63.-
EL DÍA EN QUE FUI UN HÉROE.
(O
casi)
Río
Pisuerga a su paso por Valladolid.
Nunca lo había pensado. Ni siquiera era algo que hubiera comentado con
nadie. Pero un buen día, me sorprendí a mí mismo al recordar, sin pretenderlo,
que en una ocasión me había comportado como un héroe. Simple motivo: era un
hecho al que le había dado poca o nula importancia.
Este singular recuerdo apareció tras una
trepidante partida de mus, entre antiguos amigos y compañeros de estudios,
durante la animada tertulia que, como rito imprescindible, suele acompañar a su
final.
Era un tiempo, en el que todos los
amigos nos hallábamos en ese gozoso limbo de la jubilación. Mi mujer y yo
solíamos acudir a Valladolid, esa hermosa ciudad, donde transcurrieron varios
felices años de mi vida, más de asueto que de estudio.
El motivo principal era visitar a
nuestras familias respectivas, pero yo los aprovechaba para reunirme con
algunos de los buenos amigos que adquirí durante los años en que estudié las
áridas disciplinas de mi carrera industrial.
Celebrábamos así, con alegre y gozosa
añoranza, el grato recuerdo de las innumerables partidas de mus celebradas en
el bar Cervantes, situado en la esquina opuesta a la Escuela, entre clase y
clase o, en gran medida, en lugar de estas. En aquellas, solíamos jugarnos, a
tres partidas, un campanillo de clarete y una gamba rebozada cada uno.
Y con los recuerdos, suelen llegan las
anécdotas de aquellos largos, felices y despreocupados años de estudiantes.
En cuanto a las partidas de mus, aquel día me
decidí a confesar con absoluta desvergüenza que rara era la partida que no les hiciera
trampas.
-¡Qué cabronazo! –exclamaron a coro-. En
serio ¿es cierto que nos hacías trampas?
-Y tan en serio. Aunque en mi descargo,
os diré que solo cuando iba perdiendo.
Risas a granel. A continuación les
expliqué, con todo detalle el método empleado.
Tras este recuerdo, llegó encadenado otro aun
más jocoso, aunque rozara la delincuencia juvenil.
Aquel día, la tarde de un sábado o
domingo, nos habíamos reunido en un bar, situado en una esquina de la plaza
donde estaba situado Correos.
Se trataba de echar las acostumbradas manos de mus de final de semana. Aquella tarde acudieron más amigos de lo acostumbrado. Seguramente se hallarían
cortos de pasta. Seríamos siete u ocho.
Pues bien. Las partidas se celebraron
con el jolgorio habitual, en un reservado anexo al bar. Se merendó bien: un
buen bocadillo de sardinas en aceite y su correspondiente vino. Llegó la hora
de pagar. Se pidió la cuenta y, de inmediato, comenzó la correspondiente
recolecta del escote.
¡Horror! Dio la trágica casualidad de
que ninguno estábamos en situación de cubrir la cuota ¡Estábamos bocas! No era
extraño que alguno de nosotros nos halláramos en esta situación de penuria
monetaria, pero siempre había alguien capaz de pagar el gasto y prestar al
resto lo preciso.
-¿Y qué hacemos ahora? -nos
preguntábamos, perplejos, unos a otros, sin hallar respuesta. Yo estaba
francamente angustiado. No podía imaginar la manera de salir de aquel embrollo
con bien.
De pronto, alguno de los amigos, cuyo
nombre, cara y figura se me oculta hoy, tuvo la ocurrencia de abrir un vieja
puerta del fondo y, volviéndose hacia el resto exclamó:
-¡Chicos, esto da a la calle!
En efecto, la puerta salvadora daba al
portal de la casa, y este a la calle.
Salimos de estampida por ella, tras
luchar con denuedo para salvar el atasco producido, al querer salir, a la vez,
de aquella ratonera, en donde nos habíamos metido de manera tan irresponsable.
Fue un sprint inolvidable. Puedo
asegurar que jamás había movido las piernas con tanta celeridad. La carrera
acabó en la Plaza Mayor con risas, toma de aliento y resoplidos de alivio.
Huelga decir que nunca volvimos a pisar aquel bar.
Tras comentar esta anécdota con nuevas
chanzas, recordé, y así lo hice notar, que nuestro querido amigo, Julio Marcos
Doñate, perdía casi siempre, de igual manera que su amigo Domínguez, otro
personaje digno de mención.
Era Domínguez un tipo regordete, de
altura media y faz bonachona, redondeada y con forma de balón de rugbi, en
posición vertical. Ambos amigos presentaban una extraña pareja juntos. Julio
era alto, de constitución atlética y rostro agraciado, mientras que Domínguez
era todo lo contrario. Los padres de ambos eran amigos, razón por la cual el
bueno de Domínguez se unió a nuestro grupo de amigos.
Domínguez tenía una valiosa cualidad:
siempre disponía de dos o tres pesetillas en su pequeño bolsillo delantero del
pantalón. Después de dos o tres años supimos la razón. Había repetido 1º pero
no había dicho nada a sus padres, guardándose el dinero de la matrícula de los
siguientes cursos.
Todos ignorábamos la historia, de manera
que ni su íntimo amigo Julio era conocedor del engaño. Y es que el pájaro lo
disimulaba de manera magistral, Acudía a las clases y exámenes, aunque, con
artero disimulo, se iba rezagando y, por
último se quedaba fuera, Y así durante años.
De repente, un buen día dejó de
aparecer. Julio nos trajo la noticia. Se había descubierto el pastel.
Nunca más volvimos a verle.
Y tras el recuerdo del orondo Domínguez
y de nuestro amigo Julio, del que alguien apuntó que vivía en Santander y que
recientemente había sufrido un ictus, del que se había recuperado bastante
bien, llegó a mi mente este otro suceso, guardado durante lustros en uno de sus
más recóndito rincones, a propósito de este buen amigo.
-¿Os he contado, alguna vez, que, en una
ocasión, salvé la vida a Julio?
-¡Pero qué dices! –exclamaron a la vez,
entre sorprendidos e incrédulos- ¿Estás de coña o qué? Nunca nos habéis hablado
de eso.
-No, no, podéis creerlo. Os aseguro
que yo salvé la vida a Julio, afirmé, rotundo, recalcando bien estas
últimas palabras. A continuación, les comenté los pormenores de esta curiosa
historia.
Los días festivos eran particularmente
tediosos para los que, como yo, no siempre, o mejor dicho, casi nunca
disponíamos de efectivo para ir al cine, mantener una novia o ligue, ir al
baile o gastar en bares. Así, un grupito variable de amigos nos reuníamos, de
manera aleatoria, para hallar diversión gratuita. Debo añadir que éramos
expertos en esta materia, de la que poseíamos un extenso catálogo de opciones,
pero cuyas pintorescas formas o maneras no viene al caso citar aquí.
Con buen tiempo, las dificultades de
esparcimiento se hacían menos complicadas y aparecían nuevas oportunidades. Una
de ellas consistía en ir a nadar al Pisuerga. Era gratis.
Aquel día, puede que de primavera tardía
u otoño tempranero, nos reunimos Julio, Enrique, José Antonio y yo, para ir a
nadar al río. Estos dos componentes centrales eran amigos añadidos por otro que
pertenecía a la Coral Vallisoletana y los había “fichado” junto a otra
pandillita de chicos y chicas, pertenecientes a dicha asociación.
Solíamos acudir a un sotillo situado río
arriba, un poco antes de la fábrica Tafisa y a la altura de la playita de La
Oberuela en la orilla opuesta.
Era un lugar tranquilo y agradable, en
donde una fuente natural proporcionaba
agua clara, limpia y fresca. Además, justo en esa parte, el río conformaba una
pequeña ensenada, que favorecía el disfrute de un baño amable y divertido, sin
corrientes extrañas y peligrosas.
En eso estábamos, cuando alguien sugirió
cruzar el río y nadar hasta la otra orilla, la playita donde retozaba la gente
del pueblo de La Oberuela, que era más grande y mejor acondicionada que la
nuestra. Además, hay que decirlo, de vez en cuando se veía aparecer, por allí,
algún grupo de chavalas.
Así lo hicimos. Nadaba yo en primer
lugar, empleándome con ganas, pues el río bajaba con bastante caudal y marchaba
con cierta rapidez.
Llegué a la orilla jadeando por el
esfuerzo y, mientras subía la ligera cuesta de la playa, escuché un grito a mi
espalda: ¡Bistué, que me ahogo! Me volví y el corazón me dio un brinco.
Julio chapoteaba sin control, al tiempo
que la corriente se lo llevaba río abajo. Miré a los otros dos. Todavía estaban
lejos.
Reaccioné de inmediato y volví a
lanzarme al agua, sin perder un segundo en pensar qué tenía que hacer o cómo
debía actuar.
Sin embargo, durante la zambullida me
dije: Guillermo aquí acaba tu historia. Es un recuerdo que ha quedado tan
fresco en mi memoria, como el día en que lo pensé.
En efecto, sabía que me resultaría
imposible sacar del agua a Julio. Era un palmo más grande que yo en todos los
lados de mi cuerpo y pesaría unos quince kilos más que yo. En cuanto se
agarrara a mí nos iríamos los dos al fondo.
Imposible salir con vida de aquello. Yo
lo sabía muy bien. Durante un campamento de verano, siendo yo un chaval de 14 ó
15 años, ocurrió que otro, más pequeño, dio señales de estar ahogándose en
medio de la poza, llamada allí gorga, del río donde nos bañábamos.
Acudimos cuatro o cinco chicos de mayor
edad a salvarlo. Le agarrábamos entre todos, pero ni aun así podíamos con él y
solo conseguíamos hundirnos todos juntos. Por fortuna, aquella poza era
pequeña, en un río de montaña, cerca de su nacimiento. Tendría unos 6 x 6 metros,
como mucho, y pudimos, no sin apuros, acercarlo a la orilla.
En el caso de Julio era evidente que
acabaríamos los dos en el fondo de este hermoso río Pisuerga. Pero qué podía
hacer, sino acudir a la llamada de mi amigo, e intentar, al menos, ayudarle.
Nadé hacia él y, en cuanto me acerqué,
trató de agarrarse a mí.
¡Qué grande y curioso es el instinto de
conservación! Él me ayudó en aquel peligroso trance. Esquivé el agarrón de mi
amigo y nadé hasta colocarme delante de él, a favor de corriente.
Julio estaba completamente agotado y
seguía chapoteando tratando de alcanzarme, pero ahora ya no tenía que luchar
contra la corriente y el esfuerzo no era tan agotador como antes. Poco a poco,
le fui acercando así hacia la orilla, al tiempo que trataba de tranquilizarle
con palabras de calma y ánimo.
Por fin, pude asirme a una gruesa rama
que sobresalía de la densa vegetación de la orilla. Solo en ese momento le di
la mano. Se agarró a mí como una lapa y así permanecimos, abrazados, durante un
buen rato. Él exhausto y al borde del desmayo y yo contento y admirado de que
hubiéramos salido con bien de tan peligrosa aventura. Mi sentido común y sangre
fría habían conseguido no solo salvar su vida, sino también la mía. Dos por el
precio de una.
La corriente nos había llevado bastante
lejos y los otros dos amigos recorrían la orilla en nuestra búsqueda. Pensaron
que nos habíamos ahogado, pues ya no se veía a nadie en el río y la espesa
vegetación nos ocultaba a su vista.
Al cabo de un tiempo escuché gritar nuestros
nombres, con verdadera desesperación.
-¡Aquí, aquí, estamos aquí –grité a mi
vez.
Llegaron corriendo hasta nuestra altura
y nos ayudaron a salir del agua, con bastante dificultad, pues la orilla, que
estaba compuesta por un prieto entramado de gruesos arbustos, lo impedía.
Julio se tumbó en la arena de la playa,
mientras se recuperaba de las pasadas fatigas. Nosotros, al tiempo, cavilábamos
qué hacer. Julio no debía volver a cruzar el río y su ropa estaba allí, en el
otro lado. No quedaba otra opción que cruzar nosotros y llevarle la ropa por
tierra.
Así lo hicimos. Volvimos a la otra
orilla, tomamos su ropa, después de vestirnos, e iniciamos el camino para
llegar al otro lado andando.
Entre paréntesis. Ahora me maravilla lo
confiados que éramos. Si alguien nos hubiera robado ropas y zapatos, habríamos
quedado en una situación bastante comprometida: casi trágica. Pero en aquel
tiempo, la delincuencia era mínima y jamás imaginamos que algo así pudiera ocurrir.
Retomo la narración, porque en aquel
momento comenzó otra aventura, tanto más jocosa, como desagradable e infortunada a la vez.
Volvimos hacia la ciudad y cruzamos el
primer puente que entonces había, el puente Mayor, e iniciamos el camino hacia
la playa de La Oberuela, siguiendo la orilla del río, única ruta que
conocíamos.
Pronto nos percatamos de que la empresa
no iba a resultar sencilla. La orilla estaba ocupada por terrenos particulares
y del municipio, con profusión de tapias, enrejados, empalizadas y demás
estorbos.
Todas esas dificultades nos hacían
avanzar más despacio de lo que habíamos previsto. Había que echarle bíceps a la
hora de saltar las tapias y habilidad para sortear las demás puñeteras trabas.
Y de tapiado en tapiado, llegamos a un
convento religioso. Un grupo de frailes jóvenes se hallaba jugando al futbol en
una amplia explanada. Lo interrumpieron para contemplar, asombrados, nuestra
desvergüenza en saltar la tapia, pasar ante ellos sin decir ni mu y saltar la
siguiente. Gracias a Dios que no eran monjas. Hubiéramos provocado un tremendo
alboroto y, en el peor de los casos, vernos perseguidos por la autoridad
competente.
Por
fin, llegamos a una zona despejada de huertas. En una de ellas,
encontramos a su propietario laborando.
-¡He chicos, qué hacéis en mi huerta!
–nos gritó enojado, al tiempo que azuzaba al perro.
¡Buen susto! Aunque el perro, al
observar que se las tenía que ver con tres humanos, se limitó a ladrar con
furia y a enseñarnos la dentadura, a unos tres metros de distancia.
Logramos explicar al hortelano la razón
por la que seguíamos el cauce del río. Entonces él, amablemente, nos indicó el
camino correcto para llegar sin apuros a nuestro destino.
-Sigan esta senda –la linde
perpendicular al río que delimitaba su finca-, y encontrarán un camino que les
llevará al sitio que buscan.
Seguimos sus indicaciones y, por fin,
llegamos sin más dificultad a la dichosa playa, cuando ya anochecía.
Allí se encontraba Julio, impaciente y
aterido de frío, a pesar de que alguien le prestó una camiseta. A nuestro amigo
la espera se le había hecho eterna.
Regresamos a Valladolid, siguiendo el
camino que nos había indicado el hortelano, y llegamos al arrabal de la ciudad.
Un autobús urbano nos acercó al centro. Allí Julio nos invitó a una porroneta
en el Socia, en señal de agradecimiento.
La historia terminó allí. No volvimos a
comentar el suceso. Simplemente, no le dimos importancia y fue considerado por
todos como un incidente más de nuestra vida bohemia y descontrolada.
Me había jubilado ya, cuando cierto día
que charlaba con mis nietos recordé la anécdota.
-¡Anda! Ahora recuerdo que, en una
ocasión, salvé la vida a un amigo –dije, sorprendido por haber recordado tan
remoto y oculto suceso. Sorpresa
compartida por mis asombrados nietos.
-¡Qué dices yayo –replicaron-, cuenta,
cuenta!
Al finalizar el relato, uno de ellos
exclamó:
-¡Bravo yayo! ¡Fuiste un héroe!
En fin, hay que reconocer que fui un
héroe bastante light. No fue una acción heroica al uso, en la que el
protagonista lucha, con esfuerzos sobrehumanos, contra los elementos y logra
salvar la vida del sujeto en peligro, tras grandes apuros, arriesgando la suya.
Mi caso fue distinto. Usé la astucia en
lugar de la fuerza que carecía. Aunque, por supuesto, eso no me hubiera servido
en el mar ni en aguas turbulentas. Con toda seguridad, nos habríamos ahogado
los dos.
Terminé la charla con mis nietos, y
también con mis amigos, advirtiendo a ambos grupos, en su momento, que nunca
intenten rescatar a nadie sin poseer los conocimientos precisos y los medios
necesarios para hacerlo. No hay héroe más necio e inútil, que el héroe
muerto.
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