sábado, 2 de abril de 2016

11.- Relatos, Fábulas y Leyendas

11.- A propósito de Desayuno con Partículas
de
Sonia Fernández-Vidal
 

 




Acabo de terminar la lectura de este libro y he sentido la impresión de haberlo hecho con algo escrito o pensado por mí, hace mucho tiempo. Es una sensación que va más allá de los detalles y de sus prolijas especificaciones, desde luego. Se trata del sentimiento producido por el conjunto de la obra o, si se quiere, del meollo, tono, espíritu o sustancia de este notable trabajo.

No me extraña que mi buen amigo Paco pensara en mí al leerla: ¡Hay tantas vivencias, pensamientos e ideas acumuladas en estas páginas, que podría firmar como propias...!

Es obligado decir que la obra está estructurada con precisión matemática, como corresponde a una mente científica, que posee el hábito del trabajo concienzudo y metódico. Sin embargo, la autora no olvida, ni por un momento, que se trata de una obra de divulgación científica sobre la Física cuántica e intenta, tanto como puede, introducir en ella elementos de amenidad, con divertidas anécdotas y entretenidos diálogos en sucesivos desayunos.

No debo olvidar ese rosario de impactantes frases o sentencias, tan oportunas como sabias, dichas o escritas por personalidades pertenecientes de la más alta y distinguida aula científica o literaria, que sirven de inestimable aderezo a cada capítulo.

Un interesante hallazgo representa el viaje en el tiempo que realiza la autora, junto a un amigo, lego casi absoluto en asuntos científicos. Su compañía, tanto durante los viajes como en sus comunes desayunos, le servirá para ir deshaciendo, en animados diálogos, las dudas o incomprensiones que aparecen en su amigo y que resulta previsible que se reproduzcan también en el lector.

Analiza o muestra así la variación de la Física y, por ende, del pensamiento científico a través los tiempos, desde los antiguos griegos hasta nuestros días, deteniendo su interesante y revelador periplo en los siglos XVII y XVIII, donde los racionalistas dictaron sus leyes, apoyados en la física clásica o mecánica, que habría de acompañarnos hasta los comienzos del siglo XX.

Y no podría ser más significativo e pedagógico este viaje. Los filósofos griegos, esos maestros del pensamiento, guiados solo por la intuición y su buen juicio, pues apenas disponían de otros elementos de conocimiento que sus sentidos, trataron de dar comprensión a la existencia del universo y a la suya propia. Claro que, con solo el soporte de una física incipiente, debieron apoyarse en motivos filosóficos o metafísicos para enunciar sus teorías.

De este modo escucharán disertar a Aristóteles y Platón, y conocerán la forma en que acuden al concepto de Dios, al considerarle el primer generador del movimiento, o también, como la suma perfección dentro del mundo ideal, ante el insalvable escollo de aclarar el "principio de todo". No ven otra forma de dar explicación a lo inexplicable y de precisar lo que no se ve ni se siente, pero se imagina.

Poco después, la autora y su negado amigo -él es periodista y, como tal, dispone de una amplia, pero superficial, cultura- viajan hasta el siglo XVII para conocer a Kepler y a Newton. El primero revolucionó la Astronomía con sus leyes sobre el movimiento de los planetas y la descripción de sus órbitas. El segundo hizo lo propio con la Física al enunciar la ley de la gravitación universal y dar a conocer sus trabajos sobre la Óptica, la luz y el cálculo matemático, entre otros, que sentaron las bases de la Física Clásica.

Los avances científicos de Kepler y Newton dieron soporte al movimiento racionalista, iniciado por Rene Descartes unos años antes, que dominará el pensamiento europeo durante los tres siglos siguientes. La razón es, para sus partidarios, la única fuente del conocimiento. Todo actúa siguiendo la ley de gravitación universal, el principio de la acción y reacción, así como el de causa y efecto. Todo es materia en el Universo, por tanto, se puede ver, tocar y medir y nada escapa a la formulación matemática. Solo una fuerza lo mueve: la fuerza gravitatoria.

Ni qué decir tiene que la idea de Dios desaparece por falta de necesidad: no le queda labor que realizar en estas circunstancias.

Sin embargo, a mediados del siglo XIX, un físico inglés, llamado James C. Maxwell formuló una serie de ecuaciones -Ecuaciones de Maxwell- que impulsaron una nueva revolución en la Física clásica.

 Mediante sus estudios, Maxwell logró unir los fenómenos eléctricos y magnéticos en una sola teoría, el electromagnetismo. Con ella explica, describe y valora la formación de los campos magnéticos al paso de una corriente eléctrica, la transmisión de las ondas electromagnéticas y la formación de las corrientes inducidas. En ese momento aparece un concepto desconocido hasta entonces: La fuerza electromagnética.

A pesar de que se trata de una descripción de fenómenos macroscópicos, que no contempla los fenómenos atómicos ni moleculares, las formulaciones de Maxwell abrieron un amplio ventanal a la llegada de la Física moderna o cuántica durante el siglo XX.

A principios del siglo XX, un físico alemán, llamado Max Planck, realizó una serie de descubrimientos que dieron lugar a la creación de la física cuántica, al describir el cuanto. La energía de un cuanto depende de la frecuencia de la radiación y la constante de  Planck. Este recibió el Premio Nobel de Física en 1918 por esos descubrimientos. Colaboró con Albert Einstein, creador de la teoría de la relatividad, en nuevos estudios en el campo de la física cuántica. Nace con ellos el concepto de fuerza nuclear.

Llegado a este punto, la autora no ahorra palabras para tratar de explicar en qué consiste la Física cuántica. No es extraño, porque de nuevo nos encontramos, como los filósofos griegos, tratando de definir algo que no se ve, no se toca ni tiene una medida constante. Se trata de explicar lo inexplicable. Entramos así en fenómenos casi metafísicos, que escapan del rango de la experiencia humana.

Voy a condensar su descripción, aventurándome a decir que la Física cuántica estudia el comportamiento de la materia en sus dimensiones mínimas, los componentes del átomo, donde se producen extraños comportamientos difíciles de concretar, tales como la posición exacta de una partícula, su movimiento o velocidad, sin poder evitar que sea afectada la propia partícula al intentarlo. Tres son los principales fundamentos de la Física cuántica: 1.- Las partículas intercambian energía entre sí mediante saltos de energía mínima, llamados cuantos. 2.- Expresa que la posición de las partículas no puede fijarse con certeza, sino mediante probabilidad. 3.- Contempla la dualidad onda-partícula, por la que la materia, y también la luz, pueden tener propiedades de onda y de partícula al mismo tiempo.

No me parecen necesarias más explicaciones, puesto que muy pocos de nosotros vamos a tener la necesidad de aplicar estas enseñanzas en nuestra vida diaria. Introducirse aun más en las profundidades de la decoherencia y entrelazamiento de estas partículas -los quarks, componentes de los protones del núcleo de los átomos-  creo que sería exponer a nuestra inexperta mente a una tortura innecesaria y muy poco provechosa.

Me resulta mucho más interesante recolectar algunas de las ideas expresadas por la autora, tanto de manera explícita como implícita, relacionadas con el tema central de la obra.

Me llama la atención el que, durante el devenir de la historia de la Física, todas las leyes o teorías realizadas por las mentes más preclaras hayan sido superadas siempre por otras nuevas que se les sobreponen. Einstein dejó obsoleto a Newton, pero la manzana sigue cayendo del árbol hacia abajo debido a la fuerza de gravedad.

Dice la autora que la espiritualidad no está reñida con la ciencia, sino que puede complementarla en el conocimiento del Cosmos. Tampoco ve contradicción o incoherencia de la existencia de un Dios con los conocimientos actuales de la ciencia, aunque no sirva esta coherencia para demostrarla. Lógico -añado yo- porque la imposibilidad de demostrar la existencia de Dios es consustancial con su naturaleza y propósito. Es tarea inútil intentarlo. Solo escasos y huidizos indicios se podrán obtener.  

A pesar de lo mucho que se ha avanzado en el conocimiento de las cosas, lo conocido es infinitamente menor de lo que ignoramos sobre ellas. Indagar sobre las partículas más pequeñas, es como asomarse a un abismo, cuyo fondo se pierde en el infinito. Y solo allá, en lo más hondo, como les ocurría a los filósofos griegos, se adivina la mano difusa de un ser superior que llamamos Dios.

Nada es como lo vemos. Las formas, colores y movimientos que contemplamos son solo parte muy limitada de la realidad de un universo infinito y desconcertante. Por suerte, nuestros sentidos abarcan solo esa dimensión que nos evita enloquecer ante la enmarañada realidad inmensa y caótica que nos rodea.

Porque el universo no solo es más extraño de lo que pensamos, sino más extraño incluso de que podemos pensar.

En el capítulo 2 se extiende en señalar la importancia de abandonar la rutina y los prejuicios para conseguir un pensamiento creativo en el curso de una investigación científica. -y no solo en esto, añado yo- De todas formas, continúa la autora, debe señalarse que los investigadores no creamos nada, solo descubrimos lo que ya existe en la Naturaleza. La invención aparece con la tecnología, al aplicar en la vida del hombre los principios adquiridos en su observación.

Asegura que la libertad es patrimonio del hombre, no de la materia. Sobre esto tengo escrito algo que me parece muy interesante para explicar, de adecuado modo, esa afirmación y sus efectos, pero su dimensión es demasiado extensa para incluirla aquí. Lo siento.

Debería poner fin ahora al comentario de este interesante libro, pero no me resisto a incluir aquí el relato de ese mismo peregrinaje descrito por la autora que, como yo, realizaron otras muchas personas relacionadas de algún modo con la Física y cuyo recuerdo ha vuelto a mí, al recorrer las páginas de esta obra.

 Recuerdo las clases de Física impartidas en el colegio por D. Juan en los años 50. Era pura Física clásica. Newton era el jefe. Todo se podía ver, tocar y calcular. Al mismo tiempo, estudiábamos el pensamiento de los clásicos con Aristóteles y Platón, entre otros.

Es cierto que conocimos la existencia de Einstein, que había estado en España para explicar su teoría de la relatividad. Y hasta supimos que hubo alguien, un científico -solo uno- del que lamento no recordar su nombre, que la había entendido. Pero como el Sol y la Luna aparecían y se ocultaban a su hora, y resultaba que dos trenes saliendo de Madrid y Barcelona, en sentido opuesto, se cruzaban, sin remedio, en un punto, que las ecuaciones nos determinaban sin ningún género de duda, pensábamos que aquello de la relatividad no sería mucho más que la excentricidad de uno de esos sabios algo raros, cuya extraña personalidad se manifestaba acorde con su alborotada cabellera. ¡Caray con la excentricidad!

En segundo de carrera me topé con Faraday, Gauss, Maxwell y sus ecuaciones. Un trimestre dedicado a ellas y a resolver los problemas creados por sus escurridizas fuerzas electromagnéticas, puede resultar bastante duro, a poco que el profesor apriete.

Más adelante apareció una cosa -de alguna forma tengo que llamarle- que se titulaba Electrónica, encuadrada en la asignatura de Electricidad Industrial. Nunca llegué a entender bien aquel galimatías y todavía no me explico cómo conseguí aprobarla sin copiar. Para mi consuelo, siempre tuve la sospecha, o seguridad más bien, de que nuestro profesor no sabía mucho más que nosotros de aquel endiablado asunto.

Estos recuerdos me llegan desde el año 58 y sus proximidades. Ni qué decir tiene que no existía la calculadora -se usaba la regla de cálculo- ni el móvil. La televisión empezaba su andadura por aquellas fechas, pero ya se escuchaban exóticas radios, llamadas "transistores", procedentes de Alemania y Andorra. También se rumoreaba que algunas grandes compañías, americanas sobre todo, contaban con "cerebros electrónicos" -las computadoras- para sus cálculos. Me parece que la primera computadora de España fue adquirida por Renfe a IBM, precisamente en el año 1958.

Durante los años de ejercicio de mi profesión, la electrónica floreció de tal manera que produjo, no solo un cambio radical en la Industria, sino también en la forma de vida de las personas.

Pero de la Física cuántica solo supe por la prensa. Esta obra, aunque me llegue tarde, ha ayudado a conocerla y a entenderla. Y no puedo por menos de agradecerlo.

Ahora me veo obligado a formular una serie de preguntas: ¿Sirve toda esa ciencia para explicar las dudas existenciales que acompañan al hombre desde que el don de la razón le fue dado? ¿Resuelve el enigma de la creación del Universo y del mismo Hombre? ¿Es este un asunto físico o metafísico de posible carácter divino? ¿Podemos vislumbrar con ella el destino último del ser humano?

No, querido Paco. No podemos...al menos de momento. Sin embargo no debemos subestimar a la ciencia enfrentándola al pensamiento metafísico, ni despreciar, por tanto, su valiosa labor en el conocimiento de las cosas. Gracias a ella, tenemos muchos más elementos de juicio para disponer de un conocimiento más cercano a la verdad, en asuntos relacionados con la metafísica, la teología o la religión misma. El aplicarlos correctamente es responsabilidad de cada cual  

    
 
 
 

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