lunes, 18 de febrero de 2019

34.- Relatos, Fábulas y Leyendas


34.- OTRA HISTORIA CON MORALEJA



Pico Castillo de L´Acher. -2378 m.- Vista oriental, desde el campamento Ramiro el Monje.

Al tiempo que hurgaba en mi memoria, hasta lograr abrir brecha en ella, a fin de conseguir dar forma al relato anterior, vino a mi mente un rosario de vivencias infantiles y juveniles, gratas en su gran mayoría.
He seleccionado la que relato a continuación.
Éramos cuatro buenos compañeros de colegio y amigos que, un buen día, decidimos acudir juntos a un campamento de verano, cabalgando sobre nuestros felices, alocados y animosos 16 años de palpitante vida.
Digamos que era el año 1954. ¡Lo que ha llovido desde entonces! Vértigo da volver la vista a tan lejana fecha. Sin embargo, los gratos recuerdos de aquel feliz evento pronto transforman ese vertiginoso sentir en calmada ensoñación.
Muchas anécdotas jalonan el recuerdo de aquella alegre convivencia en el corazón de la Selva de Oza, joya del incomparable Pirineo Oscense. De entre ellas, elijo la gran excursión -casi una aventura para mí- al ibón de Estanés, situado en la raya con Francia.
El trayecto estaba planeado para una duración de unas 7 horas la ida y otras 5 la vuelta, realizada ésta por un camino más llano y accesible. Tres pastores de recia figura y poco habla servían de guía.
Así, la madrugada de un espléndido día, partimos un animoso grupo de muchachos a la conquista de un brillante objetivo que, como digo, era para mí una  excitante e inédita aventura. Por desgracia, dos de los cuatro amigos no pudieron acompañarnos. Se vieron impedidos a causa de la aparición de unas inoportunas molestias, que resultaron de poca importancia.
La marcha se inició en el campamento, en dirección Este, hacia el Castillo de Acher, remontando una empinada, interminable y sinuosa senda, que subía sin descansos, entre la frondosa arboleda del bosque. Era una cuesta tan dura, que el médico abandonó a su mitad. Roto quedó allí, sentado al borde de la senda.
De este modo, superamos unos 800 metros. Dejamos atrás el bosque y, tras cruzar una seca torrentera, afrontamos varios collados, casi verticales, extrañamente alfombrados por una densa hierba.
Recuerdo que la ascensión por estos collados era tan penosa, que la mochila donde llevaba la comida del día -kilo y medio como máximo en total- tiraba de mí hacia abajo, como si cargara 20 kilos de plomo. 150 metros más arriba, ganamos la base derecha del Acher.
Por fin, remontado ya el último collado y mientras recuperábamos el aliento perdido en su ascensión, se abrió ante mí un espectacular y fascinante panorama como jamás antes había tenido la oportunidad de contemplar. Acostumbrado a las suaves colinas y reducidos "tozales" de mi Somontano infantil, aquella agreste naturaleza me parecía de otro mundo por mágico y salvaje.
Hacia el frente, y a un lado, se abría un profundo valle, cuyo fondo no se alcanzaba a ver. A derecha e izquierda se alzaban altas cumbres de variada fisonomía, siempre enriscadas y agrestes. A nuestra altura y paralela a la dirección del valle, corría una suerte de verdeante terraza que terminaba en una serie de pequeñas crestas rocosas. Mucho más adelante, allá en el lejano fondo de este singular paisaje, aparecía una enorme pared rocosa que, en aquel momento, era cruzada por una manada de veloces sarrios, en una circense carrera, por donde parecía imposible que nadie, hombre o animal pudiera transitar sin despeñarse.
Una vez tomado buen respiro, continuamos nuestro camino por aquella amplia faja, alfombrada con alta, abundante y fresca hierba.
Llegamos al final de este bucólico paraje y allí nos encontramos con el primer obstáculo serio: Había que descender por una estrecha y complicada canal rocosa, que obligaba a gatear con pies y manos sobre los pequeños accidentes de la roca.
Mi amigo y yo nos aprestábamos a iniciar el descenso, cuando alguien advirtió que unos metros más allá, a la izquierda, aparecía otra bajada, mucho más suave que permitía el descenso andando sin más apuro.
Los dos amigos, acompañados por tres o cuatro chicos más, decidimos tomar aquel suave atajo. Así llegamos a una nueva terraza, cubierta también de hierba, al estilo de la anterior, aunque algo más ancha.
¡Sorpresa! No había ni señal de los compañeros que habían bajado por la canal rocosa. Ni siquiera esta se veía desde allí. Tampoco se apreciaba a nadie marchando en la lejanía. De repente nos encontramos solos, como si hubiéramos sido transportados a otro lugar de otra montaña. 
Sin embargo, reparamos en un rastro formado en la hierba y señalado con nitidez por la falta en ella del rocío de la madrugada. Aquel rastro seguía la dirección de marcha que habíamos llevado hasta entonces, por lo que supusimos que pertenecía a los compañeros que, al acceder por la canal, nos habían tomado la delantera.
Seguimos con rapidez aquel rastro para tratar de alcanzarles, pero nuestro empeño terminó pronto. Al llegar a otra zona rocosa, desapareció por completo. Hoy pienso que aquellas huellas debieron pertenecer a una alimaña o, tal vez, a un cérvido.
Había que rendirse a la evidencia: estábamos perdidos en medio de aquella inmensidad de abruptas escarpaduras. Quizás mi amigo, que era mucho más aventurero que yo, estuviera más tranquilo, pero yo en seguida me sentí arrebatado por el pánico, aunque no se notara, pues hice todo lo que buenamente pude para ocultarlo.
No era para menos. Ignorábamos dónde ir, ni cómo hacer, para reunirnos con el resto de compañeros. Y era muy dudoso que supiéramos deshacer con bien lo andado, a causa de lo intrincado de aquellos parajes.
En ese apuro andábamos, cuando un bendito hecho providencial vino en nuestra ayuda. De pronto, vimos aparecer a lo lejos, en dirección nuestra, a un reducido grupo de rezagados, conducido por uno de los pastores guías.
Tal vez este hombre, que sin duda era conocedor aquellos parajes mejor que yo el pasillo de mi casa, supo de nuestro desvío y decidió ir tras nuestros pasos, hasta alcanzarnos y enmendar aquel inconsciente desatino.
Recobrado el ánimo, quizás no perdido, pero sí bastante resquebrajado, continuamos la marcha hacia el objetivo de la excursión: el precioso Ibón de Estanés.
Un retraso de 3 horas fue el precio que tuvimos que pagar por habernos desviado de la ruta precisa. Desde entonces estuvimos obligados a caminar monte a través, sin la ayuda de sendas señalizadas, superando trochas y complicados pasos, no exentos de belleza, pero tampoco de esfuerzo y de relativo peligro.
De todos ellos, solo me queda el recuerdo de dos.
Era un paso horizontal que rodeaba a un peñascal. Dicho paso era tan estrecho, que había que pegarse a la pared y, en ocasiones, agarrarse a ella. Recuerdo que los salientes de la roca estaban tan afilados que uno de ellos me hizo un corte en el hombro de la cazadora de cuero vuelto que llevaba. Tuve un buen disgusto: le tenía cariño y aquel roto no tenía compostura.
Muy cerca del ibón, atravesamos otro paso, quizás no tan arriesgado, pero mucho más impresionante. Tuvimos que cruzar una enorme pared. A un lado del paso se abría un inmenso precipicio sin fondo, al otro la pared desnuda impedía cualquier acción de escape.
En estas condiciones, había que salvar unos 50 metros. No era una senda. Es difícil de explicar, pero la disposición de los accidentes naturales de la pared iban abriéndose a nuestro paso, permitiendo un espectacular e irregular acceso, solo capaz de ser usado por quienes conocieran su existencia. Yo jamás me hubiera aventurado por aquella cornisa sin la presencia de aquel experto pastor.
    
Por fin llegamos a Estanés con tres horas de retraso, como está dicho, con nuestros compañeros cansados de esperar... y de ligar con otro grupo excursionista de chicas francesas que había aparecido por allí. Por cierto, que alguno recibió la reprimenda del cura al sobrepasar, a su juicio, las rígidas normas morales de la época.
Apenas tuvimos tiempo de alimentarnos y de inmediato debimos iniciar el regreso. Este fue mucho menos trabajoso. Por supuesto, no se nos ocurrió separarnos del grupo ni por un momento.
Bajamos hasta el valle donde nace el Aragón Subordán y seguimos el curso del río, que corría mansamente, en medio de amplios pastizales, donde aparecían diseminados varios grupos de tranquilas vacas, rumiando su pasto.
 La caída de la niebla vespertina puso un punto de misterioso halo en el paisaje y otro de intranquilidad en nosotros. Sin embargo, pronto llegamos a  un lugar, conocido como La Mina, territorio ya muy familiar, que solíamos visitar con frecuencia. Desde allí al campamento, asentado a la orilla del río, no había mayores dificultades, a pesar de que la noche se nos había echado encima.
Aquel día, en esta preciosa excursión, aprendí algo que quedó grabado en mi mente para siempre y guió mis pasos a lo largo de mi  exigente, inesperada y cambiante existencia.
Supe que el camino más sencillo o fácil, no siempre es el mejor. Que las dificultades hay que afrontarlas en vez de ignorarlas. Y que la honradez, la generosidad y el trabajo tenaz, no admiten rodeos ni componendas.
El campamento acabó. Desde ese día, la vida, siempre veleidosa, insondable, dulce en ocasiones y agria o amarga en otras, nos separó y condujo por lugares, situaciones y labores muy distintos.




Pero 48 años más tarde, conectamos de nuevo y acordamos reunirnos en el mismo lugar donde, tantos años atrás, había transcurrido aquella bella y juvenil página de amistosa convivencia.
En esta feliz e histórica cita, antes de escuchar el relato de sus andaduras, pude comprobar, tanto en sus rostros, como, sobre todo, en sus miradas francas y limpias, que los cuatro amigos habíamos sabido viajar por cada una de nuestras vidas, caminando por esa senda recta, sin desvíos ni atajos, que lleva a culminarlas con bien y utilidad.
Y sentí una enorme satisfacción.
(Dedicado a mis cinco nietos)   


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