miércoles, 23 de octubre de 2019

40.- Relatos, Fábulas y Leyendas


40.- EN LA SELVA AMAZÓNICA.



Serían las siete de la tarde de un día cualquiera en Valladolid, en un otoñal mes, cuando el 1962 declinaba.
Sobre aquella hora, solíamos acudir los amigos al local del SEU, en la acera Recoletos, salvo que otro plan específico más sugestivo fuese impedimento para algún componente de nuestra abigarrada pandilla. Era nuestro habitual lugar de encuentro, en un tiempo en el que no existían teléfonos móviles -ni la más mínima sospecha de que los hubiera algún día- y muy pocos fijos. Además era el único lugar de estancia gratuita en toda la ciudad.
Solo en contadas ocasiones, cuando el voraz e insaciable apetito juvenil arañaba las tripas y se daba la feliz y extraña circunstancia de que algún solitario "duro" (billete de 5 pesetas, aclaración para los jovencitos que no han conocido esta moneda) hubiera quedado rezagado en el fondo del escuálido bolsillo de alguno de nosotros, podíamos permitirnos la gozosa ocasión de consumir algo. Solía ser algún bocata de buen pan castellano, que Goyo, el simpático barman, se afanaba en colmar su interior con una generosa ración de anchoas o sardinas en aceite. Todavía hoy, tras cincuenta y siete años, los recuerdo con añoranza y auténtico placer.
Aquel día, como de costumbre, llegué al lugar de encuentro, cuando ya Paco "el Pelliza" se me había adelantado.
Paco era un amigo indirecto. Estaba relacionado con varios otros integrantes de la pandilla, con los que había estudiado en el colegio. Su padre tenía una carbonería y Paco trabajaba con él. Esta circunstancia hacía que soliera portar ciertas oscuras huellas de su negra ocupación. Además, la pelliza no era prenda de uso, digamos, estudiantil y si añadimos que su figura no era demasiado agraciada, daba como resultado que los más pijos de la pandilla le rehuían tanto como podían.
No era mi caso. Jamás hubiera -ni he- despreciado a nadie por cualquier circunstancia de condición, clase o apariencia. Sentiría una vergüencita infinita. Tanto más, cuanto que Paco era un chico sencillo, amable y franco, aunque, bien es verdad, algo basto.
En fin, allí estaba él cuando yo llegué. Al lado, sentado en un sillón cercano, había otro joven sentado.
No me fijé mucho en él. Tan solo que era algo mayor que nosotros y tenía un buen porte. Quizás se tratase de un repetidor o un profesor joven.
Poco después aparecieron Julio y su inseparable compañero Domínguez, curioso dúo que formaba una pintoresca estampa. El primero alto y bien formado como un ciprés, mientras que el segundo era rechoncho, de mediana estatura, con abundante "chicha" sobrante y copiosas redondeces, que le confería la apariencia de una hermosa pera con piernas. Sí, algo exagero, pero no mucho. ¿Don Quijote y Sancho? Quizás.
Poco después apareció Justo, al que veíamos poco a esas horas, debido a que tenía novia formal en un barrio alejado del centro y campaba por él a diario. Aquel día estaba "fuera de servicio" lo que le permitió acercarse al punto de encuentro.
-¿Pero habéis visto quien tenéis aquí a vuestro  lado? -susurró con voz baja, antes de iniciar un saludo.
-No ¿Quién? -contestamos a coro, con el mismo tono de voz.
-Sí, hombre. Es Cuadra-Salcedo.
Nos volvimos hacia él, ya sin disimulos, y vimos cómo correspondía a nuestros rostros de asombro con una tímida sonrisa. Al parecer, sabiéndose famoso, había interpretado con acierto nuestros cuchicheos.
La pregunta surgió inmediata por parte de alguno de nosotros.
-Oye ¿Eres Miguel de la Cuadra Salcedo?
Lo era. Rápidamente le rodeamos, ocupamos los asientos cercanos, y le acosamos a preguntas: ¿Cómo te va? ¿Sigues en el atletismo? ¿Qué haces por aquí?...
En aquella época, Cuadra Salcedo era considerado un auténtico héroe en España. En un tiempo de penuria olímpica del atletismo en nuestro país, un compatriota había superado, con creces, el record del mundo de lanzamiento de jabalina, mediante una hábil estratagema y aunque las autoridades deportivas anularon los resultados por antirreglamentarios, se hizo famoso. Nadie en España dudaba de que Miguel había realizado una gran gesta y merecía los máximos honores por ello.
Nos contó que llevaba año y medio recorriendo la parte más intrincada de la selva colombiana. El gobierno de aquel país le había contratado para dirigir un detallado estudio etnobotánico de la cuenca amazónica.
Se hallaba unos días en España, a causa de la necesidad de resolver cierto asunto familiar en Navarra. En Valladolid estaba de paso. Había tenido una reunión con el director del diario El Norte de Castilla para discutir la posible emisión de algún artículo sobre su trabajo en la selva amazónica. Nos comentó que la entrevista había resultado muy agradable y provechosa, debido a que su director, Miguel Delibes por aquel entonces, era un enamorado de la Naturaleza y sentía devoción por los viajes descriptivos basados en ella. Al día siguiente tomaría el tren a Madrid y, a continuación, volaría hacia Bogotá para iniciar una nueva expedición por la selva.
 En aquel momento, era tanta la emoción y el gozo que sentíamos, que no hubiéramos cambiado por nada ni por nadie la inmensa suerte de hallarnos allí, cara a cara, con un famoso aventurero y deportista, admirado en toda España, en especial por nosotros, los jóvenes, siempre fascinados por aventureros y famosos,
Le acribillamos a preguntas y él correspondió a nuestro interés con paciencia, profusión y agrado. Las horas se nos hicieron cortas durante su emocionante relato, desgranado con entusiasmo y apasionado verbo.
-La selva es la gran desconocida de nuestro planeta -advirtió-, Nada hay que se le parezca. Lo que habéis visto en las películas e, incluso, en los frecuentes reportajes que aparecen en TV, no guardan el más mínimo parecido con la realidad. Después de mi experiencia en ella, creo que debe ser lo más parecido al Infierno, si éste existe. Alguien lo bautizó como el infierno verde. Y estaba en lo cierto.
-Imaginaos -continuó su charla, tras puntualizar varios comentarios surgidos por alguien del grupo-, el lugar más sombrío que conozcáis, en el que vislumbrar un rayo de sol o la más mínima porción de cielo,  es casi un milagro. Y, aunque la temperatura no suele pasar de los 26 grados, añadidle a esto el asfixiante ambiente que produce una densa humedad y un espeso fango de barro y detritus, debidos a las torrenciales lluvias de la región. Enjambres de la más variada gama de insectos del mundo, a cual más molesto o peligroso, zumban alrededor del viajero, al tiempo que sanguijuelas, tarántulas y serpientes venenosas o constrictoras acechan, dispuestas siempre a saltar sobre su presa.
-Oye -preguntó alguien- ¿Y hay muchas alimañas o fieras peligrosas en esas selvas?
-Sí, sí. Hay una infinita variedad de bichos en aquellas selvas. Peligrosos, de una forma u otra, son casi todos. Y no siempre los más grandes son los más dañinos.
Al comprobar la extrañeza o curiosidad que reflejaban nuestros rostros, amplió su información:
-Sí, veréis. El jaguar es un felino grande, solo detrás del tigre y del león en tamaño y peso. Te puede matar en un instante, pero en muy raras ocasiones ataca al hombre. Casi siempre lo esquiva, prefiriendo ocultarse entre la espesura de la selva, sobre todo si se tropieza con un grupo de personas. Solo si se ve en peligro, él o sus crías, lanzará un ataque sorpresivo e intimidante y, en seguida volverá a esconderse entre las altas y frondosas matas de vegetación. Son aun mucho más molestos y dañinos los bichos más pequeños. Recuerdo lo mal que nos lo hacían pasar las hormigas mimecia, cuya picadura puede llegar a ser letal, junto a las de moscas, avispas y mosquitos enormes, capaces de taladrar las ropas más gruesas. Había que cuidarse de ranas y culebras venenosas de todo tipo y tamaño, de alacranes, tarántulas, sanguijuelas e incluso de una gran variedad de plantas espinosas y urticantes. Cruzar los ríos constituía siempre una arriesgada aventura, ya que había que evitar los ataques de caimanes, pirañas o anguilas eléctricas que, al menor contacto, pueden soltar descargas de hasta 600 voltios. De todas formas, cualquier bicho que te muerda allí, sea grande o pequeño, puede producir una infección, o incluso enfermedad, que lleve a muy malas consecuencias. Ya os digo: un auténtico paraíso.
-Y sin embargo, tu no renuncias a volver de nuevo a la selva. ¿No tuviste bastante con tu primera estancia en ella? -pregunté, a mi vez, asombrado.
-¡Ah, sí! -contestó rotundo-. La selva amazónica embruja. Una vez que la conoces no puedes dejarla.
-¿Era muy extensa la región que te encomendaron explorar? -pregunté.
-Bastante. Se trataba de contactar con las tribus de indígenas okainas, makus, boras, witotes y algunos otros desconocidos que, según habían conocido expediciones anteriores, habitaban el territorio comprendido entre los ríos Vaupés y Putumayo, en la frontera con Brasil. Era una amplia franja de unas 150 millas de ancho. Nuestra misión consistía en conectar con la mayor cantidad de grupos indígenas posibles y estudiar sus características y costumbres, así como la fauna y flora de la región donde habitaban.
-Un trabajo fascinante ¿eh?
-Podéis apostar al sí, aunque nunca lograréis imaginar el tremendo esfuerzo, voluntad y tesón que requiere semejante misión, más aventura que otra cosa. El grupo de trabajo lo formábamos, además de dos expertos etnólogos y yo, un médico, dos indígenas quechuas como guías e intérpretes y seis porteadores. En realidad, yo solo aportaba el músculo y un somero conocimiento de la botánica amazónica, aprendido, claro está, en los libros.
No recuerdo si en esta pausa o alguna otra, Julio solicitó de Goyo, el buen barman del local, una ronda de mostos y a continuación Miguel continuó su relato.
-Solo quien ha debido transitar por aquella selva sabe lo agotador que resulta la experiencia, nada parecida a lo que habéis visto en las películas. Abrirse paso a machetazos ante una maraña de lianas y ramas, tan gruesas como brazos, es realmente extenuante. En un día se puede avanzar no más de 300 metros con muchas pausas y relevos.
-Pero, con esa marcha tan lenta, la dificultad para realizar un buen trabajo sería enorme -apuntó alguien.
-Bueno, aprovechábamos algunos senderos escasamente accesibles y, sobre todo, los innumerables ríos y regatas que inundan la zona, para avanzar con canoas motorizadas, hasta las pequeñas aldeas que se hallan desperdigadas por sus orillas. En ellas recabábamos información, nos reabastecíamos, y contratábamos nuevos guías, si lo considerábamos necesario. Desde aquellos poblados, formados por chozas y casi siempre muy pequeños, partíamos hacia el interior hasta explorar una determinada área de selva. Después regresábamos de nuevo al río y, navegábamos por él hasta encontrar otro asentamiento indígena. Desde él partíamos de nuevo hacia el interior, continuando siempre con la misma rutina, de acuerdo con el plan general de la expedición. Los descubrimientos más interesantes, desde el punto de vista científico, los conseguimos alrededor de los cerros Cumare y Hamari, con alturas de unos 800 metros. Allí hallamos asentamientos de indígenas yaguas, tocanos y kubeos, que no habían tenido contacto con el hombre blanco o muy poco. Además, encontramos una buena cantidad de especies no catalogadas, tanto en flora como en fauna.
-¿Cómo era el trato con los indígenas?
-Con frecuencia, muy complicado -respondió de inmediato-. Por lo general son gente acogedora y amable, pero algunos han tenido malas experiencias en el trato con falsos exploradores, depredadores en realidad, o habían oído hablar de ellos. Debíamos ganar su confianza y esto no solía ser sencillo. Usábamos paciencia y gestos de paz contra su acoso armado.
-¿Y no sufristeis ningún ataque de los indígenas?
-No, no -respondió rotundo- Si eso hubiera ocurrido, no estaría hoy aquí. No, en la selva no hay forma de defenderse de las flechas, jabalinas o los dardos de sus cerbatanas, todos ellos envenenados por lo general, que acostumbran a usar con increíble puntería. Además son capaces de preparar una emboscada allí dónde y cuándo quieran, gracias al perfecto conocimiento de su hábitat. Solo una tropa militar bien armada les puede hacer frente con éxito. De hecho, nosotros viajábamos desarmados. Así los nativos sabían que llegábamos en son de paz y ganábamos su confianza, al saber que estábamos en sus manos y que no les podíamos hacer ningún daño.
-Pero seguro que habrás corrido alguna aventura peligrosa ¿eh? -insistí yo, tirándole de la lengua.
-Sí. Seguro. Muchas. Tantas que podríamos estar hasta mañana relatándolas -no dudó en contestar-. Ahora mismo recuerdo una muy curiosa.
Antes de continuar, echó un largo trago de su vaso de mosto, como refrescando su memoria, y tras la pausa inició su relato.
-Pues veréis. Habíamos llegado a una pequeña aldea yagua, en el extremo suroriental de Colombia, pegada a la frontera con Brasil, en plena Amazonía. Allí concluía nuestro trabajo en esa zona. A continuación remontaríamos el curso del Putumayo, hacia el oeste, hasta alcanzar nuevas áreas de exploración. Habíamos decidido descansar unos días en aquel lugar, antes de reanudar nuestro trabajo, pero yo no me podía quedar quieto, teniendo ante mí la inmensa selva brasileña.
-Decidí -continuó-, por mi cuenta y riesgo y sin ningún permiso ni salvoconducto, atravesar el caudaloso río que separa a los dos estados y entretenerme en curiosear, durante unos pocos días, las características o peculiaridades de selva brasileña. Tenía interés en comprobar si ésta era continuación de la colombiana o no. La opinión contraria de mis colegas no sirvió para abandonar la idea. Miraba la impenetrable muralla de verdor de la orilla opuesta y sentía el poder de una fuerza irresistible que me atraía hacia aquel otro lugar. Cautivado por ella, una mañana, de madrugada, cruzamos el río en una canoa del poblado, un guía de nuestra expedición, un indígena yagua de la aldea y yo, y los tres nos introdujimos por entre la misteriosa, altiva, intrincada y frondosa vegetación de la orilla contraria.
-¿No tenías miedo a que las autoridades brasileñas te metieran un puro por atravesar la frontera sin papeles? -preguntó Justo.
Miguel soltó una carcajada.
-¡Ja, ja, ja! ¿Quién crees que me podía multar por aquellos parajes? Allí no hay quien ponga ley ni orden. ¿No has oído hablar de la ley de la jungla? Es muy corta y contundente: En la selva, al enemigo, sea persona o fiera, si no lo matas te mata.
-Ya, ya, entiendo -asintió Justo, un tanto azorado.
-Nada, hombre. Lo que pasa es que me gustaría que, ya que estamos en ello, os llevarais una idea clara de cómo es aquello. Vuelvo a repetir: Nada hay allí que se asemeje a lo que aparece en los reportajes de TV. Estos se realizan y ruedan en parajes totalmente conocidos y en condiciones de completa seguridad.
Tras esta puntualización, De la Cuadra continuó su relato.
-Pues bien, estuvimos luchando durante un par de días, tratando de abrirnos paso por entre una gruesa vegetación, que a cada paso se hacía más impenetrable y peligrosa. Esto nos exigía un durísimo trabajo, al tener que realizarlo por solo los tres miembros que ahora componían la nueva expedición. En el tercer día surgió la tragedia. Una víbora barba amarilla mordió al guía de nuestra expedición y le provocó una muerte casi instantánea. Era tarde, por lo que opté por montar el vivac para pasar la noche y decidir a la mañana siguiente qué hacer. Pero cuando desperté, el indígena yagua había desaparecido. Con toda seguridad pensó que aquel energúmeno blanco era un insensato que solo podía atraer la desgracia y huyó.
-Una mala situación -intervine yo.
-No lo sabes bien. De pronto, me vi solo, en un lugar desconocido y sin saber a dónde ir ni por dónde tirar. Enterré como pude el cadáver del guía y decidí volver al poblado, dando por terminada mi caprichosa aventura. Pero orientarse en una selva amazónica virgen no es nada fácil. No hay referencia alguna. Tienes que adivinar la situación del sol, que en muy rara ocasión se deja ver y cuando lo hace está siempre en su cenit, y eso contando con que la envolvente bruma húmeda no lo oculte. Tampoco sirven las referencias orientativas de los bosques europeos. Anduve durante otros tres días de forma errática y seguramente caminando en círculos. Trepé a un gran árbol para orientarme con la salida del sol, pero no logré verlo del todo y casi me mato.
-¿No llevabas emisora de radio? -preguntamos.
-No. La expedición tenía una emisora militar con la que nos comunicábamos con nuestra base en Cali, pero no llevábamos portátiles. Me hallaba incomunicado, solo y expuesto además a todos los peligros de la selva. En aquel momento solo trataba de encontrar algún claro, porque me imaginaba que me estarían buscando con algún avión y solo en uno de ellos me podrían ver. Seguía los pocos rastros que había y me permitían avanzar por entre la maleza, con la esperanza de que fueran sendas abiertas por los componentes de alguna tribu de la zona. Vana ilusión. Pronto la pretendida senda se perdía en una maraña intransitable. Sin embargo, yo seguía avanzando tanto como podía. Estaba seguro de que, si me quedaba parado, solo podía esperar una muerte segura.
-¿Pensaste, en algún momento, que acabarían allí tus aventuras? -preguntó Julio.
-No tenía tiempo para pensar en eso. Era consciente de que solo la suerte podría sacarme de allí, pero yo estaba firmemente decidido a buscarla con todas mis fuerzas. En aquella época, yo me hallaba en una excelente forma física y mi naturaleza atlética me proporcionaba una resistencia poco común. Además ya había alcanzado una cierta experiencia a la hora de sobrevivir en aquel peligroso medio. Sabía dónde beber y el qué comer. Conocía los frutos y raíces comestibles y las plantas que almacenaban agua. Por suerte, raro era el día que no cazara alguna serpiente o algún roedor. A pesar de ello, poco a poco y día a día mis fuerzas mermaban, a causa del durísimo trabajo de cada jornada.
-Transcurrió así un agotador período de siete semanas -continuó su relato, interrumpido por varias preguntas de la entregada audiencia, incrementada ya en tres o cuatro oyentes más-. Por fin, una mañana desperté rodeado de indígenas. Sobresaltado, eché un rápido vistazo a mi entorno y pronto comprendí que no había motivos para temerles. Al menos de momento. Su actitud era pacífica y portaban sus armas con descuido. No reconocí su etnia. Tampoco su idioma. Sus rasgos raciales me recordaran algo a los de las tribus de huitotos, pero las pinturas, adornos y semidesnudez, me hicieron pensar que debían pertenecer a una tribu aun más primitiva. Realicé el protocolo acostumbrado de saludo, tal como lo hacíamos en cada encuentro con los indígenas y recibí muestras de aceptación. Después me hicieron saber, por señas, que les acompañara. Por el momento me sentí salvado.
-¡Menudo susto y menuda suerte! -exclamó alguien
-Así fue -asintió-. Sin embargo, no las tenía todas conmigo. Me extrañaba, sobre todo, que no hubieran mostrado sorpresa, ni recelo, al encontrarme, siendo, como parecían, indígenas más primitivos que los que había conocido hasta entonces. Al parecer, se trataba de un grupo de caza que regresaba a su aldea. Llevaban cachos de panal silvestre rebosantes de miel, varias grandes aves, abundante yuca, un rollizo cochino salvaje y dos capibaras enormes. Una buena caza, aunque yo todavía no estaba seguro si viajaba en calidad de invitado o de presa. Al cabo de media jornada llegamos a su aldea, transitando por senderos ocultos por la maleza, pero bien conocidos por ellos.
La expectación de la audiencia aumentaba por momentos y las explicaciones de Miguel eran seguidas en medio de un silencio casi religioso.
-Fuimos recibidos por los habitantes de la aldea con grandes muestras de alegría. Al parecer, la noticia de mi encuentro había llegado a ella antes que nosotros En seguida me vi rodeado por una chavalería chillona y bullanguera, que me condujo hacia la choza más grande del poblado, donde, al parecer, se encontraba el jefe o rey de la tribu.
Al llegar aquí, De la Cuadra esbozó una amplia sonrisa y continuó.
-No me lo podía creer, pero allí, en la entrada de la choza, rodeado por varios indígenas armados y dos o tres mujeres se hallaba el jefe y... ¡Era blanco! Y para más señas -pronto él mismo me lo hizo saber- español y asturiano. Me abracé a él, emocionado, sintiéndome por fin salvado de manera definitiva, mientras el resto de la tribu celebraba el acontecimiento con un ensordecedor griterío. Celebraron una fiesta en mi honor, en la que dancé, comí y bebí, como un animal, las partes más suculentas del cochino cazado y el ardiente mejunje de raíces fermentadas que me ofrecieron. Al día siguiente, una vez repuesto del vaporoso aturdimiento producido por el exceso de ingesta de aquel primitivo brebaje, Santos, este era el nombre del rey de la tribu -aunque los indígenas le llamaran Matucakuo, es decir: El más grande y fuerte-, me relató su increíble historia, desde su salida de Asturias, su paso por Colombia y su llegada a esta tribu, perdida en lo más intrincado de la selva amazónica brasileña.
Aquella inesperada y sorprendente revelación nos dejó mudos por un momento. Pasado este, se produjo una auténtica catarata de exclamaciones y comentarios.
-Santos era un hombre que se hacía notar y respetar -prosiguió-. Alto, fornido, con abundante cabello y barba, algo canos ambos, que cubrían su cabeza y apenas dejaban ver la boca y unos ojos oscuros y penetrantes. No es de extrañar que los indígenas lo eligieran jefe de la tribu, al toparse con un hombre de semejante planta. Yo mismo estaba impresionado. Por otro lado, jamás había podido imaginar encontrarme en una situación como esta. Me hallaba como en una nube. Feliz de poder cumplir el gran sueño de convivir con una tribu, tan aislada como aquella, y poder estudiar su vida y costumbres con tanta intensidad y detalle.
-¿Quieres decir que te quedaste tranquilamente a vivir con ellos? -preguntó admirado Justo.
-Por supuesto. Había hallado una mina etnológica y estaba dispuesto a explotarla hasta el más mínimo resquicio. Con la venia de Santos, me dispuse a vivir en la tribu como uno más. Me deshice de mi ropa, bastante ajada ya, y adopté el mínimo taparrabos usado allí. Poco a poco fui ganándome la confianza de los indígenas, al tiempo que aprendía su idioma, ayudado por Santos. Admiraban mi habilidad con la jabalina y mi destreza en el combate cuerpo a cuerpo gracias a mis conocimientos de la lucha grecorromana. Todos los hombres de la aldea trataban de vencerme pero ninguno lo consiguió. El mismo hechicero buscó mi amistad y pronto se la di encantado. Conversábamos e intercambiamos información. Él me preguntaba por los remedios en mi país y yo hacía lo propio con los suyos.
-¿Y no sentías temor del hechicero? -preguntó Julio-. En las películas siempre son malos y traicioneros.
-Esa es otra fantasía más. El chamán era un anciano bondadoso y sabio. Su labor en la tribu era muy encomiable. Conocía multitud de remedios naturales para curar las principales enfermedades, en especial las heridas y picaduras producidas por cualquier bicho de la selva. Yo me llevé muy bien con él, hasta el punto que me dio en matrimonio a una nieta suya.
-¡No digas! -exclamamos a coro, asombrados.
-Sí, sí. En serio. Me casé con una indígena guapa, jovencita, dulce y bien hecha. Era huérfana de un hijo del chamán. Rechazarla era un insulto y debería dejar la aldea. Pero yo tenía mucho trabajo por delante allí y no podía renunciar a él. Además, como podéis imaginar, la boda no representaba ningún sacrificio para mí -aseguró con una amplia sonrisa.
-¿Y cómo terminó la historia? -preguntó alguien.
-Pasados unos cuatro meses, comprendí que debía volver a la civilización y cumplir mis compromisos. Una madrugada dejé la aldea, con la complicidad de Santos, acompañado por un nativo de su total confianza. Este me condujo hasta un lugar cercano a Tabalinga, en la orilla del río Amazonas. Desde allí conseguí pasaje para Yaguas, donde me daban por muerto. La expedición había regresado a Bogotá. Fui allí y completamos el informe con los datos de mi experiencia. Después me vine acá.
Con esto y algunos comentarios más, llegó la hora del cierre del chiringuito. Lo escoltamos al cercano hotel Felipe II -hoy Felipe IV- y nos despedimos con efusión. Al quedar solos, nos miramos y una duda sobrevoló nuestras mentes: ¿Sería verdad aquel increíble relato, o era una "milonga" y nos había estado tomado el pelo? ¿...? Estoy convencido de que De la Cuadra habrá escrito algún libro relatando sus experiencias en la selva amazónica. Si, por casualidad, alguno de mis lectores lo ha leído o tiene alguna referencia sobre él, por favor, tengan la atención de comunicarse conmigo para conocer si esta historia aparece en él o no. Sentiría una gran satisfacción y un enorme alivio deshacer la duda que me persigue desde aquel día.

2 comentarios:

  1. Me ha parecido un relato curioso, no muy extenso (como a mí me gustan) y al ver esto me ha dejado con muchas ganas de leer el próximo relato. Juanjo

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  2. No me canso de leerlo, ya lo he leído tres veces y me sigue pareciendo espectacular, como te enseña mientras te entretiene. No tengo palabras, esperando al próximo.

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