sábado, 17 de abril de 2021

44.- Coronavirus

44.- Coronavirus



Vivíamos muy tranquilos. Apenas llevábamos algo más de un mes del año 2020 y todo el mundo hacía planes para afrontar este bonito y redondo año, que se adivinaba próspero y grato.

Acabábamos de sacar la cabeza de una larga y profunda crisis. La economía se recuperaba mes tras mes y el paro, ese terco fantasma, anotaba sus mínimos

Cierto que, de la lejana China, llegaban noticias anunciando el inicio de una extraña epidemia, provocada por un desconocido virus, de ignorado origen.

Bueno, no era tan extraño. En aquel país, los grandes avances científicos y tecnológicos alcanzados convivían, todavía, con innumerables focos en los que la falta de higiene y el consumo de extraños y pintorescos alimentos, daban, de tanto en tanto, ocasión de recibir noticias como esta.

Nada por lo qué alarmarse. China está lejísimos y ellos resolverían su problema, como siempre han hecho en otras muchas ocasiones. ¿Cómo? Nadie lo sabe. El inevitable hermetismo propio del gobierno de aquel país y el férreo control de sus medios de comunicación, hacen muy difícil conocer la verdad de lo que pasa en él.

Pronto fueron desgranándose noticias de personas que llegaban de China con el virus puesto. Al parecer, en Italia había alguien contaminado por aquel bicho desconocido.

Bueno, los italianos ya se sabe: son un poco descuidados. Ya se apañarán. No hay que alarmarse.

Pero, podo a poco fueron apareciendo más casos en Francia, Alemania e Inglaterra. Y aquí se dijo que, al parecer, se había registrado algún infectado de eso en Barcelona. El Gobierno salió al paso de los rumores y pidió calma a la ciudadanía: "En España tenemos el mejor sistema sanitario del mundo y lo que haya se solucionará gracias a su probada eficacia".

Y mientras aquí se discutía si eran galgos o podencos, el bicho saltaba de país en país, de ciudad en ciudad, de casa en casa y de ciudadano en ciudadano.

Como era de esperar, la terrible pandemia pilló a los gobiernos del mundo entero en paños menores. Mucho más al nuestro que, gracias a su exquisita inacción, consiguió para nuestro país el trágico honor de tener el record mundial relativo de contagios y muertes por mucho tiempo. Y nuestra feliz Arcadia se esfumó.

En el mes de marzo, la temida plaga se extendió por toda España. Los enfermos y muertos abarrotaban hospitales y funerarias. La pandemia se cebó, con especial virulencia, en la gente mayor, dejando desiertas gran parte de las residencias de ancianos.

Sucedió algo insólito e indignante en los primeros días del contagio masivo. Muchos médicos, enfermeras y personal sanitario en general pagaron con su vida la falta de información veraz y de medios.

 En efecto, faltaban mascarillas, respiradores, ropa de protección adecuada, además de protocolos definidos para el tratamiento de los enfermos y para su propia protección.

El gobierno, por fin, decretó un confinamiento total. Era lo único verdaderamente efectivo que estaba en su mano, y anunció que el quebrantamiento de esta medida sería reprimido con multas y reclusiones severas.

La medida resultó eficaz. El número de contagios disminuyó de manera radical y durante los meses de mayo y junio, parecía que se estaba venciendo a la pandemia, ya que las estadísticas daban cifras mínimas.

Así lo anunció triunfante el gobierno. Gracias a su impecable gestión, la excelencia de nuestro sistema de salud, la ejemplar conducta y elevada moral ciudadana  que no cesó de apoyar con sus aplausos y canciones al heroico personal sanitario, se pudo vencer al Covid 19.

Permitidme que, sobre esto, no pueda callarme. Si lo hago reviento.

No conseguí entender lo de los aplausitos. Es más, me irritaba escucharlos día tras día.

¡Pero, hombre! En cada jornada moría gente a centenares. Y no eran muertes cualesquiera, fallecían tras una horrible agonía, sumiendo en la trágica desesperación a padres, hermanos o hijos, al no poder tener el mínimo consuelo de acompañarles en su último trance.

¿Había alguien de entre todos aquellos que protagonizaron aquella pueril y cursi ocurrencia que pensara en esas desdichas. o en las terribles secuelas que acompañaban a muchos de los que se salvaban?

¿Eran oportunos los aplausos, bailes o canciones más o menos cutres, en aquellos tristes momentos? Yo os contesto bien alto: ¡No! Eran tiempos de pesadumbre, lamento y rezo para los creyentes. Unos minutos de silencio, con oración o sin ella, hubiera sido lo propio.

Pero había que mantener alta la moral de la tropa y "alguien" inventó esta tierna medida de solidaridad y apoyo con las víctimas y sus cuidadores ¡Qué bonito!

De este modo, la ciudadanía creyó cumplida su labor humanitaria y se anestesió de la posible y natural indignación que, por su mala gestión inicial,  correspondía a los responsables pertinentes

Aquí citaré desde jefes de gobierno a organizaciones sanitarias, incluida la OMS. Mientras, se aceptaba las diarias estadísticas de muertos e infectados como algo natural, como quien cuenta peatones paseando por la avenida del pueblo. ¡Ah, pero no era así! Tras cada una de las frías cifras de esa funesta lista había una tragedia. ¿Y no era como para indignarse de las juerguecillas organizadas?

En mi opinión sobró folclore y superficialidad y faltó el más profundo respeto ante tanta desgracia.

De cualquier modo, parecía, en efecto, que la pandemia estaba siendo vencida tras el confinamiento. Pero nos hallábamos a las puertas de julio y peligraba la temporada turística. De modo que el gobierno, que de miedo no le llegaba la camisa al cuerpo, al pensar en las consecuencias económicas que representaría la pérdida de turistas, junto al parón industrial ya existente, decretó una desescalada progresiva de las duras medidas restrictivas adoptadas para combatir el Covid -19.

Como consecuencia, en agosto hubo un repunte con tantos o más contagios que en la primera ola.

No se reaccionó a tiempo y en los meses octubre y noviembre se dio una segunda ola que dejó chiquita a la primera, triplicando casi los contagios de aquella.

Nuevas medidas de protección y tras una tímida desescalada en diciembre, apareció otra monumental ola, tan importante como la segunda que ocuparon enero y febrero del año 2021.

Nueva desescalada en Marzo, con tan poca consistencia como la de diciembre de 2020. Ahora estamos finalizando el mes y se aprecia un nuevo repunte por toda España.

En fin, el cuento de nunca acabar. Y, sobre todo, la constatación práctica de que al hombre, aquello de "homo sapiens", le viene demasiado grande y ratifica aquello otro de que "el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra".

En muchas ocasiones, he llegado a pensar si no me habré convertido en un viejo cascarrabias, gruñón  y aguafiestas. En otras, que estoy solo en el mundo, pensando cómo lo hago. Es igual, no quito una coma de lo dicho.

 En este momento, llega a mi memoria un artículo de prensa que me hizo llegar un buen amigo. Se trata del relato de algunos sucesos acontecidos en la ciudad de Huesca, durante la epidemia de peste que asoló la ciudad en el año 1651.

Reinaba en España Felipe IV y durante la segunda mitad del siglo, la monarquía española habría de pasar del esplendor del XVI a la decadencia del XVII, cediendo la primacía española europea a la Francia del rey Sol, Luis XIV.

Se luchaba en Portugal que se había declarado independiente en 1640, al mismo tiempo que Cataluña y todavía no se había digerido del todo la mala situación española, surgida tras el fin de la Guerra de los 30 años. Extremo este que quedaría oficializado en la Paz de los Pirineos, pocos años después.

En este contexto histórico, durante el inicio de la primavera del año 1651, sucedió la desdichada llegada a la ciudad de un viajero infectado de peste, procedente de Valencia.

Este hombre contagió el terrible mal a su familia. La peste se extendió por el barrio de la Población, situado en las inmediaciones de la actual Plaza Alfonso el Batallador, donde residía el infectado. De allí saltó al de Barrionuevo, en la otra punta de la ciudad, transmitida por parientes y amigos de la primera zona de contagio.

Las autoridades tardaron dos meses en  enterarse de lo que les venía encima y en reaccionar. Así dieron tiempo para que la epidemia se fuera extendiendo por toda la ciudad, provocando el trágico balance diario de muertos y enfermos.

Se conocía de antiguo las nefastas consecuencias de este calamitoso mal, aunque no tanto el tratamiento adecuado para combatirlo. Aun menos, la promoción de las medidas protectoras para evitar el contagio.

Sin embargo, consiguieron atajar el mal en menos de un año, utilizando la observación, la buena lógica y una drástica intervención de las autoridades locales.

Decretaron un aislamiento total de las barrios, casas y personas infectadas. Se cerraron escuelas y lugares públicos, al tiempo que se impedía la entrada y salida de la ciudad a toda persona no autorizada.

Las penas por la desobediencia de las normas dictadas oscilaron entre multas de "25 libras, 10 días de cárcel y otras penas arbitrarias, entre ellas la muerte".

Además, un pregón de aislamiento detallaba las normas de obligado cumplimiento para prevenir el aislamiento de la ciudad: "...todo transeúnte proveniente de otras tierras debería ser expulsado antes de transcurridas cuatro horas..." Así mismo, se prohibía la salida de la ciudad a todo oscense de cualquier clase o género. La orden contemplaba castigos que iban desde "...500 sueldos jaqueses, hasta la misma muerte..."

La peste se dio por vencida oficialmente el 13 de abril de 1652. Fue el 29 de agosto del mismo año, cuando se ofició un solemne y multitudinario funeral por todas las víctimas de la pestilencia.

Tras la lectura de esta interesante crónica, solo resumida aquí, sentí una sensación de amargo asombro y desconcierto, que me condujeron a una larga y profunda meditación. ¿Cómo era posible que, cuatro siglos después, hubiéramos aprendido tan poco?

Porque en aquella época, y también en otras anteriores, era comprensible que fuera la autoridad la que dictara las normas de conducta de los ciudadanos durante la terrible epidemia de peste negra. En realidad, eran los poderes civil, militar -estos como representantes del poder Real- o eclesiástico quienes ordenaban casi todas las actividades de los ciudadanos.

Hoy, por fortuna, la sociedad no se rige de igual manera. O así debería ser. Y sin embargo la realidad muestra que hemos avanzado muy poco, tras cuatro siglos de un teórico perfeccionamiento individual y colectivo, en la mejoría del comportamiento de las  instituciones y de la ciudadanía.

Puede que la desorientación inicial producida, ante una situación de total desconocimiento, justificara la rápida extensión de la pandemia. Pero no se puede admitir, moral y racionalmente, no solo el devenir de la segunda, tercera y la cuarta que ahora, en abril del 21, despunta, sino, sobre todo, la enorme cantidad de contagios alcanzados, que llegaron a duplicar y triplicar las listas de la primera ola.

Porque la responsabilidad de evitar el contagio recae, en primer lugar, en cada uno de los ciudadanos.

En principio, para protegerse a sí mismos y además, y sobre todo, para impedir la trasmisión imprudente, que podría calificarse de criminal, del virus a terceras personas.  Los gobiernos solo son responsables de informar a todo ciudadano, de forma veraz, clara, correcta y por todos los medios informativos, de la manera más efectiva para protegerse. Así mismo, de gestionar y proveer los medios necesarios para poder llevarla a cabo.

Pero ni unos ni otros han sabido cumplir la labor que les correspondía. Fueron muchos los ciudadanos que se saltaron "a la torera" las reglas de protección.

 Tampoco los gobiernos están libres de responsabilidad. La información dada a los ciudadanos ha sido deplorable: incompleta, sesgada por las conveniencias políticas y económicas, plena de inexactitudes o afirmaciones no contrastadas y hasta contradictorias. La gestión de los medios materiales no fue mejor. Hasta hace muy poco, hemos tenido que escuchar las angustiosas quejas del personal sanitario ante la falta de recursos materiales y humanos más elementales, necesarios para cumplir su labor en el tratamiento de los innumerables enfermos acogidos en los hospitales.

Este cúmulo de despropósitos se vio incrementado por los diarios programas informativos y tertulias divulgadoras o seudocientíficas de las diversas cadenas de los más diversos medios. En ellas aparecían toda clase de "expertos", "científicos" o "periodistas especializados", e incluso absolutos profanos, dando su opinión "autorizada" sobre el  Covid-19.

Me pregunto ¿qué podían aportar esta gente sobre algo del que nada se conocía: el origen, el mecanismo de tan rápido contagio, su acción sobre nuestro organismo, el extraño proceder sobre unos u otros pacientes,  el tratamiento curativo y el preventivo?

No es de extrañar que la confusión reinara entre las gentes de a pié y se llegaran a crear teorías de lo más pintoresco y diverso. Con tal panorama, los  gobiernos se vieron obligados a tomar medidas extremas similares a las que se aplicaron en el siglo XVII.

Lo dicho, en cuatro siglos habíamos aprendido muy poco. Solo el "palo" y el "mando y ordeno" lograron imponerse a la irresponsabilidad civil.

Y cuando la autoridad abrió un poco la mano, acuciada por los apuros económicos, volvieron los contagios, produciéndose ola tras ola. Así llevamos más de un año. ¡Y lo que queda!

Ahora me pregunto sí quizás hubiera sido mejor prolongar el período de confinamiento y dedicar todos los esfuerzos de protección a los sectores asistenciales y productivos, al tiempo que se creaban zonas turísticas seguras en costas e islas, mientras se subvencionaba a los sectores no productivos, bares, hoteles, espectáculos y a sus trabajadores.

Pero, por desgracia, nunca se sabrá la respuesta.

Otro penoso espectáculo ha sido el asunto de las vacunas. Se trataba de una emergencia y hacían falta, pero nunca a toda costa, como así ha sido.

Las cosas bien hechas necesitan su tiempo y con mayor razón las dedicadas a la salud. Las farmacéuticas iniciaron una carrera a "mata caballo", deprisa y corriendo, quemando etapas para llegar las primeras. Buscaron los caminos de investigación más cortos, aprovechando estudios en curso para otras infecciones.

Conocemos muy poco de estos procesos, pero hoy se sabe que no se trata de una vacuna propiamente dicha -introducción en el organismo de células infecciosas débiles para estimular la producción de las defensas naturales y lograr así inmunidad en la persona tratada- sino en una terapia genética, de cuyos resultados, a medio y largo plazo, se sabe muy poco.

Ignoro por completo el significado del término terapia genética, Algún día nos lo explicarán. Yo, por lo pronto, estoy bastante inquieto. Mucho más, cuando pienso en los enormes intereses económicos y políticos, tanto particulares como generales, que están en juego.

Con estos antecedentes, es muy raro que no se cuele alguna chapuza inacabada o que no aparezca algo indeseable en todo este negocio. Habrá que rogar para que la  suerte nos acompañe en esta aventura.

Pero, por favor, ¿es demasiado pedir a los poderes públicos que obren con una mínima cautela? Porque si la responsabilidad de evitar los contagios recae en los ciudadanos, a los gobiernos le cabe la obligación de proporcionar a estos, recursos sanitarios  contrastados, seguros y eficaces.

Ya hay un precedente. Una vacuna inglesa y otra de los Estados Unidos han ocasionado algunos efectos secundarios graves entre los vacunados.

 Estos hechos han sembrado la alarma en mucha gente. Varios países han decidido suspender las vacunaciones de las mismas, mientras se despejan las actuales dudas.

No el nuestro que, con el argumento de que retrasaría la inmunidad "de rebaño" -¡Dios mío!¿No se podía haber encontrado un término más feliz?-, sigue administrándolas, aunque solo ¡hasta ciertas edades! cuyos límites han marcado de manera arbitraria.

Pronto un coro de defensores de dichas vacunas elevaron la voz en su apoyo. Expresaron argumentos  como: "Los beneficios que reportan esas vacunas son mayores que los posibles riesgos" o "el porcentaje de casos que han sufrido problemas importantes es muy bajo" -¿Y al que le toque que se .....?- "Otras vacunas también han dado algún problema"  O bien: "Todos los fármacos tienen efectos secundarios" -No es lo mismo. En todas las medicinas autorizadas se indican las contraindicaciones y efectos secundarios, gracias a la experiencia acumulada, pero en estas se ignora casi todo lo relacionado con el comportamiento en esas áreas.   

De nuevo me pregunto si no hubiera sido más efectivo dedicar todos los esfuerzos médicos a investigar productos curativos antes que preventivos, dando tiempo necesario a los investigadores para obtener una vacuna 100% eficaz, segura y durable en el tiempo.

Por supuesto, tampoco lo sabremos, pero quizás haya lugar para abrir nuevas líneas de investigación, destinadas a mejorar ambos productos. Porque, a pesar de las masivas vacunaciones, parece más que probable que debamos convivir con este "bicho" más tiempo del previsto o deseado.

De cualquier modo, hay que decir que, en general, tampoco se ha obrado muy bien en el "negocio" de las vacunas. A peligros universales se debe actuar de manera universal y desinteresada.

Un comité internacional de auténticos expertos, debió coordinar la labor de búsqueda de los laboratorios y compañías farmacéuticas más importantes en una sola dirección de estudio. Se hubiera obtenido una enorme capacidad de investigación y de experimentación clínica, que hubiera procurado rapidez, al tiempo que seguridad, al logro de una sola vacuna  para la administración en todo el mundo.

Ahora, disponemos de vacuna rusa, china, inglesa y varias americanas, pero todas ellas con demasiadas incógnitas en los futuros efectos que puedan producir. Mientras, otros países trabajan a toda prisa para sacar la suya, No se puede parar: es el prestigio nacional el que está en juego..

¿Aprenderemos algún día a hacer las cosas medio bien? Lo dudo.

A propósito de Astra-Zeneca. En buen castellano,  ceneque significa: mendrugo, simple, memo, de poco valor. ¡Ya decía yo ...!

 


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