de esa Madre Tierra.
-Bueno, si así son felices…-sugerí.
-Cómo demonios se puede ser feliz, mirando siempre al cielo con el ánimo encogido, esperando que una mala tormenta arrase el cachito de tierra sembrada o un rayo se lleve a su escaso rebaño de un par de llamas o vicuñas, dejándoles hundidos en la miseria.
-Pero yo les he visto bien alegres, cantando y bailando durante la fiesta –insistí.
-Sí, claro. Estas fiestas sirven para echar fuera de sí sus apuros y miedos e intentar borrar de la mente la atormentada carga de su precaria existencia. Gracias a esos cánticos y bailes, que animan y favorecen el vino y la hoja de coca, lo consiguen. Pero esa momentánea alegría se acaba en cuanto vuelven a sus pueblos y se topan con la triste realidad cotidiana. ¿No ha notado ese aire dulce, melancólico y apenado que rezuma la música de sus flautas, quenas y zampoñas?
-Insisto, Don Julio. Cuando he hablado con ellos, me ha parecido observar un claro sentimiento de orgullo, por seguir manteniendo su tradicional modo de vida.
-Ah, sí, sí –contestó Don Julio al momento-. Si Vd. les pregunta, le contestarán que así son la mar de felices y que, de ninguna manera, desearían vivir de otro modo. Claro, qué van a decir si no conocen otra cosa. Pero cuando les comentas si desearían que sus hijos continuaran con sus usos y costumbres, le contestarán que no, que es una vida muy dura. Prefieren que estudien y se forjen un futuro mejor que el suyo, lejos de estas agrestes e ingratas tierras.
-En resumen: que no hay remedio para esta gente a pesar de la Pachamama.
-¡Claro que la hay! –exclamó Don Julio, con  vehemencia- Pero necesitan dar un giro completo a su mentalidad. Los indigenistas fundamentan su progreso en la devolución de las tierras que dicen les arrebataron. Se equivocan. El cultivo de esta tierra no basta, porque da poco. Sin industria ni servicios solo hay subdesarrollo
-¿No hay esperanza, entonces?
-Creo que sí. Hay gente de aquí que, aunque poca, está descubriendo un prometedor modo de mejorar la economía de estas modestas comunidades mediante el turismo. Su implantación ahora es embrionaria, pero viene a ser como una esperanzadora ventana abierta al mundo. Y por esta ventana llegarán nuevos aires de modernidad y progreso. Hablan de preservar sus raíces: ¡Tonterías! No es bueno vivir en el pasado. Aseguran que la modernidad traerá un sinfín de perjuicios: ¡Bobadas! Todo tiene su cara y cruz. Es preciso rechazar lo malo y aprovecharse de lo beneficioso: es así cómo se progresa de verdad.
-Vd. lo ha de comprobar –continuó- Mañana temprano nos acercaremos al lago –se refería al lago Titicaca- y verá qué bien lo tienen organizado en las islas flotantes de los uros.
Así lo hicimos. Embarcamos en Copacabana y cruzamos el lago hasta llegar a la bahía de Puno. Allí contemplé, asombrado, las islas artificiales construidas con estrechas hojas entrelazadas de una planta llamada totora. Tenía razón Don Julio. Sus artífices, gentes de la etnia uro, tenían organizado un sistema de visitas turísticas que, bien a la vista estaba, les venía reportando muy buenos beneficios.       
Al día siguiente regresamos a Valparaíso, tras hacer escala en Calama para tomar carburante.
Dos días más tarde volaba hacia España, llevando en mis recuerdos las encantadoras escenas vividas entre las imponentes cimas andinas.
-Como verás, Isabel, nada parecido al viaje de aventuras que tú esperabas escuchar.
-Tienes razón, yayo, pero ya querría pillar algo así.


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