LA BATALLA DE SIMANCAS
La reina Toda de Pamplona,
mujer de armas tomar, decidió continuar la tarea que había emprendido su
fallecido esposo y en el 936, animada por el entonces rey de León Ramiro II,
trató de ganar territorios hacia el sur y el este, llegando hasta Calatayud.
El bisabuelo de Juan,
Jimeno de Mendiur, que en esta época de relativa calma había engrandecido su
casa y engendrado a dos hijos, acudió presto al combate tan pronto tuvo
noticias de la nueva confrontación. Juan era un joven que se alistó en el ejército del Rey Sancho Garces Iii el Mallor y tuvo una participación destacada en la fundación del Reino de Aragon. Alcanzó el título de Infanzon.
No hubo demasiada fortuna
para esta campaña de la regente, pues de nuevo Abd al-Rahman contraatacó en el
937, liberando los territorios ocupados y asolando los alrededores de Pamplona
hasta obligar a la reina a solicitar la firma de un tratado de paz.
Pero Ramiro, que llevaba
en la sangre el espíritu peleador,
tesonero y feroz de su antepasado Ordoño, (no hay que olvidar que ganó
el reino peleando contra su hermano Alfonso IV y los hijos de Fruela II,
sucesor de Ordoño II, a los que puso en cautiverio y sacó los ojos para evitar
que le reclamaran sus derechos al trono) traspasó el Duero y conquistó Osma,
Medinaceli y San Esteban, así como los territorios adyacentes.
El ensoberbecido y poderoso califa decidió acabar de una vez
por todas con aquella constante osadía de los reyes cristianos y preparó un
gran ejército de más de cien mil hombres y una inmensa cantidad de víveres y
pertrechos, con el propósito de atacar y ocupar las capitales de los reinos
levantiscos: Zamora y Pamplona.
Puso en marcha la campaña,
que llamó “de la omnipotencia” (gazat
al-kudra), en el 939. Contó además
con el apoyo de las tropas del gobernador moro de Zaragoza Abu Yahya.
Partió de Córdoba a fines
de junio. Pasó por Toledo, atravesó Guadarrama y se adentró en la meseta, hasta
alcanzar Olmedo y Alcazarén. Desde allí siguió el curso del Cega hasta cruzar
el Duero, acampando cerca de la unión de este con el río Pisuerga.
En la otra orilla de este
último río, le aguardaban las tropas cristianas capitaneadas por Ramiro II.
Estaban a su lado los condes de Galicia y Asturias, junto con los de Castilla,
Fernán González y Assur Fernández. No faltaban a la cita las tropas navarras de
García Sánchez con la reina Toda a la cabeza y, en sus aguerridas filas, el
bisabuelo de Juan, Jimeno de Mendiur.
Nunca se cansó Juan de
escuchar el relato que le hacía su abuelo de esta enconada batalla. Cualquier
momento era bueno para reclamarle historias sobre la misma, con esa inagotable
insistencia tan propia de la eterna curiosidad infantil, que él satisfacía con
gusto, recordando orgulloso, los momentos de gloria vividos por su padre en
aquella pugna.
Se avistaron los dos
ejércitos el 19 de Julio, pero cuando se aprestaban a iniciar los combates,
sucedió algo inesperado que puso en suspenso toda actividad bélica y paralizó a
los dos ejércitos contendientes.
De pronto, se produjo un
repentino oscurecimiento del sol y una densa oscuridad se fue extendiendo por
todo el territorio, sembrando el terror tanto en las filas cristianas como en
las musulmanas.
En realidad se trataba de
un eclipse total de sol, pero nadie había visto cosa igual y fue tomado como
una señal de funesto presagio.
En aquella época no se
combatía de noche, por lo que esa inesperada oscuridad les hizo pensar, como
opción más sensata, que debía de tratarse de un aviso de los Cielos para que no
emprendieran la batalla en aquel momento y que de no atenderlo podría
acarrearles un grave descalabro.
Las tropas del califa eran
muy superiores en número a las cristianas, pero estas estaban desplegadas en
posiciones mucho más favorables.
Los atacantes deberían, en
primer lugar, cruzar el río Pisuerga que en aquel lugar tiene una considerable
anchura y profundidad. Después se encontrarían con el castillo de Simancas
–poderoso fortín anterior al actual- situado en un alto y fuertemente defendido
por foso, altas almenas y por numerosa tropa. Detrás de él, una sucesión de
lomas y colinas discurría a lo largo del río, y en ellas se había apostado el
resto del ejército cristiano, dominando con armas arrojadizas la estrecha
franja de terreno que quedaba hasta el río.
Es de suponer que el
califa se daba buena cuenta de la excelente posición estratégica de las tropas
cristianas, pero ya fuera por la arrogancia adquirida en tantas victorias
alcanzadas sobre ellos o a causa de la confianza que le otorgaba su potente
ejército, el caso fue que ordenó el ataque allí mismo sin más dilación.
Los combates duraron
cuatro días y todos ellos resultaron una
auténtica pesadilla para los musulmanes. Cruzaron el río aguas arriba, donde su
cauce era algo más estrecho, mediante barcas y almadías, sufriendo muchas
penalidades, pues tanto la velocidad de la corriente, todavía elevada en
aquella fecha, como los constantes y favorecidos ataques cristianos,
entorpecían las maniobras y producían infinidad de bajas en infantes, jinetes y
caballos.
Después de mucho pelear y
de sufrir muchos muertos y heridos, lograron colocar en la otra orilla la mayor
parte de las tropas. Allí trataron de conquistar las posiciones cristianas pero
se encontraron con más resistencia de la esperada y pronto numerosos montones
de cadáveres se apilaron al pie de las impenetrables defensas cristianas.
La caballería
sarracena, su mejor y más potente arma, se encontraba desplegada a lo
largo de la franja comprendida entre las colinas y el río, sin apenas fondo
para maniobrar y prácticamente inmóvil.
Sobre ella caía la
caballería cristiana como el cuchillo entra en la manteca, produciendo gran
confusión y enormes pérdidas en sus filas. Aparecían desde algunas vaguadas que
se abrían por entre las colinas, donde los infantes y arqueros cristianos
mantenían una cómoda defensa, y retrocedían por ellas cuando los musulmanes
conseguían ordenar sus tropas.
Siempre se podía ver a
Jimeno en la vanguardia de cada acción, haciendo gala en el combate de su
inacabable arrojo y su indómito valor.
Al tercer día, viendo el
califa que los continuos ataques resultaban infructuosos, sin que de ellos se
obtuviera avance alguno y sí, en cambio, fueran muchas las bajas producidas en
sus filas, decidió hacer intervenir a la caballería en una acción envolvente
que sorprendiera a la retaguardia enemiga e inclinara la suerte del combate a
su favor.
Aprovechando que los altos
donde estaban situadas las defensas cristianas se suavizaban aguas abajo del
río, lanzó la extensa columna de jinetes desplegada a lo largo de su cauce,
hasta bordear las últimas colinas, regresando tras de ellas para ganar la
espalda de los combatientes cristianos.
Por desgracia para ellos,
aquella abertura conducía a un estrecho barranco sin salida, paralelo también
al río, situado entre la vanguardia y la retaguardia cristiana, produciéndose
una gran confusión en la columna, pues mientras unos trataban de retroceder
viéndose metidos en una auténtica ratonera, los de atrás, sin saberlo,
intentaban continuar su galope de ataque.
Viendo los mandos
cristianos aquella desafortunada maniobra enemiga, ordenaron a su caballería
acudir rauda para taponar con sus armas la abertura por donde habían penetrado
sus oponentes. Mientras, desde los altos, los infantes cristianos lanzaban sin
cesar sus dardos, saetas y venablos produciendo una gran mortandad entre los
jinetes musulmanes.
El más arriesgado
esfuerzo en el combate corría a cargo de
Jimeno y los demás caballeros que debían combatir cuerpo a cuerpo, empeñados en
impedir la huida de los musulmanes por el único lugar posible.
Fue entonces, en el
momento más encarnizado de la batalla, cuando corrió la voz de que San Millán
se había aparecido y combatía a los musulmanes montado en un unicornio blanco y
blandiendo una flamígera espada. Pronto un clamor se fue alzando sobre las
filas cristianas: “¡San Millán! ¡San Millán!”, gritaban redoblando sus
esfuerzos en el combate.
Antes de finalizar el día,
nada quedaba de la flamante y poderosa caballería del califa. Una auténtica
masacre se había producido. Casi todos habían sido muertos o heridos y solo
unos pocos salvaron la vida a costa de ser hechos prisioneros.
Al despuntar el alba del
cuarto día, los cristianos, enardecidos por la victoria alcanzada el día
anterior y fortalecido su ánimo por la celestial ayuda recibida del muy
venerado Santo Millán, abandonaron sus posiciones defensivas y cargaron contra
los sitiadores del castillo y el resto del ejército enemigo. Estos, con el río
a sus espaldas impidiéndoles la retirada y sin poder contar con el apoyo de la
caballería, trataban de huir presos de un gran pánico, en desbandada y por
donde podían.
Pocos lo consiguieron. El
decidido ataque de los cristianos produjo una gran carnicería entre los
combatientes musulmanes. Otros se ahogaron y el resto quedó herido o
prisionero. Entre estos últimos se encontraba el gobernador de Zaragoza, Abu
Yahya.
Abd al-Rahman tenía
instalado su alcázar en la otra orilla del río, desde donde dirigía las
operaciones de ataque. Aunque había perdido más de cincuenta mil hombres en
aquellos sangrientos cuatro días, todavía le quedaban casi otros tantos
guerreros y por tanto un considerable poder y potencia de combate.
Sin embargo había perdido
la parte más combativa y diestra de su ejército, en especial su valiosa
caballería, de la que solo le quedaba la reserva y su guardia
personal. Sin ella era imposible continuar la campaña tal como
la había planeado.
Decidió retirarse y
esperar a una mejor ocasión para hacer realidad su gran sueño: lograr el
dominio sobre todos los territorios y reinos de la península.
Fue una gran y decisiva
victoria cristiana y así fue inscrita en los anales de la época. Sin embargo
los cristianos, en especial castellanos
y navarros que tenían unas cuantas deudas que cobrar al califa, no estaban
dispuestos a dejar que las cosas terminaran allí y de aquella forma.
Al cabo de unos pocos
días, empleados en reorganizar sus fuerzas, así como en el avituallamiento y
preparación de la expedición, partieron a su encuentro cabalgando por la cuenca
del Duero, lugar por donde se habían retirado las fuerzas musulmanas, hasta
encontrarlas en un quebrado paraje situado al sur de Osma.
Las tropas del califa
marchaban confiadas al ritmo del lento caminar de los agotados infantes y al
cansino paso de las cargadas acémilas. Habían remontado el río destruyendo a su
paso Mambla, San Martín de Rubiales y Roa en castigo y venganza por su derrota
en Simancas. Después se internaron en el valle del Riaza camino de Atienza,
adentrándose en un peligroso territorio de “abruptos
barrancos, tremendos precipicios y escarpados tajos”, según describe en su
crónica el historiador Ibn Hayyan.
Allí les esperaba Jimeno
con los demás guerreros cristianos que gracias a su mayor movilidad les habían
ya sobrepasado y les aguardaban emboscados, a favor de las alturas que
bordeaban el camino, por donde debían de transitar las descuidadas tropas
musulmanas.
El ataque cristiano fue
fulminante. Produjo una sorpresa tan grande en las fuerzas enemigas que se
produjo un gran desorden en ellas, causando la ruptura de sus filas y
provocando una total desbandada.
El mismo califa tuvo que
emprender una humillante huida, dejando tras de sí valiosas pertenencias que
incluían su propio ajuar personal.
Se cumplían los últimos
días de agosto y los cristianos habían conseguido otra gran y definitiva
victoria, obteniendo además un inmenso botín. En él se encontraron algunos
objetos personales del califa, entre ellos un Corán recubierto de piedras
preciosas incrustadas de incalculable valor y su cota de malla de oro.
Los malparados restos del
ejército musulmán llegaron a Guadalajara y desde allí emprendieron abatidos el
regreso a Córdoba.
La ira de Abd al-Rahman
era indescriptible. Su orgullo había sido herido en lo más profundo e incapaz
de admitir sus errores, cargó las culpas del fracaso en sus lugartenientes.
Hizo ajusticiar a más de quinientos mandos y notables bajo la acusación de
cobardía y traición.
Esta gran victoria
cristiana tuvo una decisiva repercusión en el afianzamiento de sus reinos. Para
el reino de León supuso el adelantamiento de sus fronteras hasta el Tormes.
También Jimeno de Mendiur,
que se había significado como ninguno en la batalla, recibió de García Jiménez
I el nombramiento de gentilhombre y barón del rey, junto a otros honores y
tenencias.
El califa, aunque volvió a
guerrear contra los cristianos y obtuvo algunas victorias parciales, jamás
retomó el mando personal de las tropas, eludiendo la humillación de otra
derrota.
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