7.- LA LEYENDA DE LAS DOS PALOMAS
Corría el siglo XI hacia su mitad, cuando
tuvo lugar un insólito hecho en la pequeña aldea de Troncedo, plaza fuerte en
aquel tiempo, merced a su poderoso castillo que había sido arrebatado a la
morisma solo unos pocos años antes.
Así lo cuentan los anales:
En aquel tiempo, había un mercader moro que
recorría con regularidad las aldeas cristianas de la comarca. Vendía, o trocaba
por otras mercancías, productos elaborados en tierras musulmanas y también
otras traídas de África y del lejano Oriente.
Con él venía un guapo mozo, hijo suyo, que le
ayudaba en el negocio, labor que, el muy tunante, aprovechaba para galantear
con toda mujer, moza o casada, que se le pusiera por delante, impulsado por el
incontenible ímpetu pasional propio de la fogosidad juvenil de sus 18 años.
Pero un suceso cambió la vida del joven moro.
Un día, el muchacho se prendó con apasionada
intensidad de una doncella cristiana residente en aquella aldea de Troncedo,
siendo correspondido por ella con idéntica pasión.
Este amor fue contemplado por sus respectivos
padres con muy poco agrado y prohibieron el noviazgo.
Sin embargo la prohibición no hizo mella en
el amor de la pareja y, cuando el mercader y su hijo aparecían por la aldea,
los dos jóvenes se las arreglaban para verse en secreto, amparados por las
sombras de la noche.
Estos fugaces encuentros se celebraban con el
fundado riesgo de que el apuesto galán perdiera la vida en el intento. Los
musulmanes, que podían ejercer su actividad con toda libertad durante el día,
tenían prohibido permanecer dentro del perímetro defensivo de las aldeas al
caer la noche. Romper este precepto se pagaba con la vida.
Unos años antes, la pareja no hubiera
encontrado demasiadas dificultades para unir sus vidas, pero en aquel tiempo,
desde las cruentas aceifas provocadas por al-Malik, la exasperación religiosa
en ambos bandos habían llegado al extremo de hacer imposibles las uniones entre
integrantes de las dos religiones, cristiana y musulmana.
En efecto, al-Malik, al-Muzafar o el Triunfador,
hijo predilecto y sucesor de Almanzor, atacó a principios de siglo los condados
de Sobrarbe y Ribagorza, vasallos del rey Sancho Garcés III el Mayor, rey de
Pamplona, provocando infinidad de estragos en casas, iglesias y cosechas, con una
gran mortandad entre las gentes.
Cierto día, incapaces los amantes de soportar
las prolongadas e inevitables separaciones, decidieron fugarse a otras tierras,
donde no fuesen conocidos y pudieran vivir libremente sus encendidos
sentimientos.
Una noche sin luna, a punto de alborear la
madrugada, el joven moro acomodó a la dama en la grupa de su caballo y partió
hacia el Este, en busca de un lugar remoto, donde hallar la felicidad que los
prejuicios sociales y religiosos de sus paisanos y familiares les negaban.
Sabían que muy pronto descubrirían su fuga, y
que sus perseguidores, padres, hermanos y familiares de la joven cabalgarían
con mayor rapidez que ellos. Por tanto, en vez de dirigirse al sur, hacia los
cercanos territorios musulmanes, lo hicieron hacia Oriente, por Santa Liestra,
camino de los condados catalanes, transitando por veredas poco frecuentadas,
con el propósito de confundirles,.
La mala suerte les acompañó en la huida. Un
pastor observó su paso y dio señal de la dirección tomada por los fugitivos a
sus perseguidores.
Estos les alcanzaron muy cerca de la
formidable fortaleza de Fantova, a poco más de tres leguas de Troncedo.
Los familiares de la joven no perdieron
tiempo en ajustar cuentas con su amante. Dieron muerte al galán y arrojaron su
cadáver a un muladar situado en la base de la torre circular que se alzaba
sobre la fortaleza.
La entristecida doncella quedó recluida en
una de sus estancias y rezaba con gran devoción para lograr del Cielo que su
amado quedara libre de daño alguno.
No tardó en conocer el triste final de su
amado y, en ese momento, roto su tierno corazón y enloquecida por la pena, se
deshizo de la dueña que le cuidaba y se arrojó al vacío desde un alto ventanal
de la torre, mientras gritaba: "¡Válgame
San Marcial!"
La joven amante era muy devota de este Santo,
que, por otra parte, era muy popular y gozaba de gran veneración por aquellas
tierras.
Se decía que había sido coetáneo de los
Apóstoles de Jesús y que había realizado multitud de prodigios, entre ellos la resurrección
de un muerto, tras tocarle con una vara que le había dado San Pedro.
Cuando los familiares de la infortunada joven
y otras gentes del castillo, se asomaron por ventanas y almenas, horrorizados
por la tragedia, para averiguar dónde y de qué suerte había quedado su cuerpo,
vieron elevarse a una pareja de palomas, más blancas que la nieve recién caída
en la montaña. Revolotearon sobre las muralla y, en seguida, tomaron rumbo a
Oriente y emprendieron, muy juntas, un veloz vuelo, perdiéndose en la lejanía.
Bajaron a toda prisa las gentes del castillo
hasta el despeñadero pero, por más que buscaron, no encontraron cuerpo alguno
en él.
El pueblo atribuyo el insólito suceso a un
hecho milagroso, por el cual, Nuestro Señor Jesucristo, gracias a la
intersección de San Marcial, el Santo invocado, se conmovió con el intenso y
bello amor de los dos jóvenes y les devolvió la vida. Lo hizo dándoles la
presencia de aquellos alados seres que mejor representan el más delicado cariño,
la mayor fidelidad y el más puro amor: dos blancas palomas.
Y cuentan que. durante muchos años, al llegar
el día en el que se celebraba el aniversario de tan feliz milagro, una pareja
de hermosas palomas, de blancura inmaculada, venían hasta Fantova y la
sobrevolaban para conmemorar el prodigio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario