51.- SAN JORGE EN LA BATALLA DEL ALCORAZ
Era el año 1094 y
reinaba en Aragón Sancho Ramírez I, tras haber heredado el Reino, a la muerte
de su padre Ramiro I en el sitio de Graus. Este había heredado el Condado de
Aragón de Sancho Garcés III el Mayor, rey de Pamplona.
Ramiro se había autoproclamado
Rey de Aragón, después de anexionarse los Condados de Sobrarbe y Ribagorza, una
vez muerto, por asesinato, su hermanastro Gonzalo, propietario de los dos
condados.
Sin embargo, el Papa
Alejandro II no aprobó su coronación como Rey. Poderosas razones lo impedían.
Ramiro era hijo ilegítimo, fruto de los amoríos juveniles del Rey con la noble
Sancha de Aibar. No disponía, por tanto, de título adecuado para acceder a un
trono. Tampoco el testamento de su padre se lo otorgaba Por si fuera poco,
existían fundadas sospechas de su participación intelectual en el asesinato de
su hermanastro Gonzalo.
Sancho Ramírez se vio
obligado a emplear mucho esfuerzo, tiempo y dinero para conseguir la aprobación
de la Santa Sede a su dinastía, sin la cual su título real no era más que un
castillo en el aire.
Consideró que una
decidida ofensiva contra la morisma ayudaría a lograr sus fines ante el Papa y
decidió tomar la plaza mora de Huesca.
Ocupó las alturas que
rodeaban a la ciudad e invadió las almunias de sus alrededores, donde, según se
dice, se cultivaban exquisitas verduras, hortalizas y legumbres, además de
ricos frutales, gracias a los muchos pozos y fuentes existentes y a las aguas
que tomaban del río Isuela.
El asedio se prolongó
varios meses. Sancho no ignoraba que disponía de un tiempo limitado para tomar
la ciudad, ya que era seguro que Al-Mustain II, rey de Zaragoza, acudiría en
ayuda de Huesca. Además, este había aumentado su poder al lograr la alianza de
Alfonso VI. Doblándole el pago de parias, obtuvo su ayuda, olvidando el
castellano su deuda de honor con Sancho, que le había socorrido ante los
almorávides.
Cierto día en el que
Sancho inspeccionaba las defensas de la ciudad, un rammah, arquero de
mucha pericia, le metió una flecha por el costado hiriéndole de muerte.
Así lo relata la crónica
de San Juan de la Peña:
“...Et un día, él,
andando en rededor de la ciudad comidiendo por do se podría entrar, vio un
flaco lugar en el muro forano et cavalgado sobre su caballo con la mano dreita
designando con el dedo, dixo: –por aquí se puede entrar Huesca-
et la manga de la loriga se abrió, et un moro ballestero que estaba en
aquel, con una sayeta por la manga de la loriga firiolo en el costado; et él non
dixo res, mas fuese por la huest et fizo jurar a su fillo don Pedro por rey, et
las gentes se maravilloron de aquesto, et jurado por rey fizole prometer que
non se levantasse del sitio entro que avies Huesca a su mano.”
Después fue trasladado
al monasterio de San Juan de la Peña con gran ceremonial. “...et soterraronlo
denant el altar de San Johan...” El cuatro de diciembre del mismo
año fue celebrado un sepelio regio que presidió su hijo Pedro I y en el que
participaron el arzobispo de Burdeos, los obispos de Montpellier y Jaca, el
abad de Leyre, el de Thomieres y legado pontificio Frotardo y el abad de San
Juan de la Peña, Aimerico.
Dejó Sancho a su muerte
un hijo
ilegítimo, Don Vela
de Aragón, y tres legítimos: Pedro su heredero -ya que Fernando el
primogénito había fallecido algunos años antes-, Alfonso y el monje Ramiro.
Gracias a esos caprichos del destino los tres reinaron sucesivamente.
Pedro I siguió la
recomendación de su padre Sancho y tomó el
firme propósito de
conquistar Huesca, como principal
objetivo de su reinado.
Deberían transcurrir dos
años más antes de conseguirlo. En tanto llegaba ese momento, preparó
concienzudamente el ejército y los medios de asalto a la doble muralla que
rodeaba a la ciudad, así como la forma de evitar cualquier ayuda exterior.
Fortificó un pueyo
situado al sur de la ciudad, que hoy lleva el nombre de San Jorge, con el fin
de entorpecer la llegada de fuerzas de socorro desde Zaragoza. El castillo de
Montearagón y las posiciones emplazadas en los altos del Estrecho Quinto
cerraban toda posibilidad a la entrada de cualquier ayuda proveniente de la
plaza mora de Barbastro.
En 1096 el rey Pedro I
tenía ya sus tropas dispuestas, con los
planes de combate bien meditados y los lugares de asalto y defensa muy
definidos.
Había llegado el momento
más deseado y buscado. Era la ocasión de poner en marcha el ataque que le diera
la posesión de Huesca.
La ciudad se defendió
con denuedo durante seis meses, y este tiempo dio lugar a que de nuevo
al-Mustain II preparara un gran ejército
de socorro, al que se le unieron tropas
castellanas al mando del conde de Nájera, García Ordóñez.
Pedro estaba advertido,
gracias a la experiencia obtenida en el anterior asedio realizado junto a su
padre Sancho, que el rey zaragozano trataría de impedir por todos los medios la
toma de Huesca y se hallaba bien dispuesto para enfrentarse a él.
Conocía el avance y
composición de las tropas expedicionarias, por medio de la información que
puntualmente obtenía de sus espías, estratégicamente situados en las aldeas
tributarias de Torres, Formiñena y Almudévar.
En el momento preciso,
Pedro situó su primera línea de combate en unos altos situados a media legua al
sur del pueyo y desde ese lugar avistaron la llegada del ejército musulmán, el
19 de noviembre de 1096.
De un lado las tropas
moras y
castellanas y de
otro las navarras, aragonesas y
francas de Aquitania y Bretaña que habían acudido en ayuda del rey Pedro, en
respuesta a su llamada de apoyo.
Las filas cristianas
estaban nutridas, además de las tropas del Rey por gran parte de los varones de las familias,
a veces completas, que acudieron al combate desde todas las aldeas del norte.
Nadie capaz de sostener un arma faltó a aquel trascendental encuentro.
Bajaron de Biescas los
Aznárez, Ximeno, Casal, Oliván, Dieste, Garín, Aso, Piedrafita y los Azcín,
junto con los de la Garcipollera.
No faltaron los Garcés
de Ayera, el Serrablo y el val de Gorga; ni los Forto y Ortiz del val de
Nocito; ni tampoco los Alastrué de Boltaña, y los Lanuza de Sallent y de Basa.
Firmes en sus puestos de
combate, aguardaban, con dientes y puños apretados, y las armas prestas, los
Banzo y Blanco del val de la Fueva.
Junto a ellos, hombro
con hombro, esperaban las órdenes para la batalla los Grasa, Nasarre, Bailo,
Villacampa, Vallés, Blasco y Bellostas de Bara, con los Arnal a su frente.
Llegaron de Ribagorza
los leales y valientes Bardaxí, Azara, Mur, Abella, Camporrels, Baldellou y
Ravidats.
Galíndez de la
Garcipollera se presentó conduciendo bajo su mando a los Bescós, Jiménez,
Ariol, Calvo, Lalaguna y Danoria y muy cerca de ellos podían verse a los Allué,
Alcázar, Orús y Osán del val de Basa, preparando sus armas y dándose ánimos
antes del combate.
En las primeras filas,
ocupando el lugar más destacado y peligroso tal como lo habían hecho siempre
sus antecesores, se situaron los descendientes de los primeros luchadores del
Sobrarbe. Allí estaban los Escuaín, Porto, Escal, Ligüerri, Aguirre, Atiart,
Arro y Azlor que traía con él un grupo de montañeses almogávares. Con ellos
estaban los Bistué de Troncedo y Torre de Obato.
Integrado en las huestes
del abad Aimerico llegó también Bernardo de Bistué y desde Navarra no quisieron
dejar de acudir al gran combate los descendientes
de Fierro, Arroaga, Galíndez y
García, en la tropa del conde de Navarra, deseosos de
emular las gestas de sus mayores.
Pero eran tantos los que
allí se habían congregado con el firme propósito de servir al rey y vengar la
muerte del buen monarca Sancho, que nombrarlos a todos resultaría tarea
imposible. No habría lugar ni tiempo suficiente para hacerlo.
Fue el ejército moro
quien rompió las hostilidades. Su caballería se lanzó contra las primeras filas
cristianas, seguidos por los infantes que corrían enardecidos mientras lanzaban
grandes voces de aliento y clamaban invocando a su Dios.
Las tropas cristianas
cedieron terreno, hasta llevar la contienda a unos estrechos llanos usados como
avenida, cañada o cabañera, llamados de Alcoraz. Era una maniobra muy bien
estudiada por el rey Pedro, ya que al avanzar las tropas musulmanas por estos llanos
se colocaron entre el fortificado pueyo y un denso carrascal elevado, donde
aguardaban, emboscadas, más tropas cristianas que atacaron sus flancos con
flechas, venablos y a espada cuando vaciaron sus aljabas.
En ese momento de la
batalla, entró en acción la potente caballería franca. Sus aguerridos jinetes,
montados en vigorosos caballos protegidos por aceradas mallas y gruesas
corazas, constituían una fuerza de choque muy difícil de frenar.
Los francos cargaron
contra el centro de las tropas moras, abriendo una brecha en ellas con sus
largas y poderosas lanzas, por la que penetraron los peones cristianos.
Con esta maniobra el
ejército enemigo quedó partido en dos, viéndose atacado por dos nuevos flancos,
lo que suponía en la práctica quedar en una grave desventaja estratégica.
Esta situación de
inferioridad se agravó más, cuando la caballería ligera navarra atacó la
retaguardia mora por el sur, tras rodear el pueyo.
La superioridad
estratégica cristiana llegó a ser tan acusada que, a pesar de que las tropas
moras les doblaban en número y aun más, y que los cristianos apenas podían
cubrir todos los frentes abiertos con
sus tropas, poco a poco, el resultado de
la batalla se fue inclinando a su favor.
Ya los moros flaqueaban
y comenzaban los cristianos a celebrar la victoria con gritos de júbilo, cuando
de improviso una muchedumbre armada, mandada por el emir Abderramán, salió por
la puerta sur de la ciudad y atacó la retaguardia cristiana.
El rey Pedro había
previsto esta contingencia y mantenía un destacamento de aragoneses vigilando
la posible salida de los asediados, pero no imaginó que el jefe cercado pudiese
reunir tan numerosas huestes. El destacamento fue arrollado y el sorpresivo
ataque sembró la confusión en el campo cristiano.
Aragoneses y navarros
peleaban con inusitado ardor, fiereza y valor, produciéndose innumerables actos
de heroísmo. Pero las filas se habían roto y la misma situación estratégica que
antes era favorable, ahora se había vuelto en su contra y les obligaba a
contender rodeados de enemigos por todas partes, con riesgo de sufrir una
estrepitosa derrota.
En esa apurada situación
se hallaban cuando, providencialmente, aparecieron nuevas tropas cristianas
procedentes de los baluartes del norte, que desde sus alturas observaron la maniobra
de los sitiados y se apresuraron a acudir en apoyo de los suyos.
No eran muchos, pero
atacaron con tal decisión y arrojo, que las tropas salidas de Huesca -en buena
parte formadas por paisanos armados, de escasa preparación militar- al verse
atacados, a su vez, por la espalda, cundió el pánico entre ellos y ya solo
trataron de salvarse en desbandada.
Entre las tropas
cristianas de refresco apareció un singular caballero sin más distintivo que la
cruz roja sobre pecho y escudo, característico de los cruzados de Tierra Santa,
llevando a su grupa a otro caballero ataviado del mismo modo.
Nadie les conocía ni
sabía cómo, cuándo y por dónde habían aparecido.
Metidos ya en el
combate, el cruzado de la grupa echó pie a tierra y se puso a luchar al lado
del caballero. Ambos arremetieron con
tal brío y coraje que solo ellos se bastaban para hacer retroceder a todo el
frente enemigo.
Al ver los demás
soldados cristianos aquel prodigioso y heroico proceder, tomaron ejemplo y
redoblaron sus esfuerzos.
No faltaban los gritos
de ánimo de sus mandos.
Entre ellos, por encima
del fragor del combate, se podía escuchar la potente voz de Bernardo alentando
a los suyos:
-¡Apretad, apretad
soldados, que Dios está con nosotros!
O la del rey Pedro
arengando a las tropas:
-¡Adelante mis leales!
¡Adelante, adelante por Aragón!
Y estos, sacando fuerzas de flaqueza,
continuaron el combate con más ahínco, hasta derrotar por completo al ejército
musulmán.
Fue una gran victoria y
una gran carnicería, la mayor acontecida hasta entonces en aquellas tierras.
Cuentan los cronistas moros que perdieron la vida en la batalla más de diez mil
de los suyos. El mismo conde castellano, García Ordóñez, cayó prisionero
durante la contienda.
Ocho días después, la
ciudad se rindió y las tropas cristianas entraron victoriosas en ella.
Cuando buscaron a los
dos caballeros cruzados para agradecer su inestimable ayuda y enaltecer la
magna proeza realizada, no los hallaron. Habían desaparecido tan
misteriosamente como habían llegado.
Alguien pensó que aquel
suceso tenía todas las apariencias de ser un hecho prodigioso y sobrenatural.
Cuando así lo manifestó a las autoridades eclesiásticas presentes, estos le
dieron la razón, añadiendo que solo San Jorge podría ser capaz de semejante
portento.
Por aquel tiempo se
tenían por ciertos algunos detalles sobre la vida de San Jorge. Se decía que
nació en Capadocia. Recibió las enseñanzas de la fe cristiana y se dedicó a la
milicia. Llegó a ser un alto mando en el ejercito de Diocleciano, pero se negó
a perseguir a los cristianos y sufrió martirio por esa causa. Hecho ocurrido el
octavo día antes de las calendas de mayo a la hora sexta, es decir, el 23 de
abril al mediodía.
Años más tarde surgió la
leyenda y en ella se relataba cómo un
caballero alemán, encontrándose en Antioquia combatiendo a los moros,
fue descabalgado y quedó rodeado de enemigos. Al verse en trance de muerte se
encomendó con tanta fe a San Jorge que este le escuchó. Apareció en la refriega
montando un caballo de inmaculada blancura y lo subió a su grupa desapareciendo
con tanto misterio como había empleado en su llegada.
En ese momento, escuchó
el Santo implorar su ayuda desde el Alcoraz, y así fue como el santo Jorge y el
caballero alemán intervinieron en la batalla, hasta hacer que las tropas
cristianas lograran una gran victoria sobre sus infieles enemigos.
Como quiera que este
hecho, o parecido, se repitiera en otras ocasiones, en las que el Santo se
apareció para defender las armas aragonesas en situaciones de grave riesgo o
amenazador apuro, se llegó a considerar San Jorge protector de la casa de
Aragón, como lo había sido San Millán, y más tarde Santiago, con la de
Castilla.
Para celebrar tan
importante victoria, Pedro I ordenó construir una ermita dedicada al culto de
San Jorge en lo alto de aquel cerro, próximo a los llanos de Alcoraz, que fue
testigo mudo y notario inmóvil de la hazaña del Santo.
Sin entrar en la
discusión de quién fuese aquel misterioso caballero, ni de cómo se produjeron
los hechos, es obligado conceder que algo muy grande e inexplicable debió
suceder aquel día 19 de noviembre de 1096, para que el pueblo conservara su
devoción al Santo hasta nuestro tiempo.
No hay otra explicación
para que, desde entonces, cada 23 de abril, fecha del martirio de San Jorge, se
celebre una multitudinaria romería protagonizada por las gentes de Huesca, para
recordar aquella remota gesta y agradecerle su ayuda protectora.
La tradición ha hecho
que en tan señalado día, año tras año, acudan al cerro los descendientes de
aquellos que, otro día, se reunieran por familias, armas en mano, para luchar
contra los enemigos de su fe y vengar la muerte de su buen rey Sancho.
Desde entonces las
familias han venido haciéndolo en paz, alrededor de cestas, ollas y fuentes, a
cobijo de la buena sombra de su arbolado, para degustar el sencillo yantar de
ensalada y huevo duro, tal vez unas chuletas empanadas
de cordero, o quizás algún guiso de pollo para las familias más voraces, todo
ello bien regado, eso sí, por el excelente vino del Somontano -hay que alabar
las milenarias viñas de Bespén- o por el no menos excelso de la región de
Almudevar o Robres.
Concluida la campaña de
Huesca, algunos de los combatientes se quedaron en la ciudad y otros regresaron
a las tierras altas de su procedencia, pero unos y otros sabían que el reino de
Aragón había dejado de ser un incipiente estado, para convertirse en una
monarquía asentada y madura, y que la legitimidad de su dinastía era ya un
hecho incontestable.
Con broche de oro, se
celebró el fin de siglo, ya que en el año 1100, se conquistó Barbastro.
El XI fue un siglo
turbulento, donde germinó la buena mies y la cizaña; el fruto sustentador y la
mala hierba; la fe de Cristo y su utilización hipócrita e interesada; la
lealtad y la traición; la generosidad y la más abyecta ambición. Pero, sobre
todos los eventos producidos, el mayor y más importante fue el nacimiento del Reino de Aragón.
¿Y quién era el segundo cruzado?
ResponderEliminarEra el caballero alemán que salvó en Antioquía
ResponderEliminarTus interpretaciones de estos textos resultan refrescantes y me aportan una nueva perspectiva a lo que de otro moda resultaría tedioso.
ResponderEliminarMartha
El arte de escribir es duro y trabajoso, soportable solo por la afición del escritor y las palabras de aliento de algún lector. Agradezco las tuyas, Martha.
ResponderEliminar