miércoles, 12 de mayo de 2021

45.- La Espada de San Cosme

45.- LA ESPADA DE SAN COSME.

 

San Cosme y San Damián debajo de una peña están. Sierra Guara.

 


 Espada de San Cosme. Museo catedralicio de Essen. Alemania.

 

Uno de los recuerdos más gratos de mi infancia lo compone la peregrinación, romería o simple excursión, al santuario de San Cosme y San Damián, situado en un imponente paraje rocoso de la Sierra de Guara, a unos 34 kilómetros de Huesca.

Cierto es, que yo era entonces muy niño e ignoraba a dónde íbamos, el por qué y hasta el para qué.

Desde los cuatro años, gozaba con los felices veranos vividos en Arbaniés, pueblo del Somontano cercano a la capital de Huesca.

Allí  residía mi abuela paterna Silveria, viuda con una hija, que había hecho de mí, más que su nieto preferido, su "ojito derecho".

De vez en cuando, mi abuela aparejaba su "burreta" -animal con el que ella se entendía mejor que con su hija-, me montaba encima de la albarda y allá marchábamos ambos a visitar a parientes y conocidos, diseminados por la mayoría de los pueblos de los alrededores. Más tarde supe que era una mujer muy respetada por su sabiduría y bondad, y que era mucha la gente de aquellos lugares que solicitaba su consejo o mediación en los más diversos conflictos familiares.

De este modo, tuve la ocasión de conocer los pueblos de Sipán, Ibieca, donde nació mi abuela, Coscullano, Loscertales, Aguas y Liesa.

Aquel año, habíamos ido a Aguas, quién sabe para qué, aunque puedo asegurar que lo pasé en grande las dos semanas que permanecimos en aquel lugar.

En efecto, El tío José, soltero, y su anciana madre Antonia, viuda, me trataron como a un "princés", lo que me permitía campar a mis anchas en el enorme caserón donde habitaban, frente a la iglesia del pueblo.

Uno de aquellos felices días. mi abuela decidió unirse a un grupo de personas del pueblo que habían preparado una visita al santuario de San Cosme y San Damián, distante de Aguas apenas doce kilómetros.

Y hacia aquel santo lugar, emprendimos la marcha ella, la "burreta", conmigo encima, además de unas diez o doce personas más.

No puedo precisar mi edad en aquella época, pero estoy seguro de no sobrepasar los diez años. Tampoco la fecha de la excursión, aunque es más que probable que fuera en septiembre. Era la época del año más adecuada, para que los muchos devotos de los pueblos circundantes acudieran al santuario, a fin de rezar a los santos y solicitar su ayuda y mediación en la prevención o curación de las abundantes enfermedades endémicas en esos tiempos. En aquellos pueblos, dejados de la mano de Dios, no había médico ni botica, entre otras numerosas carencias.

La presunción del mes de septiembre para este viaje está justificada: la mayor parte de las labores de recolección habían acabado, las fiestas patronales se habían celebrado ya y aun se gozaba de buen tiempo.

El viaje en sí, ya me pareció una apasionante aventura. Era el único "jinete" de la expedición, postura que me proporcionaba un extra de distinción y contento.

Anduvimos por sendas y veredas, siempre cara a la Sierra, por parajes cada vez más agrestes y bellos. Solo durante un corto tiempo transitamos por una carretera llana y bien cuidada, sin baches, algo insólito, pero sin asfaltar, sistema desconocido en aquella época y lugar. Allí sucedió un hecho que, aun lejano, recuerdo bien.

A poco de entrar en dicha carretera, nos alcanzó una pareja de la Guardia Civil. Uno de ellos era de edad media y el otro muy joven. Este apenas hablaba y concedía un trato de acusado respeto a su compañero.

Pronto se estableció un cordial coloquio entre los lugareños y el guardia veterano. El otro callaba. Como mucho asentía o sonreía.

De repente, la comitiva se dio de frente con un hombre con aspecto de vagabundo, que caminaba en sentido contrario.

Los guardias le pararon, le cachearon -eran tiempos en los que el maquis rondaba por estos parajes- y el mayor le quitó una caja de cerillas que llevaba.

-Es que hacen hogueras para calentarse y pasar la noche al raso, pero a poco que se descuiden pueden quemar medio monte -explicó, una vez se fuera el mendigo- Por lo demás, no hay que tener cuidado. No son gente peligrosa. Ellos viven así: pidiendo limosna de pueblo en pueblo.

Reanudamos la marcha y poco después dejamos la carretera, para introducirnos por sendas y atajos, bien conocidos por nuestros acompañantes, hasta llegar al final de nuestra andadura: la pequeña explanada anterior al Santuario.

Poca información puedo dar del santo lugar, ya que poco quedaba de su excelso pasado. Durante la Guerra Civil del 36, tropas milicianas esquilmaron el Santuario e hicieron desaparecer, en parte pasto de las llamas, los ricos objetos de culto de los cuatro altares existentes, así como imágenes, reliquias, archivos y seculares exvotos de peregrinos agradecidos por alguna dádiva alcanzada.

El Santuario estaba completamente vacío. Nada hacía pensar que alguna vez hubiera habido culto en aquel lugar.

Quedaban los edificios de la casa del conde, la antigua hospedería, ambas cerradas, y la Santa Fuente, donde manaba agua milagrosa, al decir de las gentes. Nada más.

Lo que nadie había podido destruir, de momento, era el maravilloso paisaje que se podía disfrutar desde allí. Hacia el sur se abría un extenso panorama que, desde el frondoso valle inmediato, a nuestros pies, se alargaba hasta "donde la vista alcanzaba". Hacia mi derecha, destacaban las airosas figuras de los "mallos" de Vadiello, imponente formación rocosa que habría de darme muy gratos momentos, en las frecuentes excursiones que años más tarde realizaría con verdadero gozo.

De su histórico pasado tampoco he podido conocer demasiado, oscurecido, quizás, por la quema de sus archivos. Se sabe que la devoción y culto a los dos Santos se realizó desde tiempo inmemorial. Hoy me maravilla que todavía recibiera peregrinos aquel vacío y destartalado santuario, cuando no quedaba ni rastro de su pasado esplendor en cuanto a ornamento y culto.

Las reliquias de los Santos debieron de llegar desde Francia, donde habían residido desde el año 800, tras haber sido cedidas a Carlomagno por el Papa León III. También consta que el Santuario y las tierras aledañas pertenecieron al linaje de los Azlor, al menos, desde el siglo XIV. Más tarde, los Condes de Guara, procedentes de la rama troncal de aquellos, heredaron el Santuario y sus tierras.

A cuenta del entonces Conde de Guara, recuerdo "como si fuera ayer" los jocosos comentarios de varios de los aldeanos presentes, durante la espontanea tertulia creada, al juntarnos para consumir los apetitosos víveres que cada cual traía.

Al parecer, el Conde era un tipo campechano que gustaba en refugiarse en aquel bello y solitario paraje, huyendo del ajetreo del tumultuoso Madrid, donde vivía.

-¡Dios, qué ganas tenía de venir aquí para poder tirarme a gusto un buen cuesco! -afirmaban que clamaba el buen hombre, regodeándose de la gracia pronunciada

Y aseguraban, que el eco de la potente ventosidad podía escucharse desde todos los rincones del valle.

Transcurrieron muchos años, mucho duro trabajo y muchos esforzados lances, tras esta feliz "aventura".

Me "bailan" las fechas, pero creo que debió ser por el año 1971 -por tanto contaría yo con la edad de Cristo al iniciar su vida pública-, cuando aterricé en la localidad de Essen en Alemania.

Era un viaje de trabajo. Debía recibir, en la central alemana, la información precisa para poner en marcha un nuevo y complicado proceso de fabricación en la filial española, donde trabajaba como director técnico.

Mi estancia estaba programada en tres semanas. Siempre me trataron con mucha consideración y deferencia. Era hecho habitual que algún colega me acompañara al finalizar la jornada, bien a cenar, a ver algún espectáculo o, incluso, tuvieran la amabilidad de invitarme a visitar sus casas y a conocer a sus familias.

Sin embargo, en el primer fin de semana, todos se excusaron. Tenían compromisos familiares que atender.

No me importaba demasiado. Hacía buen tiempo y pensé que lo habrían aprovechado para salir con la familia y gozar de los agradables parajes campestres de los alrededores. Aquel sábado, me levanté tarde, desayuné bien y salí a pasear por la larga avenida peatonal que discurre desde la plaza del ferrocarril, Hauptbahnhof, hasta Kennedyplatz, y sus calles transversales, que forman la zona comercial del centro.

Aquel día, radiante por cierto, había una excepcional afluencia de transeúntes inundando las calles. Las tiendas estaban abarrotadas de acuciantes compradores y, por todas partes, rondaban multitud de familias enteras, cargadas con bolsas y paquetes.

En ese día, me quedé sin comer. Cuando quise darme cuenta, todos los restaurantes de la zona estaban completos y sus puertas cerradas. Solo quienes disponían de reserva previa podían acceder a ellos.

Para mayor desgracia, en mi hotel, un pequeño establecimiento familiar, solo proporcionaban desayuno. Me tuve que conformar con un "perrito caliente" que cacé en un puesto ambulante, en la plaza de la estación, cuando ya la tarde oscurecía.

El lunes supe el motivo para ese extraño, comportamiento

Era el primer sábado de mes y la gente, con la paga recién cobrada, acudía a la zona comercial dispuesto a "fundirla", movidos por una frenética e insaciable ansia consumista. En aquella época, esta costumbre se había hecho tradición y, al parecer, no había quien se resistiera a esa inevitable atracción.

Pero el domingo todo volvió a su tranquilo cauce.

Sin nada mejor que hacer, decidí visitar la Catedral. Había pasado ante ella en varias ocasiones, pero aquel día me picó la curiosidad. Y me sobraba el tiempo. Estaba situada hacia la mitad de Kettwiger Strasse, la calle peatonal antes citada. No, no es que recuerde su nombre, no tengo tan buena memoria y menos con esos intrincados nombres alemanes. Confieso que la he buscado en el mapa de Google. Allí la calle se abre para formar Burgplazt. Esta plaza. en cambio, sí la recuerdo.

Entré con algún reparo. Era un edificio modesto, distinto al de las grandes catedrales católicas alemanas. y pensé que, quizás, se tratara de un templo protestante.

No era así. Acababa de comenzar la celebración de la Santa Misa y ¡oh sorpresa, la hacían en latín! Fue como un feliz salto a un tiempo pasado: me llevó a recordar la misas oídas en el colegio y las ayudadas en San Lorenzo como monaguillo, a las órdenes del buenazo de Mosén Félix, el párroco, y el cascarrabias de Mosén José Laviña. En cierta ocasión, este cura me echó tal bronca, en mitad de una misa en la que yo le ayudaba, que casi me hace apostatar. El pecado fue que tropecé al retirar las vinajeras y se derramó la del vino.

Bien, tras la anécdota retomo el relato. Ocupé un banco vacío de la parte trasera y ¡otra sorpresa! En el altar situado al frente de la nave principal había un retablo con las imágenes de los Santos Cosme y Damián, curando a varios enfermos caídos a sus pies.

¡Qué feliz encuentro! Quién me iba a decir que hallaría el rastro de estos Santos, tan venerados en el Santuario rupestre del Somontano oscense, justo en la ciudad líder de la fragorosa industria pesada alemana.

Seguí la ceremonia con agrado -la homilía no, que era dicha en alemán- y a la salida observé un cartel escrito con caligrafía gótica.

Anunciaba el museo catedralicio, a la vez que señalaba con una flecha el edificio colindante, además del horario de apertura y el precio: 2 DM.

Supuse que allí encontraría detalles de nuestros queridos Santos y acerté. Pagué religiosamente -nunca mejor empleada la expresión- el óbolo requerido y me dispuse a contemplar, con verdadero interés, lo que allí hubiera.

Lo que vi, me dejó maravillado. No solo por la valiosa información sobre la vida de Cosme y Damián, de la que desconocía todo, sino, además, por el cúmulo de preciosas reliquias de todo tipo depositadas en el museo, sobre todo las expuestas en la llamada Sala del Tesoro.

¡Qué paradoja: ir a conocer en Alemania lo que no pude saber de nuestros santos en nuestra propia tierra!

Recorrer aquellas salas, repletas de ricos objetos sacros, bien dispuestas y engalanadas, luciendo muebles y vitrinas de nobles maderas bellamente talladas, componía un autentico regalo para los sentidos.

La iluminación misma, estudiada a la perfección y personalizada, hacía resaltar, con sus brillos, la riqueza de las bellas reliquias, la mayoría de oro y plata.

Había muchas y muy bellas, pero resaltaban dos: Una hermosa figura de la Virgen María, la Goldener Madonna, tallada en madera y recubierta de oro y la espada con que fueron decapitados Cosme y Damián.

Así supe que la Catedral está consagrada a la advocación de la Virgen María y a los Santos Cosme y Damián. Fue una antigua Abadía, fundada en el año 845 y reconstruida tras la II Guerra Mundial.

Antes, durante el año 1248, la pequeña capilla de la abadía fue ampliada, adoptando el estilo gótico temprano imperante en la época, en su única nave central. No alcanzaría el rango de Catedral hasta la fundación de la Diócesis de Essen en 1958.

Así se explica mi extrañeza, en aquella primera visita, al contemplar su modesta construcción. Nada en su exterior, ni tampoco en su interior, revelaba su condición de Catedral, más parecida, en cambio, a una iglesia corriente de una pequeña ciudad.

Esta circunstancia, también se justifica porque la ciudad de Essen tuvo un crecimiento tardío. No lo hizo hasta bien entrado el siglo XX y, aun entonces, estaba sustentada por las poderosas empresas mineras del carbón, al ser cabecera de la Cuenca del Ruhr, así como las grandes acerías. Ellas hicieron de Essen una ciudad eminentemente industrial, compuesta por fábricas y por las modestas viviendas de sus trabajadores. Fue el feudo de la familia Krupp, con alrededor de 250.000 empleados en sus fábricas. Cuando yo entré en su nómina, todavía contaba con 175.000 asalariados.

La primera vez que viajé a esta ciudad, a finales de la década de los 60, tenía una población de quinientos mil habitantes, aunque todavía entonces rezaba un dicho: Essen para trabajar y Dusseldorf para divertirse.  

Además de la historia del santo recinto, encontré una extensa documentación sobre la vida de los Santos Hermanos y de la espada con que fueron decapitados. A pesar de que había allí auténticas maravillas, eran estos dos últimos temas lo que más me interesaba conocer.

Así supe que los dos hermanos eran gemelos nacidos en Arabia, en el siglo III d. C. De religión cristiana, ambos se dedicaron a la medicina y ejercieron su oficio, al parecer con mucha maestría, entre los más pobres de manera desinteresada y gratuita, aunque parece que no negaban su ayuda a nadie, aunque fuese rico y poderoso. Como ejemplo, se cita al emperador Justiniano I como beneficiario de una de sus curaciones.

Vivieron en Cilicia, Asia Menor, en el extremo sur de la costa turca, sobre el golfo de Alejandreta, situado éste frente a la isla de Chipre.

Según relata Teodoro de Ciro, en el siglo V, los dos hermanos hicieron multitud de curaciones y actos de caridad, entre las gentes pobres de aquellos territorios. Algunas de ellas, rozaron lo milagroso, como la reimplantación de la pierna a un desamparado que la había perdido en accidente.

Según Teodoro, ya en el siglo IV, el conocimiento de la santidad de los dos hermanos, y la  devoción hacia ellos, se había extendido por todo el Asia Menor. Así mismo, describió el martirio y muerte de los dos Santos:

Sucedió durante la terrible persecución que decretó el emperador Diocleciano contra los cristianos. Hacia el año 300 d. C., Lisias, gobernador de Cilicia, ordenó su prisión y, después, su tortura y muerte.

Les sometieron a los más espantosos tormentos con hierros y fuego, pero lograron sobrevivir gracias a la intervención divina.

Al comprobar los verdugos que los dos hermanos resistían con vida, por más torturas que les aplicaran, decidieron darles muerte cortándoles la cabeza.

Sus restos, junto a numerosas reliquias y enseres, fueron rescatados por sus hermanos en la Fe y enterrados en Cirro, Siria, donde más tarde se construiría una iglesia para su culto.

Fue tal la propagación de la devoción a los Santos Hermanos, que pronto llegó a Roma y, desde allí, se extendió a todo el orbe cristiano.

La espada, con la que decapitaron a los Santos, llegó a Roma, junto con otras reliquias. El Papa Juan XII la entregó a Otón I en el día de su coronación como Emperador del Sacro Imperio Romano. en el año 962.

En el 964, Otón la donó a la Abadía de Essen, habida cuenta la gran devoción con que contaban Cosme y Damián en aquella ciudad, y desde 1473, la espada figura en el escudo de la ciudad de Essen.

Salí del museo más que satisfecho y decidí acudir al restaurante Burgoff, situado en la misma plaza. Lo recomiendo, si todavía existe. Allí gocé, por primera y última vez, de una exótica y deliciosa sopa de tortuga.

Mientras comía, repensé mi visita al museo.

Al recordar aquellas preciadas reliquias, expuestas con tanto esmero, delicadeza y arte, no pude evitar que un sentimiento de envidia y vergüenza a la vez, embargara mi mente, al comparar su estado con la miseria que presentaba nuestro Santuario de Guara.

La guerra no es excusa. La Abadía había sufrido infinidad de sangrientos y devastadores conflictos armados, Durante el último, la II Guerra Mundial, la ciudad fue planchada literalmente por la aviación, pero allí seguían intactas y bien cuidadas las preciosas reliquias.

Me pregunto cuándo cesará en nuestro País ese espíritu cainita, iconoclasta y bárbaro, que nos persigue desde siglos y nos obliga a mostrar, con tanta frecuencia, lo peor de cada uno de nosotros.    

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