lunes, 20 de junio de 2016

12.1 Relatos, Fábulas y Leyendas

12.1- VIAJE POR ANTIGUAS TIERRAS HISPANAS


 Fundación de Santiago de Chile. Lienzo de Pedro Lira.

-¿Yayo, has estado alguna vez en América? –me preguntó mi nieta Isabel, 17 años, la nieta más guapa de todas las nietas que en el mundo han sido.
-Sí, varias veces. ¿Por qué?
-Porque seguro que has tenido allí alguna historia emocionante. Cuéntamela, anda, por fa.
-¡Qué va! Mis viajes fueron siempre por asuntos de negocio. Muy poco interesantes, como podrás imaginar.
-Aun así, cuéntame algo de alguno de tus viajes por aquellos países, tan lejanos y fascinantes.
-Bueno, sea. Pero te aseguro que te vas a aburrir  –advertí y rebusqué en mis recuerdos para complacerle. 
Era un soleado día de julio del año 1985, cuando me hallaba volando hacia La Paz, capital de Bolivia, apechugando con la destemplanza que me provoca la inquietante sensación de estar suspendido, sobre las nubes, en un artilugio mucho más pesado que el aire.
Se trataba de un viaje de trabajo de una cierta indefinición, ya que debía proporcionar apoyo técnico a nuestros, recién estrenados, representantes de Bolivia, Perú y Chile, sin conocer el alcance de sus necesidades
Esta situación se produjo a causa de la ocurrencia del “mandamás” de la central alemana de traspasar a su filial española –nuestra empresa- la responsabilidad del comercio con Iberoamérica. Estaba harto del continuo desencuentro con sus distribuidores en aquel continente a causa de su peculiar idiosincrasia, tan diferente a la alemana. Sospecho, y treinta años de convivencia con mis colegas alemanes avalan el rigor de mi sospecha, que su decisión respondía menos a la estimación de nuestra eficiencia, y más a su íntima convicción de que, al ser los españoles casi tan cantamañanas como ellos, podríamos entendernos mejor. Esperaba, gracias a esta chusca idea, obtener el eventual resultado de una mejoría en nuestras relaciones comerciales. 
Por nuestra parte, se hacía necesario explorar la situación real de nuestros nuevos colaboradores en el contexto económico de estos países. Alguien de nuestra compañía debía cumplir dicho cometido.
Y por más que lo intenté, lo juro, no pude escurrir el bulto y así me vi envuelto en esta latosa misión.
Es curioso, pero siempre que cruzo “el charco”,  vuelvo a sentir las mismas sensaciones, al contemplar los innumerables y caprichosos rizos plateados que alfombran la superficie del océano. Vistos desde una altura de 10 ó 12.000 metros, semejan diminutas lucecillas bailando una extraña danza al sincopado son de una inaudible melodía.
Pero no nos engañemos, esos minúsculos brillos corresponden a olas de cinco a seis metros. O  más.
¿Cuáles son esas sensaciones? Bueno, no son demasiado originales. Pienso en los primeros españoles que se embarcaron en aquella descabellada aventura de cruzar el Atlántico. Claro, que ellos lo hicieron montados sobre un frágil e inestable cascarón, con penuria de agua y alimentos, limitados por la escasez de espacio, ocupado por hombres, caballos, animales y enseres, todos ellos en completa y bien revuelta compañía.
Eran un puñado de hombres, con la misión de descubrir una nueva ruta hacia las Indias Orientales y de conquistar tierras para la corona de España.
Tremenda osadía, pues según el testimonio de Marco Polo, que realizó ese viaje a la inversa más de cien años antes, se conocía la existencia de un inmenso imperio, defendido por grandes ejércitos, bien armados y con probada pericia en las labores de la guerra.
Han transcurrido poco más de cuatro siglos -son apenas nada, a nivel cósmico- y yo puedo hacer este viaje en unas pocas horas, confortablemente sentado y bien atendido por el personal de a bordo. ¡Y todavía me quejo de incomodidad! No me digas que no es digna de admirar aquella heroica gesta.
Sí, ya sé que en estos tiempos ha nacido un nuevo deporte que consiste en denostar la labor realizada por aquellos valientes. También estoy seguro de que alguno de ellos cometería las mayores barbaridades, pero júzguense estas en el contexto de su época. Después: que tire la piedra…
Pues si ya es una gran memez juzgar hechos de siglos atrás, con leyes y mentalidad actuales, fuera del contexto en que se produjeron, mucho mayor es condenar toda la labor realizada por sus autores, ignorando los bienes que sin duda produjeron, a cuenta de los males que algunos hubieran podido ocasionar.
Con estas y algunas otras reflexiones, llegué hasta la capital de Bolivia, La Paz.
Allí mis gestiones terminaron pronto. El país, sumido en una pobreza endémica, causada durante siglos por la ineptitud y rapiña de sus gobernantes, se veía atenazado económicamente por una hiperinflación galopante. En el momento de mi llegada a Bolivia, las esperanzas de un cambio sustancial en esta triste situación se hallaban depositadas en el recién elegido presidente Víctor Paz Estenssoro.
Pero en lo que se refiere a nuestro negocio, poco había que hacer y hablar: su inflación no nos afectaba ya que los contratos se hacían en dólares. Además, era el propio Gobierno de Bolivia quien convocaba y negociaba los acopios, consistentes en herramientas de minería. Sin otra labor que tratar los detalles propios de nuestra relación comercial, dos días más tarde me encontraba, de nuevo, volando hacia Lima, la capital del Perú y la “Perla” de las Españas de ultramar en la época colonial.
De igual modo que en Bolivia, poco trabajo me dio nuestro representante en Perú.
La actividad industrial y minera estaba siendo seriamente afectada por una crisis económica y social de proporciones gigantescas.
El brutal incremento de la inflación, la incapacidad de hacer frente a la enorme y creciente deuda externa, la baja de los precios de los minerales y las acciones terroristas del grupo guerrillero Sendero Luminoso, acabaron con las esperanzas depositadas en Fernando Belaunde Terry, primer presidente de la nación, tras la caída de la dictadura militar.
Se daba la circunstancia de que el día 28 de este mes de julio, Alán García Pérez del Partido Aprista tomaría posesión de la Presidencia de la República, al haber vencido en las últimas elecciones presidenciales.
Como en el caso de Bolivia, también aquí la mayoría de la ciudadanía se hallaba ilusionada con un cambio que permitiera una mejora sustancial en sus condiciones de vida. Justicia, trabajo y pan, pedían.
Por desgracia, tanto Paz Estenssoro como Alán García fracasarían en ese empeño, y sus respectivos países seguirían sufriendo, corregidas y aumentadas, las calamitosas carencias de siempre.
Tras otros dos días de estancia –recomiendo el hotel Quinta Miraflores: esmerado trato en un lugar apacible…o al menos entonces así lo era-, en los que apenas pude admirar un poquito de la hermosa y bien cuidada  arquitectura colonial, me puse en viaje hacia Valparaíso, mi último destino en tierras americanas.
Durante el vuelo, recibí la primera sorpresa de las muchas que viviría en mi visita a Chile: Al sobrevolar las pampas de Jumana, en el desierto de Nazca, entre las poblaciones de Nazca y Palpa, todavía en Perú, el piloto nos advirtió de que lo hacíamos sobre las célebres y misteriosas líneas de Nazca.
Miré hacia abajo sin mucho entusiasmo, pero hice bien. Sobre la tierra calcinada del desierto, alcancé a ver, con increíble nitidez, una inmensa y variada ilustración esculpida en la superficie del suelo, de tan rara y sorprendente naturaleza que me dejó perplejo.
Cientos de líneas rectas, cinceladas con trazo firme sobre el reseco suelo, se entrecruzaban para formar caprichosos triángulos y se perdían en el horizonte, con tal dimensión que bien podrían alcanzar los 20 ó 30 Km.
Al mismo tiempo, y entre ellas, destacaban grandes dibujos, delineados con asombrosa perfección de trazo. Pude distinguir un mono, una araña y un pájaro. Algo alejado vi la silueta de un hombre, diseñado de una forma mucho más tosca.
La visión de estas extrañas líneas duró unos pocos minutos, pero fueron suficientes para quedar fascinado. Entenderlas era otra cosa. Cómo, quién, por qué y para qué las hicieron, está fuera de cualquier entendimiento: son uno de esos insondables misterios con los que nuestros ancestros señalaron su paso por la Tierra.
Nada más llegar a Valparaíso, recibí la segunda gran sorpresa. A diferencia de Bolivia y Perú, aquí se apreciaba una más que notable pujanza en la actividad económica de todo tipo. Se palpaba en el ambiente. En el ir y venir de las gentes. Era como un oasis de bonanza en medio del cataclismo social que imperaba en la mayor parte del cono sur del continente americano.
Esta impresión me fue confirmada al tratar con el propietario de la compañía que nos representaba allí, un activo y competente chileno de apellido alemán.
Su oficina, situada en la parte comercial de Valparaíso, a un tiro de piedra de su dinámico puerto, contaba con una docena de empleados, además de otros tantos agentes de calle, que recorrían el país de norte a sur visitando clientes. En ella reinaba una actividad febril, absolutamente distinta a la que tuve la oportunidad de presenciar en las otras dos agencias de los representantes de Bolivia y Perú.
Fue una especial y grata sorpresa comprobar la forma tan eficaz y pronta con la que los chilenos habían superado la profunda crisis de principios de los 80.
No menos espectacular y diligente debió ser la reparación de los daños producidos por el violento terremoto que sacudió a medio Chile, en marzo de aquel mismo año. Habían transcurrido poco más de cuatro meses y quedaban muy pocos rastros de los destrozos que se supone debe ocasionar un movimiento sísmico de grado 7,8 en la escala de Richter.
Por aquel entonces, la estrella del dictador Augusto Pinochet comenzaba a declinar, empalidecida por las frecuentes protestas estudiantiles, sindicales y de diversas organizaciones de izquierda. Sin embargo, todavía contaba con bastante apoyo popular, más del que suponía antes de mi llegada a Chile, al menos en el medio donde yo me movía. Quizás su condición de porteño le favorecía aquí en Valparaíso, o tal vez pesaba más, en el ánimo de mucha gente, disponer de pan y trabajo que de la ausente justicia –la cual, dicho sea de paso y entre paréntesis, no suele abundar en cualquier sistema de gobierno para gran parte de la población.
Recuerdo que, durante una de tantas comidas de trabajo con mis colegas, alguien comentó los enormes problemas económicos que se estaban sucediendo en Argentina, con Ricardo Alfonsín como presidente de la República. Otro comensal intervino al momento:
-Pues no hay problema. Les prestamos a Don Augusto unas semanas y él les arregla el bochinche para siempre.
La frase fue acogida con general regocijo.
En otra ocasión, la tertulia se deslizó hacia sendas algo más delicadas para mí, al tocar ese maldito e inevitable tema de la Conquista Española de América.
Un tertuliano se refirió, con aviesa intención sin duda, al discurso que aparecía en un diario local, en defensa de los movimientos indigenistas y, cómo no, denunciando la brutal masacre de indígenas por parte de los conquistadores españoles.
No suelo discutir asuntos de esta naturaleza que considero vanos y huérfanos de rigor, pero en esta ocasión me pareció forzoso entrar al trapo, incitado quizás por mi trasnochado patriotismo. Lo hice, sin embargo, con marcado acento de humilde disculpa:
-Miren Vds.: En mis viajes por Estados Unidos, jamás me he cruzado con un indígena. En cambio en todos los países de habla hispana que he visitado, he tenido la oportunidad de observar a una inmensa mayoría de gente indígena o mestiza, en las calles, mercados u otros lugares públicos. ¿Que murieron algunos en combate? Seguro, pero de allí a esa denuncia de crimen generalizado va un gran trecho.
Para mi sorpresa, casi todos los presentes me dieron la razón. ¿Quizás por cortesía? Tal vez. Pudiera ser que influyera, en aquel trato amable, la admiración que había despertado en ellos nuestra sosegada transición de la dictadura a la democracia y los avances económicos que se produjeron en los años posteriores.
-¡Pues claro, Ingeniero! –intervino uno de ellos- En la guerra como en la guerra. Si les hubiera sido posible, nuestros inditos se hubieran comido crudos los higadillos de sus conquistadores.
El mismo primer malaje, insatisfecho al parecer del resultado de su insidiosa trama, sacó a relucir el otro tema estrella: el oro “llevado” por los españoles.
En este no tuve necesidad de mediar, ya que, de nuevo, la mayoría se puso a mi lado, siendo encabezada la reacción por Don Julio, el propietario de la Compañía.
-¡Ah, qué harto estoy de oír esa tontería! –dijo- El oro que se llevaron los españoles nunca perteneció al pueblo americano, sino a sus reyezuelos. En realidad, ese oro lo perdimos al hacernos independientes, pues mientras fuimos España fue nuestro también. ¿O creen Vds. que las escuelas, hospitales, templos, puertos, vías de comunicación y tantas obras y edificios como se construyeron, se hicieron sin plata? Nuestros problemas no vienen de la falta de recursos, que nos sobran, sino de nuestra probada y centenaria incapacidad para organizarnos racionalmente. Además y para colmo de males, desde nuestra “gloriosa” independencia, la mayoría de nuestros gobernantes han sido truhanes que han estrujado nuestros bolsillos o, aún peor, déspotas de la peor especie, ávidos de poder, violencia y riquezas.
-Tiene toda la razón, Don Julio –se apresuró a decir el que debía ser el “pelota” del grupo-, que si algo se llevaron, aquí quedaron joyas tan impagables como la palabra de Cristo y ese preciado tesoro de nuestra querida lengua española.
-Sí, sí –terció otro comensal-. Me duele que la historia del continente, tras la Independencia, sea una continuada relación de violencia y crímenes, tan alejada a los ideales de libertad, igualdad y prosperidad que abanderaron nuestros líderes, al promover nuestra separación con España.
Tal como se desarrollaba la discusión, no me quedaba otro remedio que intentar atemperar los ánimos, que se iban caldeando conforme avanzaba el ágape y, de su mano, aumentaba de igual modo, el consumo del buen vino de Limarí, abundantemente servido.
-Bueno, en España también hemos tenido lo nuestro. Lo suficiente para no pretender ser ejemplo de nada ni ante nadie. Durante el siglo XIX y bien cumplido el XX, no hemos conocido otra cosa que injusticia, violencia, guerras civiles y la ruina que todo esto trae. Por fortuna, llevamos unos años en los que el sentido común y los deseos de paz y convivencia parecen haber ganado a nuestro bronco carácter. Ahora estamos recogiendo el fruto de este cambio al disponer de una aceptable situación económica y social. ¡Ojalá dure!
Estas palabras llevaron la discusión a términos más calmados, no sin antes reconocer que ahora en España las cosas se habían hecho bien. Y así entramos en los temas del negocio que nos había llevado hasta allí.


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