12.1- VIAJE POR
ANTIGUAS TIERRAS HISPANAS
Fundación de Santiago
de Chile. Lienzo de Pedro Lira.
-¿Yayo, has estado
alguna vez en América? –me preguntó mi nieta Isabel, 17 años, la nieta más
guapa de todas las nietas que en el mundo han sido.
-Sí, varias veces.
¿Por qué?
-Porque seguro que
has tenido allí alguna historia emocionante. Cuéntamela, anda, por fa.
-¡Qué va! Mis viajes
fueron siempre por asuntos de negocio. Muy poco interesantes, como podrás
imaginar.
-Aun así, cuéntame
algo de alguno de tus viajes por aquellos países, tan lejanos y fascinantes.
-Bueno, sea. Pero te
aseguro que te vas a aburrir –advertí y
rebusqué en mis recuerdos para complacerle.
Era un soleado día de
julio del año 1985, cuando me hallaba volando hacia La Paz, capital de Bolivia,
apechugando con la destemplanza que me provoca la inquietante sensación de
estar suspendido, sobre las nubes, en un artilugio mucho más pesado que el
aire.
Se trataba de un
viaje de trabajo de una cierta indefinición, ya que debía proporcionar apoyo
técnico a nuestros, recién estrenados, representantes de Bolivia, Perú y Chile,
sin conocer el alcance de sus necesidades
Esta situación se
produjo a causa de la ocurrencia del “mandamás” de la central alemana de
traspasar a su filial española –nuestra empresa- la responsabilidad del
comercio con Iberoamérica. Estaba harto del continuo desencuentro con sus
distribuidores en aquel continente a causa de su peculiar idiosincrasia, tan
diferente a la alemana. Sospecho, y treinta años de convivencia con mis colegas
alemanes avalan el rigor de mi sospecha, que su decisión respondía menos a la
estimación de nuestra eficiencia, y más a su íntima convicción de que, al ser
los españoles casi tan cantamañanas como ellos, podríamos entendernos mejor.
Esperaba, gracias a esta chusca idea, obtener el eventual resultado de una
mejoría en nuestras relaciones comerciales.
Por nuestra parte, se
hacía necesario explorar la situación real de nuestros nuevos colaboradores en
el contexto económico de estos países. Alguien de nuestra compañía debía
cumplir dicho cometido.
Y por más que lo
intenté, lo juro, no pude escurrir el bulto y así me vi envuelto en esta latosa
misión.
Es curioso, pero
siempre que cruzo “el charco”, vuelvo a
sentir las mismas sensaciones, al contemplar los innumerables y caprichosos
rizos plateados que alfombran la superficie del océano. Vistos desde una altura
de 10 ó 12.000 metros, semejan diminutas lucecillas bailando una extraña danza
al sincopado son de una inaudible melodía.
Pero no nos
engañemos, esos minúsculos brillos corresponden a olas de cinco a seis metros.
O más.
¿Cuáles son esas
sensaciones? Bueno, no son demasiado originales. Pienso en los primeros
españoles que se embarcaron en aquella descabellada aventura de cruzar el
Atlántico. Claro, que ellos lo hicieron montados sobre un frágil e inestable
cascarón, con penuria de agua y alimentos, limitados por la escasez de espacio,
ocupado por hombres, caballos, animales y enseres, todos ellos en completa y
bien revuelta compañía.
Eran un puñado de
hombres, con la misión de descubrir una nueva ruta hacia las Indias Orientales
y de conquistar tierras para la corona de España.
Tremenda osadía, pues
según el testimonio de Marco Polo, que realizó ese viaje a la inversa más de
cien años antes, se conocía la existencia de un inmenso imperio, defendido por
grandes ejércitos, bien armados y con probada pericia en las labores de la
guerra.
Han transcurrido poco
más de cuatro siglos -son apenas nada, a nivel cósmico- y yo puedo hacer este
viaje en unas pocas horas, confortablemente sentado y bien atendido por el
personal de a bordo. ¡Y todavía me quejo de incomodidad! No me digas que no es digna
de admirar aquella heroica gesta.
Sí, ya sé que en
estos tiempos ha nacido un nuevo deporte que consiste en denostar la labor
realizada por aquellos valientes. También estoy seguro de que alguno de ellos
cometería las mayores barbaridades, pero júzguense estas en el contexto de su
época. Después: que tire la piedra…
Pues si ya es una
gran memez juzgar hechos de siglos atrás, con leyes y mentalidad actuales,
fuera del contexto en que se produjeron, mucho mayor es condenar toda la labor
realizada por sus autores, ignorando los bienes que sin duda produjeron, a
cuenta de los males que algunos hubieran podido ocasionar.
Con estas y algunas
otras reflexiones, llegué hasta la capital de Bolivia, La Paz.
Allí mis gestiones
terminaron pronto. El país, sumido en una pobreza endémica, causada durante
siglos por la ineptitud y rapiña de sus gobernantes, se veía atenazado
económicamente por una hiperinflación galopante. En el momento de mi llegada a
Bolivia, las esperanzas de un cambio sustancial en esta triste situación se
hallaban depositadas en el recién elegido presidente Víctor Paz Estenssoro.
Pero en lo que se
refiere a nuestro negocio, poco había que hacer y hablar: su inflación no nos
afectaba ya que los contratos se hacían en dólares. Además, era el propio Gobierno
de Bolivia quien convocaba y negociaba los acopios, consistentes en
herramientas de minería. Sin otra labor que tratar los detalles propios de
nuestra relación comercial, dos días más tarde me encontraba, de nuevo, volando
hacia Lima, la capital del Perú y la “Perla” de las Españas de ultramar en la
época colonial.
De igual modo que en
Bolivia, poco trabajo me dio nuestro representante en Perú.
La actividad
industrial y minera estaba siendo seriamente afectada por una crisis económica
y social de proporciones gigantescas.
El brutal incremento
de la inflación, la incapacidad de hacer frente a la enorme y creciente deuda
externa, la baja de los precios de los minerales y las acciones terroristas del
grupo guerrillero Sendero Luminoso, acabaron con las esperanzas depositadas en
Fernando Belaunde Terry, primer presidente de la nación, tras la caída de la
dictadura militar.
Se daba la
circunstancia de que el día 28 de este mes de julio, Alán García Pérez del
Partido Aprista tomaría posesión de la Presidencia de la República, al haber
vencido en las últimas elecciones presidenciales.
Como en el caso de
Bolivia, también aquí la mayoría de la ciudadanía se hallaba ilusionada con un
cambio que permitiera una mejora sustancial en sus condiciones de vida. Justicia,
trabajo y pan, pedían.
Por desgracia, tanto
Paz Estenssoro como Alán García fracasarían en ese empeño, y sus respectivos
países seguirían sufriendo, corregidas y aumentadas, las calamitosas carencias
de siempre.
Tras otros dos días
de estancia –recomiendo el hotel Quinta Miraflores: esmerado trato en un lugar
apacible…o al menos entonces así lo era-, en los que apenas pude admirar un
poquito de la hermosa y bien cuidada
arquitectura colonial, me puse en viaje hacia Valparaíso, mi último
destino en tierras americanas.
Durante el vuelo,
recibí la primera sorpresa de las muchas que viviría en mi visita a Chile: Al
sobrevolar las pampas de Jumana, en el desierto de Nazca, entre las poblaciones
de Nazca y Palpa, todavía en Perú, el piloto nos advirtió de que lo hacíamos
sobre las célebres y misteriosas líneas de Nazca.
Miré hacia abajo sin
mucho entusiasmo, pero hice bien. Sobre la tierra calcinada del desierto,
alcancé a ver, con increíble nitidez, una inmensa y variada ilustración
esculpida en la superficie del suelo, de tan rara y sorprendente naturaleza que
me dejó perplejo.
Cientos de líneas
rectas, cinceladas con trazo firme sobre el reseco suelo, se entrecruzaban para
formar caprichosos triángulos y se perdían en el horizonte, con tal dimensión
que bien podrían alcanzar los 20 ó 30 Km.
Al mismo tiempo, y
entre ellas, destacaban grandes dibujos, delineados con asombrosa perfección de
trazo. Pude distinguir un mono, una araña y un pájaro. Algo alejado vi la
silueta de un hombre, diseñado de una forma mucho más tosca.
La visión de estas
extrañas líneas duró unos pocos minutos, pero fueron suficientes para quedar
fascinado. Entenderlas era otra cosa. Cómo, quién, por qué y para qué las
hicieron, está fuera de cualquier entendimiento: son uno de esos insondables
misterios con los que nuestros ancestros señalaron su paso por la Tierra.
Nada más llegar a
Valparaíso, recibí la segunda gran sorpresa. A diferencia de Bolivia y Perú,
aquí se apreciaba una más que notable pujanza en la actividad económica de todo
tipo. Se palpaba en el ambiente. En el ir y venir de las gentes. Era como un
oasis de bonanza en medio del cataclismo social que imperaba en la mayor parte
del cono sur del continente americano.
Esta impresión me fue
confirmada al tratar con el propietario de la compañía que nos representaba
allí, un activo y competente chileno de apellido alemán.
Su oficina, situada
en la parte comercial de Valparaíso, a un tiro de piedra de su dinámico puerto,
contaba con una docena de empleados, además de otros tantos agentes de calle,
que recorrían el país de norte a sur visitando clientes. En ella reinaba una
actividad febril, absolutamente distinta a la que tuve la oportunidad de
presenciar en las otras dos agencias de los representantes de Bolivia y Perú.
Fue una especial y
grata sorpresa comprobar la forma tan eficaz y pronta con la que los chilenos
habían superado la profunda crisis de principios de los 80.
No menos espectacular
y diligente debió ser la reparación de los daños producidos por el violento
terremoto que sacudió a medio Chile, en marzo de aquel mismo año. Habían
transcurrido poco más de cuatro meses y quedaban muy pocos rastros de los
destrozos que se supone debe ocasionar un movimiento sísmico de grado 7,8 en la
escala de Richter.
Por aquel entonces,
la estrella del dictador Augusto Pinochet comenzaba a declinar, empalidecida
por las frecuentes protestas estudiantiles, sindicales y de diversas
organizaciones de izquierda. Sin embargo, todavía contaba con bastante apoyo
popular, más del que suponía antes de mi llegada a Chile, al menos en el medio
donde yo me movía. Quizás su condición de porteño le favorecía aquí en
Valparaíso, o tal vez pesaba más, en el ánimo de mucha gente, disponer de pan y
trabajo que de la ausente justicia –la cual, dicho sea de paso y entre
paréntesis, no suele abundar en cualquier sistema de gobierno para gran parte
de la población.
Recuerdo que, durante
una de tantas comidas de trabajo con mis colegas, alguien comentó los enormes
problemas económicos que se estaban sucediendo en Argentina, con Ricardo
Alfonsín como presidente de la República. Otro comensal intervino al momento:
-Pues no hay
problema. Les prestamos a Don Augusto unas semanas y él les arregla el
bochinche para siempre.
La frase fue acogida
con general regocijo.
En otra ocasión, la
tertulia se deslizó hacia sendas algo más delicadas para mí, al tocar ese
maldito e inevitable tema de la Conquista Española de América.
Un tertuliano se
refirió, con aviesa intención sin duda, al discurso que aparecía en un diario
local, en defensa de los movimientos indigenistas y, cómo no, denunciando la
brutal masacre de indígenas por parte de los conquistadores españoles.
No suelo discutir
asuntos de esta naturaleza que considero vanos y huérfanos de rigor, pero en
esta ocasión me pareció forzoso entrar al trapo, incitado quizás por mi
trasnochado patriotismo. Lo hice, sin embargo, con marcado acento de humilde
disculpa:
-Miren Vds.: En mis
viajes por Estados Unidos, jamás me he cruzado con un indígena. En cambio en
todos los países de habla hispana que he visitado, he tenido la oportunidad de
observar a una inmensa mayoría de gente indígena o mestiza, en las calles,
mercados u otros lugares públicos. ¿Que murieron algunos en combate? Seguro,
pero de allí a esa denuncia de crimen generalizado va un gran trecho.
Para mi sorpresa,
casi todos los presentes me dieron la razón. ¿Quizás por cortesía? Tal vez.
Pudiera ser que influyera, en aquel trato amable, la admiración que había
despertado en ellos nuestra sosegada transición de la dictadura a la democracia
y los avances económicos que se produjeron en los años posteriores.
-¡Pues claro,
Ingeniero! –intervino uno de ellos- En la guerra como en la guerra. Si les
hubiera sido posible, nuestros inditos se hubieran comido crudos los higadillos
de sus conquistadores.
El mismo primer
malaje, insatisfecho al parecer del resultado de su insidiosa trama, sacó a
relucir el otro tema estrella: el oro “llevado” por los españoles.
En este no tuve
necesidad de mediar, ya que, de nuevo, la mayoría se puso a mi lado, siendo
encabezada la reacción por Don Julio, el propietario de la Compañía.
-¡Ah, qué harto estoy
de oír esa tontería! –dijo- El oro que se llevaron los españoles nunca
perteneció al pueblo americano, sino a sus reyezuelos. En realidad, ese oro lo
perdimos al hacernos independientes, pues mientras fuimos España fue nuestro
también. ¿O creen Vds. que las escuelas, hospitales, templos, puertos, vías de
comunicación y tantas obras y edificios como se construyeron, se hicieron sin
plata? Nuestros problemas no vienen de la falta de recursos, que nos sobran,
sino de nuestra probada y centenaria incapacidad para organizarnos
racionalmente. Además y para colmo de males, desde nuestra “gloriosa”
independencia, la mayoría de nuestros gobernantes han sido truhanes que han
estrujado nuestros bolsillos o, aún peor, déspotas de la peor especie, ávidos
de poder, violencia y riquezas.
-Tiene toda la razón,
Don Julio –se apresuró a decir el que debía ser el “pelota” del grupo-, que si
algo se llevaron, aquí quedaron joyas tan impagables como la palabra de Cristo
y ese preciado tesoro de nuestra querida lengua española.
-Sí, sí –terció otro
comensal-. Me duele que la historia del continente, tras la Independencia, sea
una continuada relación de violencia y crímenes, tan alejada a los ideales de
libertad, igualdad y prosperidad que abanderaron nuestros líderes, al promover
nuestra separación con España.
Tal como se
desarrollaba la discusión, no me quedaba otro remedio que intentar atemperar
los ánimos, que se iban caldeando conforme avanzaba el ágape y, de su mano,
aumentaba de igual modo, el consumo del buen vino de Limarí, abundantemente
servido.
-Bueno, en España
también hemos tenido lo nuestro. Lo suficiente para no pretender ser ejemplo de
nada ni ante nadie. Durante el siglo XIX y bien cumplido el XX, no hemos
conocido otra cosa que injusticia, violencia, guerras civiles y la ruina que
todo esto trae. Por fortuna, llevamos unos años en los que el sentido común y
los deseos de paz y convivencia parecen haber ganado a nuestro bronco carácter.
Ahora estamos recogiendo el fruto de este cambio al disponer de una aceptable
situación económica y social. ¡Ojalá dure!
Estas palabras
llevaron la discusión a términos más calmados, no sin antes reconocer que ahora
en España las cosas se habían hecho bien. Y así entramos en los temas del
negocio que nos había llevado hasta allí.
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