12.2.-
VIAJE POR ANTIGUAS TIERRAS HISPANAS
La
Pachamama.
Celebración
de la Pachamama
Don
Julio, director y propietario de la compañía de Gestión y Distribución
Comercial Chilena J&M, Co., había planificado mi estancia en Chile hasta el
último detalle. Incluía en ella una visita de apoyo técnico a las minas del
norte. Se había producido alguna dificultad en el uso de nuestras barrenas y
“se hacía necesario dar la cara”, según elocuente expresión de Don Julio, ante
los responsables de las explotaciones afectadas.
La
propuesta me pilló a contrapié. Conocía todo lo relativo a la fabricación y
características de nuestras herramientas, pero poco sobre su uso. Además, nunca
había visitado una mina y sentía muy pocas ganas de hacerlo
Daba
igual. Al día siguiente me hallaba volando en un Cessna 400, propiedad de Don
Julio, junto a él y el agente responsable de la zona que debíamos visitar.
Aquel
avioncillo, monomotor y cuatro estrechas plazas, se movía más que un rumbero
con tiritona. Me hizo recordar mi primer vuelo. Fue en un bimotor Douglas DC3,
desde Madrid a Sevilla, en los años sesenta. Aquellos aviones volaban a la
altura de las nubes y, por pura mala suerte para mí e incompetencia, supongo,
de los servicios meteorológicos oficiales, una monumental tormenta se interpuso
en nuestra ruta. A consecuencia de los violentos e interminables zarandeos del
aparato, sufrí tal tremendo mareo, que no pude reponerme hasta pasados los dos
días siguientes.
No
era el caso en este vuelo. Por estas tierras, deben esperar de 15 a 40 años
para ver una nube, una nubecilla, más bien. Pero ese dato poco consuelo proporcionaba a mi acusada y confesa fobia
voladora, pues aquel aparatito no contaba con mucha más entidad que uno de
juguete…y no exagero.
Y
así me vi yendo, como reo al cadalso, con una oreja puesta en el runrún del
motor, vigilándolo por si fallaba, y otra en las explicaciones de Don Julio, al
tiempo que mi magín se preguntaba qué demonios podía hacer yo metido en el
fondo de una mina, lugar que solo había visto en el cine y en situaciones
catastróficas.
Pero,
tras volar cerca de 1200 Km., llegamos con bien a Calama, la ciudad minera, con
solo un ligero mareo por mi parte. No hubo descanso. A pie de pista, nos
esperaba un todo terreno de Codelco, la compañía explotadora de la mina,
situada unos 15 km más allá.
Chuquicamata
era el nombre de la mina. Al llegar a ella, respiré tranquilizado. Era una
enorme explotación a cielo abierto, por lo que no fue necesario descender hasta
el oscuro interior de las profundidades
de la Tierra, como temía. Contemplé asombrado sus colosales dimensiones: 3,5
por 4,5 Km. en forma elíptica, que las enormes máquinas excavadoras habían
horadado, formando gigantescos escalones descendentes, hasta una profundidad de
unos 1250 metros.
Según
me explicaron, estaba considerada como la explotación minera a cielo abierto
más grande del mundo y, por supuesto, la de mayor extracción de cobre y oro de
Chile.
El
recibimiento del director fue cordial, lo que me hizo suponer que el problema
que habían tenido con nuestras barrenas era mínimo o inexistente. Sin embargo,
no había sido así. Un barrenador se hallaba a las puertas de la muerte tras
sufrir una grave herida en el vientre, al clavarse en él la parte astillada de
la barrena que manejaba y que había quebrado. Por fortuna, a nuestra llegada,
el pobre hombre había superado la gravedad extrema inicial y la investigación
de las autoridades había resultado exculpatoria para nuestra compañía, al
determinar su origen en causas accidentales.
Solicité
revisar la documentación y, en efecto, se apreciaba, sin género de duda, que la
rotura no presentaba ninguna señal de fatiga, y sí, una superficie de quiebra
limpia producida por un pandeo excesivo, causado, probablemente, por una fuerte
discontinuidad de dureza o cohesión en la composición de la veta.
Empleamos
los cuatro días siguientes en visitar otros tres complejos mineros de la
Compañía Codelco: El Salvador en Diego de Almagro, Rodomiro Tomic en Calama y
Minería Gaby en Antofagasta.
En
todos ellos nos recibieron con afecto y abundante agasajo, derrochando esa
simpatía y gracia propias de las gentes de allí. Y lo mejor: se realizaron en
sus oficinas, sin necesidad de acudir a sus respectivas minas.
Al
día siguiente nos reunimos con los responsables de la Compañía Anglo Américan
Chile del complejo Montes Blancos, en Atacama, donde concluyó la buena racha de
satisfactorios encuentros. Me vi obligado a presenciar, entre alarmado y
molesto, una enorme bronca entre Don Julio y el director del complejo, a cuenta
de unos precios que consideraban excesivos y alguna factura sin atender por
dicho motivo.
Al
final, la sangre no llegó al río, aunque le faltó muy poco. Por fin se llegó a
un forzado acuerdo, con el que, según la impresión que yo saqué, no se llegó a
contentar a ninguna de las dos partes.
Decidido
Don Julio a borrar de mi mente el mal efecto causado por su monumental bronca,
me propuso acudir a una curiosa fiesta aymara, típica del altoplano, que se
celebraba cada 1º de Agosto en un lugar cercano de Bolivia.
Lo
de “cercano” era un eufemismo. Tarde para arrepentirme, tras haber aceptado con
entusiasmo el plan, supe que aquel lugar se hallaba a unos 700 km, que
tendríamos que recorrer en su Cessna, y atravesar la cordillera andina,
sorteando sus formidables picos.
Imposible,
para mí y creo que para cualquiera, transmitir las sensaciones cobradas en un
vuelo como aquel.
Lo
iniciamos inmersos en un intenso cielo azul. Frente a nosotros, y no muy lejos,
se dibujaba la quebrada línea de la cordillera de los Andes, con sus más altas
cumbres tintadas de un blanco impoluto, recortándose bajo aquel limpio y
brillante firmamento.
Poco
a poco, conforme nos acercábamos a ella, aquella pintoresca cinta montañosa fue
creciendo para tomar formas y dimensiones colosales. Pronto se convirtió en una
formidable barrera, que se alzaba, como una inmensa muralla infranqueable, por
encima del techo de navegación de nuestro aparato.
¡Dios
mío –pensé- ahora tendremos que atravesar todo ese muro de arracimadas cumbres,
la mayoría de ellas con alturas superiores a los 6.000 metros!
Y
así fue. El piloto condujo su avioncillo por entre un laberinto de valles y
desfiladeros, en un ejercicio de pericia casi circense.
Porque
no solo debía atender a las dificultades que presentaba el cambiante y complicado
itinerario. Al transitar por aquellos variados accidentes, los vientos cruzados
que se generaban hacían balancear al pequeño aparato, como si se tratara de una
hoja desprendida de su árbol, al ser arrastrada por un viento de marzo.
Mientras,
Don Julio iba indicando:
-Mire,
a la derecha el volcán San Pedro, 6.200 m. A su izquierda el volcán Ollagüe,
cerca de 6.000 metros. ¡Y mire, mire como brilla el salar de Ascotán allá
abajo!
Yo,
que hacía muy poco había releído la historia de los argentinos que
sobrevivieron, comiéndose entre ellos al chocar su avión, en una de aquellas
enormes montañas, pensé que, siendo el más delgado, quedaría el último. ¡Quién
se contentaría con chupar solo huesos, habiendo tanta chicha de sobra en el
piloto, e incluso aún más en las orondas formas de Don Julio!
Pero
no hubo necesidad de llegar a ese extremo. El piloto era un artista y llegamos
con bien a nuestro destino, tras superar la última prueba: el aterrizaje en un
minúsculo campo, que en su día debió ser de cultivo y cuyo extremo terminaba en
un profundo declive.
Allí
nos aguardaban varios hombres con caballerías, sobre las que llegamos, cuando ya
atardecía, a una pequeña y pintoresca aldea, llamada Aucapata, situada en un
cerro, a caballo de dos profundos valles, y a una altura de unos 2.600 metros.
Gente
amiga de Don Julio nos recibió con sincero afecto y ruidoso alborozo. Tras unos
interminables y efusivos saludos, nos condujeron a su casa, un bonito edificio
de piedra en el centro del pueblo. Cenamos bien, charlamos mucho y dormimos
mejor, aunque poco.
A la
mañana siguiente, muy temprano, nos pusimos en camino hacia el lugar donde se
iba a celebrar la fiesta de la Pachamama, la Madre Tierra. Nos acompañaban, y
guiaban, la familia amiga de Don Julio al completo: doce personas en total.
Después de tres horas de andar hacia el sureste, por sendas y lugares de
impactante belleza, llegamos a una pequeña campa junto a las ruinas de la
ciudad precolombina de Iskanwalla. Era el lugar donde se celebraría la
tradicional fiesta.
No
fuimos los primeros en llegar. Algunas gentes, más madrugadoras o cercanas, nos
habían tomado la delantera. Pronto se nos unieron más. Venían desde los cuatro
puntos cardinales, ataviados los hombres con sus multicolores ponchos, gorros,
chalecos y paletones, mientras que ellas portaban blusa, larga falda, manta y
sombrero de no menos vivos colores.
Por
último, apareció en el lugar un pintoresco cortejo, encabezado por tres
ancianos, rodeados por un grupo de acompañantes, que recitaban, con marcado
ritmo, extraños salmodios en su propio idioma. Eran los oficiantes del ritual
de la ofrenda a la Pachamama: hombres elegidos entre los ancianos de probada y
mayor autoridad moral de las comunidades quechua y aymara
asistentes.
Durante
el viaje, Don Julio ya me había explicado la naturaleza de aquella extraña divinidad, conocida como la Pachamama.
Era el espíritu de la Madre Tierra en su concepto más amplio. Mandaba en el
clima, la fecundidad de la tierra y en los fenómenos atmosféricos. Y para que
todos ellos fueran benignos y favorables a los habitantes de aquellas tierras,
era necesario tenerla contenta y nutrirla con ofrendas durante aquella fiesta.
Así
fue. En el centro de la campa había un hoyo en donde los ancianos iban
colocando las ofrendas que la gente presentaba. Consistían en parte de los
alimentos que traían, junto a hojas de coca, muestras de los productos
cosechados, bebidas típicas y cigarros, todo ello regado con la sangre de un
rebeco que había sido sacrificado poco antes. Por último, tapaban el hoyo con
una gran piedra, pintada de blanco.
Mientras
tanto, un grupo de músicos amenizaba la pintoresca ceremonia con cálidas
melodías del altiplano, bien interpretadas con sus típicas y dulces zampoñas,
quenas y charangos.
En
seguida, la gente se reunió en grandes grupos para compartir los alimentos que
traían y partes de tres rebecos que fueron sacrificados y asados allí mismo.
Era
una comida sabrosa, variada y potente, pero no te puedo decir en qué consistía,
porque no me atreví a preguntar. Mejor no saberlo, pensé.
A
continuación hubo más música, acompañada de cantos y danzas de un tipismo
colorista y vibrante.
Era
ya media tarde, cuando los asistentes comenzaron a desfilar hacia sus lugares
de origen. Nosotros lo hicimos canturreando alguna de las canciones más
pegadizas que habíamos escuchado.
Durante
el camino pregunté a Don Julio:
-¿De
verdad esta gente cree en la existencia de esa divinidad, o todo aquello era
puro folclore?
-Necesitan
creerlo. Estas tierras dan poco y la dureza del clima no acompaña. Viven una
economía de subsistencia, aferrados al suelo que pisan, sin confiar en recibir
la ayuda de nadie, salvo de esa Madre Tierra.
-Bueno,
si así son felices…-sugerí.
-Cómo
demonios se puede ser feliz, mirando siempre al cielo con el ánimo encogido,
esperando que una mala tormenta arrase el cachito de tierra sembrada o un rayo
se lleve a su escaso rebaño de un par de llamas o vicuñas, dejándoles hundidos
en la miseria.
-Pero
yo les he visto bien alegres, cantando y bailando durante la fiesta –insistí.
-Sí,
claro. Estas fiestas sirven para echar fuera de sí sus apuros y miedos e
intentar borrar de la mente la atormentada carga de su precaria existencia. Gracias a esos
cánticos y bailes, que animan y favorecen el vino y la hoja de coca, lo
consiguen. Pero esa momentánea alegría se acaba en cuanto vuelven a sus pueblos
y se topan con la triste realidad cotidiana. ¿No ha notado ese aire dulce,
melancólico y apenado que rezuma la música de sus flautas, quenas y zampoñas?
-Insisto,
Don Julio. Cuando he hablado con ellos, me ha parecido observar un claro
sentimiento de orgullo, por seguir manteniendo su tradicional modo de vida.
-Ah,
sí, sí –contestó Don Julio al momento-. Si Vd. les pregunta, le contestarán que
así son la mar de felices y que, de ninguna manera, desearían vivir de otro
modo. Claro, qué van a decir si no conocen otra cosa. Pero cuando les comentas
si desearían que sus hijos continuaran con sus usos y costumbres, le
contestarán que no, que es una vida muy dura. Prefieren que estudien y se forjen
un futuro mejor que el suyo, lejos de estas agrestes e ingratas tierras.
-En
resumen: que no hay remedio para esta gente a pesar de la Pachamama.
-¡Claro
que la hay! –exclamó Don Julio, con
vehemencia- Pero necesitan dar un giro completo a su mentalidad. Los
indigenistas fundamentan su progreso en la devolución de las tierras que dicen
les arrebataron. Se equivocan. El cultivo de esta tierra no basta, porque da
poco. Sin industria ni servicios solo hay subdesarrollo
-¿No
hay esperanza, entonces?
-Creo
que sí. Hay gente de aquí que, aunque poca, está descubriendo un prometedor
modo de mejorar la economía de estas modestas comunidades mediante el turismo.
Su implantación ahora es embrionaria, pero viene a ser como una esperanzadora
ventana abierta al mundo. Y por esta ventana llegarán nuevos aires de
modernidad y progreso. Hablan de preservar sus raíces: ¡Tonterías! No es bueno
vivir en el pasado. Aseguran que la modernidad traerá un sinfín de perjuicios:
¡Bobadas! Todo tiene su cara y cruz. Es preciso rechazar lo malo y aprovecharse
de lo beneficioso: es así cómo se progresa de verdad.
-Vd.
lo ha de comprobar –continuó- Mañana temprano nos acercaremos al lago –se
refería al lago Titicaca- y verá qué bien lo tienen organizado en las islas
flotantes de los uros.
Así
lo hicimos. Embarcamos en Copacabana y cruzamos el lago hasta llegar a la bahía
de Puno. Allí contemplé, asombrado, las islas artificiales construidas con
estrechas hojas entrelazadas de una planta llamada totora. Tenía razón Don
Julio. Sus artífices, gentes de la etnia uro, tenían organizado un sistema de
visitas turísticas que, bien a la vista estaba, les venía reportando muy buenos
beneficios.
Al
día siguiente regresamos a Valparaíso, tras hacer escala en Calama para tomar
carburante.
Dos
días más tarde volaba hacia España, llevando en mis recuerdos las encantadoras
escenas vividas entre las imponentes cimas andinas.
-Como
verás, Isabel, nada parecido al viaje de aventuras que tú esperabas escuchar.
-Tienes
razón, yayo, pero ya querría pillar algo así.
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