miércoles, 23 de octubre de 2019

40.- Relatos, Fábulas y Leyendas


40.- EN LA SELVA AMAZÓNICA.



Serían las siete de la tarde de un día cualquiera en Valladolid, en un otoñal mes, cuando el 1962 declinaba.
Sobre aquella hora, solíamos acudir los amigos al local del SEU, en la acera Recoletos, salvo que otro plan específico más sugestivo fuese impedimento para algún componente de nuestra abigarrada pandilla. Era nuestro habitual lugar de encuentro, en un tiempo en el que no existían teléfonos móviles -ni la más mínima sospecha de que los hubiera algún día- y muy pocos fijos. Además era el único lugar de estancia gratuita en toda la ciudad.
Solo en contadas ocasiones, cuando el voraz e insaciable apetito juvenil arañaba las tripas y se daba la feliz y extraña circunstancia de que algún solitario "duro" (billete de 5 pesetas, aclaración para los jovencitos que no han conocido esta moneda) hubiera quedado rezagado en el fondo del escuálido bolsillo de alguno de nosotros, podíamos permitirnos la gozosa ocasión de consumir algo. Solía ser algún bocata de buen pan castellano, que Goyo, el simpático barman, se afanaba en colmar su interior con una generosa ración de anchoas o sardinas en aceite. Todavía hoy, tras cincuenta y siete años, los recuerdo con añoranza y auténtico placer.
Aquel día, como de costumbre, llegué al lugar de encuentro, cuando ya Paco "el Pelliza" se me había adelantado.
Paco era un amigo indirecto. Estaba relacionado con varios otros integrantes de la pandilla, con los que había estudiado en el colegio. Su padre tenía una carbonería y Paco trabajaba con él. Esta circunstancia hacía que soliera portar ciertas oscuras huellas de su negra ocupación. Además, la pelliza no era prenda de uso, digamos, estudiantil y si añadimos que su figura no era demasiado agraciada, daba como resultado que los más pijos de la pandilla le rehuían tanto como podían.
No era mi caso. Jamás hubiera -ni he- despreciado a nadie por cualquier circunstancia de condición, clase o apariencia. Sentiría una vergüencita infinita. Tanto más, cuanto que Paco era un chico sencillo, amable y franco, aunque, bien es verdad, algo basto.
En fin, allí estaba él cuando yo llegué. Al lado, sentado en un sillón cercano, había otro joven sentado.
No me fijé mucho en él. Tan solo que era algo mayor que nosotros y tenía un buen porte. Quizás se tratase de un repetidor o un profesor joven.
Poco después aparecieron Julio y su inseparable compañero Domínguez, curioso dúo que formaba una pintoresca estampa. El primero alto y bien formado como un ciprés, mientras que el segundo era rechoncho, de mediana estatura, con abundante "chicha" sobrante y copiosas redondeces, que le confería la apariencia de una hermosa pera con piernas. Sí, algo exagero, pero no mucho. ¿Don Quijote y Sancho? Quizás.
Poco después apareció Justo, al que veíamos poco a esas horas, debido a que tenía novia formal en un barrio alejado del centro y campaba por él a diario. Aquel día estaba "fuera de servicio" lo que le permitió acercarse al punto de encuentro.
-¿Pero habéis visto quien tenéis aquí a vuestro  lado? -susurró con voz baja, antes de iniciar un saludo.
-No ¿Quién? -contestamos a coro, con el mismo tono de voz.
-Sí, hombre. Es Cuadra-Salcedo.
Nos volvimos hacia él, ya sin disimulos, y vimos cómo correspondía a nuestros rostros de asombro con una tímida sonrisa. Al parecer, sabiéndose famoso, había interpretado con acierto nuestros cuchicheos.
La pregunta surgió inmediata por parte de alguno de nosotros.
-Oye ¿Eres Miguel de la Cuadra Salcedo?
Lo era. Rápidamente le rodeamos, ocupamos los asientos cercanos, y le acosamos a preguntas: ¿Cómo te va? ¿Sigues en el atletismo? ¿Qué haces por aquí?...
En aquella época, Cuadra Salcedo era considerado un auténtico héroe en España. En un tiempo de penuria olímpica del atletismo en nuestro país, un compatriota había superado, con creces, el record del mundo de lanzamiento de jabalina, mediante una hábil estratagema y aunque las autoridades deportivas anularon los resultados por antirreglamentarios, se hizo famoso. Nadie en España dudaba de que Miguel había realizado una gran gesta y merecía los máximos honores por ello.
Nos contó que llevaba año y medio recorriendo la parte más intrincada de la selva colombiana. El gobierno de aquel país le había contratado para dirigir un detallado estudio etnobotánico de la cuenca amazónica.
Se hallaba unos días en España, a causa de la necesidad de resolver cierto asunto familiar en Navarra. En Valladolid estaba de paso. Había tenido una reunión con el director del diario El Norte de Castilla para discutir la posible emisión de algún artículo sobre su trabajo en la selva amazónica. Nos comentó que la entrevista había resultado muy agradable y provechosa, debido a que su director, Miguel Delibes por aquel entonces, era un enamorado de la Naturaleza y sentía devoción por los viajes descriptivos basados en ella. Al día siguiente tomaría el tren a Madrid y, a continuación, volaría hacia Bogotá para iniciar una nueva expedición por la selva.
 En aquel momento, era tanta la emoción y el gozo que sentíamos, que no hubiéramos cambiado por nada ni por nadie la inmensa suerte de hallarnos allí, cara a cara, con un famoso aventurero y deportista, admirado en toda España, en especial por nosotros, los jóvenes, siempre fascinados por aventureros y famosos,
Le acribillamos a preguntas y él correspondió a nuestro interés con paciencia, profusión y agrado. Las horas se nos hicieron cortas durante su emocionante relato, desgranado con entusiasmo y apasionado verbo.
-La selva es la gran desconocida de nuestro planeta -advirtió-, Nada hay que se le parezca. Lo que habéis visto en las películas e, incluso, en los frecuentes reportajes que aparecen en TV, no guardan el más mínimo parecido con la realidad. Después de mi experiencia en ella, creo que debe ser lo más parecido al Infierno, si éste existe. Alguien lo bautizó como el infierno verde. Y estaba en lo cierto.
-Imaginaos -continuó su charla, tras puntualizar varios comentarios surgidos por alguien del grupo-, el lugar más sombrío que conozcáis, en el que vislumbrar un rayo de sol o la más mínima porción de cielo,  es casi un milagro. Y, aunque la temperatura no suele pasar de los 26 grados, añadidle a esto el asfixiante ambiente que produce una densa humedad y un espeso fango de barro y detritus, debidos a las torrenciales lluvias de la región. Enjambres de la más variada gama de insectos del mundo, a cual más molesto o peligroso, zumban alrededor del viajero, al tiempo que sanguijuelas, tarántulas y serpientes venenosas o constrictoras acechan, dispuestas siempre a saltar sobre su presa.
-Oye -preguntó alguien- ¿Y hay muchas alimañas o fieras peligrosas en esas selvas?
-Sí, sí. Hay una infinita variedad de bichos en aquellas selvas. Peligrosos, de una forma u otra, son casi todos. Y no siempre los más grandes son los más dañinos.
Al comprobar la extrañeza o curiosidad que reflejaban nuestros rostros, amplió su información:
-Sí, veréis. El jaguar es un felino grande, solo detrás del tigre y del león en tamaño y peso. Te puede matar en un instante, pero en muy raras ocasiones ataca al hombre. Casi siempre lo esquiva, prefiriendo ocultarse entre la espesura de la selva, sobre todo si se tropieza con un grupo de personas. Solo si se ve en peligro, él o sus crías, lanzará un ataque sorpresivo e intimidante y, en seguida volverá a esconderse entre las altas y frondosas matas de vegetación. Son aun mucho más molestos y dañinos los bichos más pequeños. Recuerdo lo mal que nos lo hacían pasar las hormigas mimecia, cuya picadura puede llegar a ser letal, junto a las de moscas, avispas y mosquitos enormes, capaces de taladrar las ropas más gruesas. Había que cuidarse de ranas y culebras venenosas de todo tipo y tamaño, de alacranes, tarántulas, sanguijuelas e incluso de una gran variedad de plantas espinosas y urticantes. Cruzar los ríos constituía siempre una arriesgada aventura, ya que había que evitar los ataques de caimanes, pirañas o anguilas eléctricas que, al menor contacto, pueden soltar descargas de hasta 600 voltios. De todas formas, cualquier bicho que te muerda allí, sea grande o pequeño, puede producir una infección, o incluso enfermedad, que lleve a muy malas consecuencias. Ya os digo: un auténtico paraíso.
-Y sin embargo, tu no renuncias a volver de nuevo a la selva. ¿No tuviste bastante con tu primera estancia en ella? -pregunté, a mi vez, asombrado.
-¡Ah, sí! -contestó rotundo-. La selva amazónica embruja. Una vez que la conoces no puedes dejarla.
-¿Era muy extensa la región que te encomendaron explorar? -pregunté.
-Bastante. Se trataba de contactar con las tribus de indígenas okainas, makus, boras, witotes y algunos otros desconocidos que, según habían conocido expediciones anteriores, habitaban el territorio comprendido entre los ríos Vaupés y Putumayo, en la frontera con Brasil. Era una amplia franja de unas 150 millas de ancho. Nuestra misión consistía en conectar con la mayor cantidad de grupos indígenas posibles y estudiar sus características y costumbres, así como la fauna y flora de la región donde habitaban.
-Un trabajo fascinante ¿eh?
-Podéis apostar al sí, aunque nunca lograréis imaginar el tremendo esfuerzo, voluntad y tesón que requiere semejante misión, más aventura que otra cosa. El grupo de trabajo lo formábamos, además de dos expertos etnólogos y yo, un médico, dos indígenas quechuas como guías e intérpretes y seis porteadores. En realidad, yo solo aportaba el músculo y un somero conocimiento de la botánica amazónica, aprendido, claro está, en los libros.
No recuerdo si en esta pausa o alguna otra, Julio solicitó de Goyo, el buen barman del local, una ronda de mostos y a continuación Miguel continuó su relato.
-Solo quien ha debido transitar por aquella selva sabe lo agotador que resulta la experiencia, nada parecida a lo que habéis visto en las películas. Abrirse paso a machetazos ante una maraña de lianas y ramas, tan gruesas como brazos, es realmente extenuante. En un día se puede avanzar no más de 300 metros con muchas pausas y relevos.
-Pero, con esa marcha tan lenta, la dificultad para realizar un buen trabajo sería enorme -apuntó alguien.
-Bueno, aprovechábamos algunos senderos escasamente accesibles y, sobre todo, los innumerables ríos y regatas que inundan la zona, para avanzar con canoas motorizadas, hasta las pequeñas aldeas que se hallan desperdigadas por sus orillas. En ellas recabábamos información, nos reabastecíamos, y contratábamos nuevos guías, si lo considerábamos necesario. Desde aquellos poblados, formados por chozas y casi siempre muy pequeños, partíamos hacia el interior hasta explorar una determinada área de selva. Después regresábamos de nuevo al río y, navegábamos por él hasta encontrar otro asentamiento indígena. Desde él partíamos de nuevo hacia el interior, continuando siempre con la misma rutina, de acuerdo con el plan general de la expedición. Los descubrimientos más interesantes, desde el punto de vista científico, los conseguimos alrededor de los cerros Cumare y Hamari, con alturas de unos 800 metros. Allí hallamos asentamientos de indígenas yaguas, tocanos y kubeos, que no habían tenido contacto con el hombre blanco o muy poco. Además, encontramos una buena cantidad de especies no catalogadas, tanto en flora como en fauna.
-¿Cómo era el trato con los indígenas?
-Con frecuencia, muy complicado -respondió de inmediato-. Por lo general son gente acogedora y amable, pero algunos han tenido malas experiencias en el trato con falsos exploradores, depredadores en realidad, o habían oído hablar de ellos. Debíamos ganar su confianza y esto no solía ser sencillo. Usábamos paciencia y gestos de paz contra su acoso armado.
-¿Y no sufristeis ningún ataque de los indígenas?
-No, no -respondió rotundo- Si eso hubiera ocurrido, no estaría hoy aquí. No, en la selva no hay forma de defenderse de las flechas, jabalinas o los dardos de sus cerbatanas, todos ellos envenenados por lo general, que acostumbran a usar con increíble puntería. Además son capaces de preparar una emboscada allí dónde y cuándo quieran, gracias al perfecto conocimiento de su hábitat. Solo una tropa militar bien armada les puede hacer frente con éxito. De hecho, nosotros viajábamos desarmados. Así los nativos sabían que llegábamos en son de paz y ganábamos su confianza, al saber que estábamos en sus manos y que no les podíamos hacer ningún daño.
-Pero seguro que habrás corrido alguna aventura peligrosa ¿eh? -insistí yo, tirándole de la lengua.
-Sí. Seguro. Muchas. Tantas que podríamos estar hasta mañana relatándolas -no dudó en contestar-. Ahora mismo recuerdo una muy curiosa.
Antes de continuar, echó un largo trago de su vaso de mosto, como refrescando su memoria, y tras la pausa inició su relato.
-Pues veréis. Habíamos llegado a una pequeña aldea yagua, en el extremo suroriental de Colombia, pegada a la frontera con Brasil, en plena Amazonía. Allí concluía nuestro trabajo en esa zona. A continuación remontaríamos el curso del Putumayo, hacia el oeste, hasta alcanzar nuevas áreas de exploración. Habíamos decidido descansar unos días en aquel lugar, antes de reanudar nuestro trabajo, pero yo no me podía quedar quieto, teniendo ante mí la inmensa selva brasileña.
-Decidí -continuó-, por mi cuenta y riesgo y sin ningún permiso ni salvoconducto, atravesar el caudaloso río que separa a los dos estados y entretenerme en curiosear, durante unos pocos días, las características o peculiaridades de selva brasileña. Tenía interés en comprobar si ésta era continuación de la colombiana o no. La opinión contraria de mis colegas no sirvió para abandonar la idea. Miraba la impenetrable muralla de verdor de la orilla opuesta y sentía el poder de una fuerza irresistible que me atraía hacia aquel otro lugar. Cautivado por ella, una mañana, de madrugada, cruzamos el río en una canoa del poblado, un guía de nuestra expedición, un indígena yagua de la aldea y yo, y los tres nos introdujimos por entre la misteriosa, altiva, intrincada y frondosa vegetación de la orilla contraria.
-¿No tenías miedo a que las autoridades brasileñas te metieran un puro por atravesar la frontera sin papeles? -preguntó Justo.
Miguel soltó una carcajada.
-¡Ja, ja, ja! ¿Quién crees que me podía multar por aquellos parajes? Allí no hay quien ponga ley ni orden. ¿No has oído hablar de la ley de la jungla? Es muy corta y contundente: En la selva, al enemigo, sea persona o fiera, si no lo matas te mata.
-Ya, ya, entiendo -asintió Justo, un tanto azorado.
-Nada, hombre. Lo que pasa es que me gustaría que, ya que estamos en ello, os llevarais una idea clara de cómo es aquello. Vuelvo a repetir: Nada hay allí que se asemeje a lo que aparece en los reportajes de TV. Estos se realizan y ruedan en parajes totalmente conocidos y en condiciones de completa seguridad.
Tras esta puntualización, De la Cuadra continuó su relato.
-Pues bien, estuvimos luchando durante un par de días, tratando de abrirnos paso por entre una gruesa vegetación, que a cada paso se hacía más impenetrable y peligrosa. Esto nos exigía un durísimo trabajo, al tener que realizarlo por solo los tres miembros que ahora componían la nueva expedición. En el tercer día surgió la tragedia. Una víbora barba amarilla mordió al guía de nuestra expedición y le provocó una muerte casi instantánea. Era tarde, por lo que opté por montar el vivac para pasar la noche y decidir a la mañana siguiente qué hacer. Pero cuando desperté, el indígena yagua había desaparecido. Con toda seguridad pensó que aquel energúmeno blanco era un insensato que solo podía atraer la desgracia y huyó.
-Una mala situación -intervine yo.
-No lo sabes bien. De pronto, me vi solo, en un lugar desconocido y sin saber a dónde ir ni por dónde tirar. Enterré como pude el cadáver del guía y decidí volver al poblado, dando por terminada mi caprichosa aventura. Pero orientarse en una selva amazónica virgen no es nada fácil. No hay referencia alguna. Tienes que adivinar la situación del sol, que en muy rara ocasión se deja ver y cuando lo hace está siempre en su cenit, y eso contando con que la envolvente bruma húmeda no lo oculte. Tampoco sirven las referencias orientativas de los bosques europeos. Anduve durante otros tres días de forma errática y seguramente caminando en círculos. Trepé a un gran árbol para orientarme con la salida del sol, pero no logré verlo del todo y casi me mato.
-¿No llevabas emisora de radio? -preguntamos.
-No. La expedición tenía una emisora militar con la que nos comunicábamos con nuestra base en Cali, pero no llevábamos portátiles. Me hallaba incomunicado, solo y expuesto además a todos los peligros de la selva. En aquel momento solo trataba de encontrar algún claro, porque me imaginaba que me estarían buscando con algún avión y solo en uno de ellos me podrían ver. Seguía los pocos rastros que había y me permitían avanzar por entre la maleza, con la esperanza de que fueran sendas abiertas por los componentes de alguna tribu de la zona. Vana ilusión. Pronto la pretendida senda se perdía en una maraña intransitable. Sin embargo, yo seguía avanzando tanto como podía. Estaba seguro de que, si me quedaba parado, solo podía esperar una muerte segura.
-¿Pensaste, en algún momento, que acabarían allí tus aventuras? -preguntó Julio.
-No tenía tiempo para pensar en eso. Era consciente de que solo la suerte podría sacarme de allí, pero yo estaba firmemente decidido a buscarla con todas mis fuerzas. En aquella época, yo me hallaba en una excelente forma física y mi naturaleza atlética me proporcionaba una resistencia poco común. Además ya había alcanzado una cierta experiencia a la hora de sobrevivir en aquel peligroso medio. Sabía dónde beber y el qué comer. Conocía los frutos y raíces comestibles y las plantas que almacenaban agua. Por suerte, raro era el día que no cazara alguna serpiente o algún roedor. A pesar de ello, poco a poco y día a día mis fuerzas mermaban, a causa del durísimo trabajo de cada jornada.
-Transcurrió así un agotador período de siete semanas -continuó su relato, interrumpido por varias preguntas de la entregada audiencia, incrementada ya en tres o cuatro oyentes más-. Por fin, una mañana desperté rodeado de indígenas. Sobresaltado, eché un rápido vistazo a mi entorno y pronto comprendí que no había motivos para temerles. Al menos de momento. Su actitud era pacífica y portaban sus armas con descuido. No reconocí su etnia. Tampoco su idioma. Sus rasgos raciales me recordaran algo a los de las tribus de huitotos, pero las pinturas, adornos y semidesnudez, me hicieron pensar que debían pertenecer a una tribu aun más primitiva. Realicé el protocolo acostumbrado de saludo, tal como lo hacíamos en cada encuentro con los indígenas y recibí muestras de aceptación. Después me hicieron saber, por señas, que les acompañara. Por el momento me sentí salvado.
-¡Menudo susto y menuda suerte! -exclamó alguien
-Así fue -asintió-. Sin embargo, no las tenía todas conmigo. Me extrañaba, sobre todo, que no hubieran mostrado sorpresa, ni recelo, al encontrarme, siendo, como parecían, indígenas más primitivos que los que había conocido hasta entonces. Al parecer, se trataba de un grupo de caza que regresaba a su aldea. Llevaban cachos de panal silvestre rebosantes de miel, varias grandes aves, abundante yuca, un rollizo cochino salvaje y dos capibaras enormes. Una buena caza, aunque yo todavía no estaba seguro si viajaba en calidad de invitado o de presa. Al cabo de media jornada llegamos a su aldea, transitando por senderos ocultos por la maleza, pero bien conocidos por ellos.
La expectación de la audiencia aumentaba por momentos y las explicaciones de Miguel eran seguidas en medio de un silencio casi religioso.
-Fuimos recibidos por los habitantes de la aldea con grandes muestras de alegría. Al parecer, la noticia de mi encuentro había llegado a ella antes que nosotros En seguida me vi rodeado por una chavalería chillona y bullanguera, que me condujo hacia la choza más grande del poblado, donde, al parecer, se encontraba el jefe o rey de la tribu.
Al llegar aquí, De la Cuadra esbozó una amplia sonrisa y continuó.
-No me lo podía creer, pero allí, en la entrada de la choza, rodeado por varios indígenas armados y dos o tres mujeres se hallaba el jefe y... ¡Era blanco! Y para más señas -pronto él mismo me lo hizo saber- español y asturiano. Me abracé a él, emocionado, sintiéndome por fin salvado de manera definitiva, mientras el resto de la tribu celebraba el acontecimiento con un ensordecedor griterío. Celebraron una fiesta en mi honor, en la que dancé, comí y bebí, como un animal, las partes más suculentas del cochino cazado y el ardiente mejunje de raíces fermentadas que me ofrecieron. Al día siguiente, una vez repuesto del vaporoso aturdimiento producido por el exceso de ingesta de aquel primitivo brebaje, Santos, este era el nombre del rey de la tribu -aunque los indígenas le llamaran Matucakuo, es decir: El más grande y fuerte-, me relató su increíble historia, desde su salida de Asturias, su paso por Colombia y su llegada a esta tribu, perdida en lo más intrincado de la selva amazónica brasileña.
Aquella inesperada y sorprendente revelación nos dejó mudos por un momento. Pasado este, se produjo una auténtica catarata de exclamaciones y comentarios.
-Santos era un hombre que se hacía notar y respetar -prosiguió-. Alto, fornido, con abundante cabello y barba, algo canos ambos, que cubrían su cabeza y apenas dejaban ver la boca y unos ojos oscuros y penetrantes. No es de extrañar que los indígenas lo eligieran jefe de la tribu, al toparse con un hombre de semejante planta. Yo mismo estaba impresionado. Por otro lado, jamás había podido imaginar encontrarme en una situación como esta. Me hallaba como en una nube. Feliz de poder cumplir el gran sueño de convivir con una tribu, tan aislada como aquella, y poder estudiar su vida y costumbres con tanta intensidad y detalle.
-¿Quieres decir que te quedaste tranquilamente a vivir con ellos? -preguntó admirado Justo.
-Por supuesto. Había hallado una mina etnológica y estaba dispuesto a explotarla hasta el más mínimo resquicio. Con la venia de Santos, me dispuse a vivir en la tribu como uno más. Me deshice de mi ropa, bastante ajada ya, y adopté el mínimo taparrabos usado allí. Poco a poco fui ganándome la confianza de los indígenas, al tiempo que aprendía su idioma, ayudado por Santos. Admiraban mi habilidad con la jabalina y mi destreza en el combate cuerpo a cuerpo gracias a mis conocimientos de la lucha grecorromana. Todos los hombres de la aldea trataban de vencerme pero ninguno lo consiguió. El mismo hechicero buscó mi amistad y pronto se la di encantado. Conversábamos e intercambiamos información. Él me preguntaba por los remedios en mi país y yo hacía lo propio con los suyos.
-¿Y no sentías temor del hechicero? -preguntó Julio-. En las películas siempre son malos y traicioneros.
-Esa es otra fantasía más. El chamán era un anciano bondadoso y sabio. Su labor en la tribu era muy encomiable. Conocía multitud de remedios naturales para curar las principales enfermedades, en especial las heridas y picaduras producidas por cualquier bicho de la selva. Yo me llevé muy bien con él, hasta el punto que me dio en matrimonio a una nieta suya.
-¡No digas! -exclamamos a coro, asombrados.
-Sí, sí. En serio. Me casé con una indígena guapa, jovencita, dulce y bien hecha. Era huérfana de un hijo del chamán. Rechazarla era un insulto y debería dejar la aldea. Pero yo tenía mucho trabajo por delante allí y no podía renunciar a él. Además, como podéis imaginar, la boda no representaba ningún sacrificio para mí -aseguró con una amplia sonrisa.
-¿Y cómo terminó la historia? -preguntó alguien.
-Pasados unos cuatro meses, comprendí que debía volver a la civilización y cumplir mis compromisos. Una madrugada dejé la aldea, con la complicidad de Santos, acompañado por un nativo de su total confianza. Este me condujo hasta un lugar cercano a Tabalinga, en la orilla del río Amazonas. Desde allí conseguí pasaje para Yaguas, donde me daban por muerto. La expedición había regresado a Bogotá. Fui allí y completamos el informe con los datos de mi experiencia. Después me vine acá.
Con esto y algunos comentarios más, llegó la hora del cierre del chiringuito. Lo escoltamos al cercano hotel Felipe II -hoy Felipe IV- y nos despedimos con efusión. Al quedar solos, nos miramos y una duda sobrevoló nuestras mentes: ¿Sería verdad aquel increíble relato, o era una "milonga" y nos había estado tomado el pelo? ¿...? Estoy convencido de que De la Cuadra habrá escrito algún libro relatando sus experiencias en la selva amazónica. Si, por casualidad, alguno de mis lectores lo ha leído o tiene alguna referencia sobre él, por favor, tengan la atención de comunicarse conmigo para conocer si esta historia aparece en él o no. Sentiría una gran satisfacción y un enorme alivio deshacer la duda que me persigue desde aquel día.

martes, 22 de octubre de 2019

39.- Relatos, Fábulas y Leyendas


39.- ME OCURRE CADA COSA...!



Pongamos que corría el año 1966 en la ciudad de Huesca. O tal vez uno próximo a él.
Acababa de estrenar mi primer coche: un flamante R8 y circulaba agarrado a su volante hacia casa, en Ramón y Cajal, 3, con Ángeles de copiloto.
Regresábamos de alguna escapada irrecordable, cuando al llegar a la plaza Zaragoza -alias de Navarra-, comprobamos que el Coso estaba cortado por alguna celebración de idéntica irrecordabilidad.
Sin problema. Enfilé la calle Berenguer, San Orencio y ya en San Lorenzo, se me ocurrió tirar por los Urreas y seguir por el callejón de Azlor.
Claro, yo estaba más que acostumbrado a ir por allí en bici de chaval y el recuerdo que tenía era el de unas calles mucho más amplias de lo que mostró la dura, triste y amarga realidad.
Lo descubrí en seguida, pues al embocar la calleja esa de Azlor, me quedé empotrado en ella, al tiempo que se escuchaba un potente y siniestro rasponazo, que sentí en mis entrañas como si las desgarraran, al recibir la  inequívoca señal de que la parte derecha del impoluto coche había quedado hecha unos zorros.
Imposible seguir hacia delante, aunque casi tanto dar la vuelta al coche en un espacio tan corto. Decidí dar marcha atrás hasta  los Urreas y allí realizar la maniobra de cambio de dirección.
Después de una feroz lucha con miles de movimientos de volante -tened en cuenta que el conductor tenía la condición de tal solo un par de semanas más que el coche-, logré llegar a los Urreas e inicié la operación. Pero allí también la calle era más estrecha de lo que recordaba y de nuevo volví a quedarme bloqueado entre las dos aceras, ambas bien estrechas, por cierto. Es decir, quedé atravesado en la calle con los parachoques del coche a unos tres dedos de la pared de la Iglesia y otro tanto del murete de la plaza.
A estas alturas, la histeria se había apoderado de mí y mis juramentos eran de tal calibre que hacían retemblar la torre de San Lorenzo, y estoy seguro que sus campanas repicaron sin que nadie las templara. Recuerdo oírme gritar, fuera de mí por completo: ¡Me cagüen tal! ¡Voy a estampanar este trasto contra la pared de la Iglesia! ¡Ahora mismo lo destrozo! Menos mal que son calles poco transitadas, porque el espectáculo debió ser de traca, aunque yo no estaba para fijarme en cuantos lo disfrutaron.
Tampoco Ángeles que, aterrada, estaba conociendo a un marido muy distinto al que, un año antes, le había llevado al Altar.
Al fin conseguí salir del atasco con infinitos apuros, pero cuando se pasó el sofoco, me quedó un complejo de gilipollas que me duro varios meses.
No era para menos, después de haber hecho aquel monumental ridículo ante mi dama -y algo peor, ante mi mismo ego- y destrozado aquella, para mí, maravilla de coche, que me había dejado tieso al pagar, a toca teja, una pasta, en contra de la opinión de mis amigos que, como era usual en aquella época, opinaban que había que tirar de letras de cambio hasta para comprar un cepillo de dientes.
No os riáis demasiado. Tampoco es para tanto.

martes, 3 de septiembre de 2019

38.- Relatos, Fábulas y Leyendas


38.- LEALTAD CANINA


Dedicado a mi nieto Andrés

Sucedió hace muchísimos años. Quizás sobre el año 1880 o menos. Se trata de una hermosa historia que, un buen día, me relató mi abuela Silveria, cuando yo apenas contaba con ocho tiernos años de edad.
Desde muy pequeño, pasaba los veranos en casa de mi abuela, viuda, en el pintoresco pueblo de Arbaniés, situado en el Somontano de Huesca, a menos de una legua de la omnipresente sierra de Guara.
Ocurría que los perros de aquel pueblo tenían muy mala baba, especialmente con los forasteros y mucho más si estos eran pequeños como yo.
Y yo, aunque me esforzaba en mantener el tipo cuanto podía, estaba obligado convivir y transitar por entre los amenazadores ladridos e inquietantes gruñidos de aquellas malas bestias.
El caso es que no eran pocos, porque en cada calle siempre había dos o tres bichos de estos, dispuestos, los muy bordes, a meterme el miedo -cuando no terror- en el cuerpo, tan pronto me veían llegar.
Por suerte, al cabo de dos o tres semanas de estancia en el pueblo, dejaban de acosarme, contentándose en lanzarme alguna torva mirada de desprecio o indiferencia.
La consecuencia de todo esto fue que adquirí un notable respeto o animadversión, cuando no temor, hacia la raza canina, que se manifestaba en cuanto aparecía alguno de su especie por mi entorno próximo.
Cierto día, mi abuela conoció mi incontenible repelús hacia los perros del pueblo -los de la ciudad jamás se metieron conmigo-, me sentó a su lado y me relató la siguiente historia, empleando la suave voz, serena dicción y bondadoso acento que tenía por costumbre.
Era ella muy pequeña, aun más que yo, y vivía con sus padres en un amplio entorno familiar del pueblo de Ibieca, pueblo cargado de arte e historia, cercano al de Arbaniés, donde se trasladó al casarse con mi abuelo Ángel, al que, por desgracia, no llegué a conocer.
Era final de noviembre y su padre había ido a la feria de San Andrés de Huesca para vender dos machos jóvenes. La venta se realizó en muy buenas condiciones y le proporcionó unos buenos dineros, esenciales para sobrellevar la escasez del invierno, sin las apreturas acostumbradas del labrador, debido a que durante ese período invernal se recolecta poco o nada.
Regresaba al pueblo, montado en su hermosa yegua alazán y acompañado de su inseparable perro.
Había superado ya la última dificultad del viaje, al cruzar el profundo barranco de La Ripa, y se encontraba a menos de media legua del pueblo, cuando decidió quitarse la gruesa zamarra que portaba y cruzarla delante de él, sobre la silla de montar. Era mediodía y el sol del veranillo de San Martín apretaba fuerte.
El hombre avanzaba contento, al paso animoso de de su bonito animal. Estaba cerca de casa y llegaba con verdaderas ganas de dar cuenta a su familia del buen negocio realizado. Todavía empleó algo de tiempo en arremangarse, alzar la bota que colgada de la silla, y refrescarse con un largo trago del buen vino de casa.
De pronto, el perro se plantó delante, en medio del camino, y comenzó a ladrar a la yegua con inusitada furia, impidiéndole avanzar e ignorando las tajantes órdenes que mi bisabuelo le lanzaba, a fin de que se apartara y dejara de hostigar a la montura con sus violentos saltos, ladridos y amenazadores gruñidos.
Pero cuanto más le reñía, más saltos y furiosos ladridos daba el perro, hasta el punto que la yegua comenzó a inquietarse, de tal manera, que mi bisabuelo se veía incapaz de sujetarla, temiendo ser descabalgado de un momento a otro.
No comprendía la extraña actitud del perro. Jamás se había comportado de aquella manera. Al contrario, era pacífico, fiel y dócil, y nunca había desobedecido una orden de su dueño.
Pensó que se había vuelto loco, infectado de rabia o de alguna enfermedad similar. Al ver que no conseguía calmarlo y que la situación se hacía insostenible, sacó la pistola que llevaba encima, en prevención de algún mal encuentro con los bandidos de la sierra, y le pegó un tiro.
La yegua, aterrada por la acción del perro y la fuerte detonación provocada por su amo, se fue de caña, desbocada, hasta que el apurado jinete logró frenarla.
Por fin llegó a casa, sin tanta alegría como hubiera deseado. El triste suceso ocurrido con su fiel can le había amargado el final del viaje. No solo porque durante varios años fue su inseparable y fiel compañero, sino además, porque era apreciado por toda la familia, en especial por mi abuela, que no cesaba de jugar con él, en cuanto podía.
Después de dar las debidas explicaciones, mi bisabuelo -siento no citarle por su nombre, pero nunca lo supe- buscó en el bolsillo interior de su zamarra la cartera donde llevaba el dinero de la venta...pero no lo halló. Inquieto, reflexionó un instante y comprendió que solo había un momento en el que podía haberla perdido: durante la acción de quitarse la prenda,
Salió a galope tendido a deshacer el camino con la esperanza de hallarla. Por suerte, en aquella época, aquellas sendas de herradura, que a veces transcurrían por campo a través, eran muy poco transitadas.
Llegó hasta donde había disparado al perro y encontró un charco de sangre. Tras él, un rojo reguero conducía a su cuerpo caído, unos 50 metros más allá. Descabalgó y comprobó que estaba muerto.
Al intentar apartarlo del camino, vio con estupor que la cartera perdida se hallaba bajo su cuerpo.
¡El fiel animal notó la pérdida de la cartera de su amo y trató desesperadamente de avisarle! Al recibir el disparo y quedar gravemente herido y moribundo, tuvo los arrestos de arrastrarse hasta ella y, movido por la inmensa e inquebrantable lealtad hacia su dueño, se acostó encima y la guardó bajo su cuerpo malherido.
Cuando mi abuela terminó el relato, vi dos lágrimas asomando en sus cansados ojos.
Por mi parte, no diré que perdiera el respeto a los perros del pueblo, pero sí que, a partir de aquel día, los miré de muy diferente manera.

lunes, 26 de agosto de 2019

37.- Relatos, Fábulas y Leyendas


37.- Historia de un soldado de Napoleón en la guerra de España.


Rendición del ejército francés en Bailén. Cuadro de Alisal
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La primavera estaba bastante avanzada y París lucía brillante y colorista como la mata de un hermoso rosal en flor. Llegaba de Colonia con tiempo más que suficiente para tomar el tren hacia España, por la vía de Burdeos.
Me trasladé sin prisa a la estación de Austerlitz, dejé allí el equipaje y decidí comer algo en la terraza de un pequeño restaurante situado justo enfrente de la estación. Después, como andaba sobrado de tiempo, me regalé un relajante paseo por las calles próximas.
Tres más allá, me topé con una de esas antiguas librerías parisinas, decorada a la peculiar manera imperante a mediados del siglo pasado y cargada de historia y tiempo, delatados ambos por el rancio aroma de papel y tinta de sus añosos libros. Curioseé por sus estanterías y, de pronto, vi un antiguo pero bien encuadernado tomo, que llamó en seguida mi atención. Una barroca caligrafía mostraba su título en grandes caracteres: L´Histoire Infortunée d´un Soldat de Napoléon à la Guerre d´Espagne, firmada por un tal André Leclerc.
Comprobé la fecha de edición y sentí un golpe emocional al verlo: 1906 marcaba ¡Era un auténtico hallazgo!
Durante la preparación de mi libro Con Fuego en las Entrañas, biografía novelada de un héroe aragonés durante la Guerra de Independencia, había reunido una gran cantidad de información de esa dolorosa efeméride, incluidos varios libros de memorias de generales y mariscales franceses, pero ningún testimonio de soldados "rasos", relatos quizás más reveladores y sinceros pero, desde luego, mucho más sensibles y próximos.
El librero, un hombre mayor y cano, que portaba un generoso mostacho, gruesas gafas de empedernido lector y un veterano guardapolvo gris, sonrió tan pronto descubrió mi marcado acento español y chapurreó en mi idioma:
-Hace Vd. bien en llevar este libro. No encontrará una obra de arte, pero sí una emocionante historia -y continuó dándome mil explicaciones del azaroso devenir de la obra hasta la fecha de su publicación.  
Una vez instalado en mi departamento del Wagon lits y arrellenado en el pequeño pero cómodo sillón, inicié la lectura de aquel curioso libro. Amarrado por su interesante relato, no pude, ni quise, interrumpirla en toda la noche, a pesar de mis dificultades para comprender algunos modismos franceses de la época en que fueron escritos. Huelga decir que la ropa de mi litera no se deshizo en aquella noche.
El protagonista y, al parecer autor, André, era un joven mozo pescador, hijo y nieto de pescadores, nacido en Le Lavandou, un pequeño pueblo pesquero de la costa provenzal. Movido por un irrefrenable afán de aventuras y fascinado por las formidables hazañas protagonizadas por las victoriosas tropas del glorioso emperador Napoleón, se enroló en el ejército francés.
Después de muchas peripecias, tras participar en múltiples acciones contra los ejércitos centroeuropeos de Prusia, Austria y Rusia, logró entrar en el afamado cuerpo de Marinos de la Guardia, en 1805, gracias a la valentía demostrada en el combate y a su condición de pescador, que le confería el conocimiento de algunas artes del mar.
Este cuerpo, famoso por su valentía y destreza en el combate, era una especie de infantería de marina que también actuaba, en ocasiones, como cuerpo de ingenieros en la construcción de puentes, preparación de puertos o manejo de barcas.
Fue el 17 de octubre del año 1807 cuando André entró en España, con su unidad encuadrada en el ejército del general Junot. Era un cuerpo expedicionario destinado a la conquista de Portugal junto a otras tropas españolas. Así lo relataba él en su idioma.
...¡Qué grandeza y cuánta honra sentíamos al recibir los saludos, parabienes y aclamaciones de las gentes de España, al atravesar sus pueblos y ciudades! ¡Qué orgullo mostrar el invicto ondear de nuestras gloriosas banderas por tierras cuyos valerosos hombres habían dominado el mundo!...
Pero este amable recibimiento habría de durar muy poco. Tan poco como la insaciable ambición del Emperador le aconsejara que, metidos en faena, bien pudiera quedarse con Portugal y España por el mismo precio.
Desde los primeros días del año 1808, tropas francesas comenzaron a entrar en España y se fueron instalando en algunas ciudades estratégicas, como San Sebastián, Burgos, Salamanca, Pamplona, Figueras y Barcelona, entre otras, ante la creciente inquietud del rey Carlos IV y su Corte.
Tras los sucesos de Aranjuez, la caída de Godoy, la abdicación del Rey y la proclamación de Fernando VII como rey de España, el mariscal Murat entró en Madrid, el 23 de marzo, con una poderosa fuerza. Tomó el poder, liberó a Godoy y anuló los Reales Decretos de sucesión a la Corona.
...De pronto, la gente se volvió loca -escribía André, ante los sucesos del 2 de mayo en Madrid-. Las mismas personas que poco antes nos había colmado de alabanzas y aclamaciones, nos atacaban con mosquetes, cuchillos, palos y piedras, empleando una fiereza inusitada. ¿De dónde había salido tanto odio? Nuestro jefe nos había dicho que nuestra principal misión en España consistiría en llevar al pueblo los principios de la Ilustración, que habían hecho grande a Francia y la habían liberado de la tiranía de la nobleza y del poder clerical ¿Por qué nos agredían, entonces? Era evidente que nuestros atacantes eran chusma al servicio de la nobleza y el clero, que no estaban dispuestos a perder sus injustos privilegios...El Mariscal ordenó acabar con la insurrección de la manera más rápida y contundente. Había que dar un escarmiento ejemplar para que aquel suceso no se volviera a repetir, no solo en Madrid, sino en el resto de las ciudades donde nos habíamos establecido. Y así se hizo...
Murat se equivocó y, en aquel día, dio comienzo a una larga, terrible y sangrienta guerra, que duró seis años y supuso la primera derrota de Napoleón y el declinar del victorioso vuelo de su águila imperial por Europa.
Mecido por el traqueteo del tren, devoraba yo las páginas en las que André relataba sus experiencias como victorioso ocupante y pretendido benefactor, en un país donde solo obtenía miradas de rencor y odio, junto al riesgo de recibir alguna fatal cuchillada desde algún oscuro rincón o en cualquier apartada callejuela.
Consolidado el dominio francés en Madrid, el laureado general Pierre Antoine Dupont recibió la orden de Napoleón de someter Andalucía, mediante un cuerpo de ejército de 12.000 hombres. La unidad de André, un batallón de marinos de la Guardia compuesto por 400 hombres, fue destinado a esta misión. Iniciaron su avance en los primeros días de junio de 1808. Más tarde, el día 26, se les unió como refuerzo el general D. H. Antoine Marie Vedel con una división de 9.000 hombres.
Nuestro protagonista describía en su libro, con todo detalle, las operaciones que se realizaron en esta campaña. Trataré de resumirlas manteniendo, en lo debido, el punto de vista del autor.
Dupont atravesó Despeñaperros y, tras asolar Córdoba, se asentó en Andújar, a la orilla del Guadalquivir, con el fin de organizar allí su cuartel general y su centro de operaciones. Vedel se estableció en Bailén, para asegurar la vía de suministros desde Madrid. Frente a ellos se hallaba el ejército andaluz, compuesto por cuatro divisiones.
El general Castaños, jefe del ejército de Andalucía, presentó batalla a Dupont con la división del general Manuel de la Peña -6676 hombres- y la del general Félix Jones, de ascendencia irlandesa -5415 hombres-, por el norte y oeste, pero fueron rechazados. El mariscal de campo Marqués de Coupigny, de las Reales Guardias Walonas, al frente de su división -7825 efectivos-, debería atravesar el Guadalquivir por el vado de Villanueva de la Reina, para atacar a Dupont por el este y mantenerle sitiado en Andújar. Pero aquí también resistieron los franceses y no se pudo lograr el objetivo.
A pesar de que estas operaciones habían resultado favorables al general francés, tuvieron la virtud de hacer dudar a Dupont y éste, al sentirse rodeado, pidió refuerzos a Vedel, que se hallaba asentado en Bailén. Algún problema de entendimiento debió ocurrir con los correos, porque Vedel se presentó en Andújar con toda su división, ante la sorpresa de su jefe. Estaban discutiendo el malentendido, cuando recibieron la noticia de que la división del Mariscal de Campo Teodoro Reding -7850 combatientes-, había cruzado el río por Mengíbar y se había hecho con Bailén, sin apenas esfuerzo, al derrotar a un par de batallones que el general francés había dejado como guarnición.
A toda prisa, volvió Vedel sobre sus pasos, pero al llegar a Bailén no encontró a la división de Reading. Supuso el francés que el general suizo, encuadrado en el ejército español, había tomado el camino de Madrid para acabar con sus nudos de comunicación y suministro, dejándoles aislados con la capital...Teníamos muchos problemas de información. Las gentes del país nos daban informaciones falsas o, en la mayoría de los casos, se negaban a dar el menor dato o confidencia. En cambio, a los españoles nunca les faltó conocimiento de nuestras maniobras... escribía André.
Vedel se equivocó. Reding, a pesar de que su división estaba organizada como un pequeño ejército, con una poderosa artillería y abundante caballería, no se arriesgó a medirse al experimentado cuerpo de ejército de Vedel: había retrocedido. Cruzó de nuevo el río y buscó el apoyo de la división de Coupigny que se hallaba en Villanueva, pugnando por cruzar el Guadalquivir. Juntos regresaron a Bailén, después de que las tropas francesas hubieran pasado por allí como un huracán, en dirección a la Carolina en persecución de la "división fantasma" del suizo.
En Bailén, Reding y Coupigny montaron una fuerte posición defensiva en forma de arco y esperaron acontecimientos. Estos no se harían esperar. La posición de Dupont se había debilitado con Vedel lejos y él amenazado por tres divisiones españolas. Debía actuar.
Así lo hizo. En la noche del 18 de julio de 1808, amparado por sus sombras para evitar que los españoles conocieran la maniobra, decidió Dupont rectificar la mala situación estratégica en que se encontraba. Levantó el campo con el mayor sigilo y ordenó a sus tropas marchar sobre Bailén para acercarse a Vedel, en la creencia de que aquella posición se hallaba desocupada. El fragor del fuego recibido por su vanguardia en la madrugada del día 19 le sacó de su error, aunque solo a media mañana supo la naturaleza e importancia de las tropas que tenía enfrente.
...Era noche cerrada, cuando vimos como el cielo se iluminaba en la lejanía por los disparos españoles sobre nuestra vanguardia, al tiempo que se oía el fragor de las detonaciones. Nuestro batallón marchaba en retaguardia, junto a nuestro general en jefe, atentos a los posibles ataques de las tropas españolas que habíamos dejado apostadas en Andújar. No esperábamos mucha oposición enfrente y supusimos que las unidades de avanzada se bastarían para acabar con la resistencia española. No fue así. Pronto supimos que la poderosa artillería española había diezmado nuestra caballería y hecho retroceder a la infantería, al tiempo que desmontaba la totalidad de la artillería de campaña que portaban (nuestros cañones eran de a 4 pulgadas, mientras que los suyos calibraban de a 8 y de a 12, con mucho más alcance y potencia de fuego)
No había que preocuparse demasiado. El grueso de nuestras experimentadas tropas pronto llegaría al frente de batalla y acabaría con la resistencia española que, según la información que disponíamos, estaba compuesta por civiles y soldados bisoños, en su gran mayoría.
No tardamos mucho en conocer el resultado de este segundo asalto.
Las tropas españolas habían resistido el ataque. Tras él realizaron un violento contraataque, en el que su caballería provocó un doloroso descalabro en nuestras filas, obligándolas a retirarse hasta sus líneas de partida.
Era media mañana cuando llegamos al teatro de operaciones. Formábamos el grupo más numeroso de la columna y en él estábamos encuadrados nosotros, los marinos de la Guardia, ardiendo en deseos de entrar en combate. El general Dupont ordenó reorganizar las unidades y aprestarlas para el combate. Esperaba la llegada de la división de Vedel para atacar juntos las posiciones españolas, mediante una operación de tenaza. Por desgracia, los exploradores trajeron la noticia de que el general Castaños y dos divisiones se acercaban a marchas forzadas a nuestra espalda.
Por otro lado, el General tuvo noticia de que Vedel no llegaría en su apoyo hasta bien entrada la tarde. Había que atacar y obtener la victoria definitiva antes del medio día. Después, con la ayuda de Vedel y una vez eliminada la mitad del ejército español, derrotar al general Castaños sería tan simple como realizar una parada militar.
Nuestro General situó los efectivos en orden de combate. Al frente, nuestro batallón de marinos. A nuestra izquierda dos batallones de Pannetier y a la derecha dos batallones del regimiento Suizo y otro de la 4ª Legión. Detrás nuestro marchaban dos batallones de la Brigada Chabert, seguidos a caballo por el general Dupont con todos sus generales, mandos y asistentes, rodeados por el ondear de banderas y estandartes. En los flancos cabalgaban los pocos jinetes que quedaban: 50 a cada lado. Cerraban la marcha  los restos de la Brigada Privé y soldados de la Guardia de París.
Marchábamos al ritmo marcado por los tambores, marciales y orgullosos de combatir en el invicto ejército de nuestro Emperador, sabedores de que solo la victoria podía ser nuestra compañera en aquella batalla.
Poco tardaron en tronar las baterías españolas. Pero nosotros avanzábamos impasibles al fuego enemigo hombro con hombro. Cuando alguien caía, otro de atrás cubría la fila. Éramos una imparable máquina que marchaba con la determinación de no detenerse hasta alcanzar las líneas enemigas.
A pesar del alto espíritu con que afrontábamos la batalla, pronto vimos flaquear nuestras alas. Los soldados cansados por la agotadora marcha, sin dormir, apenas alimentados y a falta de agua en un asfixiante paraje, convertido en una auténtica caldera por el terrible sol del mediodía, comenzaron a aminorar la marcha. Por otro lado, la escasez de caballería, masacrada en los anteriores combates, y la falta de artillería ocasionaban una evidente debilidad de nuestros flancos, que era aprovechada por el enemigo acosándoles en continuos ataques y disparándoles toda suerte de armas.
En esto, un proyectil dio en la cadera del General Dupont que estuvo a punto de descabalgarle. Las unidades cercanas, al ver a nuestro general herido y en apurada situación, comenzaron a retroceder. Pronto el pánico se apoderó de unas tropas cansadas, muertas de sed y asfixiadas por el terrible sol ardiente. En ese momento, el temible ejército imperial se diluyó como un azucarillo en agua. Los soldados tiraban sus armas y, desoyendo las órdenes de sus mandos, buscaban la sombra de los árboles o se arrojaban sobre unos charcas putrefactas de una seca regata cercana.
Nuestra unidad, que había derrochado valentía durante todo el combate, llegó hasta unos 60 metros de los cañones enemigos, pero nos quedamos solos y tuvimos que retroceder para no ser rodeados por el enemigo. ¡Estábamos derrotados!
A las 13 horas, apareció por el puente del Rumblar, en la retaguardia francesa, un destacamento de exploradores de vanguardia del coronel Cruz, señal inequívoca de la inminente llegada de las divisiones del general Castaños.
Al general Dupont ya solo le obedecían dos batallones de la Guardia de París, la diezmada brigada Privé y los Marinos, 2000 hombres en total. Abrumado, pidió un alto el fuego al general Reding. La batalla de Bailén había concluido, tras 10 interminables horas de intensos combates.
Sobre las cuatro de la tarde, apareció Vedel con sus tropas. Enterado de lo sucedido, desoyó la orden de rendición de su general y trató de regresar a Madrid junto a sus tropas y pertrechos. En cuanto Reding supo la maniobra de Vedel, conminó a Dupont para que hiciera valer su autoridad y enviara correos que obligaran a su lugarteniente a acatar la orden de rendición, bajo la amenaza de pasar a cuchillo al resto de la tropa cautiva. Después de muchas discusiones con sus mandos, que se negaban a rendirse sin luchar, Vedel consintió en capitular, al recibir la garantía española de que sus tropas serían conducidas en barco hasta Marsella con armas y guarniciones.
Desde ese momento, solo habríamos de sufrir desgracias y padecimientos. En la capitulación se estableció que los oficiales serían enviados a Francia por tierra. La tropa que había participado en la batalla sería confinada en las Islas Canarias. Nuestra unidad de marinos, en premio a nuestra valiente actuación en el combate, se asimiló a la tropa del general Vedel para regresar a Francia por barco.
El traslado hasta Cádiz resultó un auténtico martirio. Formábamos una larga columna de 17635 prisioneros. Todavía nos preguntábamos cómo era posible que hubiéramos perdido la batalla, combatiendo contra una fuerza bisoña que no pasaría de los 16000 efectivos y sentíamos una vergüenza infinita. El victorioso ejército imperial había sufrido su primera derrota de una manera tan inexplicable como vergonzosa. Y al pasar por los pueblos, el populacho nos lo recordaba arrojándonos piedras, frutas podridas, excrementos y los elementos arrojadizos más humillantes. Con frecuencia, los soldados españoles debían emplearse con firmeza para evitar que nos lincharan, aunque no pudieran evitar que los golpes llovieran sobre nuestras espaldas.
Después de muchas penalidades llegamos a Cádiz. Creímos que allí habían concluido nuestras fatigas. Pronto nos embarcarían y nos conducirían a Francia, donde recibiríamos los amorosos cuidados de nuestras familias. Nos equivocamos. El Gobernador de la Plaza se negó a disponer los barcos necesarios para ejecutar la operación, acogiéndose a la falta de definición temporal del tratado de paz y nos metió en unas viejas gabarras con destino a la isla de Cabrera.
Hacinados en las bodegas, sufrimos de hambre y sed durante los 14 días que duró el viaje con vientos y corrientes contrarias. Además, los desvencijados barcos que nos trasportaban, auténticos cascarones incapaces de luchar con ventaja contra la fuerza del mar, navegaban entre bandazos y escoradas que nos hacían sufrir lo indecible.
Por fin, arribamos a la isla de Cabrera. Mis compañeros rezaban agradecidos al poder pisar tierra firme. Poco duró la alegría. Aquella isla era un peñascal desértico sin nada que comer ni beber. Solo un viejo fuerte, semi derruido, podía servir de refugio, pero no para todos. Éramos cerca de 9000 prisioneros, dejados de la mano de Dios, en aquel inhóspito lugar. No había vigilantes. Tampoco eran necesarios: nadie podía huir de aquella desolada isla.
La falta de oficiales pronto ocasionó una profunda degradación de la convivencia, de tal manera, que muchos tuvimos que organizarnos en grupos de autodefensa. Quien no tenía valedor era firme candidato a morir.
Una vez por semana, un barco de Mallorca nos traía agua y unos pocos víveres que solo los más fuertes podían disfrutar. El resto debía conformarse con masticar raíces y chupar el poco rocío de la madrugada que se depositaba en algunos de los ásperos y escasos arbustos que allí se daban. Todavía la situación empeoró cuando un grupo de prisioneros intentó asaltar al barco encargado de traer los suministros. La compañía propietaria del barco se negó a seguir realizando tan peligroso servicio y canceló las entregas de alimentos durante más de tres meses. En ese período, se produjeron hechos horribles que ofendían a la dignidad humana y que, al intentar relatarlos, solo encuentro deseos de olvido, al tiempo que repugnancia y vergüenza.
Sin embargo, André relata con toda crudeza las continuas y horribles penalidades que hubieron que soportar. Fáciles de adivinar, por otra parte, al conocer el trágico balance de vidas de aquel largo cautiverio. De los 9000 prisioneros iniciales y otros 2000 llegados más tarde, solo 3500 lograron sobrevivir hasta el final de la guerra.
Hubo de todo. Desde una feroz hambruna, junto a palizas, violaciones, además de toda clase de enfermedades, hasta el uso generalizado de la antropofagia. Al principio, se disputaban los restos de los cadáveres, pero más tarde, los más fuertes acechaban a los más débiles y antes de perecer por hambre o enfermedad les daban muerte y los devoraban. Era frecuente realizar cacerías con quienes, aquejados de alguna debilidad, trataban de ocultarse.
André, aterrado ante aquel trágico panorama, decidió instalarse, junto a otros cuatro camaradas, en la otra punta de la isla, a resguardo de una escondida cala, donde hallaron una pequeña gruta, horadada tiempos atrás por las poderosas olas de sucesivas tempestades. Gracias a su antiguo oficio de pescador, pronto encontró el lugar y modo de hacerse con peces de toda clase que allí había, así como otros pescados de concha y caparazón. Además idearon la forma de almacenar el agua de lluvia. Esta situación les permitió mitigar las penalidades de su cautiverio, durante algún tiempo.
Tras una enorme tempestad, que les obligó a abandonar su refugio, a fin de salvar sus vidas, tras ser alcanzado por las altas y violentas olas del embravecido mar, vieron llegar los restos de un naufragio a una cala contigua, algo más grande que la suya.
Convencidos de que, antes o después, solo una muerte segura les aguardaba, si continuaban en aquella isla infernal, decidieron construir una balsa con el maderamen del naufragio hallado y hacerse a la mar. No perdían demasiado. Si lograban llegar a tierra habrían acabado sus desdichas. Y si no, también.
Construir una balsa sin las herramientas ni materiales apropiados no era sencillo. Necesitaron más tiempo del deseado en reunir una buena cantidad de correajes y prendas de vestir de los soldados fallecidos, sin levantar sospechas. Con tanto esfuerzo como ingenio, consiguieron echar al mar un artilugio medianamente sólido que flotaba con los cinco hombres a bordo.
Yo conocía las reglas más importantes de la navegación y las aguas que bañaban mi pueblo. Tiempos, vientos, y corrientes locales eran un juego de niños para mí, pero aquí todo era desconocido y distinto. Durante varios días estuve lanzando trozos de madera al mar para conocer el sentido dominante de las corrientes. Al mismo tiempo, debía vigilar los vientos para iniciar el viaje cuando ambos coincidieran en dirección sur, hacia África, único rumbo que nos podía llevar a la salvación. Cualquier otro, nos haría caer en manos del enemigo, que no dudaría en darnos muerte por prófugos.
Por fin, conseguimos echar nuestra balsa al mar con vientos favorables, rumbo al  sur, cuando la primavera de 1809 estaba ya bastante avanzada. Habíamos conseguido reunir algunos víveres: pescado secado al sol, unos cuantos mendrugos de galleta y un par de odres con agua, que deberíamos racionar para resistir los 16 días que tardaríamos en arribar a la costa de Argelia, según mis cálculos. Confiaba en que la rudimentaria vela que habíamos logrado construir ayudara a la corriente marina para alcanzar nuestro lejano objetivo en ese tiempo.
Así fue durante los dos primeros días. Después, el viento roló hacia poniente y notamos, con espanto, cómo una fuerte corriente nos arrastraba en dirección al Estrecho de Gibraltar. Solo un milagro podría darnos la salvación.
Para más desdichas, en el quinto día estalló una fuerte tormenta que estuvo a punto de deshacer la frágil almadía y echarnos al fondo del mar. Logramos resistir, pero desde ese momento no dejamos de sufrir toda suerte de inclemencias. Fuertes tormentas con violentas ráfagas de viento, lluvias y oleajes, cuando no ardientes rayos de un sol inclemente, nos martirizaban.
Transcurrieron trece días más, con las provisiones casi agotadas y sin avistar nave alguna. Por entonces ya solo confiábamos nuestra salvación en la fortuna de toparnos con algún barco, sin importar la enseña que portara.
En esa crítica situación nos hallábamos, cuando se produjeron una serie de cambios en las condiciones de navegación. Los vientos giraron a norte y noreste. Daba igual porque nuestra vela era solo un pingajo sin efectividad alguna. Al mismo tiempo, nos dimos cuenta de que la corriente había tomado rumbo contrario, enfilando a oriente, tras atravesar una zona de rápidas cambiantes.
Lo más cierto era que estábamos perdidos en mitad del mar, que para nosotros resultaba inmenso. Hacía tiempo que había perdido cualquier idea sobre nuestra posición, hasta el punto que me resultaba imposible responder con verdad a las angustiosas preguntas de mis compañeros. Ya solo uno de nosotros vigilaba por turno el horizonte, mientras los demás dormitábamos tendidos en la balsa, calados hasta los huesos o abrasados por un sol de justicia. Tratábamos así de ahorrar energías y engañar al  hambre y la sed que nos torturaba desde hacía días.
Pronto comenzamos a tener alucinaciones. Didier, un buen soldado y camarada, creía ver a su madre y le pedía ayuda a grandes y angustiadas voces.
No era extraño. Después de treinta y dos interminables días, todos nos hallábamos más en el otro mundo que en este. Didier, que se encontraba en el peor estado de todos, fue el primero en irse. Lo "enterramos" en el mar. Bastó un suave empujón para que desapareciera entre sus aguas.
Ahora no quiero recordar el enorme sufrimiento que padecí, junto a mis compañeros, ni los negros pensamientos que turbaban mi mente, entre sopores y desvanecimientos. De hecho, ya nadie hablaba. Solo lamentos se podían escuchar de vez en vez. No quedaban fuerzas para levantarnos ni para realizar el menor movimiento. Así permanecíamos tendidos, semiinconscientes y medio muertos, esperando la nada. Y nuestra balsa seguía a la deriva, allá por donde al mar se le antojaba.
No puedo precisar los días que transcurrieron en esta situación. Cuando desperté me vi acostado sobre la cubierta de un bajel otomano, junto a mis camaradas. Era un barco dedicado a la piratería, de los muchos que rondaban aquellas aguas, a las órdenes del dey de Argel. Creí que nuestras penas habían terminado. Gran error. Los piratas, al comprobar que éramos soldados sin grado y ver nuestro lastimoso estado, pellejo y huesos, con escaso valor de rescate, consideraron que no merecía la pena alimentarnos y tomaron la decisión de arrojarnos al mar.
Ignoro que Santo de los muchos invocados nos asistió, pero logró que los otomanos abandonaron su malvado propósito. A grandes gritos indicábamos, con insistencia y desesperación, nuestra pertenencia al glorioso cuerpo de los Marinos de la Guardia del Emperador, asegurándoles que el cónsul francés de Argel no dudaría en darles muy buenos dineros por nuestro rescate.
Por fin cedieron. Nos alimentaron con escasa ración de rancho y agua y fuimos recluidos en un rincón de la bodega. Todavía permanecimos embarcados tres semanas, durante los cuales, los piratas asaltaron varios cargueros, abarrotando la cubierta con un gran botín y la bodega de cautivos, tan maltratados como nosotros.
Tras este tiempo de nuevas penalidades, arribamos, por fin al puerto de Argel, pero entonces el cónsul dio largas a nuestro rescate. Pedimos audiencia y él nos aseguró que no disponía de fondos para comprar la libertad de todos los franceses presos en aquel momento. Liberó a varios oficiales y nos informó de que estaba esperando una remesa de dinero de París y tan pronto llegara pagaría nuestro rescate.
Más tarde supimos que los combatientes de Bailén eran tachados de cobardes o incompetentes. El Sr. Cónsul no quiso involucrarse y nos abandonó a nuestra suerte.
Pasaban los días y nuestra vida transcurría encarcelados en una lóbrega y destartalada cárcel de Argel. Debo confesar que nunca nos faltó abundante alimento, proveído por el Cónsul. Pero terminaba el invierno de 1809 y ya empezaba en creer que jamás saldríamos de allí, si no tomábamos alguna medida que lo remediara.
Había que huir y buscar el modo de llegar a Francia. La alcazaba donde nos tenían presos se alzaba sobre el resto de los edificios de la ciudad, circunstancia que nos permitía observar el puerto y el continuo tráfico de barcos, desde los ventanucos que concedían la poca luz que iluminaban las mazmorras. De este modo, supimos que barcos franceses frecuentaban el puerto de Argel para cargar trigo.
Estaba claro, Debíamos escapar de la prisión y llegar al navío francés de turno. Allí, entre compatriotas, estaríamos a salvo. Conseguir esto no era fácil, pero tampoco demasiado difícil. La vigilancia era bastante laxa. ¿A dónde iban a ir estos pobres diablos?, pensarían. Pero aquel lugar estaba dotado de una fuerte guarnición, lo que impediría pasar desapercibido por entre tanto soldado.
Planeamos con todo detalle la fuga, para ejecutarla durante la noche. Y así lo hicimos. Tan pronto vimos arribar al puerto un barco con la enseña napoleónica, llegamos hasta él, aliados con la suerte. Pero la guardia  de cubierta, compuesta por malteses y sicilianos, nos echaron a patadas de allí y, ante nuestras indignadas protestas, nos amenazaron con llamar a la ronda otomana para que nos calentaran bien las espaldas a palos.
Desesperados, nos dirigimos hacia la casa del Cónsul. Yo había visto un esquife amarrado cerca del barco francés y estaba decidido a que nos proporcionara un pasaje para embarcar en él, o en el peor de los casos, facilitarnos vitualla con qué dotar el esquife que pensaba robar esa misma noche.
Al Cónsul, casi le da un desmayo al vernos aparecer en su casa. Aseguró que no podía hacer nada por nosotros, pues dar ayuda a unos fugitivos podía ocasionar un grave conflicto diplomático, en una época en la que el Imperio estaba necesitado del trigo argelino. Señor, contesté yo, piénselo bien, que si salimos por esa puerta sin su ayuda nos van a matar y, le aseguro que no me importará nada su acompañamiento al otro mundo. Viendo que estábamos decididos a todo, consintió en darnos víveres. Arramplamos con todo lo que pudimos llevar encima, tomamos las armas que tenía y nos volvimos al puerto, siempre amparados por las sombras de la noche.
Allí, Michel, un mozo del Auxerre, que nunca había visto el mar hasta nuestra terrible aventura, se echó atrás y dijo que no volvería a embarcarse jamás en la vida, y que ni por todo el oro del mundo se arriesgaría a tener una experiencia igual a la pasada. Porfiamos pero no pudimos convencerle. Nos dijo que prefería morir en tierra con rapidez que volver a pasar la agonía que padeció sobre el agua.
Le deseamos suerte y los otros tres camaradas nos hicimos a la mar.
André describía al esquife robado como muy marinero, muy parecido al de su padre, aunque más nuevo y mejor utillado. En su libro relataba las nuevas peripecias que se produjeron durante la larga travesía, pero ni por mucho se parecieron a las que tuvieron que soportar encima de aquella desvencijada balsa. Ahora, André podía manejar su destino y luchar contra los elementos con la experiencia marinera de su anterior oficio de pescador.
Aun así, tuvieron que transcurrir diez días de continua lucha con el mar para alcanzar la costa provenzal. Desembarcaron en el pequeño puerto de Sete e inmediatamente se presentaron ante la autoridad militar. Allí sufrieron la primera decepción. Cuando esperaban ser recibidos y homenajeados como héroes, solo obtuvieron miradas oscas y respuestas desabridas. Sin más explicación, les enviaron a Marsella y en esa plaza estuvieron acuartelados durante un mes, hasta ser licenciados sin honor. El baldón de Bailén siguió pesando sobre sus hombros, durante el resto de su existencia.
André cuenta el triste regreso a su pueblo Le Lavandou y aunque recibió la acogida alegre y el cariño de los suyos, nunca logró sacudirse de encima la amargura por el mal pago recibido tras tanto heroico esfuerzo realizado por él y sus compañeros.
Al terminar la lectura de aquel interesante libro, medité durante algún tiempo y pronto quede profundamente dormido. Me desperté al sentir las voces del encargado del vagón, anunciando la llegada a Hendaya.
Busqué el libro en mi regazo, donde lo había dejado, pero no estaba. ¿Quizás habría resbalado y caído al suelo? Tampoco se hallaba allí.
Desorientado y haciendo mil cábalas, seguí buscando por todos los rincones. Trabajo inútil: el libro no estaba en el departamento ¿Me lo habían robado? ¿Por qué? Aquel libro no podía tener demasiado valor dinerario. Además ¡el pestillo de la puerta estaba echado! Nadie, salvo algún profesional del hurto, hubiera podido entrar en el departamento.
Dudé ¿Sería posible que toda aquella narración fuera producto de uno de esos sueños tan reales que a veces me asaltan? No sé, pero recordaba, con toda nitidez, el episodio de mi visita a la librería parisina, cómo encontré el libro y de qué manera lo estuve hojeando. ¿Quizás el resto de la historia fue fruto de mi imaginación o, tal vez, de algún tipo de alucinación o pesadilla. que mi subconsciente había urdido empleando la enorme información acumulada en mi anterior novela sobre aquel tema? Imposible saberlo. Este será un misterio que jamás podré resolver.