martes, 22 de octubre de 2019

39.- Relatos, Fábulas y Leyendas


39.- ME OCURRE CADA COSA...!



Pongamos que corría el año 1966 en la ciudad de Huesca. O tal vez uno próximo a él.
Acababa de estrenar mi primer coche: un flamante R8 y circulaba agarrado a su volante hacia casa, en Ramón y Cajal, 3, con Ángeles de copiloto.
Regresábamos de alguna escapada irrecordable, cuando al llegar a la plaza Zaragoza -alias de Navarra-, comprobamos que el Coso estaba cortado por alguna celebración de idéntica irrecordabilidad.
Sin problema. Enfilé la calle Berenguer, San Orencio y ya en San Lorenzo, se me ocurrió tirar por los Urreas y seguir por el callejón de Azlor.
Claro, yo estaba más que acostumbrado a ir por allí en bici de chaval y el recuerdo que tenía era el de unas calles mucho más amplias de lo que mostró la dura, triste y amarga realidad.
Lo descubrí en seguida, pues al embocar la calleja esa de Azlor, me quedé empotrado en ella, al tiempo que se escuchaba un potente y siniestro rasponazo, que sentí en mis entrañas como si las desgarraran, al recibir la  inequívoca señal de que la parte derecha del impoluto coche había quedado hecha unos zorros.
Imposible seguir hacia delante, aunque casi tanto dar la vuelta al coche en un espacio tan corto. Decidí dar marcha atrás hasta  los Urreas y allí realizar la maniobra de cambio de dirección.
Después de una feroz lucha con miles de movimientos de volante -tened en cuenta que el conductor tenía la condición de tal solo un par de semanas más que el coche-, logré llegar a los Urreas e inicié la operación. Pero allí también la calle era más estrecha de lo que recordaba y de nuevo volví a quedarme bloqueado entre las dos aceras, ambas bien estrechas, por cierto. Es decir, quedé atravesado en la calle con los parachoques del coche a unos tres dedos de la pared de la Iglesia y otro tanto del murete de la plaza.
A estas alturas, la histeria se había apoderado de mí y mis juramentos eran de tal calibre que hacían retemblar la torre de San Lorenzo, y estoy seguro que sus campanas repicaron sin que nadie las templara. Recuerdo oírme gritar, fuera de mí por completo: ¡Me cagüen tal! ¡Voy a estampanar este trasto contra la pared de la Iglesia! ¡Ahora mismo lo destrozo! Menos mal que son calles poco transitadas, porque el espectáculo debió ser de traca, aunque yo no estaba para fijarme en cuantos lo disfrutaron.
Tampoco Ángeles que, aterrada, estaba conociendo a un marido muy distinto al que, un año antes, le había llevado al Altar.
Al fin conseguí salir del atasco con infinitos apuros, pero cuando se pasó el sofoco, me quedó un complejo de gilipollas que me duro varios meses.
No era para menos, después de haber hecho aquel monumental ridículo ante mi dama -y algo peor, ante mi mismo ego- y destrozado aquella, para mí, maravilla de coche, que me había dejado tieso al pagar, a toca teja, una pasta, en contra de la opinión de mis amigos que, como era usual en aquella época, opinaban que había que tirar de letras de cambio hasta para comprar un cepillo de dientes.
No os riáis demasiado. Tampoco es para tanto.

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