viernes, 5 de enero de 2018

24,- Relatos, Fábulas y Leyendas





24.- UN CUENTO DE NAVIDAD





 Isabel era una niña afortunada y feliz. Además del cariño que le dispensaban sus padres, abuelos, tías y tíos, contaba con la complicidad y compañía de un amigo inseparable llamado "Ito".
El tal Ito era un simpático "conej-ito" de trapo que le acompañaba desde su más tierna infancia. Ella lo bautizó con ese diminutivo, utilizando su escaso e incipiente vocabulario y aquella media lengüecilla infantil, más de trapo todavía que su mismo muñeco.
Isabel jugaba y conversaba con Ito. No solo eso, además viajaba, comía y dormía agarrada a él. Eran inseparables. Solo durante los agitados juegos con sus hermanos, lo perdía de vista. Y eso en muy rara ocasión
Esas eventuales separaciones no duraban mucho tiempo. De pronto cesaba el juego y levantaba la vista, a la vez que oteaba en todas direcciones clamando:
-¿Dónde está mi Ito? -y le faltaba tiempo para ir en su busca y abrazarlo.
Se podría pensar que Isabel era una niña de mente fantasiosa, que vivía en una nube de ficción, de espaldas al mundo real. Nada más lejos de la realidad. Conocía con total certeza la condición de muñeco de trapo de su Ito, así como la naturaleza de la relación que existía entre ellos: no otra que la del juego.
En cierta ocasión, su abuelo observó a la niña acercar un trozo de galleta de su desayuno a la simulada boca del muñeco, como si pretendiera compartirlo con él, y decidió intervenir en el juego preguntándole:
-Qué, ¿le gusta la galleta a Ito?
Y ella, con una pícara sonrisa y un tono de voz con marcado acento burlón, respondió con aquella todavía medio lengua de trapo:
-¡Pero si no tiene pboca! ¡e un pelushe!
Esta anécdota ilustra la verdadera naturaleza de su relación con Ito.
Y así transcurrieron años.
Pero un día, cuando Isabel contaba ya con 14 ó 15, Ito desapareció sin dejar rastro. Lo buscó por toda la casa y no lo halló. Alguien lo había echado a la basura de forma casual o intencionada. Nunca consiguió averiguarlo.
Sufrió un gran disgusto, pero las penas duran poco a esa edad y pronto su querido Ito pasó al olvido. Al correr de los años, nuevas emociones, episodios y afectos colmaron su sentir y perfilaron su carácter.
Aquel día, hacía frío de verdad en la ciudad de La Concha y el Urumea, algo muy raro. Un gélido viento se había colado por entre Urgul y la isla de Santa Clara y barría las calles, empujando a los escasos transeúntes hacia sus hogares, cuando ya las primeras sombras de la noche comenzaban a oscurecer las calles.
Isabel caminaba ligera hacia la parada de autobús que le llevaría a casa. Había regresado "por Navidad" del lugar donde se encontraba la Universidad en la que estudiaba, a unos 100 km de allí.
Llegó con el bolsillo seco de "pasta", pues sabido es que el dinero sale mucho más rápido que entra en el monedero de quien estudia fuera de casa.
A fin de equilibrar el ajado presupuesto en lo posible, decidió hacer una ronda por las casas de sus abuelos. Entiéndase bien: las visitas eran ante todo por cariño, pero este fin no tenía por qué interferir en el otro.
El caso es que venía de la casa de sus abuelos paternos contenta y sorprendida, porque su abuelo le había "empujado" veinte euros, algo muy extraño en él. Él mismo se definía como "no dador" ante sus nietos, con el miserable pretexto de que prefería que le quisieran, menos por la propina que pudiera darles, que por compensarle del enorme cariño que les dispensaba.
Así llegó hasta la parada del autobús. Unas minúsculas bolitas de nieve comenzaron a danzar en remolinos, al son que marcaba el inclemente viento, para anunciar la llegada de un tiempo todavía más riguroso.
Mientras esperaba, giró una distraída mirada a su alrededor. Apenas protegida en el hueco del escaparate de una tienda cercana, vio sentada a una mendiga.
Algo le hizo fijar su atención en ella. Se adivinaba joven. Quizás muy joven, pero la dureza de vida a la que, con toda seguridad, se habría visto sometida marcaba un rostro de prematuro envejecimiento.
Esta apariencia se acentuaba a causa del atuendo avejentado que portaba, compuesto por un rebujo de oscura ropa, con demasiados años de mugriento uso.
A su costado, una niña de muy corta edad, arropada de forma muy similar a su presunta madre, miraba cuanto sucedía en aquel lugar con ojos muy abiertos y el rostro serio, como el de quien no ha conocido sonrisa alguna, o muy pocas. Apretaba contra su pecho un muñeco de trapo.
Isabel lo reconoció al instante: ¡Era Ito! No había duda. ¡Era él!
A pesar de la suciedad que lo cubría, todavía se podían distinguir los inexpertos remiendos que Isabel había realizado, para cubrir los desperfectos provocados durante tantos años de juegos. Tampoco faltaba el botón que su madre cosió a fin de suplir el perdido ojo de Ito.
¿Cómo habría llegado el muñeco a manos de aquella niña? Isabel jamás lo sabría, aunque no era difícil de adivinar:
Aquella mendiga, hija de rumanos trashumantes,  encontró a Ito, cuando todavía era una niña, durante las diarias visitas a los contenedores de basura, en busca de algo útil que llevar a sus padres. Y en cuanto lo vio, lo adoptó de inmediato.
Al poco tiempo, su padre la vendió a un hombre de su mismo clan, pero en cuanto quedó embarazada la abandonó. Una triste, dura y cruel vida.
Durante mucho tiempo, Ito fue su única compañía y supuso el único consuelo para aliviar tantas penalidades como tuvo que soportar. Cuando nació su hija, fue también el único juguete que pudo darle.
Así fue como Ito pasó a paliar, en parte, la penosa vida de la pequeña, como antes lo había hecho con su madre y cómo, mucho antes, había servido de alegre y dichosa compañía a Isabel.
Ésta se acercó a ellas, al tiempo que un punto de emoción hacía asomar un par de lágrimas en sus ojos.
Sin mediar palabra, acarició la tiznada carita de la niña, hizo un breve gesto de saludo a Ito y puso sus veinte euros en la mano extendida de la joven madre.
En aquel conmovedor momento, pensó que, tanto el dinero como Ito, no podían estar en mejores manos. Al mismo tiempo, una sensación de inmensa y profunda alegría le inundó el corazón.
Llegó a casa plena de gozo, llevando todavía el corazón encendido por la emoción, tras la enternecedora escena vivida. Y al pasar ante el belén, que sus hermanos habían montado días atrás, sintió que aquella dulce y luminosa sonrisa, mostrada por el Niño desde el rústico pesebre, iba dirigida a ella.

Y...este cuento se acabó.
                                                                         
 Dedicado a mi nieta Isabel.

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