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UN DÍA EN TEOTIHUACAN.
Era
un domingo de septiembre del año 1992. Aquel día me hallaba en México D.F. tras
una semana de intenso trabajo. Motivos profesionales, como casi siempre que
viajo al extranjero, me habían llevado hasta allí. Excelente día, pensé, para
destensar nervios y reposar la mente, al tiempo que aprovechaba para gozar de
alguna excelencia de la ancestral cultura mexicana.
Después
de una madrugadora sesión de arte escénico a cuenta del Ballet Folklórico de
México -con música, danza y canciones
típicas de allá-, en el precioso marco del Palacio de Bellas Artes, mi guía, un
amable colega que había tomado la responsabilidad de proporcionarme un día
agradable, sosegado y sugestivo a la vez, me sugirió realizar una fugaz visita
a la ciudad de Teotihuacán, la sorprendente
"ciudad de los dioses".
Accedí
entusiasmado. Nada me hubiera interesado más en aquel momento.
Este
conjunto monumental dista del Distrito Federal unos 70 Km, cercano, por tanto,
del lugar en que nos hallábamos.
En
muy poco más de una hora, mi colega, su esposa y yo nos hallábamos ante el
obligado parking anterior al conglomerado de las antiguas construcciones
pétreas, que conforman la llamada "ciudad
de los dioses" o Teotihuacán.
Todavía
fue necesario caminar unos 300 metros sobre un camino polvoriento, en ligera
cuesta, para llegar hasta la plana donde se asientan los restos de la antigua
ciudad náhualt.
En
realidad, aquella vía de llegada era una irregular senda, acotada a ambos lados
por una legión de pequeños puestos de venta, con los más pintorescos artículos
de recuerdo que pueda imaginarse. Algunos de bella factura, como los que yo
mismo adquirí al regreso de la visita. No pude reprimir el deseo de llevarme
varias estatuillas de ídolos mexicas, talladas con delicado tiento en brillante
obsidiana. Me sirvieron de feliz recuerdo de aquella emocionante jornada.
Superada
la pequeña cuesta, apareció ante mi asombrada mirada el impresionante panorama
del pétreo conjunto monumental, en toda su inmensa grandeza.
Frente
a mí, se abría una amplia plaza, la Plaza del Sol, antesala de la Pirámide del
Sol, una construcción de planta cuadrada de 225 m. de lado y 65 m. de altura La
plaza, delimitada por una gran variedad de restos arqueológicos, está cruzada
por una ancha avenida Norte-Sur, la
Calzada de los Muertos, que conduce por la derecha hacia la Ciudadela, el
templo de Quetzalcóatl y la zona
arqueológica, junto a incontables restos de antiguos edificios, a lo largo de
una longitud de 1.300 metros.
Por
la izquierda, la Calzada termina en
la Plaza de la Luna, unos 600 metros más allá, limitada en su parte norte por
la hermosa Pirámide de la Luna, algo más pequeña que la del Sol.
Tras
obtener las primeras impresiones sobre la disposición y naturaleza del conjunto
monumental, con ojos admirativos y bien abiertos, y recibir las primeras
explicaciones de mis acompañantes, atacamos la subida a la Pirámide del Sol,
bajo los tórridos e inclementes rayos del astro rey, que apretaba duro, como si
tratara de cobrarse un caloroso peaje, en pago de nuestro descarado propósito
de hollar su sede terrenal.
Para
alcanzar la cima de la pirámide, es preciso subir -escalar más bien- por unas
empinadas, fatigosas e inacabables escaleras con peldaños de gran altura y
escasa huella. No conté los escalones, pero eran muchos. Demasiados para mis
pulmones, que al llegar al primer descanso -hay tres antes de llegar a la
cumbre- ya me reclamaban una pausa para tomar resuello.
Alcanzada
la segunda plataforma, todo mi cuerpo se hallaba completamente bañado en sudor,
mis pulmones reclamaban oxígeno con urgencia, mientras mi corazón cabalgaba desbocado, para tratar de
escapar de su encierro, tras considerarlo, quizás, demasiado estrecho.
Mi
fatiga era tan evidente, que me fue imposible justificar la pausa que necesitaba,
con la excusa de detenernos para contemplar el panorama, taimado pretexto que
ya utilicé al llegar a la primera plataforma.
El
caso es, que los estragos que la dura escalinata hacían en mí, no se
transmitían a mis acompañantes, más allá de la normal fatiga ocasionada al
subir una larga escalera. Y esto me fastidiaba.
Pronto
mis amigos me tranquilizaron al darme a conocer la posible causa. Aquello
estaba a una altura de 2.300 metros. Ellos estaban aclimatados y yo, que vivo a
nivel del mar, no.
En ese
momento, la esposa de mi colega, apiadada de mi fatigada imagen, me ofreció su
"piedra de la energía".
Ya
había notado, al dejar el coche, que llevaba apretada, en su mano izquierda,
una gruesa, brillante y casi transparente piedra, de talla irregular y color
anaranjado que creí semi preciosa por su belleza.
Me
explicó que la llevaba siempre que debía realizar algún esfuerzo continuado, ya
que le aportaba la energía necesaria para evitar la fatiga. Su abuelo se la
había regalado poco antes de morir.
Después
me contó su historia: Sus abuelos fueron emigrantes chinos y ella era hija de
china y mexicano. Debí suponerlo, sus rasgos raciales lo evidenciaban.
Una
nueva revelación me dejó boquiabierto: El abuelo de la esposa de mi colega fue
el cocinero personal de Doroteo Arango, alias Pancho Villa, y la "piedra
de la energía" un regalo que Villa donó a su abuelo en pago de sus buenos
servicios, antes de ocultar su fabuloso tesoro en alguna parte de las
escarpaduras del Cerro Santa Cruz. El tesoro de Villa jamás se encontró, al
menos que se sepa.
Mi
innata e inagotable curiosidad me condujo a "tirar de la lengua" a
Isabelita, nombre de la simpática semi china, para conseguir que me describiera
alguna, o cuantas más pudiera, de las aventuras corridas por Pancho Villa, y
escuchara de niña en boca de su abuelo. No es este el momento, pero ocasión
habrá para narrar unas cuantas emocionantes anécdotas, todavía inéditas, del
famoso revolucionario mexicano.
Pero
al fin, llegamos a la cumbre de la enorme Pirámide del Sol, no sin antes haber
agotado gran parte de la poca energía que me quedaba.
Tomé
aliento y una mirada a mi alrededor bastó para alejar de mí cualquier señal de
fatiga. Era un panorama indescriptible el que se abría ante mis pies desde lo
alto de la gran pirámide. Al momento, sentí cómo su asombrosa contemplación me
arrebataba de mi mundo actual, para trasladarme siglos atrás e imaginar a los
cientos de miles de habitantes que vivieron allí su vida laborando, quizás
peleando, tal vez amando.
O
puede que aquel inmaterial sentimiento que me embargaba fuera producido por el
aleteo de los espíritus de los incontables seres humanos fallecidos en aquella
urbe inmensa, durante los diez siglos de su existencia.
Según
me explicaron mis acompañantes, la ciudad de Teotihuacán fue fundada por tribus
de otomíes y mazahuas unos 300 años a. C., después de que los dioses se
reunieran allí para dar origen al Nahui
Ollin, es decir, el Quinto Sol que alumbró la edad contemporánea.
Floreció
durante los siglos IV y V, llegando a tener entre 100 mil a 200 mil habitantes.
Una urbe inmensa a juzgar por los 22 km2 que componen la superficie de los
restos de las edificaciones de la antigua ciudad.
Sin
embargo, durante el siglo IX algo terrible tuvo que suceder, para que la ciudad
fuese abandonada por sus habitantes y quedasen destruidos y quemados la mayor
parte de sus edificios. Un insondable misterio, jamás revelado, guarda las
causas que ocasionaron aquella horrible hecatombe. Pero créanme, todas sus
dispersas piedras rezuman un fantasmal y pavoroso halo, que se cuela entre los
visitantes y los envuelve, hasta hacerles sentir un indescriptible sentimiento
de misteriosa inquietud.
Sobrecogido
por las imprecisas, pero angustiosas, sensaciones recibidas, inicié el descenso
de la pirámide con el suficiente cuidado, puesto que la inclinación de la
escalera y la estrechez de sus peldaños, daban un claro riesgo de rodar por
ellas y quedar bien maltrecho.
Hecho
esto, trepamos por la Pirámide de la Luna, en el extremo de la Calzada de los
Muertos, desde donde se obtiene un nuevo panorama de Teotihuacán. Ante nosotros
y a nuestros pies, se sitúan las construcciones de la plaza de la Luna y se
abre la Calzada al frente, perdiéndose en el horizonte y acompañada, a un lado
y otro, por innumerables restos de edificaciones. Mucho más lejos, al final de
ella, se adivinaba la Ciudadela y la bella pirámide de la Serpiente Emplumada.
Una
potente y sabrosa comida mexicana puso broche de oro al paso de aquella
inolvidable jornada.