lunes, 29 de julio de 2019

35.- Relatos, Fábulas y Leyendas

35.- INCURSIÓN  EN  LA  POLÍTICA 

Adams Smith (1723 - 1790)

Karl Marx (1818 - 1883)



No genera demasiado entusiasmo en mi ánimo escribir sobre política. Todavía mucho menos conversar en torno a ella. Me siento por completo infeliz, al quedar atrapado, sin buscarlo ni poderlo evitar, en una de esas tediosas tertulias sobre este tema. Lo considero un ejercicio inútil por demás y una pérdida de tiempo.
No es por nada que se deba a su naturaleza. Resulta que, con frecuencia, a mi interlocutor le interesa un pito lo que pueda pensar, decir o aportar. No se molesta en reflexionar, mucho menos admitir y ni siquiera escuchar -oídos sordos-, cualquier idea que roce aquellas que tiene aceptadas como propias en su maltratado entendimiento.
Y esto ocurre con independencia de la persona que se tenga delante, ya sea un "perteneciente" a un partido, un fiel votante, un veleta que cambia de preferencia y voto de acuerdo con la veleidosa "opinión pública", un anti sistema, o a quien el tema le resbale.
Tampoco importa demasiado el nivel cultural o social de los contertulios. Con frecuencia es posible escuchar ideas más sensatas en aquellas personas sencillas, con poca formación académica, que compensan esa carencia con una adecuada dosis de sentido común.
Pero, como en todo, siempre se puede hallar alguna feliz excepción. No es frecuente, pero de vez en cuando, es posible gozar  
de una agradable e inteligente conversación.
 Esto ocurre cada vez que la suerte me lleva a un encuentro con mi amigo José Luis, "Jose" para los amigos.
Este buen amigo, ex directivo de varias importantes empresas, además de un profundo conocimiento de la economía real, debido a su profesión, posee una gran capacidad de análisis, junto a un vasto conocimiento de las artes plásticas, literarias e, incluso, políticas, merced a una insaciable inquietud intelectual, complementada y asistida por su condición de contumaz lector.
Aunque su mayor virtud, la cualidad que me obliga a sentir una admiración incondicional hacia él, consiste en su capacidad para respetar las ideas contrarias, siempre que no sean ofensivas ni violentas, pues opina que, en todo sistema económico, político o social, siempre se puede hallar algo bueno, algo malo o algo indiferente. El bien absoluto, la perfección, no existe en este mundo.
La semana pasada, mi amigo Jose ha tenido la deferencia de regalarme una grata visita en su paso por San Sebastián, camino de Paris. Encuentro que propició una larga y amena conversación en un agradable rincón de la cafetería del Hotel Londres, donde se alojaba.
En aquel idílico lugar, cómodamente arrellanados en sendas confortables butacas, vimos decaer la tarde en la preciosa bahía de La Concha, hasta la llegada del anochecer. La ausencia del astro rey mermó en muy poco su encanto, merced a la profusa, atrayente y bien dispuesta iluminación, que multiplicaba su fascinador efecto al reverberar sobre la oscuridad de sus tranquilas aguas.
Rodeados por tan grato y encantador ambiente, charlamos sin tasa, hasta que un solitario, aburrido y somnoliento waiter nos rogó, entristecido, que le permitiéramos cerrar el chiringuito, pues era hora de finalizar su trabajo y alcanzar, por fin, un bien ganado descanso.
-Malos tiempos nos aguardan, querido amigo -de este modo quise iniciar el temario de fondo de nuestra  conversación, tras los saludos de rigor y después de evocar felices recuerdos propios y de nuestros comunes amigos de aventuras estudiantiles.
-Te equivocas. Estamos ya inmersos en ellos, aunque no se  
note, o no se quiera advertir -contestó sin dudarlo, mi amigo Jose.
-Te veo pesimista y decaído, tú que acostumbras a ver bonanza donde los demás solo barruntamos temporal.
-Sí, pero hoy es difícil, o quizás imposible, hallar signos esperanzadores de una mejora definitiva de los eternos problemas que nos agobian día a día.
-¿En qué te fundas?
-Solo tienes que pasar revista a la conducta de las autoridades cívicas, sociales y políticas y a las ideas que nos proponen.
-Ya sé. Esas ideas son antiguas. Muy viejas. Han quedado ancladas en el pasado y no son capaces de dar respuesta a los problemas de hoy. La vida, mejor dicho, la actividad humana, en su vertiente científica y tecnológica, avanza a velocidad de TAV, mientras que las ideas y los progresos sociales lo hacen a cámara lenta, gracias a la incapacidad de los sistemas políticos para reducir esa distancia entre ellos. Y de su comportamiento prefiero no hablar.
-Así es -replicó mi amigo- Es un gran problema de fondo, agravado por el progresivo descenso de nivel de todo tipo de cualidades en los líderes que nos gobiernan. Y no solo en España.
-Pero además -preciso- La sociedad en su conjunto se ha hecho específicamente confusa, laxa, olvidadiza, desculturizada, sin criterios propios ni referentes morales válidos. Crecen los derechos y merman las obligaciones. El yo, o el nosotros, se impone sobre las consideraciones generales. La voluntad propia, o la propia definición de lo justo, se sitúa por encima de las leyes. Décadas de impropios sistemas de enseñanza han generado una legión de ciudadanos incapaces de pensar por sí mismos, que caminan hacia donde sopla el viento de lo vulgar, el prejuicio o las modas ideológicas, sociales y culturales del momento. Nunca como ahora es adecuada la frase de Maistre: "Cada pueblo tiene el gobierno que se merece".
-En realidad, no me parece que esa situación sea una cuestión de merecimiento. La calidad de los gobernantes refleja y depende, al mismo tiempo, de la calidad de sus electores.
-Tienes razón -asentí sonriendo- Como "casi" siempre.
-De todas formas -continua mi amigo- se debe tener en cuenta que toda obra humana es imperfecta, de igual manera que lo es la naturaleza y condición de sus autores. La perfección total o completa no existe. Por tanto, es obligado tener presente esta circunstancia a la hora de considerar cualquier idea política, social o religiosa. El éxito, o al menos la adecuada comprensión, puede consistir en la conveniente gestión de esa natural y forzosa imperfección.
-Eso es -replico con entusiasmo-. Por ese motivo, resulta absurda, o carente de razón, la adhesión incondicional a cualquier idea política, social o religiosa y el rechazo absoluto al resto. Sigo enamorado de esa afirmación tuya de que, en todos los sistemas, doctrinas o propuestas, se puede encontrar algo bueno, algo inconveniente, algo erróneo y algo intrascendente.
-Claro. Además, estas cosas suelen complicarse sin ninguna necesidad ni beneficio. El quid del asunto político se mueve en torno a dos simples principios fundamentales: Cómo crear riqueza con honestidad y cómo distribuirla de manera justa. El liberalismo se ha ocupado con éxito del primero y el socialismo del segundo. Es decir, al final todo se mueve tras los pasos de de sus principales teóricos: Adams Smith y Karl Marx.
-Bueno -puntualizo-, hay otras teorías y otros agentes metidos en este lío.
-Sí, hubo otros autores que moldearon de alguna manera sus teorías, pero siempre en el sentido de aquellos dos principios. Otras ideologías trataron de transitar por diferentes caminos, pero fíjate que hoy no cuentan con apenas relevancia. Durante el pasado siglo apareció el fascismo como tercera vía. Fue un desastre.
-¡Y tanto! Fue tan terrible que jamás sabremos si hubiera podido progresar positivamente sin aquellos personajes tan siniestros que lo implantaron en sus países. Aunque...en Argentina funcionó durante un tiempo.
-En efecto, solo durante algún tiempo. En aquella época, lograron presencia e influjo los movimientos anarquistas y, en esta, campan los anti sistemas, desencantados y movimientos populistas, con el objetivo común de acabar con lo establecido. Sin embargo, una vez alcanzado el estatus de organización política, descubren que tienen muy poco nuevo que ofrecer. Sus propuestas acaban siendo regresivas y confusas, apoyadas en doctrinas políticas que han demostrado su ineficacia en el pasado con absoluta contundencia. Esto les obliga a colocarse a la izquierda o derecha, según su credo, de las dos doctrinas fundamentales: el liberalismo o el socialismo, afianzando los cimientos de las estructuras actuales que querían destruir, o remover.
-Está claro -replico convencido-, al final, quienes perduran, de una manera u otra, son las ideas liberales y las socialistas. Los liberales fían su eficacia, a la hora de crear riqueza, en las leyes de mercado. Leyes que han regido la economía desde que se produjo el primer trueque entre dos humanos. Los socialistas consideran que solo una economía planificada puede resolver los problemas de desigualdad que genera el deficiente reparto de la riqueza generada.
-Así es. Y ambos aciertan y se equivocan, al mismo tiempo, como es lógico por otra parte, al disponer de parciales, distintos y contradictorios objetivos -puntualiza Jose-. Las leyes de mercado no son inmutables. El poder y la corrupción las hacen dúctiles.
-Asimismo -añade-, la economía planificada acaba siendo un asfixiante corsé que impide, en gran medida, la creatividad individual, motor indispensable para la necesaria creación de riqueza. Además, tan cierto es que, si se modifica el curso de un río, tarde o temprano volverá a su antiguo cauce, como que una contingencia económica natural pueda ser corregida mediante un decreto ministerial. Si un producto, servicio o actividad escasea, su precio subirá, por mucho que la autoridad fije un límite. Servirá de poco. De inmediato, la especulación, el estraperlo y la inevitable corrupción administrativa los sobrepasarán.
-Por supuesto -intervengo-. Nosotros, que estamos metidos en la octava década de vida, hemos visto tanto y en tantas ocasiones, que resulta ocioso insistir en este tema. Está claro que no existe una receta mágica que resuelva el eterno problema de la justa distribución de la riqueza sin mermar la capacidad de su creación. Si la hubiera, el partido político poseedor ganaría siempre las elecciones y el mundo sería un paraíso.
-Qué va. Ni por esas. Te olvidas del factor humano, capaz de lo mejor y, también, de hacer añicos la más elaborada, eficaz o conveniente teoría o sistema. Para construir un buen edificio, hacen falta buenos cimientos y adecuados materiales, pero si los constructores son chapuceros, ignorantes o despreocupados, todos los auspicios señalan que la obra acabará siendo una ruina.
-Lo admito: vuelves a tener razón. Siempre he sentido indignación y extrañeza por la poca, o nula, exigencia de los ciudadanos en los conocimientos, moralidad o aptitud de los líderes que nos gobiernan.
En este momento, mi amigo alza la mano, y dibuja con ella un claro gesto de fastidio.
-Querido amigo, no sé qué hacemos aquí tú y yo, perdiendo el tiempo con este aburrido tema. Todo cuidado, empeño y lucidez que
pongamos para descifrar los escondidos secretos del buen gobierno, será perdido. No merece la pena. Solo una hecatómbica crisis o, en su defecto, algún que otro siglo de más, pueden dar ocasión a que se produzca el feliz parto de alguna nueva teoría, capaz de superar los retos actuales. Y, por supuesto, la figura de un excepcional líder que la difunda.
-Ya, de acuerdo que nuestra conversación es intrascendente ante la cruda y preocupante realidad, pero no me negarás que no deja de ser un buen ejercicio intelectual, ocuparse de ella -insisto, a riesgo de resultar pesado, porque sé que Jose tiene mucha ciencia oculta en su cacumen y estoy dispuesto a que aparezca, tirándole de la lengua tanto como pueda.
-Bueno, si no tienes algo más interesante que conversar tal vez sí. Pero, repito, con el "percal" de la gente que llega a las cumbres políticas, es hablar por hablar. ¡Oh, dioses del Olimpo! ¿Qué maldad tan grande cometimos los humanos, para merecer el castigo de olvidar las enseñanzas del buen gobierno de vuestros sabios clásicos? ¿Por qué el gobierno de los mejores, la meritocracia, es incompatible con el ejercicio de nuestra democracia?
-Sí. Para cualquier puestecillo oficial es necesario una tremenda oposición, pero para regir una alcaldía o nación se necesita poco: cultivar amigos en su partido y usar un aceptable verbo, sembrado de lugares comunes, algunos eufemismos y unas cuantas palabrejas como: empoderar, visibilizar, sostenible, miembras y militaras, sorpassos, afecciones, sinergias, conciliar, globalización,  acciones alternativas, poner en valor, biogeneración, transición energética, transversalidad,... Y sus objetivos: el bien común, la justicia, la reestructuración de la fiscalidad, la mejora del nivel de vida de los ciudadanos, potenciar la sanidad y la enseñanza, acabar con las diferencias sociales, la defensa de la Constitución, la Democracia, el Estado de Derecho y el Estado del bienestar, la lucha contra el cambio climático, el apoyo a las minorías y las clases más deprimidas, el compromiso con la renovación energética y ecológica ...aunque nadie aventura la forma de llevar a cabo todo eso. Solo aseguran que, si les votan y ganan las elecciones, gobernarán para defender todo eso ¡Como si alguien pudiera abanderar lo contrario! ¡Ah, y no se olvide del cambio! Esta es una palabra fetiche. Todo político que se precie pronunciará en alguna ocasión -o en muchas-, esta frase: ¡Es absolutamente necesario realizar un cambio aquí y ahora. Nuestro país lo necesita y nuestro pueblo lo exige! Se trata de que la cosa suene bien y de aparentar solidez en sus propuestas, cuando en realidad están sustentadas por el más etéreo de los vientos.
-¡Vaya Willy, te has soltado la melena! Puede que exageres pero, por desgracia, hay una buena dosis de verdad en lo que dices. Al final, todo acaba en un gran embrollo, que nadie entiende. Y sin embargo, como ya te he dicho, la cuestión es mucho más simple: todo se reduce a cómo crear riqueza de modo honorable y cómo repartirla de manera justa.
-Claro ¿Pero cómo se hace esto? -sigo tirando de la lengua a mi amigo.
-En teoría, tampoco es tan complicado, aunque su puesta en práctica puede ser mucho más difícil, por supuesto. Mira, en primer lugar, hay que saber que un pueblo sin referentes culturales, sociales y morales adecuados, ni conocimientos del buen razonar, carece de la capacidad necesaria para funcionar bien en democracia. Menos aún, si la clase política, además de tener esas mismas carencias, es inepta y solo le mueve el ansia de poder o, en el  peor de los casos, de figurar.
Mi amigo hace una pausa, reflexiona, reorganiza sus ideas y continua:
-Dicho esto, basta con analizar con rigor los dos principales idearios, hasta identificar las deficiencias que presentan. Adoptando lo contrario se obtendrá el acierto. Así, el sistema liberal fía su éxito en el libre mercado. Los ciudadanos se organizan libremente y la riqueza generada fluye de manera automática hacia los agentes productivos, según los méritos o esfuerzos de cada cual.
-No hace falta que digas las pegas. Por desgracia las conozco bien -intervengo yo-. Las leyes que rigen el  mercado no garantizan su libre ejercicio: es muy fácil mediatizarlas. Por otra parte, no es cierto que exista un verdadero automatismo en el reparto de la riqueza producida. Al menos no de manera proporcionada. Los diferentes niveles de poder económico o social y algunas otras circunstancias, como la coyuntura, la desigualdad de oportunidades o la ley de la oferta y la demanda, evitan la justa proporcionalidad y, en la práctica, lo convierten en variable, dispar y, con demasiada frecuencia, injusto.
-Es cierto -asegura mi amigo-. Como tampoco se cumple que, en el polo opuesto, en la economía planificada, se produzca una mejor proporcionalidad en la justa distribución de la riqueza. En efecto, para asegurar la justa distribución de la riqueza, se considera que los bienes de producción deben estar controlados por el Estado. Sus mandatarios, elegidos por el pueblo, serán los encargados de distribuir los bienes resultantes entre los ciudadanos de manera equitativa y justa. Para que el sistema funcione, sin que aparezcan o crezcan las desigualdades, la propiedad privada deberá ser abolida o, al menos, estar sujeta a un rígido servicio de la sociedad.
-También conozco de sobra sus carencias.
-Tú y todo el mundo. Sobran ejemplos. Otra cosa es que se admita. Por tanto, amigo, no te ufanes, que no tiene mucho mérito conocerlas -replica inclemente Jose.
-No, no me ufano. Constato una realidad que, en efecto, ha quedado patente, en ocasiones de manera muy trágica, en aquellos países donde se ha implantado el socialismo real. Por suerte, en España no existe ese tipo de socialismo y espero que nunca se produzcan las circunstancias que faciliten su llegada.
-Bien, pues si todos las conocemos, no será necesario enumerarlas, de manera que ya deberíamos estar en condiciones de emitir nuestras personales normas del buen gobierno:
1ª.- Una excelente -no basta una buena- y continua educación de la ciudadanía. Las matemáticas son necesarias para hacer bien las cosas, pero recuerdo que la Lógica que aprendí en 4º de Bachillerato me ha servido mucho más, tanto en mi profesión, como en el transcurso de toda mi vida.
2º.- Cualquier gobierno, del color que sea, deberá priorizar la implantación de los medios necesarios para asegurar la igualdad de oportunidades de todos los ciudadanos.
3º.- Nada funciona en un país sin la creación de la necesaria riqueza para su adecuado desarrollo y el de sus ciudadanos. El gobierno deberá apoyar a todos los agentes productivos: los empresarios y los trabajadores. Al menos, deberá evitar entorpecer su acción. Unos, los defensores del libre mercado, tienden a apoyar al capital y a sus directos gestores, los empresarios. Los otros, los partidarios de la economía planificada, se manifiestan adalides de los trabajadores. Las políticas de ambos se quedan cojas. Es imprescindible el apoyo a ambos agentes productivos, Porque ambos son igual de importantes en la tarea de creación de riqueza. Las empresas estatales, e incluso las cooperativas, son incapaces de obtener el rendimiento necesario para su progreso. Su propia naturaleza ejerce de lastre. Por la misma razón, las sociedades laborales suelen acabar mal.
4º.-  Pero ¿Cómo se fabrica o crece la riqueza? Da la impresión de que algunos creen que nace en los árboles de una manera espontánea. Otros piensan que el Estado dispone de una gran bolsa sin fondo, de donde fluye una fuente inacabable de dinero, de cuyo alcance y disfrute se tiene un irrenunciable derecho. El mismo que muchos creen tener para quitárselo a los que lo poseen: los ricos. No, la riqueza surge del esfuerzo, el buen hacer, la imaginación, el estudio y los deseos de superación de empresarios, directivos y trabajadores. La acción armónica de estos agentes garantizan el éxito.
5º.- Es un grave error dejar en manos de cualquier institución, por alta y democrática que sea, la labor de repartir la riqueza entre los ciudadanos. No hay capacidad para resolver la casuística que presenta su distribución de una manera justa. No existe una moralidad tan exquisita que evite que parte de ella quede entre las uñas de los distribuidores. Donde hay dinero sin control crece la corrupción. Sería necesario un rígido sistema autoritario para evitarlo. Y quizás, ni aun así. Acabo de leer que en España hay 15.000 millones de subvenciones sin control. Claro, luego pasa lo que pasa.
6º.- Por lo antedicho, es fundamental y, por tanto, necesario, definir un sistema de verdadera asignación automática de las plusvalías generadas en la actividad económica, que evite las carencias señaladas en la distribución de la riqueza, tanto de la economía de mercado como de la economía planificada. No es demasiado complicado: bastaría con enunciar un inalienable principio que expresara el derecho de todo ciudadano a acceder, conservar y disponer de propiedad. El acceso se obtendría, además de como hasta ahora, por compra, herencia o cesión, mediante el trabajo. Este es el quid de la cuestión. Los trabajadores, además de la participación en los beneficios, que algunas empresas vienen aplicando ya, obtendrían participación del capital de manera proporcionada a su justo salario. Es decir, de acuerdo con su aportación en la buena marcha de la empresa. Observa lo revolucionario de la idea. En vez de la dictadura del proletariado, de tan mal recuerdo, se obtendría lo contrario: la universalidad del propietariado. Se acabó la lucha de clases para siempre: se trata de la democratización del capital.
-¡Caray, Jose! En dos patadas has arreglado el mundo. Me parece demasiado simple tu teoría. Habría que estudiarla bien para saber si su implantación es factible. Además, hay un grave problema: los funcionarios quedarían excluidos.
-Hombre, no querrás que se formule todo un sistema económico y social en una tarde. En mi opinión, esta es una idea fácil de comprender y de un enorme potencial económico que, por supuesto, debería ser desarrollada con mucho tiempo y estudio. En cuanto al funcionariado, es el Estado, su patrón, quien debería encontrar las fórmulas adecuadas para asimilar su situación a la de los demás asalariados, como también de atender las necesidades de la gente desamparada. Ahora bien, te diré una cosa: un Estado realmente avanzado, debe aligerar su estructura tanto como pueda. La privatización es una bicha que sindicatos y funcionarios no quieren ni nombrar, por razones obvias, pero hecha de manera inteligente, ordenada y correcta, puede ser un gran bien para los trabajadores y para el mismo País. Tú y yo no lo veremos, pero algún día todo esto se hará realidad.
-El Cielo te oiga. Y ya que estamos metidos en harina, te diré que siempre me ha escandalizado la facilidad y simpleza con que los gobiernos tratan el tema de los impuestos. Unos los suben, otros los bajan y eso no puede estar al capricho de nadie. No se puede disponer de la propiedad de cada cual alegremente. La recaudación de impuestos debe cubrir las necesidades del Estado, de acuerdo con las posibilidad de los ciudadanos. Y punto. Forzar este principio, como defienden algunos progresistas, no es progresismo ni es nada.
-Claro. Es que este concepto tiene varias caras, al tiempo que distintas definiciones, según la ideología que lo enuncie. Pero la realidad enseña que ante un problema, el retrógrado prohíbe y multa. El verdadero progresista lo estudia y resuelve. Lo demás es cuento.
-¡Bien dicho! Pero oye. ¿No te parece hora de dejar ya este tema?
-Me parece. Hagámoslo. Pero recuerda que tú lo iniciaste. Por tanto, tú eres el culpable...O presunto culpable. presunto implicado o presunto investigado. Qué sé yo -dijo Jose con guasa, y a continuación usamos el precioso tiempo que nos quedaba en viajar por tesis más placenteras.

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