viernes, 27 de enero de 2017

19.- Relatos, Fábulas y Leyendas

19.- UN DÍA EN TEOTIHUACAN.







Era un domingo de septiembre del año 1992. Aquel día me hallaba en México D.F. tras una semana de intenso trabajo. Motivos profesionales, como casi siempre que viajo al extranjero, me habían llevado hasta allí. Excelente día, pensé, para destensar nervios y reposar la mente, al tiempo que aprovechaba para gozar de alguna excelencia de la ancestral cultura mexicana.
Después de una madrugadora sesión de arte escénico a cuenta del Ballet Folklórico de México -con  música, danza y canciones típicas de allá-, en el precioso marco del Palacio de Bellas Artes, mi guía, un amable colega que había tomado la responsabilidad de proporcionarme un día agradable, sosegado y sugestivo a la vez, me sugirió realizar una fugaz visita a la ciudad de Teotihuacán, la sorprendente "ciudad de los dioses".
Accedí entusiasmado. Nada me hubiera interesado más en aquel momento.
Este conjunto monumental dista del Distrito Federal unos 70 Km, cercano, por tanto, del lugar en que nos hallábamos.
En muy poco más de una hora, mi colega, su esposa y yo nos hallábamos ante el obligado parking anterior al conglomerado de las antiguas construcciones pétreas, que conforman la llamada "ciudad de los dioses" o Teotihuacán.
Todavía fue necesario caminar unos 300 metros sobre un camino polvoriento, en ligera cuesta, para llegar hasta la plana donde se asientan los restos de la antigua ciudad náhualt.
En realidad, aquella vía de llegada era una irregular senda, acotada a ambos lados por una legión de pequeños puestos de venta, con los más pintorescos artículos de recuerdo que pueda imaginarse. Algunos de bella factura, como los que yo mismo adquirí al regreso de la visita. No pude reprimir el deseo de llevarme varias estatuillas de ídolos mexicas, talladas con delicado tiento en brillante obsidiana. Me sirvieron de feliz recuerdo de aquella emocionante jornada.
Superada la pequeña cuesta, apareció ante mi asombrada mirada el impresionante panorama del pétreo conjunto monumental, en toda su inmensa grandeza.
Frente a mí, se abría una amplia plaza, la Plaza del Sol, antesala de la Pirámide del Sol, una construcción de planta cuadrada de 225 m. de lado y 65 m. de altura La plaza, delimitada por una gran variedad de restos arqueológicos, está cruzada por una ancha avenida Norte-Sur, la Calzada de los Muertos, que conduce por la derecha hacia la Ciudadela, el templo de Quetzalcóatl y la zona arqueológica, junto a incontables restos de antiguos edificios, a lo largo de una longitud de 1.300 metros.
Por la izquierda, la Calzada termina en la Plaza de la Luna, unos 600 metros más allá, limitada en su parte norte por la hermosa Pirámide de la Luna, algo más pequeña que la del Sol.
Tras obtener las primeras impresiones sobre la disposición y naturaleza del conjunto monumental, con ojos admirativos y bien abiertos, y recibir las primeras explicaciones de mis acompañantes, atacamos la subida a la Pirámide del Sol, bajo los tórridos e inclementes rayos del astro rey, que apretaba duro, como si tratara de cobrarse un caloroso peaje, en pago de nuestro descarado propósito de hollar su sede terrenal.
Para alcanzar la cima de la pirámide, es preciso subir -escalar más bien- por unas empinadas, fatigosas e inacabables escaleras con peldaños de gran altura y escasa huella. No conté los escalones, pero eran muchos. Demasiados para mis pulmones, que al llegar al primer descanso -hay tres antes de llegar a la cumbre- ya me reclamaban una pausa para tomar resuello.
Alcanzada la segunda plataforma, todo mi cuerpo se hallaba completamente bañado en sudor, mis pulmones reclamaban oxígeno con urgencia, mientras  mi corazón cabalgaba desbocado, para tratar de escapar de su encierro, tras considerarlo, quizás, demasiado estrecho.
Mi fatiga era tan evidente, que me fue imposible justificar la pausa que necesitaba, con la excusa de detenernos para contemplar el panorama, taimado pretexto que ya utilicé al llegar a la primera plataforma.
El caso es, que los estragos que la dura escalinata hacían en mí, no se transmitían a mis acompañantes, más allá de la normal fatiga ocasionada al subir una larga escalera. Y esto me fastidiaba.
Pronto mis amigos me tranquilizaron al darme a conocer la posible causa. Aquello estaba a una altura de 2.300 metros. Ellos estaban aclimatados y yo, que vivo a nivel del mar, no.
En ese momento, la esposa de mi colega, apiadada de mi fatigada imagen, me ofreció su "piedra de la energía".
Ya había notado, al dejar el coche, que llevaba apretada, en su mano izquierda, una gruesa, brillante y casi transparente piedra, de talla irregular y color anaranjado que creí semi preciosa por su belleza.
Me explicó que la llevaba siempre que debía realizar algún esfuerzo continuado, ya que le aportaba la energía necesaria para evitar la fatiga. Su abuelo se la había regalado poco antes de morir.
Después me contó su historia: Sus abuelos fueron emigrantes chinos y ella era hija de china y mexicano. Debí suponerlo, sus rasgos raciales lo evidenciaban.
Una nueva revelación me dejó boquiabierto: El abuelo de la esposa de mi colega fue el cocinero personal de Doroteo Arango, alias Pancho Villa, y la "piedra de la energía" un regalo que Villa donó a su abuelo en pago de sus buenos servicios, antes de ocultar su fabuloso tesoro en alguna parte de las escarpaduras del Cerro Santa Cruz. El tesoro de Villa jamás se encontró, al menos que se sepa.
Mi innata e inagotable curiosidad me condujo a "tirar de la lengua" a Isabelita, nombre de la simpática semi china, para conseguir que me describiera alguna, o cuantas más pudiera, de las aventuras corridas por Pancho Villa, y escuchara de niña en boca de su abuelo. No es este el momento, pero ocasión habrá para narrar unas cuantas emocionantes anécdotas, todavía inéditas, del famoso revolucionario mexicano.
Pero al fin, llegamos a la cumbre de la enorme Pirámide del Sol, no sin antes haber agotado gran parte de la poca energía que me quedaba.
Tomé aliento y una mirada a mi alrededor bastó para alejar de mí cualquier señal de fatiga. Era un panorama indescriptible el que se abría ante mis pies desde lo alto de la gran pirámide. Al momento, sentí cómo su asombrosa contemplación me arrebataba de mi mundo actual, para trasladarme siglos atrás e imaginar a los cientos de miles de habitantes que vivieron allí su vida laborando, quizás peleando, tal vez amando.
O puede que aquel inmaterial sentimiento que me embargaba fuera producido por el aleteo de los espíritus de los incontables seres humanos fallecidos en aquella urbe inmensa, durante los diez siglos de su existencia.
Según me explicaron mis acompañantes, la ciudad de Teotihuacán fue fundada por tribus de otomíes y mazahuas unos 300 años a. C., después de que los dioses se reunieran allí para dar origen al Nahui Ollin, es decir, el Quinto Sol que alumbró la edad contemporánea.
Floreció durante los siglos IV y V, llegando a tener entre 100 mil a 200 mil habitantes. Una urbe inmensa a juzgar por los 22 km2 que componen la superficie de los restos de las edificaciones de la antigua ciudad.
Sin embargo, durante el siglo IX algo terrible tuvo que suceder, para que la ciudad fuese abandonada por sus habitantes y quedasen destruidos y quemados la mayor parte de sus edificios. Un insondable misterio, jamás revelado, guarda las causas que ocasionaron aquella horrible hecatombe. Pero créanme, todas sus dispersas piedras rezuman un fantasmal y pavoroso halo, que se cuela entre los visitantes y los envuelve, hasta hacerles sentir un indescriptible sentimiento de misteriosa inquietud.
Sobrecogido por las imprecisas, pero angustiosas, sensaciones recibidas, inicié el descenso de la pirámide con el suficiente cuidado, puesto que la inclinación de la escalera y la estrechez de sus peldaños, daban un claro riesgo de rodar por ellas y quedar bien maltrecho.
Hecho esto, trepamos por la Pirámide de la Luna, en el extremo de la Calzada de los Muertos, desde donde se obtiene un nuevo panorama de Teotihuacán. Ante nosotros y a nuestros pies, se sitúan las construcciones de la plaza de la Luna y se abre la Calzada al frente, perdiéndose en el horizonte y acompañada, a un lado y otro, por innumerables restos de edificaciones. Mucho más lejos, al final de ella, se adivinaba la Ciudadela y la bella pirámide de la Serpiente Emplumada.
Una potente y sabrosa comida mexicana puso broche de oro al paso de aquella inolvidable jornada. 


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