jueves, 21 de diciembre de 2023

Nº 64.- Dios


Nº 64.- DIOS


 

Hace ya algún tiempo, entrada nº 20 de este blog, escribí sobre el Cielo, en respuesta a una pregunta de mi nieto Andrés. Mucho antes, entrada nº5, lo hice sobre la existencia de Dios, ante el requerimiento de otro de mis nietos, Javi. De nuevo, en la entrada nº 10, debí responder a una interesante pregunta de mi nieta Leyre sobre la Creación.

Pues bien, hoy, a petición de un buen amigo, me dispongo a pensar sobre la naturaleza de Dios, tras declarar, tal como ya hice en la entrada nº 5, mi absoluta creencia en su existencia. Solo haré hincapié en dos de los argumentos, o razones, expresados en aquel artículo. En una de ellas vengo a decir, que creo, porque con ello, y solo con ello, puedo explicarme lo inexplicable. Y, sobre todo, porque nadie, hasta hoy, ha logrado probar su inexistencia.

Disponer de un conocimiento, aun aproximado, de la naturaleza de Dios, será imprescindible para tratar de entender su colosal creación y, algo muy importante, nuestra probable, o posible, relación con Él.

  Dicho lo anterior, trataré de expresar cómo siento yo la inimaginable naturaleza  de este grandioso Ser, próximo y lejano a la vez, poderoso y tierno, grande y asequible, sabio y simple, razonable e inexplicable.

De inmediato, me tropiezo con la primera dificultad. ¿Cómo puede ser posible, para una mente humana, imaginar a un Ser tan inmenso en todos sus aspectos o cualidades? La respuesta es inmediata: no es posible.

Porque nos resulta imposible imaginar ni siquiera la naturaleza de su Ser. ¿De qué está hecho Dios? ¿Algún teólogo es capaz de contestarme?

Y como es imposible conocer esa realidad, las diversas religiones han inventado distintas formas de representación. En la religión judía, y también en la cristiana, han humanizado a Dios. Aseguran que Dios creó al hombre “a su  imagen y semejanza”, Error. Dios no tiene imagen y, por otro lado, establecer una semejanza entre ambos, además de imposible,  resulta ridícula –apliquen, si no, el teorema de Tales y lo comprobarán- ¿Es posible establecer una semejanza entre un grano de arena y el monte Everest? Pues mucha mayor distancia proporcional hay entre la dimensión del hombre y Dios. Por otra parte, ¡cuántos hombres hay, imposibles de asemejarlos a Dios!  

Lo más cierto es, que ha sido el hombre quien ha creado el concepto de Dios a su imagen y semejanza. Nos presentan a un “Señor” con reacciones, comportamientos y cualidades humanas, aunque elevados, eso sí, a su máxima dimensión. Así aparece a lo largo de toda la Biblia.

Hay una “Corte Celestial”. Un Reino Divino con su corte de ángeles, arcángeles, querubines, serafines y otros de distinta graduación y empleo. Hasta existe un enemigo del Reino: el demonio. No podía faltar  un enemigo de la Corona, un conspirador, en todo Reino que se precie. Es una copia de la antigua organización del poder de épocas pasadas.

Pero hombre, piensen, aunque solo sea un poco. ¿Cómo es posible que alguien pueda rebelarse contra un ser infinito y todopoderoso? ¿Pero qué demonios pinta esa caterva de gentes, ante un Dios inmaterial. ¿Qué hace Dios sentado en su regio trono con Jesús a su diestra? Parece como si los más grandes teólogos de la Iglesia ignoraran que Dios es un Ser inmenso, que no cabe en asiento alguno, que no necesita cortesanos fieles o rebeldes a su alrededor, y que no tiene derecha ni izquierda.

Me parece que es hora de abandonar tanta invención humana, forjada en tiempos de desconocimiento e imposición forzada de las ideas. Hombre, no es que hoy sepamos mucho sobre los misterios que rodean nuestra existencia y sustancia, pero algo más que en la época en que se escribieron los textos sagrados, sí.

Porque solo puede ser materia de fe lo que se desconoce. Aquello que se conoce no se puede ignorar, en función de cualquier autoridad o texto, por mucha excelencia que posean ambos. Tan absurdo es creer en lo que no es, como no creer en lo que es. Por tanto, es obligado y conveniente, abandonar todas esas historias que contradicen a la realidad del conocimiento, con independencia de quienes las propongan,

Estas buenas gentes no tienen en cuenta que, al proponer aquellos supuestos bíblicos, no hacen otra cosa que reducir la inmensidad y grandeza de Dios.

Si queremos acercarnos al conocimiento de la naturaleza de nuestro Creador, será necesario iniciar su búsqueda, acudiendo a principios fundamentales. No hay otro modo. Así llegaremos a formular el primero de ellos: DIOS DEBERÁ SER INMATERIAL

¿Por qué? Porque la materia está sujeta a dos variables limitativas y caducas: el tiempo y el espacio. No es posible pensar en un Dios que pueda dejar de existir o estar limitado de dimensión. Estaríamos hablando de alguno de los dioses clásicos del Olimpo, no del Dios creador de todo.   

Establecido el primer principio fundamental, se desprende, de inmediato, que Dios debe ser un ESPÍRITU INTEMPORAL E ILIMITADO,

En este momento, nos adentramos en un estado de entendimiento poco, o nada, comprensible para el ser humano.

¿Qué es un espíritu? Nadie lo sabe. Ni siquiera puede imaginar su naturaleza y esencia ningún ser humano ¡Si apenas conocemos las de la materia de que estamos hechos, nosotros y el Universo entero!

Pero esto no es un asunto baladí ¡Cómo vamos a conocer a Dios, si no tenemos la más remota idea de cómo es en realidad! Llegados a este punto, deberemos guiarnos por las cualidades de un ser inmaterial.

1.- LA INTEMPORIDAD. Este es un concepto que se interpreta erróneamente y es la causa de los mayores y más frecuentes errores que se aplican a su ser y forma de actuar.

Ser intemporal no significa poder vivir eternamente, contemplando el paso del tiempo de los demás seres finitos. No. Para el ser intemporal no existe el tiempo en sí. No tiene pasado, presente ni futuro. Por expresarlo de alguna manera, diré que, para él, su tiempo siempre es presente. ¿Hay alguien capaz de entender este concepto? No lo creo.

Pero sí podemos conocer y entender sus consecuencias. Él nos dirá que toda acción temporal atribuida a Dios es invención humana.

De este modo, nos daremos cuenta que Dios no creó el Universo y, por ende, la Tierra y al hombre, como nos relata la Biblia. Asunto  desmontado por la Ciencia, hace ya tiempo. La acción divina debería estar de acuerdo con su naturaleza: intemporal. Todo lo que ha sido, es y será se habría hecho en menos de un instante. ¿El Big Bang famoso? Parece que esa teoría es la más congruente con la naturaleza de nuestro Creador. Así, tras la instantánea explosión de una energía desconocida e inmensa creó una maravillosa substancia: la materia. Y, junto a ella, el tiempo y el espacio. Durante millones de años, aquel magma substancial, que contenía todos los ingredientes esenciales, se desarrolló libremente hasta hoy y seguirá haciéndolo hasta el fin de su existencia.  

El Universo, la Tierra y todos los seres vivos, incluido el hombre, habrían seguido ese libre proceso, hasta ser lo que es y somos y lo que será y seremos en el futuro.

De paso, tras considerar que el universo no fue creado como se indica en el Génesis, se desprende que no hubo Paraíso Terrenal y que Adán y Eva fueron una nueva invención humana. Tampoco hubo prueba divina ni pecado original. Resulta evidente que Dios no iba a proponer una prueba sabiendo, al ser intemporal, que no la iban a superar. Esto lo haría un sádico, no Dios.

En la misma situación de invención humana se halla el Apocalipsis. “…los astros caerán sobre la Tierra…(error, bastaría con uno solo para hacer trizas a la Tierra. Se debe a que entonces se creía que las estrellas del cielo eran pequeños astros incandescentes) …y la Tierra se enrollará como se enrolla un libro …etc.” (esta afirmación se debe a que en aquel tiempo todavía se creía que la Tierra era plana y los libros eran rollos, no como son ahora) he puesto unos pocos ejemplos, Pero la Biblia está sembrada de invenciones humanas que contradicen  aquella cualidad.      

Es el momento de advertir, que las Ciencias, incluidas la Física, la Química, la Medicina, la Matemática o la Tecnología no inventan nada, solo van descubriendo, poco a poco y paso a paso, lo que Dios creó en aquel instante y que se halla latente e inmerso en su Creación, desde aquella instantánea acción.

2.- LA ILIMITEIDAD: Es el segundo de los principios o cualidades de Dios, que nos indica su carencia de límites físicos. ¿Quiere decir que su naturaleza es infinita? No me lo parece. El término infinito, es un concepto humano de carácter indeterminado y no corresponde a la naturaleza concreta de la existencia de Dios.

Si pensáramos que Dios es infinito, deberíamos convenir que lo llenaría todo y, por tanto, que todo lo que existe, incluido el hombre, formarían parte de Dios, dando la razón a los panteístas, creyentes de esta opción. Es evidente que no es así. No hay que perder tiempo en refutarlo.

De nuevo nos hemos encontrado con un concepto inventado por el hombre. Hemos deducido que, si carece de límites, debe tratarse de un ser infinito. Pero al desconocer la esencia del espíritu, la naturaleza de su ser, nos resulta imposible conocer el alcance de esa carencia de límites. Estamos ante una indefinición dentro de una dimensión desconocida, por completo, para nosotros. Algo semejante a los límites del Universo, en nuestra realidad material.

¿El Universo es infinito? Nos lo parece por su grandeza, pero, al ser materia, debe tener límites, aunque estos estén fuera de nuestro alcance y sean indefinidos e indefinibles.

Del mismo modo que en la cualidad 1ª, la intemporalidad, deberemos tratar de conocer a Dios por las consecuencias que esta 2ª cualidad producen en nuestra relación con Él. Significa que Dios no tiene una imagen concreta. Porque si la tuviera, tendría una dimensión y sus correspondientes límites. En consecuencia, todas las apariciones, voces o presencias, es decir, todas esas manifestaciones materiales, deberán ser producto de una acción sugestiva, imaginativa o mística de la condición humana, consecuencia del hecho, arriba expresado, de haber creado una imagen humanizada de Dios.

Al llegar a este punto, nos adentramos en un estado de misteriosa  intranquilidad, desconcierto y zozobra. Porque si hay que admitir que Dios es intemporal e ilimitado, es decir espiritual ¿Qué clase de relación puede haber con nosotros, seres temporales y finitos, materiales al fin?

No la hay. Al menos de la forma en que nuestra mentalidad material y humana la ha creado. Entonces, ¿Dios nos ha “echado” al mundo, para que allí nos las compongamos como buenamente podamos, sin ocuparse lo más mínimo de nosotros?

Pudiera ser que sí. Sabemos, porque lo sentimos en lo más hondo de nuestro ser, que Dios nos ha creado libres. Libres sin ninguna limitación. Podemos hacer el bien o el mal, podemos atender a nuestras obligaciones o descuidarlas. Incluso podemos ignorarle a Él, insultarle o no creer en su existencia. Nada nos lo va a impedir.

Sin embargo, al mismo tiempo, junto a ese sentimiento de libertad, llevamos grabado en lo más profundo de nuestro pensamiento la distinción entre el mal y el bien. Moisés, que no Dios, esculpió en piedra lo que todo ser humano ya llevaba grabado, en su interior, desde su creación. Es decir, desde el principio de los tiempos. Otra cosa es que nuestra imperfecta condición nos permita buscar, y encontrar, excusas para justificar la maldad.

No solo eso. Dios puso en su Creación los elementos necesarios para resolver gran parte, o quizás todos, nuestros problemas vitales. Como ya he dicho, el hombre no inventa nada, solo descubre y conoce, poco a poco y paso a paso, las ayudas latentes o inmersas en lo que llamamos Naturaleza, a fin de mejorar su vida y la de otros seres vivos. Y como toda obra humana, esos conocimientos pueden aplicarse para el bien o para el mal.

¿Pero hay una explicación contundente y cierta para sostener estas afirmaciones?

La hay. Basta con recordar que Dios es intemporal. El tiempo, cualidad de la materia, no corre para su naturaleza espiritual. Lo que para nosotros son miles de millones de añps, la edad del Universo, para Dios es menos que un parpadeo, que un  instante.

1ª Consecuencia: Todo lo que fuimos, somos y seremos se hallaba inmerso y latente en el instante que se produjo la Creación de la materia y, con ella, el espacio y el tiempo. Todos nuestros conocimientos, habilidades, capacidades y potencias, han ido conformándose a través del tiempo, en un largo y minucioso devenir del proyecto divino.

 Consecuencia. Dios hizo todo lo que tenía que hacer en aquel supremo instante de su Creación. Por tanto, solicitarle esto o aquello, no tiene ningún sentido. Él ya hizo, en su momento, todo cuanto convenía a su proyecto creativo.

Según esto, ¿debe entenderse que la oración no tiene sentido?

No, en absoluto. Pero debe cuidarse tanto su forma como su contenido. Toda oración debe ser un canto de alabanza a su grandeza, de agradecimiento por los dones que nos concedió y de mucho amor para corresponder a tanto como Él nos ha ofrecido. Y hay que evitar ser pedigüeño, pues, repito una vez más, ya nos dio todo lo que tenía que dar en su momento.

Porque, con frecuencia, confundimos a Dios con un ayuda de cámara o algo parecido: haz esto, dame aquello, concédeme esa gracia, ayuda a fulano, cuando, en la mayoría de esas peticiones, somos nosotros los responsables de resolverlas. Y las que no, corresponden al albur y a las limitaciones de nuestra propia y libre naturaleza humana, siendo nuestro deber afrontarlas y sobrellevarlas con la entereza debida.

En realidad la oración, la introspección y la meditación enriquecen el espíritu de quien ora. y transciende en él, no a quien va dirigida.

Entonces, ¿Dios no obra milagros?

Creo que el milagro existe. No me cabe duda, porque yo he sido testigo de, al menos, dos milagros claros e indiscutibles. Me referiré a uno, que puede hacer más comprensible la generación de este misterio.

Una mujer, allegada mía, sufría de grandes hemorragias vaginales, Los médicos le diagnosticaron cáncer y advirtieron la necesidad de operarla con urgencia.

Sin embargo, ella, temerosa de que la operación pudiera provocar un fatal desenlace, buscó otra opción, a su juicio, menos peligrosa. Supo que, en un pueblo de Málaga, había un curandero que operaba con las manos, sin necesidad de anestesia y sin provocar corte de tejido alguno.

Allá se fueron ella y su marido. Este presenció la operación y me hizo una descripción de ella. El curandero realizó una serie de manipulaciones sobre la zona inferior del vientre. En un momento dado, apareció, en una de sus manos, una porción informe de tejido sanguinolento, que arrojó a una vasija cercana. Limpió de sangre la zona afectada, le aplicó un masaje en esa parte y dio fin a la operación.

Le pregunté si le había quedado alguna señal en aquella zona y me contestó que apenas se podía apreciar una leve marca, que no llegaba ni siquiera a arañazo.

Es evidente que se trataba de una superchería, De hecho, este hombre fue acusado y condenado por fraude, años más tarde. Pero, hete aquí el milagro: la mujer sanó y las hemorragias cesaron. Y esto es un hecho muy importante: la fe de la mujer, que no el mago, le había curado.

Esta anécdota nos indica, con claridad extrema, que la capacidad de obrar milagros –cierta clase de milagros, al menos-, está impresa en la naturaleza humana por Dios. Y esa cualidad, la fe, latente en el mismo instante de la Creación, es quien capacita su generación.

3ª Consecuencia: Si Dios es inmaterial, el Cielo también lo es. La consecuencia inmediata es que en ese lugar no cabe ningún ente material. Significa que “la resurrección de los muertos” sigue siendo otra invención humana. La presunción de otra vida después de la muerte es materia de fe, pues no existe evidencia alguna que lo pueda demostrar.

Pero si la hay, deberá ser en forma espiritual, que no material

Entonces, ¿Jesucristo, ni tampoco la Virgen María, subieron al Cielo en carne mortal? Si Jesús era Dios, o parte de Él, podría ser, pero eso, vuelve a ser materia de fe. Pues solo ellos y Dios lo saben.

Por otro lado, los testimonios que aparecen en los Evangelios dan lugar a dudas razonables, aunque sus errores o fabulaciones tampoco puedan considerarse pruebas de lo contrario.

Lucas y Mateo hablan de ello: Y el Señor, después de hablarles (a los apóstoles) fue recibido arriba y se sentó a la diestra de Dios Padre” Saltan a la vista los errores de los dos evangelistas. El Cielo no está arriba ni abajo. En el Cielo no hay asientos. Y, por último, Dios no tiene derecha ni izquierda, al ser ilimitado.

En los Hechos de los Apóstoles, se describe cómo subió Jesús a los Cielos. “…Se presentó vivo (ante los apóstoles)  con muchas pruebas indubitables, durante 40 días y hablándoles del Reino de Dios…y habiéndoles dicho estas cosas, fue alzado y le recibió una nube que les ocultó de sus ojos”

De nuevo se hace patente la invención del escritor del texto. Si Jesucristo fue a los Cielos, es evidente que no lo fue como lo describen. No se puede llegar al Cielo, atravesando todo el Universo a cuerpo limpio. No llegaría ni en millones de años. La creencia de aquel tiempo era que el Cielo estaba muy cerca, un poco más allá de las nubes.

Insisto, estas invenciones, tampoco prueban que Jesús no subiera en persona a los cielos, Estamos ante un asunto de fe. No es materia probable, en definitiva. Mi impresión personal es que no necesitaba ir al cielo en carne mortal. ¿Para qué, si ha de estar en espíritu como está Dios? No tiene mucho sentido.

Por tanto, si en el Génesis, el Apocalipsis, y en varios otros pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento aparecen errores, supuestos o invenciones ¿debemos rechazar o, simplemente, ignorar estos escritos?

Desde luego que no. Constituyen el compendio religioso de épocas remotas. Componen la historia de nuestros primeros pensamientos transcendentes. Y, a pesar de sus inexactitudes y narraciones imaginativas, su propósito conduce al bien y su lectura no deja de ser provechosa. Lo que no se debe hacer, es tomar su contenido al pie de la letra, considerándolo como revelación divina. Son obra humana, no divina. La obra de personas inteligentes y piadosas, que desconocían mucho de lo que hoy sabemos. De allí sus errores. 

  Bien. Con todo lo dicho antes, sabemos lo que no es Dios. ¿Pero sabemos lo qué es? ¿Cuál es su esencia, su sustento, su hechura: su ser, en definitiva?

No lo sé. Ni yo, ni nadie. Ni ahora, ni nunca, Es el secreto, y también, el gran misterio, junto a su existencia, mejor guardado por Él. Y creo que eso es bueno y conveniente. No es necesario razonarlo, por evidente. 

Por tanto, es imprudente, o vano e ilusorio al menos, proponer y afirmar los proyectos, pensamientos y acciones atribuidos a Dios, si desconocemos su ser, su esencia. Esa dudosa práctica, vuelve a ser debida a la humanización de Dios, al crear una idea de su ser, a imagen y semejanza del hombre. Así, pensará, actuará y tendrá sentimientos semejantes a los nuestros. Y esto no se puede afirmar. aunque sean evocados como los más sublimes capaces de ser emitidos.

Significa, que las religiones, en concreto la occidental, la cristiana, la nuestra, deben realizar un valiente y definitivo ejercicio de puesta al día de su doctrina, si no quiere languidecer, convertirse en en una actividad para niños y ancianas –como apuntó Noah Hill- o desaparecer.

El Vaticano II propuso un aggiornamento de la doctrina católica, pero  su pretendida puesta al día quedó en acciones sobre los ritos, actitudes y costumbres, sin ir al fondo de su doctrina: las creencias y los dogmas.

Las religiones han defendido, a ultranza, estos dos aspectos fundamentales de sus doctrinas, considerándolos intocables y castigando, algunas en su tiempo y otras también en la actualidad, con las máximas penas posibles. Temen que, despojando de la cobertura que ofrece la creencia obligada y el dogma a cuestiones dudosas o falsas, los creyentes  pueden sentirse defraudados, provocando el abandono del total de las materias de fe y, con ello, el hundimiento de su religión, emulando el derrumbe de un castillo de naipes.

No lo creo. Con el abandono de las creencias contrarias a lo conocido o a lo razonable, Las Iglesias, y la Católica en particular, se revitalizarían al actualizar su contenido a la realidad actual, puesto que podrían ser mucho mejor comprendidas.

Porque mantener dogmas de fe contrarias al conocimiento o a lo razonable, práctica de tiempos lejanos en los que se ignoraba mucho de lo que hoy se sabe o en los que usar la razón era un privilegio reservado a unos pocos, y aun a estos con muchas limitaciones, no hace otra cosa que alejar a la mayoría de los creyentes medianamente inteligentes o instruidos. Solo pueden quedar en el “redil”  aquellos que mantienen su fe a ultranza, sin dudar ni plantearse el más mínimo pensamiento que cuestione alguna de sus creencias. Y no hay que engañarse, hoy día, estos han de ser, muy pocos, salvo aquellos que se ven amenazados con duros castigos si incumplen las reglas o abandonan su religión.

No se puede ignorar el conocimiento, como no se puede teorizar religiosamente sobre lo desconocido. Y, por supuesto, la fe y la razón no son contrarias ni enemigas: son complementarias.

Mediante la ejecución de una “poda” doctrinal adecuada, se obtendría una Iglesia más auténtica, más fiable, más asequible, más centrada en el mensaje divino y más cercana a la realidad de nuestro Creador, para mejor conocerle, amarle, alabarle, y cumplir sus mandatos.

El cómo, cuándo y el qué no me corresponde señalarlo. Esa es una tarea reservada a las Iglesias. Dios quiera que esta labor, sea acometida cuanto antes. El mundo lo necesita. 

UNA ÚLTIMA CONSIDERACIÓN: Dios nos ha otorgado una gracia inmensa. La vida. Y nos la ha concedido para que seamos útiles, provechosos, buenas gentes y FELICES. Pero como también nos ha hecho libres, sin ninguna limitación, está en nuestra mano, y no en la de Él, serlo.

Habrá que lograrlo en toda circunstancia que la vida nos depare. En la alegría y en la adversidad. Cuando vengan bien dadas y cuando vienen malas. Dios ya puso, en nosotros, las cualidades personales y ayudas externas para poder cumplir esas condiciones, aun en las circunstancias más adversas. Porque Él no nos envía mal, dolor, ni sufrimiento alguno. Somos sus “creaturas”, sus hijos, y nos ama. Lo contrario sería la actitud de un sádico, no la de un Dios Padre.

No hay que engañarse. La vida requiere esfuerzo, desde el momento de nacer. Es como escalar una escarpada montaña. Dios nos ha provisto de clavijas, mosquetones, estribos, cuerdas, piolet y crampones. Pero corresponde a  nuestra responsabilidad, usarlos o no. Y emplearlos debidamente.

En nuestra juventud, atacamos esas rocosas paredes con ímpetu y animoso brío, aunque pronto aparecerá la fatiga, el desánimo, los momentos de angustia que se alternarán con otros de gozo, al ir sorteando los duros obstáculos que la vida, esa tremenda escalada, nos depara. Y en todos ellos, deberemos encontrar motivos para agradecer  a Dios habérnosla concedido y ser FELICES por ello.

Destierra, en tus conversaciones con Dios, la palabra Señor, o cualquier otro apelativo rimbombante. Llámale Padre y entenderás todo.  

Todo esto, deberemos recordarlo en el anochecer de nuestra vida, cuando la escalada se hace más dura y fatigosa. En ese momento, cuando la cumbre ya está cercana y a la vista, es cuando tenemos que colmar de alegría hasta el último resquicio de nuestro interior.

PORQUE ALLÍ, AL GANAR LA CUMBRE, TE ENCONTRARÁS CON ÉL. TU PADRE. DIOS.

   


miércoles, 6 de diciembre de 2023

63,- El Día en que fui un Héroe


63.- EL DÍA EN QUE FUI UN HÉROE.

(O casi)



Río Pisuerga a su paso por Valladolid.

  Nunca lo había pensado. Ni siquiera era algo que hubiera comentado con nadie. Pero un buen día, me sorprendí a mí mismo al recordar, sin pretenderlo, que en una ocasión me había comportado como un héroe. Simple motivo: era un hecho al que le había dado poca o nula importancia.

Este singular recuerdo apareció tras una trepidante partida de mus, entre antiguos amigos y compañeros de estudios, durante la animada tertulia que, como rito imprescindible, suele acompañar a su final.

Era un tiempo, en el que todos los amigos nos hallábamos en ese gozoso limbo de la jubilación. Mi mujer y yo solíamos acudir a Valladolid, esa hermosa ciudad, donde transcurrieron varios felices años de mi vida, más de asueto que de estudio.

El motivo principal era visitar a nuestras familias respectivas, pero yo los aprovechaba para reunirme con algunos de los buenos amigos que adquirí durante los años en que estudié las áridas disciplinas de mi carrera industrial.

Celebrábamos así, con alegre y gozosa añoranza, el grato recuerdo de las innumerables partidas de mus celebradas en el bar Cervantes, situado en la esquina opuesta a la Escuela, entre clase y clase o, en gran medida, en lugar de estas. En aquellas, solíamos jugarnos, a tres partidas, un campanillo de clarete y una gamba rebozada cada uno.

Y con los recuerdos, suelen llegan las anécdotas de aquellos largos, felices y despreocupados años de estudiantes.

 En cuanto a las partidas de mus, aquel día me decidí a confesar con absoluta desvergüenza que rara era la partida que no les hiciera trampas.

-¡Qué cabronazo! –exclamaron a coro-. En serio ¿es cierto que nos hacías trampas?

-Y tan en serio. Aunque en mi descargo, os diré que solo cuando iba perdiendo.

Risas a granel. A continuación les expliqué, con todo detalle el método empleado.

 Tras este recuerdo, llegó encadenado otro aun más jocoso, aunque rozara la delincuencia juvenil.

Aquel día, la tarde de un sábado o domingo, nos habíamos reunido en un bar, situado en una esquina de la plaza donde estaba situado Correos.

   Se trataba de echar las acostumbradas manos de mus de final de semana. Aquella tarde acudieron más amigos de lo acostumbrado. Seguramente se hallarían cortos de pasta. Seríamos siete u ocho.

Pues bien. Las partidas se celebraron con el jolgorio habitual, en un reservado anexo al bar. Se merendó bien: un buen bocadillo de sardinas en aceite y su correspondiente vino. Llegó la hora de pagar. Se pidió la cuenta y, de inmediato, comenzó la correspondiente recolecta del escote.

¡Horror! Dio la trágica casualidad de que ninguno estábamos en situación de cubrir la cuota ¡Estábamos bocas! No era extraño que alguno de nosotros nos halláramos en esta situación de penuria monetaria, pero siempre había alguien capaz de pagar el gasto y prestar al resto lo preciso.

-¿Y qué hacemos ahora? -nos preguntábamos, perplejos, unos a otros, sin hallar respuesta. Yo estaba francamente angustiado. No podía imaginar la manera de salir de aquel embrollo con bien.

De pronto, alguno de los amigos, cuyo nombre, cara y figura se me oculta hoy, tuvo la ocurrencia de abrir un vieja puerta del fondo y, volviéndose hacia el resto exclamó:

-¡Chicos, esto da a la calle!

En efecto, la puerta salvadora daba al portal de la casa, y este a la calle.

Salimos de estampida por ella, tras luchar con denuedo para salvar el atasco producido, al querer salir, a la vez, de aquella ratonera, en donde nos habíamos metido de manera tan irresponsable.

Fue un sprint inolvidable. Puedo asegurar que jamás había movido las piernas con tanta celeridad. La carrera acabó en la Plaza Mayor con risas, toma de aliento y resoplidos de alivio. Huelga decir que nunca volvimos a pisar aquel bar.

Tras comentar esta anécdota con nuevas chanzas, recordé, y así lo hice notar, que nuestro querido amigo, Julio Marcos Doñate, perdía casi siempre, de igual manera que su amigo Domínguez, otro personaje digno de mención.

Era Domínguez un tipo regordete, de altura media y faz bonachona, redondeada y con forma de balón de rugbi, en posición vertical. Ambos amigos presentaban una extraña pareja juntos. Julio era alto, de constitución atlética y rostro agraciado, mientras que Domínguez era todo lo contrario. Los padres de ambos eran amigos, razón por la cual el bueno de Domínguez se unió a nuestro grupo de amigos.

Domínguez tenía una valiosa cualidad: siempre disponía de dos o tres pesetillas en su pequeño bolsillo delantero del pantalón. Después de dos o tres años supimos la razón. Había repetido 1º pero no había dicho nada a sus padres, guardándose el dinero de la matrícula de los siguientes cursos.

Todos ignorábamos la historia, de manera que ni su íntimo amigo Julio era conocedor del engaño. Y es que el pájaro lo disimulaba de manera magistral, Acudía a las clases y exámenes, aunque, con artero disimulo, se iba  rezagando y, por último se quedaba fuera, Y así durante años.

De repente, un buen día dejó de aparecer. Julio nos trajo la noticia. Se había descubierto el pastel.

Nunca más volvimos a verle.

Y tras el recuerdo del orondo Domínguez y de nuestro amigo Julio, del que alguien apuntó que vivía en Santander y que recientemente había sufrido un ictus, del que se había recuperado bastante bien, llegó a mi mente este otro suceso, guardado durante lustros en uno de sus más recóndito rincones, a propósito de este buen amigo.

 -¿Os he contado, alguna vez, que, en una ocasión, salvé la vida a Julio?

-¡Pero qué dices! –exclamaron a la vez, entre sorprendidos e incrédulos- ¿Estás de coña o qué? Nunca nos habéis hablado de eso.

-No, no, podéis creerlo. Os aseguro que yo salvé la vida a Julio, afirmé, rotundo, recalcando bien estas últimas palabras. A continuación, les comenté los pormenores de esta curiosa historia.

Los días festivos eran particularmente tediosos para los que, como yo, no siempre, o mejor dicho, casi nunca disponíamos de efectivo para ir al cine, mantener una novia o ligue, ir al baile o gastar en bares. Así, un grupito variable de amigos nos reuníamos, de manera aleatoria, para hallar diversión gratuita. Debo añadir que éramos expertos en esta materia, de la que poseíamos un extenso catálogo de opciones, pero cuyas pintorescas formas o maneras no viene al caso citar aquí.

Con buen tiempo, las dificultades de esparcimiento se hacían menos complicadas y aparecían nuevas oportunidades. Una de ellas consistía en ir a nadar al Pisuerga. Era gratis.

Aquel día, puede que de primavera tardía u otoño tempranero, nos reunimos Julio, Enrique, José Antonio y yo, para ir a nadar al río. Estos dos componentes centrales eran amigos añadidos por otro que pertenecía a la Coral Vallisoletana y los había “fichado” junto a otra pandillita de chicos y chicas, pertenecientes a dicha asociación.

Solíamos acudir a un sotillo situado río arriba, un poco antes de la fábrica Tafisa y a la altura de la playita de La Oberuela en la orilla opuesta.

Era un lugar tranquilo y agradable, en donde  una fuente natural proporcionaba agua clara, limpia y fresca. Además, justo en esa parte, el río conformaba una pequeña ensenada, que favorecía el disfrute de un baño amable y divertido, sin corrientes extrañas y peligrosas.

En eso estábamos, cuando alguien sugirió cruzar el río y nadar hasta la otra orilla, la playita donde retozaba la gente del pueblo de La Oberuela, que era más grande y mejor acondicionada que la nuestra. Además, hay que decirlo, de vez en cuando se veía aparecer, por allí, algún grupo de chavalas.

Así lo hicimos. Nadaba yo en primer lugar, empleándome con ganas, pues el río bajaba con bastante caudal y marchaba con cierta rapidez.   

Llegué a la orilla jadeando por el esfuerzo y, mientras subía la ligera cuesta de la playa, escuché un grito a mi espalda: ¡Bistué, que me ahogo! Me volví y el corazón me dio un brinco. Julio  chapoteaba sin control, al tiempo que la corriente se lo llevaba río abajo. Miré a los otros dos. Todavía estaban lejos.

Reaccioné de inmediato y volví a lanzarme al agua, sin perder un segundo en pensar qué tenía que hacer o cómo debía actuar.

Sin embargo, durante la zambullida me dije: Guillermo aquí acaba tu historia. Es un recuerdo que ha quedado tan fresco en mi memoria, como el día en que lo pensé.

En efecto, sabía que me resultaría imposible sacar del agua a Julio. Era un palmo más grande que yo en todos los lados de mi cuerpo y pesaría unos quince kilos más que yo. En cuanto se agarrara a mí nos iríamos los dos al fondo.

Imposible salir con vida de aquello. Yo lo sabía muy bien. Durante un campamento de verano, siendo yo un chaval de 14 ó 15 años, ocurrió que otro, más pequeño, dio señales de estar ahogándose en medio de la poza, llamada allí gorga, del río donde nos bañábamos.

Acudimos cuatro o cinco chicos de mayor edad a salvarlo. Le agarrábamos entre todos, pero ni aun así podíamos con él y solo conseguíamos hundirnos todos juntos. Por fortuna, aquella poza era pequeña, en un río de montaña, cerca de su nacimiento. Tendría unos 6 x 6 metros, como mucho, y pudimos, no sin apuros, acercarlo a la orilla.

En el caso de Julio era evidente que acabaríamos los dos en el fondo de este hermoso río Pisuerga. Pero qué podía hacer, sino acudir a la llamada de mi amigo, e intentar, al menos, ayudarle.

Nadé hacia él y, en cuanto me acerqué, trató de agarrarse a mí.

¡Qué grande y curioso es el instinto de conservación! Él me ayudó en aquel peligroso trance. Esquivé el agarrón de mi amigo y nadé hasta colocarme delante de él, a favor de corriente.

Julio estaba completamente agotado y seguía chapoteando tratando de alcanzarme, pero ahora ya no tenía que luchar contra la corriente y el esfuerzo no era tan agotador como antes. Poco a poco, le fui acercando así hacia la orilla, al tiempo que trataba de tranquilizarle con palabras de calma y ánimo.

Por fin, pude asirme a una gruesa rama que sobresalía de la densa vegetación de la orilla. Solo en ese momento le di la mano. Se agarró a mí como una lapa y así permanecimos, abrazados, durante un buen rato. Él exhausto y al borde del desmayo y yo contento y admirado de que hubiéramos salido con bien de tan peligrosa aventura. Mi sentido común y sangre fría habían conseguido no solo salvar su vida, sino también la mía. Dos por el precio de una.

La corriente nos había llevado bastante lejos y los otros dos amigos recorrían la orilla en nuestra búsqueda. Pensaron que nos habíamos ahogado, pues ya no se veía a nadie en el río y la espesa vegetación nos ocultaba a su vista.

Al cabo de un tiempo escuché gritar nuestros nombres, con verdadera desesperación.

-¡Aquí, aquí, estamos aquí –grité a mi vez.

Llegaron corriendo hasta nuestra altura y nos ayudaron a salir del agua, con bastante dificultad, pues la orilla, que estaba compuesta por un prieto entramado de gruesos arbustos, lo impedía.

Julio se tumbó en la arena de la playa, mientras se recuperaba de las pasadas fatigas. Nosotros, al tiempo, cavilábamos qué hacer. Julio no debía volver a cruzar el río y su ropa estaba allí, en el otro lado. No quedaba otra opción que cruzar nosotros y llevarle la ropa por tierra.

Así lo hicimos. Volvimos a la otra orilla, tomamos su ropa, después de vestirnos, e iniciamos el camino para llegar al otro lado andando.

Entre paréntesis. Ahora me maravilla lo confiados que éramos. Si alguien nos hubiera robado ropas y zapatos, habríamos quedado en una situación bastante comprometida: casi trágica. Pero en aquel tiempo, la delincuencia era mínima y jamás imaginamos que algo así pudiera ocurrir.

Retomo la narración, porque en aquel momento comenzó otra aventura, tanto más jocosa, como  desagradable e infortunada a la vez.

Volvimos hacia la ciudad y cruzamos el primer puente que entonces había, el puente Mayor, e iniciamos el camino hacia la playa de La Oberuela, siguiendo la orilla del río, única ruta que conocíamos.

Pronto nos percatamos de que la empresa no iba a resultar sencilla. La orilla estaba ocupada por terrenos particulares y del municipio, con profusión de tapias, enrejados, empalizadas y demás estorbos.

Todas esas dificultades nos hacían avanzar más despacio de lo que habíamos previsto. Había que echarle bíceps a la hora de saltar las tapias y habilidad para sortear las demás puñeteras trabas.

Y de tapiado en tapiado, llegamos a un convento religioso. Un grupo de frailes jóvenes se hallaba jugando al futbol en una amplia explanada. Lo interrumpieron para contemplar, asombrados, nuestra desvergüenza en saltar la tapia, pasar ante ellos sin decir ni mu y saltar la siguiente. Gracias a Dios que no eran monjas. Hubiéramos provocado un tremendo alboroto y, en el peor de los casos, vernos perseguidos por la autoridad competente.

Por  fin, llegamos a una zona despejada de huertas. En una de ellas, encontramos a su propietario laborando.

-¡He chicos, qué hacéis en mi huerta! –nos gritó enojado, al tiempo que azuzaba al perro.

¡Buen susto! Aunque el perro, al observar que se las tenía que ver con tres humanos, se limitó a ladrar con furia y a enseñarnos la dentadura, a unos tres metros de distancia.

Logramos explicar al hortelano la razón por la que seguíamos el cauce del río. Entonces él, amablemente, nos indicó el camino correcto para llegar sin apuros a nuestro destino.

-Sigan esta senda –la linde perpendicular al río que delimitaba su finca-, y encontrarán un camino que les llevará al sitio que buscan.

Seguimos sus indicaciones y, por fin, llegamos sin más dificultad a la dichosa playa, cuando ya anochecía.

Allí se encontraba Julio, impaciente y aterido de frío, a pesar de que alguien le prestó una camiseta. A nuestro amigo la espera se le había hecho eterna.

Regresamos a Valladolid, siguiendo el camino que nos había indicado el hortelano, y llegamos al arrabal de la ciudad. Un autobús urbano nos acercó al centro. Allí Julio nos invitó a una porroneta en el Socia, en señal de agradecimiento.

La historia terminó allí. No volvimos a comentar el suceso. Simplemente, no le dimos importancia y fue considerado por todos como un incidente más de nuestra vida bohemia y descontrolada.

Me había jubilado ya, cuando cierto día que charlaba con mis nietos recordé la anécdota.

-¡Anda! Ahora recuerdo que, en una ocasión, salvé la vida a un amigo –dije, sorprendido por haber recordado tan remoto y oculto suceso.  Sorpresa compartida por mis asombrados nietos.

-¡Qué dices yayo –replicaron-, cuenta, cuenta!

Al finalizar el relato, uno de ellos exclamó:

-¡Bravo yayo! ¡Fuiste un héroe!

En fin, hay que reconocer que fui un héroe bastante light. No fue una acción heroica al uso, en la que el protagonista lucha, con esfuerzos sobrehumanos, contra los elementos y logra salvar la vida del sujeto en peligro, tras grandes apuros, arriesgando la suya.

Mi caso fue distinto. Usé la astucia en lugar de la fuerza que carecía. Aunque, por supuesto, eso no me hubiera servido en el mar ni en aguas turbulentas. Con toda seguridad, nos habríamos ahogado los dos.

Terminé la charla con mis nietos, y también con mis amigos, advirtiendo a ambos grupos, en su momento, que nunca intenten rescatar a nadie sin poseer los conocimientos precisos y los medios necesarios para hacerlo. No hay héroe más necio e inútil, que el héroe muerto.  


viernes, 11 de agosto de 2023

62.- El Fantasma de Montearagón


62.- EL FANTASMA DE MONTEARAGÓN



 

 

No hace mucho, publiqué en este blog la historia del castillo de Montearagón, a través, o con referencia, a la sucesión de abades que regentaron su abadía y los hechos más singulares producidos en Aragón y España.

Después de él, escribí un artículo sobre la problemática del agua en nuestro país.

Muy poco éxito han tenido ambos escritos entre mis lectores. Creo que solo los más fieles, los incondicionales, se han atrevido a intentar digerirlos, Parece que no son tiempos para temas serios, aunque yo, en mi solemne ingenuidad, creyera que su lectura podría resultar interesante a la mayoría de las personas que me siguen.

Error. Y no lo puedo reprochar, puesto que yo hubiera preferido leer, y, por tanto escribir, algo más ameno y divertido. Algo donde la imaginación campee por los senderos literarios del bien y gozoso sentir.

En el caso del primer artículo, la historia del castillo abadía de Montearagón, ceñí mi escrito a la sucesión de datos y hechos más relevantes. Confieso que tuve la tentación de escribir algo más épico y literario, pero hubo algo que frenó en seco esa intención.

Durante el acopio de información necesaria para escribir dicha historia, pude comprobar que insignes plumas ya habían escrito sobre Montearagón: Cánovas del Castillo, Joaquín Costa, Ramón J. Sender, el filósofo francés Gabriel Marcel, junto a poetas que dedicaron sentidas odas al castillo, como Juan Tello, Gasol Espluga y Bernabé Morera,. Todavía hubo quienes llegaron a publicar novelas que lo citan, como José Vicente Torrente en su El País de García y Francisco Javier García con El artillero.

¡Cómo iba yo a tener la osadía de medirme a estas celebridades políticas y literarias! Sencillamente: no podía. Por esa razón, limité mi crónica a hechos y fechas. Con toda sinceridad, creo que hice un trabajo digno, pero, quizás, se hallaba fuera de las expectativas de lo que mis lectores esperan de mí.

En cuanto al segundo artículo, El Agua, poco tengo que decir. Es un artículo de actualidad política, sobre un tema de importancia vital. Debería interesar a todo el mundo, pero entiendo que muchas personas estén saturadas de temas políticos y huyan de ellos como del mismísimo diablo.

Pero, hete aquí, que cierto día, recibí un email de un lector inesperado. Se trataba de un señor, ya mayor y residente en Lérida, aunque nacido en Quicena, un pueblecito cercano a Huesca y al castillo, que me hacía saber su extrañeza, por no haber citado la existencia del fantasma que habitaba entre las ruinas de Montearagón.

Aseguraba que, cuando era  niño, todo el pueblo conocía la leyenda del fantasma. Su abuelo Tomasico fue quien le relató, con pelos y señales, toda la historia, añadiendo que mucha gente del pueblo había escuchado sus lamentos y gemidos y presenciado extrañas luces danzando por entre las ruinas del castillo.

Recuerda que el cura del pueblo, mosén Rafael, guardaba, como oro en paño, un escrito del siglo XIX, en el que se describía el origen de la creencia del fantasma. Su abuelo, además, le recitó una copla que todavía recordaba bien, sílaba a sílaba.

“Luce el sol en la abadía.

La luna en sus sombras brilla,

en donde vaga el fantasma,

y gime, lamenta y clama,

por su alma encadenada”

Relato, a continuación, la historia del fantasma de Montearagón tal y como me ha sido trasmitida por este atento lector.

Parece ser, que la historia comenzó en el año 1580, en una época de apurada y preocupante situación en la comunidad religiosa de la abadía. Seis años antes, Felipe II había retirado al abad Pedro de Luna, enviándolo a Tarazona, para nombrar, en su lugar, a un gobernador que actuaba bajo las órdenes directas del monarca.

Este gobernador, el noble castellano Alonso García de Qintana, se empleaba en su labor inquisidora con particular dedicación y dureza. Más aun, después de que el monje Pero López de Valenjuanes huyera, tras apropiarse de un buen botín de ducados, durante el año 1576.

El monasterio se proveía, con holgura, de los alimentos procedentes de las primicias, que obtenía con regularidad, de las aldeas y pueblos que componían su jurisdicción. Pero había otros, como azúcar, sal, queso, arroz y legumbres, entre otros, que eran suministrados desde Huesca.

Además, el hermano cocinero encargaba algunos otros comestibles y frutas de temporada al tendero de Quicena que, distando a un kilómetro escaso, le venía más a mano.

De atender esos encargos se ocupaba Isabeleta, la hija de Antón, el tendero del pueblo. Así, cada jueves, la joven tomaba la senda que llevaba al castillo, portando un par de cestas, con los alimentos solicitados, o también con cualquier otra clase de producto, ya que en la tienda de Antón se podía encontrar de todo, desde un par da abarcas hasta muy buenas “ganchetas” de boj. Al mismo tiempo recogía las demandas de los monjes para la siguiente semana.

Era Isabaleta una lozana moza de 18 años, dotada de la gracia, el encanto, el desparpajo y las suaves y juveniles formas acordes con su temprana edad. Sin llegar a poseer una gran belleza, podría decirse de ella que tuvo la gran suerte de no heredar el físico de su progenitor, pues el pobre Antón lucía un semblante más cercano al del simio que al del homo erectus y sapiens.

Un hermano lego, algo mayor, atendía el servicio de portería y recibía los encargos que Isabeleta traía al castillo. Pero este buen monje enfermó de cuidado y fue trasladado a una  de las casas que la abadía disponía en Huesca para estos y demás eventos. Semanas más tarde falleció.

Le sustituyó un joven postulante, llamado Damián. Así como, el pedernal y la yesca acaban por crear fuego, tan pronto se unen, también el trato semanal de los dos jóvenes habría de encender la llama de un  sentimiento mutuo de afecto, primero, y de inflamada pasión después.

Fugaces e interesadas miradas primero, cómplices sonrisas después y risas y requiebros más tarde crearon un cálido clima de afectivo trato, que desembocó en auténtico amor. Ambos jóvenes ansiaban la llegada del jueves para verse y hablarse. Así fue, hasta que llegaron los besos, los ardientes abrazos y la consumación de su amor en un trastero de la portería.

Llegó un momento, en el que los gozosos encuentros semanales no eran suficientes para calmar el ardor de su juvenil amor. De vez en cuando, en cuanto Damián podía hurtar su presencia en las labores de la abadía, se descolgaba por una parte de la muralla, cuyos sillares se hallaban algo descarnados por la acción del viento, la lluvia y el hielo, para encontrarse con Isabeleta en  un lugar recoleto, a mitad del camino al pueblo.

Y así transcurría la gozosa vida de los dos amantes, hasta que llegó un mal día, en el que se produjo el fin de su dicha. Tan entretenidos estaban, ambos jóvenes, en su devaneo amoroso, ocultos en el apartado rincón de la portería, que perdieron la noción del tiempo.

Damián no apareció en los oficios vespertinos. Extrañados los monjes, acudieron en su busca a la portería, acabando por descubrir a la pareja en plena tarea amorosa.

En la trifulca que se organizó a continuación, Isabeleta consiguió escabullirse y logró refugiarse en un apartado rincón del castillo, justo en la favorable oscuridad de las antiguas mazmorras,

El joven Damián ni lo intentó. Fue llevado ante el Gobernador García que, de inmediato, hizo comparecer a toda la comunidad y, tras describir el “horrible” pecado del joven, le condenó a un ejemplar castigo purificador: recibiría cuarenta golpes de vara, a fin de purgar su pecado y, de este modo, salvar su alma.

De inmediato, se aplicó la sentencia. Pero el verdugo, uno de los guardias del gobernador, se aplicó con tanto afán en su tarea que dejó al pobre muchacho tan destrozado y moribundo, que dos horas más tarde falleció.

La moza aguantó en su escondrijo hasta caer la noche. En ese momento, se movió con sigilo hasta la muralla por donde Damián se descolgaba para acudir a sus citas, Por desgracia, aquella noche llovió. Los sillares estaban resbaladizos. Isabeleta perdió pie en uno de ellos y se precipitó contra el suelo, quedando mal herida en él.

Al despuntar el siguiente día, la encontraron al pie de la muralla  moribunda, pero todavía con un soplo de vida.

El gobernador le ayudó a pasar a la otra vida, impidiéndole la respiración con su propia capa. Temía que el feo asunto transcendiera y hubiera un escándalo que le salpicara ante su estricto soberano, Felipe II.

Decidió enterrar a los dos jóvenes, alejados de la iglesia, en lo más profundo de los sótanos y sin ningún rito ni símbolos cristianos, pues consideraba que habían muerto en pecado y no eran dignos de descansar en el suelo bendecido de un camposanto.

Así mismo, hizo cubrir la fosa con grandes losas y ordenó un absoluto silencio sobre los hechos acaecidos, bajo pena de acompañar a los dos jóvenes en su triste retiro. Cuando parientes de las dos víctimas llegaron al castillo, para interesarse por la repentina desaparición de los dos jóvenes, les despidió con la falsa historia de que se habían fugado juntos y esperaba que fueran encontrados y pagaran su delito con el rigor debido. Ante esta respuesta, los parientes volvían a sus casas desolados, pero incapaces de hacer más averiguaciones, temiendo mayores males para sus respectivos seres queridos.

Allí y en aquel momento, debió acabar la historia de los dos amantes, sin embargo, un par de siglos después, en 1744, sucedió un hecho que vendría a prolongar el relato de estos dos desafortunados jóvenes.

Durante aquel año, se produjo un terrible incendio en el castillo. Techos y muros se desplomaron, causando la ruina definitiva de aquella admirable construcción.

 


Al parecer, grandes bloques de piedra cayeron sobre las losas que cubrían los cadáveres de las dos inocentes víctimas, destrozándolas. Por entre los resquicios que dejaban las ruinas y cascotes que les cubrían, se filtró el espectro de uno ellos o, quizás, el de los dos, Desde entonces, los habitantes de Quicena tuvieron conocimiento de su fantasmal presencia.

El fantasma no aparecía cada día. Lo hacía en días señalados, que se repetían año tras año, sin faltar nunca en la noche de ánimas. El porqué de la elección de esas fechas, solo él o ellos lo sabían. Aparecía al anochecer o en noche cerrada, mostrando su presencia con fugaces, desvaídas y difuminados destellos, rondando por entre las ruinas del castillo. Penaba, al parecer, aquella alma desconsolada, al verse condenada al triste destino de vagar para siempre y no poder alcanzar la paz de la remisión de sus pecados, ni reposar en lugar sagrado.    

Era tal el espanto que producía en los aldeanos, sus desgarradores lamentos y gemidos, así como sus tétricas apariciones, que aquellos se encerraban en sus casas, atrancaban puertas y ventanas, llegando a cegar las chimeneas de sus fogones, por temor de que el fantasma se les metiera dentro.

Casi dos siglos después, los aldeanos se habían acostumbrado tanto a las veleidades del fantasma, que ya le consideraban un componente más del pueblo. Algo así como un extraño vecino que, aunque en verdad, no se metía con nadie, había que guardar bien las distancias con él

A finales del siglo XIX el cura del pueblo celebró un acto religioso, en la iglesia, dedicada a la Asunción de María, para rezar por las almas de los dos amantes, con la intención de que el Señor Dios les perdonara y pudieran descansar en paz, de una vez por todas. No tuvo éxito.

Mi amable comunicante me relató una anécdota protagonizada por su abuelo, cuando era un chaval. Cierta noche, en la que se vieron resplandores entre las ruinas del castillo, un grupo de zagales, capitaneados por él, sin encomendarse a Dios ni al diablo, decidieron ir al castillo para apedrear al fantasma. Llegaron hasta la base de la derrumbada muralla y lanzaron una nube de piedras en dirección al resplandor que, al parecer, delataba la presencia del Fantasma.

De repente, un grueso tizón encendido, proveniente del otro lado de la muralla, cayó sobre el grupo, levantando centenares de chispas. Los zagales, aterrados, salieron corriendo hacia el pueblo, a todo lo que daban sus cortas piernas. No contaron a nadie lo ocurrido, ni tampoco se les ocurrió repetir la hazaña.

Tendría que llegar el año 1920, para que el nuevo cura de Quicena, mosén Ramiro, decidiera acabar definitivamente con aquella historia que atentaba, en cierto modo, contra la fe de sus feligreses.

Decidió hablar con el obispo de Huesca, Monseñor Zacarías Martínez en aquel tiempo, para trasmitirle su preocupación por aquella extraña  historia y solicitar la labor de un exorcista que le diera un definitivo final.

  

  Dio la casualidad de que, en aquel tiempo, se encontraba en España un famoso exorcista italiano, de nombre Tomasso Ferruchi. Había llegado, en 1919, acompañando al peruano padre corazonista, Mateo Crawley-Boevey, promotor  de la consagración de España al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles.

El obispo de Huesca solicitó, y obtuvo, la presencia del famoso exorcista en Huesca. Llegado el padre Tomasso, se organizó una nutrida peregrinación a Montearagón con cruces y estandartes a la cabeza, el obispo y el exorcista en lugar preferente, junto a varios  canónigos, gentes de la iglesia, autoridades y feligreses.

En el castillo, se les unieron representaciones de Quicena, Tierz, Siétamo y otros pueblos cercanos. Juntos oraron mientras el padre Tomasso aplicaba sus ritos liberadores. Hecho esto, todos volvieron a sus respectivos lugares de procedencia con la esperanza de que, tanto sus oraciones, como la compleja actuación del exorcista, alcanzaran un éxito definitivo.

Y así fue. Jamás el fantasma volvió a mostrar su presencia entre las abandonadas ruinas del Castillo de Montearagón. Había hallado, por fin, su ansiada paz

NOTA IMPORTANTE: Se advierte que, tanto nombres, excepto los históricos, como situaciones, hechos y relatos son solo producto exclusivo de la imaginación del autor.

¿O no?

Solo yo lo sé. Es mi pequeña y pueril venganza para los lectores que rehúsan la lectura de mis artículos más serios.

Solo pienso aclarar ese dilema a mis más fieles seguidores ,,,.. si ellos me lo piden.