43.-
LA BATALLA DE MOSCÚ
Por
aquellas fechas, era yo un estudiante dedicado más a la juerga y a vivir
inmerso en el desorden y la despreocupación, que a consagrar mi tiempo y
esfuerzo al estudio de las materias por las que mis padres me habían enviado a
Valladolid, hermosa ciudad de pintores, carteristas y pillos universitarios.
La
verdad, hoy quiero confesarme. En aquel tiempo era estudiante de profesión,
pero ejercer, lo que se dice ejercer, ejercía poco. Digamos, en descargo, que
mi actitud no era excepcional, correspondía a la de un chaval que, de pronto,
se veía trasplantado a un mundo maravilloso de absoluta libertad, solo limitada
por los escasos haberes que visitaban mis bolsillos. Aun así, me sentía
fascinado por el brillo de una vida ignorada hasta entonces, al haberme educado
en un colegio de frailes de una pequeña capital de provincia, donde nunca
ocurría nada.
Esta
animada vivencia era compartida, en mayor o menor medida, por un grupito de amigos
que, aun siendo poseedores de diversos y abigarrados aspectos y caracteres,
mantenían similares costumbres festivas, como la de frecuentar las más inmundas
tascas y tahurerías, donde el vino y el mus reinaban, en tanto que la
calderilla sonara en nuestras escuálidas bolsas.
El
relato de aquellas dicharacheras, aunque inofensivas, aventuras de aquel tiempo
daría para llenar unas cuantas páginas de jocoso sabor. Pero hoy, me voy a
ocupar de una anécdota mucho más sería, acontecida en una de aquellas añoradas
tabernas, que el imparable curso del tiempo y la constante muda de las
costumbres sentenciaron a su desaparición, hace ya demasiado tiempo.
Recuerdo
con nostalgia la cecina de la Bodeguilla de Teresa Gil, las sardinas
"viejas, o de cubo" del Bodegón de San Benito y la tasca situada en
un antiguo patio o corrala, de angosta estrada, casi al final de los soportales
de la Plaza Mayor, camino a la Catedral, cuyo nombre no es que quiera olvidar,
sino que la decencia me impide nombrarla, y donde servían un sabroso, y algo
cabezón, vino de Cebreros.
He
dejado para el último lugar de la lista, incompleta por supuesto, la
descripción de otra simpática taberna, muy concurrida, tanto por nuestra
pandilla como por otros muchos más parroquianos, merced a su ventajosa
ubicación, en una estrecha trasversal de la concurrida calle Santiago. Y, sobre
todo, por el apreciado y singular producto que expendían.
En
este pintoresco lugar conocí la singular aventura que intentaré relatar con la
mayor fidelidad posible.
El
lugar era conocido como El Socialista, "el socia" para el común de
las gentes. Extraño nombre para aquella época y aquella ciudad, cuando la
uniformidad política distaba un mundo de aquel credo.
Era
una pequeña tasca pintoresca y simpática, con solo dos productos que consumir:
vino clarete en porroneta y cacahuetes. No se precisaba nada más para disfrutar
de una velada amena, desenfadada, cálida y, sobre todo, económica.
Poco
me cuesta describirla. Su aspecto y forma están grabadas a fuego en mi memoria,
por tanta asistencia y consumo de sus delicias como protagonicé en aquella
bendita época.
Una pequeña y sencilla puerta de entrada, dotada de seis cuarterones acristalados en su parte superior, se abría a una sala rectangular, ocupada por la bulliciosa clientela. A lo largo del lado derecho de dicho rectángulo se hallaba tabicado el almacén, con la parte más cercana a la puerta de entrada abierta al público.
Tras un viejo y mugriento mostrador, que
cerraba el hueco, dos o tres hombres con delantal de cuero se afanaban en
atender las demandas de los sedientos parroquianos entrantes y las de los
insatisfechos, o desmedidos,
repetidores.
En
las horas punta, era frenético el laboreo de estos hombres. Tal era la
acumulación de clientela. Uno llenaba los pequeños porrones en uno de los
toneles amontonados contra la pared, a sus espaldas. Otro se encargaba en
servirlos y cobrar la mercancía. El
tercero lavaba los porrones devueltos, en un amplio recipiente con agua.
Los tres lados libres del rectángulo estaban ocupados por mesas alargadas, con bancos de madera sin respaldo, a lo largo de cada uno de sus lados más amplios. A pesar de la buena disposición del mobiliario, no era raro ver corros de cuadrillas tomando sus consumiciones de pie, ante el pleno en la ocupación de las mesas.
En
una de ellas, se colocaba don Alejandro con una gran cesta de cacahuetes, producto
fundamental como reclamo para la buena acogida de los clientes a la tasca, que
el buen y culto vegete vendía a peseta la medida, siempre con generoso caramullo.
El hombre era maestro en Asturias y durante la Guerra Civil fue cesado, debido a
alguna denuncia falsa o inadecuada, pues él nunca se metió en política. Y así
se ganaba la vida, complementando las 400 pesetas que le quedaron de pensión.
Las
cáscaras del maní colmaban mesas y suelos, por lo que, sobre el alboroto propio
de las animadas conversaciones de las gentes, se podía escuchar el crujir de
las cáscaras como una constante música de fondo. Aunque, cierto es, que uno de
los mozos solía acudir de vez en cuando para retirarlas, lo cual proporcionaba
una cierta decencia a la sala.
La
clientela estaba formada por gentes de los más variados pelajes, aunque los
jóvenes formábamos la mayoría, destacando de entre ellos, y con mucho, los
estudiantes.
Además
de estos, había un cupo casi fijo de viejos que ocupaban algunos de los bancos
arrimados a la pared. He dicho viejos y he dicho bien. Se les veía gastados y
vencidos por la dura vida soportada, fácil de adivinar al primer golpe de
vista. La ajada vestimenta usada, el curtido, arrugado y marchito rostro de
facciones sin apenas expresión, junto al sarmentoso aspecto de sus manos, lo
delataban. Si a esto se añade una mirada triste, cansada y sin brillo, que ni
la constante ingesta de vino podía animar, me parece que he resumido bien la
impresión que sentía al contemplarlos.
Solía
observarles con largas pero furtivas miradas y me preguntaba qué azarada senda
les trajo hasta aquí.
Y
como por aquel tiempo, me hallaba inmerso en esa inquietante crisis de
personalidad que suele angustiar a muchos jóvenes de mi edad, la vista de
aquellos ancianos me producía una sensación de malestar y zozobra. Su mísera
existencia, sin sentido ni provecho para nada ni nadie, les habría conducido,
sin duda, a buscar el aturdimiento que provoca la inmersión en el vino y
olvidar, de este modo, pasadas penas, fatigas, decepciones y sufrimientos.
No
podía alejar de mi pensamiento la turbadora idea de que yo mismo me pudiera
ver, en cualquier rincón del mundo, hecho un guiñapo andante como aquellos
viejos, de no encontrar pronto la senda que me apartara de aquel desolador
destino.
Por
suerte para mí, gracias también a la habitual inconsciencia y despreocupación
de los jóvenes, el fantasma de estos negros e inquietantes pensamientos duraban
lo que tardaba la "peña" en calentar la velada.
Aquel
día hacía frío. Ese frío pucelano que, al rondar los cero grados, no hay prenda
de abrigo capaz de evitar que cale hasta el mismísimo centro de cada uno de los
huesos del cuerpo.
El
gélido viento norteño obligó a la pandilla a renunciar al frecuente paseo
vespertino de las siete: a saber, Soportales
de Plaza Mayor-Santiago-Recoletos, para buscar cálido refugio en el
"Socia".
Estaba
de bote en bote, pero hubo suerte. En un rincón, quedaba una mesa libre,
ocupada solo por uno de aquellos viejos solitarios. Este cubría la cabeza con
una ajustada boina vieja y gastada, de un tono gris polvoriento y sucio, en vez
del negro original de la prenda.
Por
lo demás, el retrato genérico de los vejetes, que hice antes, le cuadraba a la
perfección.
Tomamos
la mesa al asalto, para evitar perderla, mientras tratábamos de entrar en calor
resoplando y frotando manos y caras, al
tiempo que expresábamos la intensidad del inclemente frío exterior, con los más
variados tacos.
-¡Bah,
para frío de verdad, el que hacía en Rusia durante la guerra con los alemanes!
-soltó el viejo de repente, acabando con nuestras quejas y aspavientos.
Siguieron
unos breves momentos de sorpresa y desconcierto, pues estos hombres eran parcos
en el hablar y no solían dar la menor conversación. Lo suyo era permanecer
silenciosos, abstraídos en su peculiar mundo interior o alelados por los
efluvios alcohólicos que les acompañaban como un permanente aura oloriento.
Tras un corto paréntesis, uno de los integrantes del grupo preguntó:
-¿En
la II Mundial?¿Estuvo Vd. allí con la División Azul, abuelo?
-Sí,
estuve allí, pero con los rusos contra los alemanes -contestó el viejo,
arrastrando las sílabas, en especial la última de cada palabra, pronunciadas
con un acentuado balbuceo, causa de que, con frecuencia, fuera imposible
entenderle.
Advertiré
que he ordenado su relato, apasionante por cierto, para unos jovenzuelos como
nosotros, usando la lógica de cómo debió suceder, pues el hombre perdía con
frecuencia el hilo de la historia, se repetía, se liaba con el orden de los
hechos y confundía fechas, hasta el punto de resultar penoso seguir su
historia.
-¿En
serio? -preguntó otro, admirado.
-Sí,
sí, yo estuve en la batalla de Moscú, en el 41.
-Pero
¿cómo leches se le ocurrió meterse en ese endemoniado berenjenal? -volvió a
insistir el mismo contertulio.
Meneó
varias veces la cabeza y a continuación, el buen hombre se explayó cuanto
quiso, en el relato de las andanzas que le llevaron a protagonizar el famoso
combate entre alemanes y rusos, sucedido a las puertas de Moscú y en medio del
rigor invernal propio de aquellas tierras.
Al
estallar la Guerra Civil en España, el hombre se hallaba viviendo en un pequeño
pueblo al sur de la ciudad de Valladolid. Era huérfano y su otro hermano había
muerto a la edad de cinco años. Poseía un pequeño patrimonio agrícola que
apenas le daba para ir tirando.
Cierto
día, se corrió por el pueblo que llegaban los falangistas, lo que llenó de
zozobra a buena parte de sus habitantes, de manera que varios de ellos huyeron.
Él no tenía nada que temer, ya que jamás se había metido en ningún lío
político, pero dos de sus amigos le infundieron tal espanto, que decidió
seguirles en su huida hacia el otro bando de la contienda.
Durante
los primeros días de la guerra, los frentes distaban mucho de estar definidos y
consolidados. Reinaba un notable desbarajuste, que permitió a los fugados
alcanzar, sin apenas dificultad, Ávila y más tarde la zona de Madrid. Ya en
esta, los tres amigos se separaron y cada cual emprendió un diferente camino
hacia un desconocido destino. Nunca volverían ya a encontrarse de nuevo.
A
Severiano, así nos dijo el viejo que se llamaba, le pilló un grupo de
milicianos, le dieron un "chopo" -un antiguo mosquetón- y le enviaron
a un pelotón de entrenamiento en Getafe.
Allí
comprobaron que el hombre no servía ni para carne de cañón y le trasladaron a la
base de Cuatro Vientos como asistente de una escuadrilla de pilotos rusos.
-¿Qué
tal le fue con aquella gente? -pregunté.
-Bien.
Nos trataron mejor que los nuestros. Era gente simpática que adoraba las
naranjas y el orujo gallego. Con la guerra encima, era difícil conseguir
cualquier cosa, pero ellos disponían de un buen dinero y gracias a él siempre
pudimos encontrarles las dos cosas. Bueno, y también cualquier otro suministro
que se les antojara.
Pero
ya a primeros de noviembre, la base se encontró a tiro de los cañones de los
nacionales y fueron instalados en Barajas.
Poco
antes de la caída de Madrid trasladaron la escuadrilla a Reus. Tras la batalla
del Ebro, la mayor parte de los aviadores rusos fueron repatriados. Varios de
ellos, agradecidos por los diligentes servicios prestados por nuestro
protagonista, le propusieron acompañarles en su vuelta a Rusia.
Severiano
pensó que pronto en España iban a pintar bastos para todo aquel que hubiera
servido en el ejército republicano. Y a pesar de que él no había tenido ocasión
de disparar ni un tiro, decidió acompañarles. Al fin y al cabo no lo había
pasado mal con ellos. Todo lo contrario: siempre recibió un trato respetuoso y
amable.
Durante
algún tiempo, las cosas fueron bien para Severiano. Era verano, hacía buen
tiempo y los pilotos se desvivían por hacerle la vida fácil y agradable.
Sin
embargo, pronto la situación personal del "españoleto", como le
llamaban cariñosamente, dio un giro de ciento ochenta grados.
Los
pilotos fueron recibidos en Rusia como héroes,
pero los honores otorgados eran solo propaganda, para animar a las
masas. De puertas a dentro, se les consideró perdedores, que no habían sabido
cumplir, con dignidad y acierto, la misión que les habían encomendado.
Disolvieron
la unidad y Severiano no volvió a saber nada de ellos. Sobre él mismo, pesó la
consideración de sospechoso. Sabían que no había combatido y sin embargo había
huido a Rusia, nada menos. Raro, muy raro. ¿Podría ser un infiltrado de los
fascistas?
Una
sospecha como aquella bastaba para perder del cuello para arriba o ir
empaquetado a Siberia por la vía rápida. Algún Santo despistado, o el informe
de la todopoderosa NKVD -Comisionado del
Pueblo-, con sus millones de ojos y oídos, le libró de tan dañino final.
Fue
destinado a un cuartel cerca de Moscú como pinche de cocina.
-En
aquel cuartel me hicieron sudar lo que nadie sabe -prosiguió Severiano, que
sorbo a sorbo había secado su porroneta y continuaba con la que nos sacó a
nosotros, en pago, quizás, a su extenso relato. "Se le quedaba la boca
seca", dijo-. Me hacían pelar montañas de patatas. Nunca había visto tal
cantidad de patatas juntas. Y por más que pelaba y pelaba, aquellos enormes montones nunca mermaban. Era un
desespero.
-¿Y
no encontró algún compatriota que le ayudara? Allí se refugiaron muchos españoles
al finalizar la guerra de aquí -preguntó otro de la pandilla.
-Qué
va. Todos eran políticos o gentes de letras. Pero, a quién le podía interesar
un eborcio de pueblo sin oficio ni beneficio como yo. A nadie. Y la cosa fue a
peor al llegar el invierno. ¡Menudo frío! Vivía en un barracón con solo una
estufa de leña en el centro, A veces faltaba leña y entonces parecía haber más
frío dentro que fuera. Al menos no me faltaba rancho, aunque solo hubiera
patatas para almorzar, patatas para comer y patatas para cenar.
Poco
a poco, el buen hombre se fue haciendo a aquella perra vida, más de desterrado
que de asilado. Aprendió algunas palabras de ruso y a manejarse más o menos
bien por el laberinto cuartelero. De este modo transcurrió la vida de Severiano
durante los años 40 y parte del 41.
En
junio del 41, Alemania declaró la guerra a la Unión Soviética, e inició la
invasión de su territorio mediante una gran operación denominada Barbarroja.
Sus tropas, mucho mejor equipadas y entrenadas en el combate que las rusas,
avanzaron con rapidez por el territorio soviético, salvando con facilidad los
obstáculos presentados por su desesperada defensa. Así, a finales de agosto, las
divisiones acorazadas alemanas se hallaban a las puertas de Leningrado en el
norte, de Moscú en el centro y Kiev en el sur.
-La
invasión alemana pilló con los calzones bajados a los rusos. Quizás los jefes
supieran algo, pero nosotros no recelábamos nada, y en el cuartel se armó el
gran bochinche al conocerse la noticia.
Pero
pasados los primeros días de nerviosismo y desconcierto, que incluso empujaron
al mismo Stalin a refugiarse en su dacha del sur, por temor a ser detenido, al
haber firmado el acuerdo de no agresión con Hitler, los jerarcas soviéticos
olvidaron antiguas diferencias y se aprestaron a organizar la defensa.
Fueron
días de enardecidas arengas, por parte de todos los mandamases, a fin de
despertar en las gentes un fuerte sentir patriótico, algo ausente por entonces.
Los
mítines debieron ser eficaces, pues cientos de miles de ciudadanos moscovitas
se alistaron para participar en las obras de defensa de la ciudad. En muy poco
tiempo, construyeron barreras antitanques, nidos de ametralladora,
asentamientos para la artillería gruesa y kilómetros de trincheras escalonadas,
rodeando Moscú.
-A
nosotros nos retiraron hasta unos veinte kilómetros al oeste de la ciudad. En
aquel lugar, el alto mando estaba preparando un poderoso ejército, a fin de parar
el asalto a Moscú, mediante una poderosa contraofensiva -continuó su charla el
viejo.
Trataban
de que la defensa numantina de la capital fuese el símbolo que representara la
indomable determinación del pueblo ruso a resistir ante el invasor.
Sin
embargo, ya en octubre, la invencible máquina de guerra alemana estaba tocada
del ala. Sus líneas de abastecimiento se habían alargado tanto que los
suministros llegaban con cuentagotas. En ese contexto, asomó por el norte, la
helada faz del "general invierno", y los problemas de las tropas
alemanas se multiplicaron. La intendencia se perdía embarrada en el barro y
hielo. Y para colmo ¡ni siquiera habían previsto ropa de abrigo!
En
efecto, los generales habían planeado rendir a la Unión Soviética antes de la
llegada del invierno, y el intenso frío ruso les sorprendió con los mismos
uniformes de primavera con los que iniciaron la ofensiva. En realidad, Rusia
era un bocado demasiado grande para el insaciable apetito de Hitler. Pronto lo
sabrían.
-A
nuestro campamento llegaron un montón de tropas desde Siberia. Eran gente con
ojos de chino, pero no eran chinos. Les decían "mongoles". Estaban
acostumbrados al frío y venían muy bien equipados. Mejor que nosotros.
Es
cierto. Los estrategas rusos supieron, por sus espías, que los japoneses no
pasarían de China y Manchuria. Era sencillo de adivinar, pues sus tropas se
habían extendido por un territorio inmenso y eran incapaces, a todas luces, de
abarcar más, a pesar de que los alemanes
instaran, con machacona persistencia, al gobierno japonés, sus aliados, para
que abrieran un nuevo frente oriental en Siberia.
Se
da por seguro que, gracias a esta circunstancia, los rusos pudieron rehacerse y
evitar una más que probable derrota total. De esta forma, lograron reunir hasta
17 ejércitos, venidos de las guarniciones orientales, y una gran cantidad de
los temidos carros de combate T34.
-El
día 5 de diciembre -continuó Severiano-, se dio la señal para empezar la
contraofensiva. Me dieron un fusil y munición ¡y hala, a tirar pa´lante!
Nuestra unidad cruzó el río Moscova por un puente de tablas, pues la aviación
alemana había roto la mayoría.
-No
paramos de correr hasta llegar a las líneas alemanas, aunque la mayoría de
nosotros no teníamos instrucción de combate -retomó su relato Severiano, tras
un largo y lento paladeo del clarete manado por el fino pitorro de la
porroneta, amorosamente agarrada con ambas manos-. Por suerte, los siberianos
se batían el cobre como nadie y me parece que fue gracias a ellos que
consiguiéramos parar a los alemanes.
-¿Mataste
muchos alemanes? -preguntó alguien.
-Que
yo sepa ninguno -contestó, con un extraño gorjeo que pretendía ser carcajada-.
La verdad es que no vi a ningún alemán que no estuviera ya muerto. Igual me
cargué algún ruso, De vez en cuando, pegaba unos tiros hacia alante. Había que hacerlo porque detrás
venían los comisarios y si dudabas o retrocedías te dejaban tieso. ¿A dónde iba
a parar mis balas? ¡A saber!
De
nuevo otro trago antes de continuar.
-Teníamos
una ventaja sobre los alemanes: sus fusiles se helaban y se atascaban, mientras
que los nuestros funcionaban bien aun con mucho frío. En cambio sus
ametralladoras eran una pesadilla. Nos hacían muchas bajas y los rusos caían
como moscas. No sé cómo me pude salvar de aquella carnicería.
Tenía
razón Severiano, su salvación fue de puro milagro. En aquella batalla, el
ejército soviético perdió más de un millón de soldados, entre muertos, heridos
o desaparecidos, mientras que las bajas alemanas se estimaron en unos cuatro
cientos mil efectivos.
Sin
embargo, las pérdidas alemanas, tanto en hombres como en material, afectaban
mucho más a su ejército, debido a la imposibilidad de renovarlos.
Poco
a poco el empuje ruso fue cediendo y hacia el 7 de enero del 42, los frentes
volvieron a estabilizarse. Había terminado la Batalla de Moscú. Todavía hubo
alguna escaramuza en el frente norte, donde los alemanes reconquistaron algunas
posiciones, pero el ejército ruso había logrado su objetivo de alejar a las
tropas alemanas de Moscú y parar de manera definitiva su ofensiva general en
los frentes norte y central
-Al
considerar los jefes rusos que los alemanes habrían desistido tomar Moscú,
enviaron varias divisiones, entre ellas la nuestra, a combatir en el frente
sur. Allí el avance alemán continuaba, habían superado el mar Negro y ya
estaban a las puertas de Stalingrado.
Era
una situación estratégica extremadamente peligrosa para la Unión Soviética. Los
alemanes habían llegado al Cáucaso y a sus campos petrolíferos. Si eran capaces
de remontar el valle del Volga, colocarían sus tropas a la espalda de Moscú y
por detrás de todo el ejército rojo, al tiempo que cortarían las vías de
suministros de Siberia, por donde los americanos enviaban una enorme cantidad
de armamento, cañones, tanques y aviones, desde Alaska, por el estrecho de
Bering.
La
llave para cerrar el avance por el Volga consistía en el control de la
estratégica ciudad de Stalingrado. Tal era la gravedad de la situación, que
Stalin envió un mensaje a los defensores prohibiendo "dar ni un paso
atrás" y defender cada posición hasta la muerte.
-Así
que, ¡hala. a pasarlas canutas otra vez! -prosiguió Severiano-. Nos acamparon
al oeste de Stalingrado en espera de juntar un fuerte ejército con que lanzar
otra ofensiva como se hizo en la Batalla de Moscú.
-En
aquel lugar, conocí a un italiano anti fascista, que se había unido al ejército
ruso para defender la democracia, decía, pero la verdad es que estaba tan harto
de guerra como yo. Habíamos visto morir demasiada gente y ya no sabía por qué y
para qué luchaba. Yo lo supe tan pronto me pusieron un fusil en las manos: para
nada bueno -comentó Severiano-. Pero qué se podía hacer, sino obedecer y
callar.
Como
ya he dicho, el relato no era, ni mucho menos tan hilado como yo lo describo.
De otro modo no habría forma de entenderlo.
-Un
día Piero, así se llamaba el italiano, me dijo con mucho secreto: "Mira
Severiano, si seguimos aquí, entre unos y otros nos van a matar. Hay que salir
por pies de este infierno".
-¿Y
qué vamos a hacer? Sabes que estamos muy vigilados -contesté-, y si nos pillan
nos fusilan.
-No
te preocupes -dijo Piero, muy decidido-. Lo haremos cuando comience el follón.
Tú solo tienes que seguirme. En cuanto vea la primera oportunidad, te aviso y
salimos disparados.
Mientras
los dos amigos preparaban la huida, los alemanes habían entrado en Stalingrado
y, tras un encarnizado combate barrio por barrio y casa por casa, dominaban la
mayor parte de la ciudad.
El
19 de noviembre del 42, todas las divisiones rusas se lanzaron a una gigantesca
ofensiva en dos direcciones, una por el norte de Stalingrado y otra por el sur,
a fin de envolver al ejército alemán, gracias a la superioridad rusa en hombres
y armamento.
La
batalla concluyó con la derrota total del ejército alemán.
El
día 31 de enero del 43, el mariscal Paulus se rindió. Era el principio del fin
de la Alemania de Hitler.
En
la batalla se produjeron 1.430.000 bajas por parte rusa y 850.000 por parte
alemana.
Los
dos amigos lograron escapar durante la confusión de los primeros momentos de la
ofensiva. Tras muchas penalidades llegaron a Turquía, que se había mantenido
neutral. Allí vivieron a salto de mata, hasta el fin de la guerra, subsistiendo
gracias al desparpajo e ingenio de Piero. Más tarde fueron repatriados a
Italia.
Severiano
vivió unos años en Italia y en el 50 regresó a España. Cuando le conocí, tenía
62 años pero representaba más de 80. Llevaba dos años jubilado. Vivía
solo, no se había casado ni tenía más
familia.
-Oiga,
que no se quedara en Rusia se entiende, pero ¿Por qué no continuó viviendo en
Italia?
-Aparte
de la guerra, en Rusia hacía mucho frío y en Italia se pasaba bastante hambre
entonces -dijo con un gesto de hastío.
-¿Y
no le daba miedo que le echaran mano aquí a su llegada?
-Después
de lo que había pasado, yo ya no tenía miedo de nada ¿Que le iban a hacer a un
pobre hombre como yo ¿La cárcel? Mejor: techo y comida gratis -dijo-. Me metí
en la construcción de peón: mucho trabajo y poca paga, pero me bastaba para
vivir, sobre todo cuando me dieron vivienda en el barrio Girón.
La
tarde había transcurrido sin sentir, gracias al interesante relato de
Severiano. Tocaba despedirse y tomar rumbo a casa.
-Chavales,
ya podéis aplicaros, que se vive muy mal sin estudios -fue esta advertencia la
suya.
Aquella
frase quedó grabada en mi mente para siempre. Ese año me "eché novia
formal" y mis dudas existenciales se esfumaron. Sentí que mi destino era
crear una familia y proveer los medios para mantenerla.
Y
ahora me siento deudor de aquel "pobre viejillo".
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