39.-
ME OCURRE CADA COSA...!
Pongamos que corría el año 1966 en la ciudad de Huesca. O tal
vez uno próximo a él.
Acababa de estrenar mi primer coche: un
flamante R8 y circulaba agarrado a su volante hacia casa, en Ramón y Cajal, 3,
con Ángeles de copiloto.
Regresábamos de alguna escapada
irrecordable, cuando al llegar a la plaza Zaragoza -alias de Navarra-,
comprobamos que el Coso estaba cortado por alguna celebración de idéntica
irrecordabilidad.
Sin problema. Enfilé la calle Berenguer,
San Orencio y ya en San Lorenzo, se me ocurrió tirar por los Urreas y seguir
por el callejón de Azlor.
Claro, yo estaba más que acostumbrado a
ir por allí en bici de chaval y el recuerdo que tenía era el de unas calles
mucho más amplias de lo que mostró la dura, triste y amarga realidad.
Lo descubrí en seguida, pues al embocar
la calleja esa de Azlor, me quedé empotrado en ella, al tiempo que se escuchaba
un potente y siniestro rasponazo, que sentí en mis entrañas como si las
desgarraran, al recibir la inequívoca
señal de que la parte derecha del impoluto coche había quedado hecha unos
zorros.
Imposible seguir hacia delante, aunque
casi tanto dar la vuelta al coche en un espacio tan corto. Decidí dar marcha
atrás hasta los Urreas y allí realizar
la maniobra de cambio de dirección.
Después de una feroz lucha con miles de
movimientos de volante -tened en cuenta que el conductor tenía la condición de
tal solo un par de semanas más que el coche-, logré llegar a los Urreas e
inicié la operación. Pero allí también la calle era más estrecha de lo que
recordaba y de nuevo volví a quedarme bloqueado entre las dos aceras, ambas
bien estrechas, por cierto. Es decir, quedé atravesado en la calle con los
parachoques del coche a unos tres dedos de la pared de la Iglesia y otro tanto
del murete de la plaza.
A estas alturas, la histeria se había
apoderado de mí y mis juramentos eran de tal calibre que hacían retemblar la
torre de San Lorenzo, y estoy seguro que sus campanas repicaron sin que nadie
las templara. Recuerdo oírme gritar, fuera de mí por completo: ¡Me cagüen tal! ¡Voy a estampanar este
trasto contra la pared de la Iglesia! ¡Ahora mismo lo destrozo! Menos mal
que son calles poco transitadas, porque el espectáculo debió ser de traca,
aunque yo no estaba para fijarme en cuantos lo disfrutaron.
Tampoco Ángeles que, aterrada, estaba
conociendo a un marido muy distinto al que, un año antes, le había llevado al
Altar.
Al fin conseguí salir del atasco con
infinitos apuros, pero cuando se pasó el sofoco, me quedó un complejo de
gilipollas que me duro varios meses.
No era para menos, después de haber
hecho aquel monumental ridículo ante mi dama -y algo peor, ante mi mismo ego- y
destrozado aquella, para mí, maravilla de coche, que me había dejado tieso al
pagar, a toca teja, una pasta, en contra de la opinión de mis amigos que, como
era usual en aquella época, opinaban que había que tirar de letras de cambio hasta
para comprar un cepillo de dientes.
No os riáis demasiado. Tampoco es para
tanto.
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