23.- SU MAJESTAD LA BICI
Cuando
contemplo a esas inermes y ajadas bicis, sobradas de herrumbre y escasas de
pintura y brillo, amarradas a cada árbol, farola o banco de la florida y
elegante avenida por la que suelo pasear cada día, no puedo evitar quedar
atrapado por dos sentimientos vivamente encontrados.
Por un lado, me deprime el repulsivo
espectáculo de esa encadenada chatarrería -las bicis nuevas y costosas no se
suelen dejar en la calle por temor a los cacos-, afeando uno de los
principales, bellos y más distinguidos bulevares de la ciudad.
Sin
embargo, al mismo tiempo, esas mismas imágenes me llevan a recordar los felices
años de mi infancia y juventud -años cincuenta del pasado siglo-, en los que
una excursión en bici representaba la más gozosa y excitante aventura.
Porque,
aunque eran tiempos difíciles, se podía ser feliz con muy poco. Tan poco, que
nunca pude tener bici propia, a pesar de que era el vehículo de los pobres por
excelencia, en un tiempo en el casi todo el mundo era pobre.
Fue
montado sobre bici de alquiler, por tanto, como recorrí las cercanías norteñas
de la ciudad de Huesca, donde residía, lo que me permitió disfrutar, acompañado
por los buenos amigos de siempre, tantas apasionadas experiencias que ahora
mismo abarrotan mis recuerdos.
Loarre,
Arguis, Montearagón, San Cosme, las grutas de Belsué, Monflorite, junto a los
pequeños pueblos del Somontano de la Sierra de Guara -incluido Arbaniés, el
pueblo de mi abuela-, eran los territorios donde realizaban sus andanzas
aquellos entusiastas aprendices de la exploración y el descubrimiento.
Pero,
ante todos estos recuerdos y por encima de ellos, se alzan predominantes los
vividos en Vadiello.
Era
este un lugar de excitante encantación. Se accedía a él por una revirada
carretera de tierra que conducía hasta el refugio de Peña Guara, una sociedad
excursionista de Huesca. Un profundo y estrecho valle se abría a sus pies. En
lo más hondo, corría el sinuoso curso del río Guatizalema, que surgía en su
extremo norte, como por arte de encantamiento, a través de un angosto cañón,
con menos de dos metros de anchura.
Por
encima de aquel verdeante paisaje de laderas cubiertas por aliagas, bojes y
espliegos, se alzaban majestuosos los "mallos", poderosas columnas de
piedra con una altura de varios cientos de metros, que hacían las delicias de
los escaladores de media España. Recuerdo tres nombres: el gran mallo San
Jorge, el desafiante Puro y el más espectacular de todos que, debido a su forma
triangular, recibía el nombre de La Mitra.
El sábado por la tarde de un día de
verano, salíamos de Huesca, bien pertrechados de víveres que nuestras
respectivas madres habían preparado con su habitual solicitud y cariño. Y
aunque parezca extraño hoy, sin el menor atisbo de preocupación o
intranquilidad por su parte. Al menos, yo nunca supe captarlo.
Ya en la carretera, pedaleábamos durante
casi 24 kilómetros de sucesivas cuestas, siempre ascendentes, hasta llegar al
refugio de Vadiello, cuando la tarde comenzaba a perder luz.
Allí se hallaban ya instalados varios
montañeros que habían escalado durante ese el día o se preparaban para atacar
alguna cumbre durante el domingo. Raro era que faltara a la cita Ángel Lorés,
un montañero de Peña Guara muy popular y de gran experiencia, vecino mío, al
frente de un grupo de jóvenes escaladores oscenses. ¡Qué gente más sana
aquella!.
Pronto reinaba en aquel pintoresco y
heterogéneo grupo el ambiente más amigable, distendido y festivo que imaginarse
pueda. Se sucedían los chistes y chascarrillos, a cual más ocurrente y divertido,
junto a las anécdotas más insólitas, aventureras y arriesgadas.
A continuación se cenaba lo que había y
el consenso determinaba el momento en el que todo el mundo se acostaba en el
lecho comunitario: una dura tabla servía de somier y colchón para los que, como
nosotros, un saco de dormir era tan inalcanzable como el más utópico de los
lujos orientales.
Antes del amanecer, los más madrugadores
despertaban al resto, preparaban sus equipos, y cada grupo partía en distintas
direcciones, hacia la conquista de la cumbre elegida.
Nosotros, los amateurs o aspirantes a
aprendices de montañero, atacábamos una sucesión de clavijas colocadas en una
estrecha garganta, que nos permitía ascender hasta una hermosa pradera situada
en lo alto y a espaldas de los "mallos". Desde ese lugar, era muy
sencillo alcanzar alguna de sus cumbres sin más ayudas. Era así cómo solíamos
coronar el mallo San Jorge y cómo nos sentíamos los reyes del mundo al
asomarnos al borde del profundo despeñadero y contemplar, desde él, el inmenso
panorama que se ofrecía a nuestros pies. La Sierra Guara y los entornos de San
Cosme parecían estar al alcance de nuestra mano.
Concluida la "hazaña",
obteníamos el merecido premio de un refrescante baño en la "gorga"
que formaba el río, tras surgir del estrecho desfiladero por donde corría
encajonado un buen trecho de su curso.
Después de agotar los últimos víveres en
una frugal comida, montábamos en nuestras máquinas de hierro, pedales y caucho
y nos lanzábamos cuestas abajo hacia Huesca, con la intención de llegar a la
última misa y al habitual e indispensable "paseo del domingo".
Al llegar a este punto, he de advertir
que poco queda de lo descrito. Aquel hermoso valle quedó inundado, al
construirse una presa que lo transformó en embalse, en el año 1971.
Pero, como ya he dicho, aquellos eran
tiempos muy distintos a los actuales. Había muy pocos coches circulando por la
ciudad, y aún menos por las carreteras. En cada uno de nuestro viajes,
encontrábamos muy pocos o ninguno. Se puede decir que éramos auténticos reyes
de la carretera y se circulaba por ellas con total seguridad.
Sin embargo, en los años 60, y sobre
todo en los 70, el automóvil dejó de ser el vehículo de los ricos, se
democratizó y cualquier ciudadano pudo acceder a él, con el simple rito de
firmar unas cuantas letras de cambio. Y entonces, los coches inundaron ciudades
y carreteras.
Hubo que organizar el tráfico en las
ciudades y construir autopistas, autovías, al tiempo que se mejoraban las
viejas, estrechas y bacheadas carreteras provinciales.
La bici dejó de ser el vehículo de
trasporte de los pobres para convertirse en juguete de chicos y máquina para
uso deportivo. Durante años, su práctica decayó de tal manera que casi llegó a
desaparecer. La mayoría de la gente quedó prendada en el uso del automóvil,
aquel soñado bien que le confería comodidad rapidez, seguridad y estatus
social. Se utilizaba el coche hasta para buscar el periódico en el kiosco de la
esquina.
De pronto, cercano el cambio de siglo,
alguien tuvo la brillante idea de considerar la bici como el vehículo más
progresista, saludable, ecológico y "sostenible".
Dicho y hecho. Las autoridades
competentes, ya fuesen locales, provinciales, autonómicas o estatales, se
lanzaron a una vertiginosa carrera de promoción, ayuda y defensa del uso de la
bici para el transporte viario.
Trataban, con estas medidas, de
resolver, o paliar, los problemas que ocasionan la densificación del tráfico,
el aumento de la contaminación, el incremento del calentamiento global y, por
ende, intervenir en la mejora o salvación de nuestro castigado planeta Tierra.
Sin olvidar, además, de los efectos positivos que el hábito de tan saludable
ejercicio han de producir en la mayor parte de la población que lo practique.
Al hilo de tan fascinante mensaje, se ha
producido un espectacular aumento en la práctica de este modo de trasporte,
tanto en ciudad como en carretera, bien sea para deporte, trabajo o simple
diversión como, de igual modo, para uso de niños, mayores o ancianos. ¡Es lo in!
Los usuarios se lo han creído y andan
subidos a su prodigiosa montura, crecidos, mirando por encima del hombro a los
simples peatones, al tiempo que dispensan altaneras miradas de enojo,
reprobación o desprecio a los ruidosos y contaminantes vehículos automóviles
que encuentran a su paso. Como si ellos nunca lo usaran.
Lo que ocurre, es que las cosas son como
son, no cómo las ideologías, las tendencias, la moda o, en definitiva, la
subjetiva voluntariedad desearía que fueran. Y hay algo sobre las bicis que
nadie es capaz de confesar, pero que tampoco nadie puede ocultar: este es un
vehículo potencialmente peligroso en sí mismo. No solo para quien lo monta,
sino también para todos los agentes viarios que concurren en su misma práctica.
Pongo un ejemplo y traten de imaginar la
situación.
Vd. conduce su vehículo por una
carretera de calzada única y dos sentidos de circulación, con una limitación de
velocidad de 90 km/hora. Al salir de una doble curva, se topa de repente con un
pelotón de ciclistas que circulan en su mismo sentido, ocupando la casi
totalidad de la parte derecha de la carretera. De frente, es decir por la parte
izquierda, se acerca un camión, pero delante de él, casi a la altura de los
ciclistas, transitan varios peregrinos que hacen el Camino de Santiago por un
estrecho arcén y en fila india.
El lado derecho de la carretera está
ocupado por una ladera casi vertical, el otro por un profundo talud.
En estas condiciones, los cuatro
protagonistas de esta historia van a coincidir en un mismo punto y si Vd. o el
camión no frenan a tiempo la tragedia está asegurada.
Ahora, deseo formular esta pregunta:
¿Quién será declarado responsable del daño que se produzca?
Vaya Vd. a saber, aunque estoy seguro de
que no serán acusados los peatones, los ciclistas ni, por supuesto, los
responsables de permitir esa peligrosa circulación de ciclistas en pelotón por
carretera.
Puede alguien llegar a pensar que éste
es un ejemplo demasiado rebuscado. Nada más lejos. Se trata de un hecho real,
sucedido en la carretera 240, entre Puente la Reina y Jaca. No hubo tragedia de
las grandes, gracias a los súper frenos de mi coche y a que, por suerte,
todavía conservo unos excelentes reflejos. Aunque estoy seguro de que el
impacto recibido en aquel peligroso lance me quitó varios años de vida.
El camión no pudo frenar y pasó a
centímetros de ciclistas y peregrinos, sin que el rebufo se llevara a alguno de
ellos, gracias a una enorme exhibición de habilidad y nervios bien templados
por parte del conductor.
Durante aquel viaje por el norte de la
provincia de Huesca, fui testigo de nuevas ocasiones de peligro inminente para
ciclistas que circulaban por estrechos y descarnados arcenes con más hierba y
grava que asfalto. El riesgo de fatal accidente se acentuaba al encontrarse
inmersos en un intenso tráfico vacacional de coches, autobuses y camiones en
ambas direcciones.
Aquella gente se estaba jugando,
literalmente, la vida, mientras que yo no dejaba de pensar que era un verdadero
milagro el hecho de que no se produjera una tragedia en cualquier instante y
lugar.
En ese momento, recordé que en una de
esas carreteras perdió la vida un amigo, joven, excelente, capaz y prometedor
investigador. Circulaba por el arcén, cuando tropezó con el compañero que
pedaleaba delante, perdió el equilibrio y cayó a la carretera en el momento que
pasaba un coche. Fue atropellado y resultó muerto al instante.
He escuchado a varios responsables de
conocidas asociaciones de ciclismo reclamar respeto a las normas, por parte de
los conductores de automóviles. Tratan así de "concienciarlos", para
evitar los trágicos accidentes que, de vez en cuando, ensombrecen las
carreteras, con el triste resultado de algún ciclista muerto.
Pero el quid del asunto no está en el
respeto. La realidad, la única verdad, es que la bici y el automóvil no pueden
convivir, sin asumir el riesgo cierto de accidente.
La enorme diferencia de velocidad, tanto
en vías rápidas como en lentas, el irregular trazado de las carreteras de
segundo orden, la inestabilidad de la bici, junto a su fragilidad y la
incapacidad de frenado instantáneo de los automóviles, hacen imposible una
convivencia segura entre ambos vehículos. Y esto es tan válido para la
carretera como para la ciudad.
Me parece que si hubiera un poco de
sentido común entre nuestros gobernantes, la circulación de bicis estaría
prohibida en vías urbanas e interurbanas.
¿Les parece una medida demasiado
drástica? Mucho más restrictivas y en mayor número se aplican a la conducción
de automóviles, siendo muchas de ellas arbitrarias, ineficaces o
desproporcionadas.
Pero aunque no lo admitan, ellos conocen
esa peligrosidad y, en consecuencia, se han empeñado en una frenética
construcción de carriles bici, bidegorris o carrils bici. Todo sea por apoyar a
este dichoso artefacto
Y me parece bien que haya una vía
exclusiva dedicada al tránsito de bicis. Se evitarán las situaciones de extremo
peligro que supone la convivencia con el resto del tráfico rodado. Sin embargo,
tengo alguna objeción en su contra.
Con frecuencia, estos carriles bici se
construyen mermando la capacidad de tránsito de peatones y/o automóviles y, por
tanto, los derechos de comodidad y seguridad de los mismos. Por otra parte, los
cruces de estos carriles con las vías peatonales o con las de circulación de
automóviles no están bien diseñados, definidos o señalizados, siendo constante
causa de conflictos entre los tres grupos de usuarios.
Por último, no entiendo la razón por la
que debo contribuir a la financiación de los carriles bici. Las autoridades
competentes me dirán que son un bien de uso público y hay que pagarlas con el
"escote" de los impuestos. Pero no es cierto. De uso público son las
carreteras, vías de tren, puertos y aeropuertos, por las que pueden viajar toda
clase de personas, niños, ancianos, enfermos o discapacitados. El carril bici
es una vía de uso exclusivo para ciclistas y no todo el mundo puede, o está
capacitado, para subirse a una bici. ¿Es, por tanto, demasiado despropósito
afirmar que estas vías deberían ser sufragadas, en consecuencia, por sus
usuarios?
Bien, he planteado los problemas que
genera la convivencia de bicis y coches en vías urbanas e interurbanas. Pero
¿Qué me dicen de los riesgos que deben soportar los peatones ante la
circulación de bicis?
Porque, a pesar de los carriles bici,
muchos ciclistas prefieren circular por las aceras. Sobre todo cuando son
amplias: el carril bici es aburrido, estrecho y, en ocasiones, incómodo. No te
conduce al lugar que quieres, sino a donde su trazado te lleva.
Lo justifico, en cierto modo. Todo antes
que arriesgar el pellejo, sumergidos en el apresurado e intenso tráfico de las
ciudades. El problema es que la mayoría lo hace como si participaran en una
competición combinada de habilidad y rapidez. Esos ciclistas gozan sorteando a
los caminantes con mil y una piruetas y a toda pastilla, sembrando el terror en
la tropa de a pie.
Pero no se le ocurra llamar la atención
a ninguno de estos artistas, porque tendrá que oír lo que no desea.
Así es. Para el ciclista urbano todo
vale. Fiel a su pretendido papel de salvador del planeta -qué digo
planeta...¡del universo entero!-, no contempla límite alguno. Para él, los
semáforos, los pasos de peatones, las direcciones obligatorias o el resto de
las indicaciones y señalizaciones de tráfico no le afecta. Está muy por encima
de todas esas minucias, que contraviene con absoluta impunidad: la autoridad
competente, aunque ha dictado alguna norma para la circulación de las bicis, no
las vigila ni reprime su incumplimiento. Claro, cómo van a entorpecer una
actividad tan ecológica y progresista.
Pero, ¿es progresista el uso de la bici?
¡Cómo puede ser progresista ese artefacto de hierros ensamblados en un
artilugio más simplón que el mecanismo de un paraguas! ¡Cómo llamar progresista
a un útil inventado hace más de dos siglos! ¡Cómo con ese nombre tan cutre:
bici-cleta!
Además es un invento tonto. Si será tonto, que
es el único vehículo de transporte que usa energía humana, en contra de la
tendencia y aspiración del hombre desde que bajó de la rama de árbol en que
vivía.
¿Y ecológico? No sé, pero quién lo
diría, al contemplar toda esa chatarra -viejas bicis, alguna sin ruedas, sillín
o manillar- encadenada a farolas, árboles y bancos de cualquier avenida de
cualquier ciudad. Basta esa visión para asegurar que polucionan, sin necesidad
de analizar ninguno de sus componentes.
Bueno, quizás, pero al menos sí es
saludable, me dirán. No soy médico por lo que poco puedo aportar a favor o en
contra de esa afirmación, aunque algo he oído sobre las advertencias que
concurren en esta práctica.
Dicen que es bueno para el corazón, para
activar la circulación sanguínea y también, -añado tras escuchar algunos
comentarios por parte de gente practicante de mi entorno-, si se desea tener
próstatas como melones, hemorroides como morcillas de Burgos, lumbares como
teclas de piano o ciertas articulaciones de chicle.
En cualquier caso, me gustaría encontrar
a algún médico valiente que se atreviera a valorar, en voz alta, las
restricciones a tener en cuenta en esta práctica.
Lo que pasa, es que este artilugio es
peligroso en sí mismo, en su concepto y diseño. No hay duda. Dos puntos de
apoyo producen un equilibrio inestable. Se mire por donde se mire, el
equilibrio inestable promueve la caída. No hay vuelta de hoja. Al final te caes. Y según cómo, cuándo y dónde, te puede costar la vida.
En mi juventud sufrí cinco caídas y dos
atropellos, uno de carro y otro de bici, a pesar de que, como he dicho, las
condiciones de tráfico eran mucho más favorables. Por fortuna, sufrí pocos
daños, pues es sabido que los huesos de los jóvenes son de goma.
No ocurre lo mismo en personas de más
edad, a las que cualquier caída les puede llevar a Urgencias.
Hace poco vi a dos viejecitas llegar en
bici y desmontar delante de mí. Iban uniformadas de arriba a abajo, con todos
los extras y aditamentos propios de esa práctica. Se las veía eufóricas y
plenas de orgullo, como quien ha culminado una hazaña digna de ser aplaudida y
de haber ganado vítores y alabanzas por ello.
La escena me provocó un escalofrío, al
pensar que aquellas ancianitas estaban a un paso de cambiar sus dos ruedas por
las cuatro de la silla de invalidez, víctimas de una propaganda promocionista
insensible, desaforada e irresponsable.
En fin, monte en bici quien quiera, pero,
por favor, no molesten ni arriesguen el físico o la misma vida. Usen el sentido
común en la práctica de este deporte y desoigan los cantos de sirena de quienes
recomiendan, incitan o promueven su utilización como vehículo de transporte,
sin responsabilizarse de lo que les pueda suceder.
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