38.-
LEALTAD CANINA
Dedicado a mi nieto Andrés
Sucedió
hace muchísimos años. Quizás sobre el año 1880 o menos. Se trata de una hermosa
historia que, un buen día, me relató mi abuela Silveria, cuando yo apenas
contaba con ocho tiernos años de edad.
Desde
muy pequeño, pasaba los veranos en casa de mi abuela, viuda, en el pintoresco
pueblo de Arbaniés, situado en el Somontano de Huesca, a menos de una legua de
la omnipresente sierra de Guara.
Ocurría
que los perros de aquel pueblo tenían muy mala baba, especialmente con los
forasteros y mucho más si estos eran pequeños como yo.
Y
yo, aunque me esforzaba en mantener el tipo cuanto podía, estaba obligado
convivir y transitar por entre los amenazadores ladridos e inquietantes
gruñidos de aquellas malas bestias.
El
caso es que no eran pocos, porque en cada calle siempre había dos o tres bichos
de estos, dispuestos, los muy bordes, a meterme el miedo -cuando no terror- en
el cuerpo, tan pronto me veían llegar.
Por
suerte, al cabo de dos o tres semanas de estancia en el pueblo, dejaban de
acosarme, contentándose en lanzarme alguna torva mirada de desprecio o
indiferencia.
La
consecuencia de todo esto fue que adquirí un notable respeto o animadversión,
cuando no temor, hacia la raza canina, que se manifestaba en cuanto aparecía
alguno de su especie por mi entorno próximo.
Cierto
día, mi abuela conoció mi incontenible repelús hacia los perros del pueblo -los
de la ciudad jamás se metieron conmigo-, me sentó a su lado y me relató la siguiente
historia, empleando la suave voz, serena dicción y bondadoso acento que tenía
por costumbre.
Era
ella muy pequeña, aun más que yo, y vivía con sus padres en un amplio entorno
familiar del pueblo de Ibieca, pueblo cargado de arte e historia, cercano al de
Arbaniés, donde se trasladó al casarse con mi abuelo Ángel, al que, por
desgracia, no llegué a conocer.
Era
final de noviembre y su padre había ido a la feria de San Andrés de Huesca para
vender dos machos jóvenes. La venta se realizó en muy buenas condiciones y le
proporcionó unos buenos dineros, esenciales para sobrellevar la escasez del
invierno, sin las apreturas acostumbradas del labrador, debido a que durante
ese período invernal se recolecta poco o nada.
Regresaba
al pueblo, montado en su hermosa yegua alazán y acompañado de su inseparable
perro.
Había
superado ya la última dificultad del viaje, al cruzar el profundo barranco de
La Ripa, y se encontraba a menos de media legua del pueblo, cuando decidió
quitarse la gruesa zamarra que portaba y cruzarla delante de él, sobre la silla
de montar. Era mediodía y el sol del veranillo de San Martín apretaba fuerte.
El
hombre avanzaba contento, al paso animoso de de su bonito animal. Estaba cerca
de casa y llegaba con verdaderas ganas de dar cuenta a su familia del buen
negocio realizado. Todavía empleó algo de tiempo en arremangarse, alzar la bota
que colgada de la silla, y refrescarse con un largo trago del buen vino de casa.
De
pronto, el perro se plantó delante, en medio del camino, y comenzó a ladrar a
la yegua con inusitada furia, impidiéndole avanzar e ignorando las tajantes
órdenes que mi bisabuelo le lanzaba, a fin de que se apartara y dejara de
hostigar a la montura con sus violentos saltos, ladridos y amenazadores
gruñidos.
Pero
cuanto más le reñía, más saltos y furiosos ladridos daba el perro, hasta el
punto que la yegua comenzó a inquietarse, de tal manera, que mi bisabuelo se
veía incapaz de sujetarla, temiendo ser descabalgado de un momento a otro.
No
comprendía la extraña actitud del perro. Jamás se había comportado de aquella
manera. Al contrario, era pacífico, fiel y dócil, y nunca había desobedecido
una orden de su dueño.
Pensó
que se había vuelto loco, infectado de rabia o de alguna enfermedad similar. Al
ver que no conseguía calmarlo y que la situación se hacía insostenible, sacó la
pistola que llevaba encima, en prevención de algún mal encuentro con los
bandidos de la sierra, y le pegó un tiro.
La
yegua, aterrada por la acción del perro y la fuerte detonación provocada por su
amo, se fue de caña, desbocada, hasta que el apurado jinete logró frenarla.
Por
fin llegó a casa, sin tanta alegría como hubiera deseado. El triste suceso
ocurrido con su fiel can le había amargado el final del viaje. No solo porque durante
varios años fue su inseparable y fiel compañero, sino además, porque era
apreciado por toda la familia, en especial por mi abuela, que no cesaba de
jugar con él, en cuanto podía.
Después
de dar las debidas explicaciones, mi bisabuelo -siento no citarle por su nombre,
pero nunca lo supe- buscó en el bolsillo interior de su zamarra la cartera
donde llevaba el dinero de la venta...pero no lo halló. Inquieto, reflexionó un
instante y comprendió que solo había un momento en el que podía haberla perdido:
durante la acción de quitarse la prenda,
Salió
a galope tendido a deshacer el camino con la esperanza de hallarla. Por suerte,
en aquella época, aquellas sendas de herradura, que a veces transcurrían por
campo a través, eran muy poco transitadas.
Llegó
hasta donde había disparado al perro y encontró un charco de sangre. Tras él,
un rojo reguero conducía a su cuerpo caído, unos 50 metros más allá. Descabalgó
y comprobó que estaba muerto.
Al
intentar apartarlo del camino, vio con estupor que la cartera perdida se
hallaba bajo su cuerpo.
¡El
fiel animal notó la pérdida de la cartera de su amo y trató desesperadamente de
avisarle! Al recibir el disparo y quedar gravemente herido y moribundo, tuvo
los arrestos de arrastrarse hasta ella y, movido por la inmensa e
inquebrantable lealtad hacia su dueño, se acostó encima y la guardó bajo su cuerpo
malherido.
Cuando
mi abuela terminó el relato, vi dos lágrimas asomando en sus cansados ojos.
Por
mi parte, no diré que perdiera el respeto a los perros del pueblo, pero sí que,
a partir de aquel día, los miré de muy diferente manera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario