18.-
MILAGRO EN BIZANCIO.
Las
campanas de la bella e imponente basílica de Santa Sofía, en Constantinopla,
daban sus últimos tañidos, antes de consumirse el tumultuoso siglo XIII, y el
otrora poderoso e invencible Imperio Bizantino se debatía en un mar de penurias
y deterioro, rodeado de amenazas.
Reinaba
en Bizancio, desde el año 1282, el emperador Andrónico II Paleólogo, hombre
inseguro de carácter débil y poseído de escaso talento político, aunque
adornara su figura un profundo sentimiento religioso.
La
endeble naturaleza de su temperamento propició que fuera su hijo Miguel quien
manejara las riendas del gobierno del Imperio Bizantino, para desgracia de sus
súbditos.
Era
Miguel una persona disoluta, falaz, déspota y disipador. Amante de festines, orgías
y bacanales, hizo que la situación del Imperio se fuera deteriorando día a día.
El excesivo fasto, la mala administración, los gastos del ejército mercenario
-la operatividad del ejército imperial había decaído hasta el extremo de
necesitar la ayuda de mercenarios alanos para defender sus amenazadas
fronteras-, y la rapiña de los invasores latinos durante las primeras cruzadas,
habían dejado exhaustas las arcas imperiales.
El
Imperio se veía amenazado por francos y tropas del Sacro Imperio Romano en sus
límites occidentales. Por el norte, debían hacer frente a las frecuentes
incursiones de temibles hordas de guerreros lantzauros y en oriente, los
ejércitos otomanos del sultán Omar I cruzaban los desfiladeros de los Montes
Tauro y amenazaban conquistar la península de Anatolia.
Para
mayor desgracia, navíos venecianos, genoveses y pisanos se enseñorearon de los
mares de aquella parte del Mediterráneo. Aprovecharon la debilidad de la marina
imperial para, valiéndose de esa posición hegemónica, acaparar el comercio
entre Oriente y Occidente y cobrar fuertes tributos a los mercantes imperiales.
Se
comprende así que la moral de la ciudadanía no estuviera en su mayor nivel de
confianza. Más aún cuando, al acercarse el final del siglo, una legión de
visionarios se empeñara en predicar la llegada del fin del Mundo, en el mismo
momento de producirse el tránsito.
Unos
insólitos acontecimientos, que tuvieron lugar durante el año 1299, fueron
tomados por los bizantinos como nefastos augurios, anunciadores de grandes y
dolorosos males, durante el devenir del nuevo siglo.
Así,
en la madrugada del día 5 de julio, la luna, que se hallaba en un avanzado
cuarto creciente y aún brillaba por occidente sobre Constantinopla, la capital
del Imperio, comenzó a oscurecerse y a las seis y media desapareció por
completo del firmamento.
El
extraño fenómeno mantuvo a la población amedrentada durante todo el día, y
aunque al anochecer volvió a lucir como siempre y a recorrer su órbita
acostumbrada, no fue suficiente para hacerles olvidar el desasosiego que
sobrecogió el ánimo de las gentes al despuntar esa misma mañana.
Al
día siguiente, a la misma hora de la madrugada anterior, un fuerte temblor
sacudió la ciudad durante casi dos minutos. Muros y cimientos se
resquebrajaron, al tiempo que se derrumbaba una gran cantidad de edificios. La
población, ganada por un gran espanto, huía despavorida de sus inestables
edificios, tratando de salvar la vida, sin que muchos lo lograran.
Eso
no fue todo. Al cabo de una hora, las personas situadas en el alto de las
murallas y otros sitios elevados vieron formarse en el horizonte del mar una
gigantesca ola, que se movía con rapidez en dirección a la ciudad.
Por
fortuna, un sacerdote de la corte, que oraba ante una imagen de la Virgen, en
una estancia elevada del Palacio Blaquernae, la vio llegar. Tomó el milagroso
icono de la Señora, llamada la
Blachernitissa, lo asomó por un ventanal y gritó con todas sus fuerzas:
-¡Madre
de Dios, sálvanos!
Y en
ese instante, la enorme ola, que lamía ya las murallas y asomaba su agitaba
espuma como diez varas por encima de ellas, quedó inmóvil un momento y, en
seguida, se retiró mansamente sin producir daño alguno.
El
milagro vino a engrosar una larga lista de portentos, atribuidos a esta imagen
de Nuestra Señora.
El
milagroso icono tiene relieve, está confeccionado con ceras coloreadas,
embebidas de los Santos Óleos y amasadas con cenizas de los mártires del siglo
VII.
A
pesar del milagroso suceso, todo Bizancio quedó convencido de que el nuevo
siglo XIV, aun sin ocurrir el fin del Mundo, vendría seguido de dolor,
sufrimiento y muchas penalidades.
No
andaban equivocados. El 27 de julio de 1302, el ejército bizantino, mandado por
el heteriarca Mouzalon, se enfrentó al otomano, con el sultán Omar I a la
cabeza, en la llanura de Bafea, entre Nicomedia y Nicea. Las tropas mercenarias
de alanos, encuadradas en las filas bizantinas, desertaron pronto y los
otomanos infringieron al resto del ejército bizantino una derrota total.
Después asolaron los territorios griegos de Anatolia, hasta asomarse al
estrecho del Bósforo y contemplar, codiciosos, la resplandeciente ciudad de
Constantinopla, capital y corazón del Imperio Bizantino.
Viéndose
perdido, Andrónico pidió ayuda al rey de Sicilia, Federico III, y este envió en
su socorro a quince mil almogávares aragoneses y catalanes, mandados por un
caballero de origen alemán llamado Rutger Blume -Roger de Flor-, que
protagonizarían una heroica y legendaria página de la Historia.
Pero
ese es otro relato.
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