miércoles, 6 de enero de 2016

Relatos, Fábulas y Leyendas.- 6


6.- LA  HERENCIA

 

 


La hacienda Medinabeitia

 

Corría el año 2003, cuando recibí una inesperada y sorprendente comunicación de la Municipalidad de la Ciudad de Calama, a través de la Embajada de Chile en Madrid.

Junto a la misiva, aparecía una documentación presentada por la Notaría nº3 de la ciudad, en la que se especificaban las últimas voluntades de Don Cecilio Medinabeitia y Gaston, fallecido el año anterior, a la edad de 92 años, sin descendientes directos.  

En un anexo, visado por la autoridad local de Calama y de la provincial de El Loa, se detallaban las gestiones realizadas para tratar de localizar a alguno de sus descendientes, a fin de materializar la entrega de su legado.

En otro anexo, proporcionaban algunos datos sobre la personalidad de Don Cecilio. Se afirmaba que había nacido en Mués, Navarra, y que llegó a Chile en 1915, de la mano de sus padres, humildes emigrantes, con la temprana edad de 5 años. Supo amasar una copiosa fortuna en el negocio de la minería del cobre. Enviudó a la edad de 76 años y, sin más familia, se retiró a una apartada propiedad, donde vivió hasta el fin de sus días, sin apenas relacionarse con nadie.

Completaba la documentación un billete abierto de avión Madrid-Calama, con escala en Santiago, y un cheque de dos mil dólares para gastos, todo ello como adelanto del monto de la heredad.

Me costó algún tiempo reaccionar de la impresión recibida ante aquella enorme sorpresa, pero tras tomar aliento y calmar la lógica alteración anímica producida por el extraño suceso, caí en la cuenta de que mi abuela materna había nacido en Mués y de que su segundo apellido era Medinabeitia. Así pues, algo cuadraba en aquella extraña historia, aunque yo nunca hubiese tenido noticia alguna sobre aquel presunto pariente que, por lo visto, había vivido en el otro lado del Océano totalmente ignorado por nuestra familia.

En ese momento, comprendí que aquello era, en realidad, un requerimiento para viajar hasta esa remota región, asunto que no me apetecía en lo más mínimo.

En efecto, solo habían transcurrido tres años desde mi jubilación y, en ese momento, me  juramenté a no viajar más, harto como estaba de tanto deambular por medio mundo, obligado por continuos, acuciantes e ineludibles motivos profesionales.

Sin embargo, había que apechugar con aquel "muerto" -nunca mejor dicho- y decidí, aunque a regañadientes, embarcarme en esta historia. Así que, tras un interminable vuelo transoceánico y la escala programada en Santiago, llegué al pequeño aeropuerto en obras de El Loa. Así me presenté en la ardiente ciudad de Calama, situada en el extremo norte del desierto de Atacama, más arriba de Antofagasta, con la intención de cerrar los trámites sucesorios a la mayor brevedad posible.

Pero no contaba con la proverbial cachaza del funcionariado de la municipalidad de por aquellas tierras, que me tuvo dando vueltas de aquí para allá, durante tres días, hasta conseguir localizar la notaría que llevaba mi asunto.

Mientras tanto, poco que ver y hacer en esta ciudad de provincias, típica de la mayoría de los países sudamericanos, a pesar de tener más de 100.000 habitantes. Mi hotel, el Sonesta, no era bueno ni malo, pero caro. En uno de los muchos atascos burocráticos de mi gestión, decidí visitar la Catedral. Desilusión: ningún motivo arquitectónico que admirar. Se trataba de una obra de principios del siglo XX parecida a esas  iglesias que pueden verse en algunos pueblos de USA, con una puntiaguda torre en fachada, nave central más dos laterales y armadura de madera para la cubierta.

Por fin, conseguí conectar con el Sr. Notario y, cómo no, otra inesperada incidencia complicó, más aun, la rápida resolución de mi caso. En la notaría tenían localizadas las acciones y cuentas bancarias del difunto, pero sospechaban que la mayor parte de su fortuna se hallaba depositada, de algún modo, en la hacienda en donde Don Cecilio había vivido retirado sus últimos16 años de vida.

Argumentaban que, al hallarse dicha hacienda demasiado alejada, en un intrincado lugar de las estribaciones del volcán San Pedro, debería ser el propio beneficiario quién resultara el más autorizado auditor para realizar el inventario de lo que hubiere.

Protesté ante aquella evidente irregularidad, pero fue en vano. Allí no había nadie dispuesto a afrontar la incomodidad, y quizás riesgo, de un viaje tan trabajoso.

Solo pude conseguir que me dieran la dirección de un agente en la aldea de Aiquina, a unos 75 Km de allí, para que me proporcionara un guía que me permitiera llegar, sin demasiadas contingencias, a la hacienda Medinabeitia de mi pariente.

Confieso que me entraron deseos de mandar al traste aquella fastidiosa historia y hasta llegué a pensar en volverme a España por la vía más rápida.

Recapacité al fin y estimé que si ya había hecho la mayor parte del trayecto, bien podía aguantar el resto que parecía menor y más próximo.

Así pues, alquilé un coche y me dirigí a la aldea de Aiquina, por una carretera polvorienta, bajo un cielo de azul intenso, sin rastro de nubes y un cálido sol de junio, mes de la estación fría de aquel hemisferio.

Seguí la sugerencia dada en el hotel, antes de partir, y realicé un alto al llegar a Chiu Chiu, una aldea de 300 habitantes, situada en el centro de un oasis. a 30 Km de Calama y a una altura de 2.500 m. sobre el nivel del mar. En ella se encuentra la iglesia de San Francisco, la más antigua que se conserva en Chile, construida por los españoles en 1611.

No pude evitar sentir una intensa emoción al penetrar en aquel humilde edificio, construido con adobes y madera de cactus en su techo. Imaginé a un grupo de nuestros aguerridos, aunque denostados, conquistadores, arrodillados ante su altar, rezando ante el cuadro de la Pasión de Cristo y pensé para mí: Algo bueno tuvo que hacer también aquella gente.

Continué mi camino y media hora más tarde entraba en Aiquina, una aldea todavía más pequeña de unos 50 habitantes. Después de recorrer medio pueblo, logré hallar a mi contacto.

No por eso acabó mi peregrinar. Este paisano me comunicó que tenía que llegarme al rancho del Sr. Chicho en Turi, otra micro aldea, 3 Km más allá.
 

 


Ranchitos de Turi con el volcán San Pedro al fondo

Llegué hasta allí con facilidad, circulando por un polvoriento camino de tierra, para toparme con un lugar poblado por unos pocos ranchitos, situados en el extremo norte del desértico altiplano. Tampoco me resultó difícil localizar el rancho del Sr. Chicho. Este ya estaba avisado de mi llegada, aunque me fue imposible conseguir que me facilitara un guía para conducirme hasta la hacienda Medinabeitia.

-Mire señor -me dijo con todo el respeto del mundo-, aquí no va a encontrar a nadie que se atreva a acercarse a la hacienda del Sr. Vasco, ni por todo el oro del mundo. Dicen que está embrujada. Yo no se lo puedo confirmar, pero cierto es que han habido varias desapariciones de paisanos en sus alrededores.

Es lo que me faltaba por oír. Desesperado, implore su consejo, pero él se encogió de hombros y se limitó a proporcionarme un caballo "corralero" y víveres, pues allí terminaba el estrecho camino para coche que había usado hasta entonces. Además me entregó un "achivo" consistente en un grueso cinturón del que pendía un largo cuchillo de monte y un gran revólver.

-No debe ir por esos "enredos" sin armas -dijo con una extraña calma-. Hay mucho "vandalaje" por esas trochas que podrían "acuerpararle".

Después me dio algunas instrucciones para llegar hasta la hacienda.

-No debe perder de vista a aquel "cueto", que le dicen el Pico del Muerto. A su derecha encontrará una senda que le llevará hasta el destino de Vd.

Sin más, me puse en camino, pues lo último que deseaba era que me cayera la noche en él.

Partí con un vivo trote corto sobre aquel caballito alegre y de pequeña alzada. Yo había servido en el Arma de Caballería en España y sabía que aquel noble animal era mi seguro de vida si me perdía en aquellos intrincados parajes. Su instinto le llevaría a encontrar el camino de regreso hacia su pesebrera.

Caía la tarde cuando, después de muchas dudas y de andar y desandar trochas y veredas en varias ocasiones, me hallé ante la entrada de la hacienda Medinabeitia. Ya era hora, porque, el frío relente, cuya temperatura suele caer allí por debajo de los cero grados durante la noche, empezaba a traspasar mi ropa de abrigo, intentando calarme los huesos.

Se trataba de un amplio caserón de tres plantas de ajado aspecto, rodeado por una enmarañada y frondosa floresta de más de una hectárea, que el descuido había convertido en salvaje espesura, lo que en su día debió ser hermoso y placentero jardín. Pensé, por un momento, los esfuerzos que debió realizar Don Cecilio para conseguir tamaña plantación en aquel árido paraje, con la dificultad añadida de conseguir el agua de riego necesaria, libre de la acostumbrada salobridad de la zona.

Me recibieron los ya prevenidos guardeses, un matrimonio sin hijos, de mediana edad y aspecto algo siniestro, con desconfianza, hosquedad y una mirada de encono, como quien está convencido de que el que llega viene a llevarse lo que en justicia le pertenece.

La noche se cerró pronto. Entonces la señora procedió a encender candiles y velones, porque, según dijeron, el grupo electrógeno llevaba tiempo averiado.

A continuación, me ofreció como cena un plato de "patasca", guiso tradicional del altiplano, que me apresuré a rechazar cortésmente. No estaba dispuesto a tomar ningún riesgo, máxime cuando me dio por pensar que aquella pareja podría hacerme desaparecer sin que nadie de por allí me echara en falta en la vida.

Así que, me retiré a la habitación que me habían preparado, cené algo de los víveres que traía y me acosté, dispuesto a esperar la llegada del alba, a fin de iniciar la dichosa inspección de bienes de mi pariente.

Traté de dormir, pero la idea de que aquella gente podría hacerme picadillo, tan pronto cerrara los ojos, se apoderó de mi mente y me desveló por completo. Un indeseable desasosiego se fue metiendo en el cuerpo llenándome de temor. El silencio sepulcral que reinaba en aquel lugar, unido a una absoluta obscuridad, alimentaban aun más aquella desagradable sensación. Palpé el revólver que había dejado a mano y aquel gesto me tranquilizó un tanto.

Poco a poco me fui sumiendo en un intranquilo sopor y ya había dado un par de involuntarias cabezadas, cuando, de pronto, el pausado chirrido de la puerta de la habitación al abrirse, me hizo sentir un brusco sobresalto que me despejó por completo.

¡Alguien estaba entrando en mi cuarto! Retuve la respiración, en un inconsciente gesto de disimular mi presencia, al tiempo que un escalofrío recorría mi cuerpo y se empapaba con un frío sudor de inevitable angustia. Alargué la mano en busca del revólver, pero antes de poder empuñarlo, algo repentino, blando e impreciso golpeó mis piernas, como si las palparan.

Di un grito y me acurruque en la cabecera de la cama, apuntando con mi arma en todas direcciones.

Al fin, reuní los pocos ánimos que me quedaban y pregunté con quebrada voz, que pretendía aparecer firme: ¡Quién anda allí! Nadie respondió.

Así transcurrieron unos minutos que se hicieron interminables, mientras el corazón golpeaba mi pecho y cabalgaba con poderoso desenfreno en mis sienes.

Por fin, me decidí encender el grueso velón de la mesilla y lo hice sin soltar el revólver, a riesgo de pegarme un involuntario tiro durante la operación.

Entonces le vi. Allí estaba. Plantado a los pies de la cama había un hermoso gato, negro como el hollín, mirándome fijamente, con esa mirada fría y enigmática de esquivo felino.

Respiré hondo, sequé el sudor que me cubría, expulsé al maldito gato a zapatazos y, tras formar en la puerta una barricada con todo lo que pude usar de la habitación, pues tenía la cerradura rota y no había aldaba, me dispuse a esperar que la luz del día borrara de mi mente el grotesco espectáculo que había protagonizado. Al mismo tiempo, juré que jamás de los jamases pasaría otra noche en aquella lúgubre casona.

Así fue. A la mañana siguiente, tras una somera inspección, me di cuenta de que hallar los caudales que Don Cecilio, o quizás sus guardeses, tuvieran escondidos, me llevaría semanas, meses o tal vez años. Sobre todo contando con la falta de colaboración, o la franca enemistad, de los siniestros sirvientes.

Al final, di por perdido el presunto caudal, pues consideré una inútil pérdida de tiempo su búsqueda.     

Al mediodía, me despedí de la triste pareja, monté mi caballo y lo puse al trote en dirección a Turi.

Regresé ese mismo día a Calama y allí otorgué poderes en la notaría a fin de que liquidaran todos los bienes de Don Cecilio, incluida la ajada Hacienda Medinabeitia, con la orden de enviarme a España el resultado de su gestión.

Unos meses más tarde recibí una comunicación del Sr. Notario con la indicación de que la venta de la Hacienda había resultado fallida por el nulo interés que había despertado su posesión, ni siquiera a coste cero. En consecuencia, solicitaba instrucciones sobre qué hacer con ella.

Contesté con la instrucción de que realizaran los trámites necesarios para una donación legal de la finca a los guardeses. Consideraba, por mi parte, que quizás ellos, que habían cuidado a Don Cecilio hasta su muerte, eran los más adecuados y merecedores para poseerla.

Casi a vuelta de correo, recibí un cheque con el monto de la liquidación del resto de la herencia, la cual, descontados impuestos, pago de retrasos, comisiones, arbitrios, cancelación de alguna deuda y gastos varios, ascendía a la cifra de 127,56 dólares USA.

No pude contener una sonora y continuada carcajada al contemplar en qué quedaba la "enorme" herencia de mi desconocido tío de América. Fue así como acabó mi rocambolesca aventura por las remotas y abruptas tierras andinas, episodio más propio y merecedor de ser velado antes que difundido.    

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