jueves, 29 de julio de 2021

48.- La Batalla de Simancas.


LA BATALLA  DE  SIMANCAS




En Córdoba, Abd al-Rahman III se había proclamado príncipe de los creyentes y califa en el 929, independizándose de los dos califatos que existían por aquel entonces, el abasí de Bagdad al que pertenecía y el fatimí del norte de África con el que pugnaba.

La reina Toda de Pamplona, mujer de armas tomar, decidió continuar la tarea que había emprendido su fallecido esposo y en el 936, animada por el entonces rey de León Ramiro II, trató de ganar territorios hacia el sur y el este, llegando hasta Calatayud.

El bisabuelo de Juan, Jimeno de Mendiur, que en esta época de relativa calma había engrandecido su casa y engendrado a dos hijos, acudió presto al combate tan pronto tuvo noticias de la nueva confrontación. Juan era un joven que se alistó  en el ejército  del  Rey Sancho Garces Iii el Mallor y tuvo una participación destacada en la fundación del Reino  de Aragon. Alcanzó  el título de Infanzon.

No hubo demasiada fortuna para esta campaña de la regente, pues de nuevo Abd al-Rahman contraatacó en el 937, liberando los territorios ocupados y asolando los alrededores de Pamplona hasta obligar a la reina a solicitar la firma de un tratado de paz.

Pero Ramiro, que llevaba en la sangre el espíritu peleador,  tesonero y feroz de su antepasado Ordoño, (no hay que olvidar que ganó el reino peleando contra su hermano Alfonso IV y los hijos de Fruela II, sucesor de Ordoño II, a los que puso en cautiverio y sacó los ojos para evitar que le reclamaran sus derechos al trono) traspasó el Duero y conquistó Osma, Medinaceli y San Esteban, así como los territorios adyacentes.

El ensoberbecido  y poderoso califa decidió acabar de una vez por todas con aquella constante osadía de los reyes cristianos y preparó un gran ejército de más de cien mil hombres y una inmensa cantidad de víveres y pertrechos, con el propósito de atacar y ocupar las capitales de los reinos levantiscos: Zamora y Pamplona.

Puso en marcha la campaña, que llamó “de la omnipotencia”  (gazat al-kudra), en  el 939. Contó  además  con el apoyo de las tropas del gobernador moro de Zaragoza Abu Yahya.

Partió de Córdoba a fines de junio. Pasó por Toledo, atravesó Guadarrama y se adentró en la meseta, hasta alcanzar Olmedo y Alcazarén. Desde allí siguió el curso del Cega hasta cruzar el Duero, acampando cerca de la unión de este con el río Pisuerga.

En la otra orilla de este último río, le aguardaban las tropas cristianas capitaneadas por Ramiro II. Estaban a su lado los condes de Galicia y Asturias, junto con los de Castilla, Fernán González y Assur Fernández. No faltaban a la cita las tropas navarras de García Sánchez con la reina Toda a la cabeza y, en sus aguerridas filas, el bisabuelo de Juan, Jimeno de Mendiur.

Nunca se cansó Juan de escuchar el relato que le hacía su abuelo de esta enconada batalla. Cualquier momento era bueno para reclamarle historias sobre la misma, con esa inagotable insistencia tan propia de la eterna curiosidad infantil, que él satisfacía con gusto, recordando orgulloso, los momentos de gloria vividos por su padre en aquella pugna.

Se avistaron los dos ejércitos el 19 de Julio, pero cuando se aprestaban a iniciar los combates, sucedió algo inesperado que puso en suspenso toda actividad bélica y paralizó a los dos ejércitos contendientes.

De pronto, se produjo un repentino oscurecimiento del sol y una densa oscuridad se fue extendiendo por todo el territorio, sembrando el terror tanto en las filas cristianas como en las musulmanas.

En realidad se trataba de un eclipse total de sol, pero nadie había visto cosa igual y fue tomado como una señal de funesto presagio.

En aquella época no se combatía de noche, por lo que esa inesperada oscuridad les hizo pensar, como opción más sensata, que debía de tratarse de un aviso de los Cielos para que no emprendieran la batalla en aquel momento y que de no atenderlo podría acarrearles un grave descalabro.

 Por esta causa, el encuentro entre los dos bandos quedó suspendido hasta primeros de Agosto, fecha en la que Abd al-Rahman decidió romper las hostilidades.

Las tropas del califa eran muy superiores en número a las cristianas, pero estas estaban desplegadas en posiciones mucho más favorables.

Los atacantes deberían, en primer lugar, cruzar el río Pisuerga que en aquel lugar tiene una considerable anchura y profundidad. Después se encontrarían con el castillo de Simancas –poderoso fortín anterior al actual- situado en un alto y fuertemente defendido por foso, altas almenas y por numerosa tropa. Detrás de él, una sucesión de lomas y colinas discurría a lo largo del río, y en ellas se había apostado el resto del ejército cristiano, dominando con armas arrojadizas la estrecha franja de terreno que quedaba hasta el río.

Es de suponer que el califa se daba buena cuenta de la excelente posición estratégica de las tropas cristianas, pero ya fuera por la arrogancia adquirida en tantas victorias alcanzadas sobre ellos o a causa de la confianza que le otorgaba su potente ejército, el caso fue que ordenó el ataque allí mismo sin más dilación.

Los combates duraron cuatro días y  todos ellos resultaron una auténtica pesadilla para los musulmanes. Cruzaron el río aguas arriba, donde su cauce era algo más estrecho, mediante barcas y almadías, sufriendo muchas penalidades, pues tanto la velocidad de la corriente, todavía elevada en aquella fecha, como los constantes y favorecidos ataques cristianos, entorpecían las maniobras y producían infinidad de bajas en infantes, jinetes y caballos.

Después de mucho pelear y de sufrir muchos muertos y heridos, lograron colocar en la otra orilla la mayor parte de las tropas. Allí trataron de conquistar las posiciones cristianas pero se encontraron con más resistencia de la esperada y pronto numerosos montones de cadáveres se apilaron al pie de las impenetrables defensas cristianas.

La  caballería  sarracena, su mejor y más potente arma, se encontraba desplegada a lo largo de la franja comprendida entre las colinas y el río, sin apenas fondo para maniobrar y  prácticamente inmóvil.

Sobre ella caía la caballería cristiana como el cuchillo entra en la manteca, produciendo gran confusión y enormes pérdidas en sus filas. Aparecían desde algunas vaguadas que se abrían por entre las colinas, donde los infantes y arqueros cristianos mantenían una cómoda defensa, y retrocedían por ellas cuando los musulmanes conseguían ordenar sus tropas.     

Siempre se podía ver a Jimeno en la vanguardia de cada acción, haciendo gala en el combate de su inacabable arrojo y su indómito valor.

Al tercer día, viendo el califa que los continuos ataques resultaban infructuosos, sin que de ellos se obtuviera avance alguno y sí, en cambio, fueran muchas las bajas producidas en sus filas, decidió hacer intervenir a la caballería en una acción envolvente que sorprendiera a la retaguardia enemiga e inclinara la suerte del combate a su favor.

Aprovechando que los altos donde estaban situadas las defensas cristianas se suavizaban aguas abajo del río, lanzó la extensa columna de jinetes desplegada a lo largo de su cauce, hasta bordear las últimas colinas, regresando tras de ellas para ganar la espalda de los combatientes cristianos.

Por desgracia para ellos, aquella abertura conducía a un estrecho barranco sin salida, paralelo también al río, situado entre la vanguardia y la retaguardia cristiana, produciéndose una gran confusión en la columna, pues mientras unos trataban de retroceder viéndose metidos en una auténtica ratonera, los de atrás, sin saberlo, intentaban continuar su galope de ataque.

Viendo los mandos cristianos aquella desafortunada maniobra enemiga, ordenaron a su caballería acudir rauda para taponar con sus armas la abertura por donde habían penetrado sus oponentes. Mientras, desde los altos, los infantes cristianos lanzaban sin cesar sus dardos, saetas y venablos produciendo una gran mortandad entre los jinetes musulmanes.

El más arriesgado esfuerzo  en el combate corría a cargo de Jimeno y los demás caballeros que debían combatir cuerpo a cuerpo, empeñados en impedir la huida de los musulmanes por el único lugar posible.

Fue entonces, en el momento más encarnizado de la batalla, cuando corrió la voz de que San Millán se había aparecido y combatía a los musulmanes montado en un unicornio blanco y blandiendo una flamígera espada. Pronto un clamor se fue alzando sobre las filas cristianas: “¡San Millán! ¡San Millán!”, gritaban redoblando sus esfuerzos en el combate.

Antes de finalizar el día, nada quedaba de la flamante y poderosa caballería del califa. Una auténtica masacre se había producido. Casi todos habían sido muertos o heridos y solo unos pocos salvaron la vida a costa de ser hechos prisioneros.

Al despuntar el alba del cuarto día, los cristianos, enardecidos por la victoria alcanzada el día anterior y fortalecido su ánimo por la celestial ayuda recibida del muy venerado Santo Millán, abandonaron sus posiciones defensivas y cargaron contra los sitiadores del castillo y el resto del ejército enemigo. Estos, con el río a sus espaldas impidiéndoles la retirada y sin poder contar con el apoyo de la caballería, trataban de huir presos de un gran pánico, en desbandada y por donde podían.

Pocos lo consiguieron. El decidido ataque de los cristianos produjo una gran carnicería entre los combatientes musulmanes. Otros se ahogaron y el resto quedó herido o prisionero. Entre estos últimos se encontraba el gobernador de Zaragoza, Abu Yahya.

Abd al-Rahman tenía instalado su alcázar en la otra orilla del río, desde donde dirigía las operaciones de ataque. Aunque había perdido más de cincuenta mil hombres en aquellos sangrientos cuatro días, todavía le quedaban casi otros tantos guerreros y por tanto un considerable poder y potencia de combate.

Sin embargo había perdido la parte más combativa y diestra de su ejército, en especial su valiosa caballería, de la que solo le quedaba la reserva y su  guardia  personal.  Sin  ella era imposible continuar la campaña tal como la había planeado.

Decidió retirarse y esperar a una mejor ocasión para hacer realidad su gran sueño: lograr el dominio sobre todos los territorios y reinos de la península.

Fue una gran y decisiva victoria cristiana y así fue inscrita en los anales de la época. Sin embargo los cristianos, en  especial castellanos y navarros que tenían unas cuantas deudas que cobrar al califa, no estaban dispuestos a dejar que las cosas terminaran allí y de aquella forma.

Al cabo de unos pocos días, empleados en reorganizar sus fuerzas, así como en el avituallamiento y preparación de la expedición, partieron a su encuentro cabalgando por la cuenca del Duero, lugar por donde se habían retirado las fuerzas musulmanas, hasta encontrarlas en un quebrado paraje situado al sur de Osma.

Las tropas del califa marchaban confiadas al ritmo del lento caminar de los agotados infantes y al cansino paso de las cargadas acémilas. Habían remontado el río destruyendo a su paso Mambla, San Martín de Rubiales y Roa en castigo y venganza por su derrota en Simancas. Después se internaron en el valle del Riaza camino de Atienza, adentrándose en un peligroso territorio de “abruptos barrancos, tremendos precipicios y escarpados tajos”, según describe en su crónica el historiador Ibn Hayyan.

Allí les esperaba Jimeno con los demás guerreros cristianos que gracias a su mayor movilidad les habían ya sobrepasado y les aguardaban emboscados, a favor de las alturas que bordeaban el camino, por donde debían de transitar las descuidadas tropas musulmanas.

El ataque cristiano fue fulminante. Produjo una sorpresa tan grande en las fuerzas enemigas que se produjo un gran desorden en ellas, causando la ruptura de sus filas y provocando una total desbandada.

El mismo califa tuvo que emprender una humillante huida, dejando tras de sí valiosas pertenencias que incluían su propio ajuar personal.

Se cumplían los últimos días de agosto y los cristianos habían conseguido otra gran y definitiva victoria, obteniendo además un inmenso botín. En él se encontraron algunos objetos personales del califa, entre ellos un Corán recubierto de piedras preciosas incrustadas de incalculable valor y su cota de malla de oro.

Los malparados restos del ejército musulmán llegaron a Guadalajara y desde allí emprendieron abatidos el regreso a Córdoba.

La ira de Abd al-Rahman era indescriptible. Su orgullo había sido herido en lo más profundo e incapaz de admitir sus errores, cargó las culpas del fracaso en sus lugartenientes. Hizo ajusticiar a más de quinientos mandos y notables bajo la acusación de cobardía y traición.

Esta gran victoria cristiana tuvo una decisiva repercusión en el afianzamiento de sus reinos. Para el reino de León supuso el adelantamiento de sus fronteras hasta el Tormes.

También Jimeno de Mendiur, que se había significado como ninguno en la batalla, recibió de García Jiménez I el nombramiento de gentilhombre y barón del rey, junto a otros honores y tenencias.

El califa, aunque volvió a guerrear contra los cristianos y obtuvo algunas victorias parciales, jamás retomó el mando personal de las tropas, eludiendo la humillación de otra derrota.


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