miércoles, 6 de diciembre de 2023

63,- El Día en que fui un Héroe


63.- EL DÍA EN QUE FUI UN HÉROE.

(O casi)



Río Pisuerga a su paso por Valladolid.

  Nunca lo había pensado. Ni siquiera era algo que hubiera comentado con nadie. Pero un buen día, me sorprendí a mí mismo al recordar, sin pretenderlo, que en una ocasión me había comportado como un héroe. Simple motivo: era un hecho al que le había dado poca o nula importancia.

Este singular recuerdo apareció tras una trepidante partida de mus, entre antiguos amigos y compañeros de estudios, durante la animada tertulia que, como rito imprescindible, suele acompañar a su final.

Era un tiempo, en el que todos los amigos nos hallábamos en ese gozoso limbo de la jubilación. Mi mujer y yo solíamos acudir a Valladolid, esa hermosa ciudad, donde transcurrieron varios felices años de mi vida, más de asueto que de estudio.

El motivo principal era visitar a nuestras familias respectivas, pero yo los aprovechaba para reunirme con algunos de los buenos amigos que adquirí durante los años en que estudié las áridas disciplinas de mi carrera industrial.

Celebrábamos así, con alegre y gozosa añoranza, el grato recuerdo de las innumerables partidas de mus celebradas en el bar Cervantes, situado en la esquina opuesta a la Escuela, entre clase y clase o, en gran medida, en lugar de estas. En aquellas, solíamos jugarnos, a tres partidas, un campanillo de clarete y una gamba rebozada cada uno.

Y con los recuerdos, suelen llegan las anécdotas de aquellos largos, felices y despreocupados años de estudiantes.

 En cuanto a las partidas de mus, aquel día me decidí a confesar con absoluta desvergüenza que rara era la partida que no les hiciera trampas.

-¡Qué cabronazo! –exclamaron a coro-. En serio ¿es cierto que nos hacías trampas?

-Y tan en serio. Aunque en mi descargo, os diré que solo cuando iba perdiendo.

Risas a granel. A continuación les expliqué, con todo detalle el método empleado.

 Tras este recuerdo, llegó encadenado otro aun más jocoso, aunque rozara la delincuencia juvenil.

Aquel día, la tarde de un sábado o domingo, nos habíamos reunido en un bar, situado en una esquina de la plaza donde estaba situado Correos.

   Se trataba de echar las acostumbradas manos de mus de final de semana. Aquella tarde acudieron más amigos de lo acostumbrado. Seguramente se hallarían cortos de pasta. Seríamos siete u ocho.

Pues bien. Las partidas se celebraron con el jolgorio habitual, en un reservado anexo al bar. Se merendó bien: un buen bocadillo de sardinas en aceite y su correspondiente vino. Llegó la hora de pagar. Se pidió la cuenta y, de inmediato, comenzó la correspondiente recolecta del escote.

¡Horror! Dio la trágica casualidad de que ninguno estábamos en situación de cubrir la cuota ¡Estábamos bocas! No era extraño que alguno de nosotros nos halláramos en esta situación de penuria monetaria, pero siempre había alguien capaz de pagar el gasto y prestar al resto lo preciso.

-¿Y qué hacemos ahora? -nos preguntábamos, perplejos, unos a otros, sin hallar respuesta. Yo estaba francamente angustiado. No podía imaginar la manera de salir de aquel embrollo con bien.

De pronto, alguno de los amigos, cuyo nombre, cara y figura se me oculta hoy, tuvo la ocurrencia de abrir un vieja puerta del fondo y, volviéndose hacia el resto exclamó:

-¡Chicos, esto da a la calle!

En efecto, la puerta salvadora daba al portal de la casa, y este a la calle.

Salimos de estampida por ella, tras luchar con denuedo para salvar el atasco producido, al querer salir, a la vez, de aquella ratonera, en donde nos habíamos metido de manera tan irresponsable.

Fue un sprint inolvidable. Puedo asegurar que jamás había movido las piernas con tanta celeridad. La carrera acabó en la Plaza Mayor con risas, toma de aliento y resoplidos de alivio. Huelga decir que nunca volvimos a pisar aquel bar.

Tras comentar esta anécdota con nuevas chanzas, recordé, y así lo hice notar, que nuestro querido amigo, Julio Marcos Doñate, perdía casi siempre, de igual manera que su amigo Domínguez, otro personaje digno de mención.

Era Domínguez un tipo regordete, de altura media y faz bonachona, redondeada y con forma de balón de rugbi, en posición vertical. Ambos amigos presentaban una extraña pareja juntos. Julio era alto, de constitución atlética y rostro agraciado, mientras que Domínguez era todo lo contrario. Los padres de ambos eran amigos, razón por la cual el bueno de Domínguez se unió a nuestro grupo de amigos.

Domínguez tenía una valiosa cualidad: siempre disponía de dos o tres pesetillas en su pequeño bolsillo delantero del pantalón. Después de dos o tres años supimos la razón. Había repetido 1º pero no había dicho nada a sus padres, guardándose el dinero de la matrícula de los siguientes cursos.

Todos ignorábamos la historia, de manera que ni su íntimo amigo Julio era conocedor del engaño. Y es que el pájaro lo disimulaba de manera magistral, Acudía a las clases y exámenes, aunque, con artero disimulo, se iba  rezagando y, por último se quedaba fuera, Y así durante años.

De repente, un buen día dejó de aparecer. Julio nos trajo la noticia. Se había descubierto el pastel.

Nunca más volvimos a verle.

Y tras el recuerdo del orondo Domínguez y de nuestro amigo Julio, del que alguien apuntó que vivía en Santander y que recientemente había sufrido un ictus, del que se había recuperado bastante bien, llegó a mi mente este otro suceso, guardado durante lustros en uno de sus más recóndito rincones, a propósito de este buen amigo.

 -¿Os he contado, alguna vez, que, en una ocasión, salvé la vida a Julio?

-¡Pero qué dices! –exclamaron a la vez, entre sorprendidos e incrédulos- ¿Estás de coña o qué? Nunca nos habéis hablado de eso.

-No, no, podéis creerlo. Os aseguro que yo salvé la vida a Julio, afirmé, rotundo, recalcando bien estas últimas palabras. A continuación, les comenté los pormenores de esta curiosa historia.

Los días festivos eran particularmente tediosos para los que, como yo, no siempre, o mejor dicho, casi nunca disponíamos de efectivo para ir al cine, mantener una novia o ligue, ir al baile o gastar en bares. Así, un grupito variable de amigos nos reuníamos, de manera aleatoria, para hallar diversión gratuita. Debo añadir que éramos expertos en esta materia, de la que poseíamos un extenso catálogo de opciones, pero cuyas pintorescas formas o maneras no viene al caso citar aquí.

Con buen tiempo, las dificultades de esparcimiento se hacían menos complicadas y aparecían nuevas oportunidades. Una de ellas consistía en ir a nadar al Pisuerga. Era gratis.

Aquel día, puede que de primavera tardía u otoño tempranero, nos reunimos Julio, Enrique, José Antonio y yo, para ir a nadar al río. Estos dos componentes centrales eran amigos añadidos por otro que pertenecía a la Coral Vallisoletana y los había “fichado” junto a otra pandillita de chicos y chicas, pertenecientes a dicha asociación.

Solíamos acudir a un sotillo situado río arriba, un poco antes de la fábrica Tafisa y a la altura de la playita de La Oberuela en la orilla opuesta.

Era un lugar tranquilo y agradable, en donde  una fuente natural proporcionaba agua clara, limpia y fresca. Además, justo en esa parte, el río conformaba una pequeña ensenada, que favorecía el disfrute de un baño amable y divertido, sin corrientes extrañas y peligrosas.

En eso estábamos, cuando alguien sugirió cruzar el río y nadar hasta la otra orilla, la playita donde retozaba la gente del pueblo de La Oberuela, que era más grande y mejor acondicionada que la nuestra. Además, hay que decirlo, de vez en cuando se veía aparecer, por allí, algún grupo de chavalas.

Así lo hicimos. Nadaba yo en primer lugar, empleándome con ganas, pues el río bajaba con bastante caudal y marchaba con cierta rapidez.   

Llegué a la orilla jadeando por el esfuerzo y, mientras subía la ligera cuesta de la playa, escuché un grito a mi espalda: ¡Bistué, que me ahogo! Me volví y el corazón me dio un brinco. Julio  chapoteaba sin control, al tiempo que la corriente se lo llevaba río abajo. Miré a los otros dos. Todavía estaban lejos.

Reaccioné de inmediato y volví a lanzarme al agua, sin perder un segundo en pensar qué tenía que hacer o cómo debía actuar.

Sin embargo, durante la zambullida me dije: Guillermo aquí acaba tu historia. Es un recuerdo que ha quedado tan fresco en mi memoria, como el día en que lo pensé.

En efecto, sabía que me resultaría imposible sacar del agua a Julio. Era un palmo más grande que yo en todos los lados de mi cuerpo y pesaría unos quince kilos más que yo. En cuanto se agarrara a mí nos iríamos los dos al fondo.

Imposible salir con vida de aquello. Yo lo sabía muy bien. Durante un campamento de verano, siendo yo un chaval de 14 ó 15 años, ocurrió que otro, más pequeño, dio señales de estar ahogándose en medio de la poza, llamada allí gorga, del río donde nos bañábamos.

Acudimos cuatro o cinco chicos de mayor edad a salvarlo. Le agarrábamos entre todos, pero ni aun así podíamos con él y solo conseguíamos hundirnos todos juntos. Por fortuna, aquella poza era pequeña, en un río de montaña, cerca de su nacimiento. Tendría unos 6 x 6 metros, como mucho, y pudimos, no sin apuros, acercarlo a la orilla.

En el caso de Julio era evidente que acabaríamos los dos en el fondo de este hermoso río Pisuerga. Pero qué podía hacer, sino acudir a la llamada de mi amigo, e intentar, al menos, ayudarle.

Nadé hacia él y, en cuanto me acerqué, trató de agarrarse a mí.

¡Qué grande y curioso es el instinto de conservación! Él me ayudó en aquel peligroso trance. Esquivé el agarrón de mi amigo y nadé hasta colocarme delante de él, a favor de corriente.

Julio estaba completamente agotado y seguía chapoteando tratando de alcanzarme, pero ahora ya no tenía que luchar contra la corriente y el esfuerzo no era tan agotador como antes. Poco a poco, le fui acercando así hacia la orilla, al tiempo que trataba de tranquilizarle con palabras de calma y ánimo.

Por fin, pude asirme a una gruesa rama que sobresalía de la densa vegetación de la orilla. Solo en ese momento le di la mano. Se agarró a mí como una lapa y así permanecimos, abrazados, durante un buen rato. Él exhausto y al borde del desmayo y yo contento y admirado de que hubiéramos salido con bien de tan peligrosa aventura. Mi sentido común y sangre fría habían conseguido no solo salvar su vida, sino también la mía. Dos por el precio de una.

La corriente nos había llevado bastante lejos y los otros dos amigos recorrían la orilla en nuestra búsqueda. Pensaron que nos habíamos ahogado, pues ya no se veía a nadie en el río y la espesa vegetación nos ocultaba a su vista.

Al cabo de un tiempo escuché gritar nuestros nombres, con verdadera desesperación.

-¡Aquí, aquí, estamos aquí –grité a mi vez.

Llegaron corriendo hasta nuestra altura y nos ayudaron a salir del agua, con bastante dificultad, pues la orilla, que estaba compuesta por un prieto entramado de gruesos arbustos, lo impedía.

Julio se tumbó en la arena de la playa, mientras se recuperaba de las pasadas fatigas. Nosotros, al tiempo, cavilábamos qué hacer. Julio no debía volver a cruzar el río y su ropa estaba allí, en el otro lado. No quedaba otra opción que cruzar nosotros y llevarle la ropa por tierra.

Así lo hicimos. Volvimos a la otra orilla, tomamos su ropa, después de vestirnos, e iniciamos el camino para llegar al otro lado andando.

Entre paréntesis. Ahora me maravilla lo confiados que éramos. Si alguien nos hubiera robado ropas y zapatos, habríamos quedado en una situación bastante comprometida: casi trágica. Pero en aquel tiempo, la delincuencia era mínima y jamás imaginamos que algo así pudiera ocurrir.

Retomo la narración, porque en aquel momento comenzó otra aventura, tanto más jocosa, como  desagradable e infortunada a la vez.

Volvimos hacia la ciudad y cruzamos el primer puente que entonces había, el puente Mayor, e iniciamos el camino hacia la playa de La Oberuela, siguiendo la orilla del río, única ruta que conocíamos.

Pronto nos percatamos de que la empresa no iba a resultar sencilla. La orilla estaba ocupada por terrenos particulares y del municipio, con profusión de tapias, enrejados, empalizadas y demás estorbos.

Todas esas dificultades nos hacían avanzar más despacio de lo que habíamos previsto. Había que echarle bíceps a la hora de saltar las tapias y habilidad para sortear las demás puñeteras trabas.

Y de tapiado en tapiado, llegamos a un convento religioso. Un grupo de frailes jóvenes se hallaba jugando al futbol en una amplia explanada. Lo interrumpieron para contemplar, asombrados, nuestra desvergüenza en saltar la tapia, pasar ante ellos sin decir ni mu y saltar la siguiente. Gracias a Dios que no eran monjas. Hubiéramos provocado un tremendo alboroto y, en el peor de los casos, vernos perseguidos por la autoridad competente.

Por  fin, llegamos a una zona despejada de huertas. En una de ellas, encontramos a su propietario laborando.

-¡He chicos, qué hacéis en mi huerta! –nos gritó enojado, al tiempo que azuzaba al perro.

¡Buen susto! Aunque el perro, al observar que se las tenía que ver con tres humanos, se limitó a ladrar con furia y a enseñarnos la dentadura, a unos tres metros de distancia.

Logramos explicar al hortelano la razón por la que seguíamos el cauce del río. Entonces él, amablemente, nos indicó el camino correcto para llegar sin apuros a nuestro destino.

-Sigan esta senda –la linde perpendicular al río que delimitaba su finca-, y encontrarán un camino que les llevará al sitio que buscan.

Seguimos sus indicaciones y, por fin, llegamos sin más dificultad a la dichosa playa, cuando ya anochecía.

Allí se encontraba Julio, impaciente y aterido de frío, a pesar de que alguien le prestó una camiseta. A nuestro amigo la espera se le había hecho eterna.

Regresamos a Valladolid, siguiendo el camino que nos había indicado el hortelano, y llegamos al arrabal de la ciudad. Un autobús urbano nos acercó al centro. Allí Julio nos invitó a una porroneta en el Socia, en señal de agradecimiento.

La historia terminó allí. No volvimos a comentar el suceso. Simplemente, no le dimos importancia y fue considerado por todos como un incidente más de nuestra vida bohemia y descontrolada.

Me había jubilado ya, cuando cierto día que charlaba con mis nietos recordé la anécdota.

-¡Anda! Ahora recuerdo que, en una ocasión, salvé la vida a un amigo –dije, sorprendido por haber recordado tan remoto y oculto suceso.  Sorpresa compartida por mis asombrados nietos.

-¡Qué dices yayo –replicaron-, cuenta, cuenta!

Al finalizar el relato, uno de ellos exclamó:

-¡Bravo yayo! ¡Fuiste un héroe!

En fin, hay que reconocer que fui un héroe bastante light. No fue una acción heroica al uso, en la que el protagonista lucha, con esfuerzos sobrehumanos, contra los elementos y logra salvar la vida del sujeto en peligro, tras grandes apuros, arriesgando la suya.

Mi caso fue distinto. Usé la astucia en lugar de la fuerza que carecía. Aunque, por supuesto, eso no me hubiera servido en el mar ni en aguas turbulentas. Con toda seguridad, nos habríamos ahogado los dos.

Terminé la charla con mis nietos, y también con mis amigos, advirtiendo a ambos grupos, en su momento, que nunca intenten rescatar a nadie sin poseer los conocimientos precisos y los medios necesarios para hacerlo. No hay héroe más necio e inútil, que el héroe muerto.  


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