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UN CUENTO DE NAVIDAD
Isabel
era una niña afortunada y feliz. Además del cariño que le dispensaban sus
padres, abuelos, tías y tíos, contaba con la complicidad y compañía de un amigo
inseparable llamado "Ito".
El
tal Ito era un simpático "conej-ito" de trapo que le acompañaba desde
su más tierna infancia. Ella lo bautizó con ese diminutivo, utilizando su
escaso e incipiente vocabulario y aquella media lengüecilla infantil, más de
trapo todavía que su mismo muñeco.
Isabel
jugaba y conversaba con Ito. No solo eso, además viajaba, comía y dormía
agarrada a él. Eran inseparables. Solo durante los agitados juegos con sus
hermanos, lo perdía de vista. Y eso en muy rara ocasión
Esas
eventuales separaciones no duraban mucho tiempo. De pronto cesaba el juego y
levantaba la vista, a la vez que oteaba en todas direcciones clamando:
-¿Dónde
está mi Ito? -y le faltaba tiempo para ir en su busca y abrazarlo.
Se
podría pensar que Isabel era una niña de mente fantasiosa, que vivía en una
nube de ficción, de espaldas al mundo real. Nada más lejos de la realidad.
Conocía con total certeza la condición de muñeco de trapo de su Ito, así como
la naturaleza de la relación que existía entre ellos: no otra que la del juego.
En
cierta ocasión, su abuelo observó a la niña acercar un trozo de galleta de su
desayuno a la simulada boca del muñeco, como si pretendiera compartirlo con él,
y decidió intervenir en el juego preguntándole:
-Qué,
¿le gusta la galleta a Ito?
Y
ella, con una pícara sonrisa y un tono de voz con marcado acento burlón,
respondió con aquella todavía medio lengua de trapo:
-¡Pero
si no tiene pboca! ¡e
un pelushe!
Esta
anécdota ilustra la verdadera naturaleza de su relación con Ito.
Y
así transcurrieron años.
Pero
un día, cuando Isabel contaba ya con 14 ó 15, Ito desapareció sin dejar rastro.
Lo buscó por toda la casa y no lo halló. Alguien lo había echado a la basura de
forma casual o intencionada. Nunca consiguió averiguarlo.
Sufrió
un gran disgusto, pero las penas duran poco a esa edad y pronto su querido Ito
pasó al olvido. Al correr de los años, nuevas emociones, episodios y afectos
colmaron su sentir y perfilaron su carácter.
Aquel
día, hacía frío de verdad en la ciudad de La Concha y el Urumea, algo muy raro.
Un gélido viento se había colado por entre Urgul y la isla de Santa Clara y
barría las calles, empujando a los escasos transeúntes hacia sus hogares,
cuando ya las primeras sombras de la noche comenzaban a oscurecer las calles.
Isabel
caminaba ligera hacia la parada de autobús que le llevaría a casa. Había
regresado "por Navidad" del lugar donde se encontraba la Universidad
en la que estudiaba, a unos 100 km de allí.
Llegó
con el bolsillo seco de "pasta", pues sabido es que el dinero sale
mucho más rápido que entra en el monedero de quien estudia fuera de casa.
A
fin de equilibrar el ajado presupuesto en lo posible, decidió hacer una ronda
por las casas de sus abuelos. Entiéndase bien: las visitas eran ante todo por
cariño, pero este fin no tenía por qué interferir en el otro.
El
caso es que venía de la casa de sus abuelos paternos contenta y sorprendida,
porque su abuelo le había "empujado" veinte euros, algo muy extraño
en él. Él mismo se definía como "no dador" ante sus nietos, con el
miserable pretexto de que prefería que le quisieran, menos por la propina que
pudiera darles, que por compensarle del enorme cariño que les dispensaba.
Así
llegó hasta la parada del autobús. Unas minúsculas bolitas de nieve comenzaron
a danzar en remolinos, al son que marcaba el inclemente viento, para anunciar
la llegada de un tiempo todavía más riguroso.
Mientras
esperaba, giró una distraída mirada a su alrededor. Apenas protegida en el
hueco del escaparate de una tienda cercana, vio sentada a una mendiga.
Algo
le hizo fijar su atención en ella. Se adivinaba joven. Quizás muy joven, pero
la dureza de vida a la que, con toda seguridad, se habría visto sometida
marcaba un rostro de prematuro envejecimiento.
Esta
apariencia se acentuaba a causa del atuendo avejentado que portaba, compuesto
por un rebujo de oscura ropa, con demasiados años de mugriento uso.
A
su costado, una niña de muy corta edad, arropada de forma muy similar a su
presunta madre, miraba cuanto sucedía en aquel lugar con ojos muy abiertos y el
rostro serio, como el de quien no ha conocido sonrisa alguna, o muy pocas.
Apretaba contra su pecho un muñeco de trapo.
Isabel
lo reconoció al instante: ¡Era Ito! No había duda. ¡Era él!
A
pesar de la suciedad que lo cubría, todavía se podían distinguir los inexpertos
remiendos que Isabel había realizado, para cubrir los desperfectos provocados
durante tantos años de juegos. Tampoco faltaba el botón que su madre cosió a
fin de suplir el perdido ojo de Ito.
¿Cómo
habría llegado el muñeco a manos de aquella niña? Isabel jamás lo sabría,
aunque no era difícil de adivinar:
Aquella
mendiga, hija de rumanos trashumantes,
encontró a Ito, cuando todavía era una niña, durante las diarias visitas
a los contenedores de basura, en busca de algo útil que llevar a sus padres. Y
en cuanto lo vio, lo adoptó de inmediato.
Al
poco tiempo, su padre la vendió a un hombre de su mismo clan, pero en cuanto
quedó embarazada la abandonó. Una triste, dura y cruel vida.
Durante
mucho tiempo, Ito fue su única compañía y supuso el único consuelo para aliviar
tantas penalidades como tuvo que soportar. Cuando nació su hija, fue también el
único juguete que pudo darle.
Así
fue como Ito pasó a paliar, en parte, la penosa vida de la pequeña, como antes
lo había hecho con su madre y cómo, mucho antes, había servido de alegre y
dichosa compañía a Isabel.
Ésta
se acercó a ellas, al tiempo que un punto de emoción hacía asomar un par de
lágrimas en sus ojos.
Sin
mediar palabra, acarició la tiznada carita de la niña, hizo un breve gesto de
saludo a Ito y puso sus veinte euros en la mano extendida de la joven madre.
En
aquel conmovedor momento, pensó que, tanto el dinero como Ito, no podían estar
en mejores manos. Al mismo tiempo, una sensación de inmensa y profunda alegría le inundó el corazón.
Llegó
a casa plena de gozo, llevando todavía el corazón encendido por la emoción,
tras la enternecedora escena vivida. Y al pasar ante el belén, que sus hermanos
habían montado días atrás, sintió que aquella dulce y luminosa sonrisa, mostrada por el
Niño desde el rústico pesebre, iba dirigida a ella.
Y...este
cuento se acabó.
Dedicado
a mi nieta Isabel.
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