martes, 3 de enero de 2017

18.- Relatos, Fábulas y Leyendas

18.- MILAGRO EN BIZANCIO.



Las campanas de la bella e imponente basílica de Santa Sofía, en Constantinopla, daban sus últimos tañidos, antes de consumirse el tumultuoso siglo XIII, y el otrora poderoso e invencible Imperio Bizantino se debatía en un mar de penurias y deterioro, rodeado de amenazas.
Reinaba en Bizancio, desde el año 1282, el emperador Andrónico II Paleólogo, hombre inseguro de carácter débil y poseído de escaso talento político, aunque adornara su figura un profundo sentimiento religioso.
La endeble naturaleza de su temperamento propició que fuera su hijo Miguel quien manejara las riendas del gobierno del Imperio Bizantino, para desgracia de sus súbditos.
Era Miguel una persona disoluta, falaz, déspota y disipador. Amante de festines, orgías y bacanales, hizo que la situación del Imperio se fuera deteriorando día a día. El excesivo fasto, la mala administración, los gastos del ejército mercenario -la operatividad del ejército imperial había decaído hasta el extremo de necesitar la ayuda de mercenarios alanos para defender sus amenazadas fronteras-, y la rapiña de los invasores latinos durante las primeras cruzadas, habían dejado exhaustas las arcas imperiales.
El Imperio se veía amenazado por francos y tropas del Sacro Imperio Romano en sus límites occidentales. Por el norte, debían hacer frente a las frecuentes incursiones de temibles hordas de guerreros lantzauros y en oriente, los ejércitos otomanos del sultán Omar I cruzaban los desfiladeros de los Montes Tauro y amenazaban conquistar la península de Anatolia.
Para mayor desgracia, navíos venecianos, genoveses y pisanos se enseñorearon de los mares de aquella parte del Mediterráneo. Aprovecharon la debilidad de la marina imperial para, valiéndose de esa posición hegemónica, acaparar el comercio entre Oriente y Occidente y cobrar fuertes tributos a los mercantes imperiales.
Se comprende así que la moral de la ciudadanía no estuviera en su mayor nivel de confianza. Más aún cuando, al acercarse el final del siglo, una legión de visionarios se empeñara en predicar la llegada del fin del Mundo, en el mismo momento de producirse el tránsito.
Unos insólitos acontecimientos, que tuvieron lugar durante el año 1299, fueron tomados por los bizantinos como nefastos augurios, anunciadores de grandes y dolorosos males, durante el devenir del nuevo siglo.
Así, en la madrugada del día 5 de julio, la luna, que se hallaba en un avanzado cuarto creciente y aún brillaba por occidente sobre Constantinopla, la capital del Imperio, comenzó a oscurecerse y a las seis y media desapareció por completo del firmamento.
El extraño fenómeno mantuvo a la población amedrentada durante todo el día, y aunque al anochecer volvió a lucir como siempre y a recorrer su órbita acostumbrada, no fue suficiente para hacerles olvidar el desasosiego que sobrecogió el ánimo de las gentes al despuntar esa misma mañana.
Al día siguiente, a la misma hora de la madrugada anterior, un fuerte temblor sacudió la ciudad durante casi dos minutos. Muros y cimientos se resquebrajaron, al tiempo que se derrumbaba una gran cantidad de edificios. La población, ganada por un gran espanto, huía despavorida de sus inestables edificios, tratando de salvar la vida, sin que muchos lo lograran.
Eso no fue todo. Al cabo de una hora, las personas situadas en el alto de las murallas y otros sitios elevados vieron formarse en el horizonte del mar una gigantesca ola, que se movía con rapidez en dirección a la ciudad.
Por fortuna, un sacerdote de la corte, que oraba ante una imagen de la Virgen, en una estancia elevada del Palacio Blaquernae, la vio llegar. Tomó el milagroso icono de la Señora, llamada la Blachernitissa, lo asomó por un ventanal y gritó con todas sus fuerzas:
-¡Madre de Dios, sálvanos!
Y en ese instante, la enorme ola, que lamía ya las murallas y asomaba su agitaba espuma como diez varas por encima de ellas, quedó inmóvil un momento y, en seguida, se retiró mansamente sin producir daño alguno.
El milagro vino a engrosar una larga lista de portentos, atribuidos a esta imagen de Nuestra Señora.
El milagroso icono tiene relieve, está confeccionado con ceras coloreadas, embebidas de los Santos Óleos y amasadas con cenizas de los mártires del siglo VII.
A pesar del milagroso suceso, todo Bizancio quedó convencido de que el nuevo siglo XIV, aun sin ocurrir el fin del Mundo, vendría seguido de dolor, sufrimiento y muchas penalidades.
No andaban equivocados. El 27 de julio de 1302, el ejército bizantino, mandado por el heteriarca Mouzalon, se enfrentó al otomano, con el sultán Omar I a la cabeza, en la llanura de Bafea, entre Nicomedia y Nicea. Las tropas mercenarias de alanos, encuadradas en las filas bizantinas, desertaron pronto y los otomanos infringieron al resto del ejército bizantino una derrota total. Después asolaron los territorios griegos de Anatolia, hasta asomarse al estrecho del Bósforo y contemplar, codiciosos, la resplandeciente ciudad de Constantinopla, capital y corazón del Imperio Bizantino.
Viéndose perdido, Andrónico pidió ayuda al rey de Sicilia, Federico III, y este envió en su socorro a quince mil almogávares aragoneses y catalanes, mandados por un caballero de origen alemán llamado Rutger Blume -Roger de Flor-, que protagonizarían una heroica y legendaria  página de la Historia.
Pero ese es otro relato.


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