domingo, 26 de junio de 2016

12.2 Relatos, Fábulas y Leyendas

12.2.- VIAJE POR ANTIGUAS TIERRAS HISPANAS
La Pachamama.


Celebración de la Pachamama

Don Julio, director y propietario de la compañía de Gestión y Distribución Comercial Chilena J&M, Co., había planificado mi estancia en Chile hasta el último detalle. Incluía en ella una visita de apoyo técnico a las minas del norte. Se había producido alguna dificultad en el uso de nuestras barrenas y “se hacía necesario dar la cara”, según elocuente expresión de Don Julio, ante los responsables de las explotaciones afectadas.
La propuesta me pilló a contrapié. Conocía todo lo relativo a la fabricación y características de nuestras herramientas, pero poco sobre su uso. Además, nunca había visitado una mina y sentía muy pocas ganas de hacerlo
Daba igual. Al día siguiente me hallaba volando en un Cessna 400, propiedad de Don Julio, junto a él y el agente responsable de la zona que debíamos visitar.
Aquel avioncillo, monomotor y cuatro estrechas plazas, se movía más que un rumbero con tiritona. Me hizo recordar mi primer vuelo. Fue en un bimotor Douglas DC3, desde Madrid a Sevilla, en los años sesenta. Aquellos aviones volaban a la altura de las nubes y, por pura mala suerte para mí e incompetencia, supongo, de los servicios meteorológicos oficiales, una monumental tormenta se interpuso en nuestra ruta. A consecuencia de los violentos e interminables zarandeos del aparato, sufrí tal tremendo mareo, que no pude reponerme hasta pasados los dos días siguientes.
No era el caso en este vuelo. Por estas tierras, deben esperar de 15 a 40 años para ver una nube, una nubecilla, más bien. Pero ese dato poco consuelo  proporcionaba a mi acusada y confesa fobia voladora, pues aquel aparatito no contaba con mucha más entidad que uno de juguete…y no exagero.
Y así me vi yendo, como reo al cadalso, con una oreja puesta en el runrún del motor, vigilándolo por si fallaba, y otra en las explicaciones de Don Julio, al tiempo que mi magín se preguntaba qué demonios podía hacer yo metido en el fondo de una mina, lugar que solo había visto en el cine y en situaciones catastróficas.
Pero, tras volar cerca de 1200 Km., llegamos con bien a Calama, la ciudad minera, con solo un ligero mareo por mi parte. No hubo descanso. A pie de pista, nos esperaba un todo terreno de Codelco, la compañía explotadora de la mina, situada unos 15 km más allá.
Chuquicamata era el nombre de la mina. Al llegar a ella, respiré tranquilizado. Era una enorme explotación a cielo abierto, por lo que no fue necesario descender hasta el oscuro interior de las  profundidades de la Tierra, como temía. Contemplé asombrado sus colosales dimensiones: 3,5 por 4,5 Km. en forma elíptica, que las enormes máquinas excavadoras habían horadado, formando gigantescos escalones descendentes, hasta una profundidad de unos 1250 metros.
Según me explicaron, estaba considerada como la explotación minera a cielo abierto más grande del mundo y, por supuesto, la de mayor extracción de cobre y oro de Chile.
El recibimiento del director fue cordial, lo que me hizo suponer que el problema que habían tenido con nuestras barrenas era mínimo o inexistente. Sin embargo, no había sido así. Un barrenador se hallaba a las puertas de la muerte tras sufrir una grave herida en el vientre, al clavarse en él la parte astillada de la barrena que manejaba y que había quebrado. Por fortuna, a nuestra llegada, el pobre hombre había superado la gravedad extrema inicial y la investigación de las autoridades había resultado exculpatoria para nuestra compañía, al determinar su origen en causas accidentales.
Solicité revisar la documentación y, en efecto, se apreciaba, sin género de duda, que la rotura no presentaba ninguna señal de fatiga, y sí, una superficie de quiebra limpia producida por un pandeo excesivo, causado, probablemente, por una fuerte discontinuidad de dureza o cohesión en la composición de la veta.
Empleamos los cuatro días siguientes en visitar otros tres complejos mineros de la Compañía Codelco: El Salvador en Diego de Almagro, Rodomiro Tomic en Calama y Minería Gaby en Antofagasta.
En todos ellos nos recibieron con afecto y abundante agasajo, derrochando esa simpatía y gracia propias de las gentes de allí. Y lo mejor: se realizaron en sus oficinas, sin necesidad de acudir a sus respectivas minas.
Al día siguiente nos reunimos con los responsables de la Compañía Anglo Américan Chile del complejo Montes Blancos, en Atacama, donde concluyó la buena racha de satisfactorios encuentros. Me vi obligado a presenciar, entre alarmado y molesto, una enorme bronca entre Don Julio y el director del complejo, a cuenta de unos precios que consideraban excesivos y alguna factura sin atender por dicho motivo.
Al final, la sangre no llegó al río, aunque le faltó muy poco. Por fin se llegó a un forzado acuerdo, con el que, según la impresión que yo saqué, no se llegó a contentar a ninguna de las dos partes.
Decidido Don Julio a borrar de mi mente el mal efecto causado por su monumental bronca, me propuso acudir a una curiosa fiesta aymara, típica del altoplano, que se celebraba cada 1º de Agosto en un lugar cercano de Bolivia.
Lo de “cercano” era un eufemismo. Tarde para arrepentirme, tras haber aceptado con entusiasmo el plan, supe que aquel lugar se hallaba a unos 700 km, que tendríamos que recorrer en su Cessna, y atravesar la cordillera andina, sorteando sus formidables picos.
Imposible, para mí y creo que para cualquiera, transmitir las sensaciones cobradas en un vuelo como aquel.
Lo iniciamos inmersos en un intenso cielo azul. Frente a nosotros, y no muy lejos, se dibujaba la quebrada línea de la cordillera de los Andes, con sus más altas cumbres tintadas de un blanco impoluto, recortándose bajo aquel limpio y brillante firmamento.
Poco a poco, conforme nos acercábamos a ella, aquella pintoresca cinta montañosa fue creciendo para tomar formas y dimensiones colosales. Pronto se convirtió en una formidable barrera, que se alzaba, como una inmensa muralla infranqueable, por encima del techo de navegación de nuestro aparato.
¡Dios mío –pensé- ahora tendremos que atravesar todo ese muro de arracimadas cumbres, la mayoría de ellas con alturas superiores a los 6.000 metros!
Y así fue. El piloto condujo su avioncillo por entre un laberinto de valles y desfiladeros, en un ejercicio de pericia casi circense.
Porque no solo debía atender a las dificultades que presentaba el cambiante y complicado itinerario. Al transitar por aquellos variados accidentes, los vientos cruzados que se generaban hacían balancear al pequeño aparato, como si se tratara de una hoja desprendida de su árbol, al ser arrastrada por un viento de marzo.
Mientras, Don Julio iba indicando:
-Mire, a la derecha el volcán San Pedro, 6.200 m. A su izquierda el volcán Ollagüe, cerca de 6.000 metros. ¡Y mire, mire como brilla el salar de Ascotán allá abajo!
Yo, que hacía muy poco había releído la historia de los argentinos que sobrevivieron, comiéndose entre ellos al chocar su avión, en una de aquellas enormes montañas, pensé que, siendo el más delgado, quedaría el último. ¡Quién se contentaría con chupar solo huesos, habiendo tanta chicha de sobra en el piloto, e incluso aún más en las orondas formas de Don Julio!
Pero no hubo necesidad de llegar a ese extremo. El piloto era un artista y llegamos con bien a nuestro destino, tras superar la última prueba: el aterrizaje en un minúsculo campo, que en su día debió ser de cultivo y cuyo extremo terminaba en un profundo declive.
Allí nos aguardaban varios hombres con caballerías, sobre las que llegamos, cuando ya atardecía, a una pequeña y pintoresca aldea, llamada Aucapata, situada en un cerro, a caballo de dos profundos valles, y a una altura de unos 2.600 metros.
Gente amiga de Don Julio nos recibió con sincero afecto y ruidoso alborozo. Tras unos interminables y efusivos saludos, nos condujeron a su casa, un bonito edificio de piedra en el centro del pueblo. Cenamos bien, charlamos mucho y dormimos mejor, aunque poco.
A la mañana siguiente, muy temprano, nos pusimos en camino hacia el lugar donde se iba a celebrar la fiesta de la Pachamama, la Madre Tierra. Nos acompañaban, y guiaban, la familia amiga de Don Julio al completo: doce personas en total. Después de tres horas de andar hacia el sureste, por sendas y lugares de impactante belleza, llegamos a una pequeña campa junto a las ruinas de la ciudad precolombina de Iskanwalla. Era el lugar donde se celebraría la tradicional fiesta.
No fuimos los primeros en llegar. Algunas gentes, más madrugadoras o cercanas, nos habían tomado la delantera. Pronto se nos unieron más. Venían desde los cuatro puntos cardinales, ataviados los hombres con sus multicolores ponchos, gorros, chalecos y paletones, mientras que ellas portaban blusa, larga falda, manta y sombrero de no menos vivos colores.
Por último, apareció en el lugar un pintoresco cortejo, encabezado por tres ancianos, rodeados por un grupo de acompañantes, que recitaban, con marcado ritmo, extraños salmodios en su propio idioma. Eran los oficiantes del ritual de la ofrenda a la Pachamama: hombres elegidos entre los ancianos de probada y mayor autoridad moral de las comunidades quechua y aymara asistentes.
Durante el viaje, Don Julio ya me había explicado la naturaleza de aquella extraña divinidad, conocida como la Pachamama. Era el espíritu de la Madre Tierra en su concepto más amplio. Mandaba en el clima, la fecundidad de la tierra y en los fenómenos atmosféricos. Y para que todos ellos fueran benignos y favorables a los habitantes de aquellas tierras, era necesario tenerla contenta y nutrirla con ofrendas durante aquella fiesta.
Así fue. En el centro de la campa había un hoyo en donde los ancianos iban colocando las ofrendas que la gente presentaba. Consistían en parte de los alimentos que traían, junto a hojas de coca, muestras de los productos cosechados, bebidas típicas y cigarros, todo ello regado con la sangre de un rebeco que había sido sacrificado poco antes. Por último, tapaban el hoyo con una gran piedra, pintada de blanco.
Mientras tanto, un grupo de músicos amenizaba la pintoresca ceremonia con cálidas melodías del altiplano, bien interpretadas con sus típicas y dulces zampoñas, quenas y charangos.
En seguida, la gente se reunió en grandes grupos para compartir los alimentos que traían y partes de tres rebecos que fueron sacrificados y asados allí mismo.
Era una comida sabrosa, variada y potente, pero no te puedo decir en qué consistía, porque no me atreví a preguntar. Mejor no saberlo, pensé.
A continuación hubo más música, acompañada de cantos y danzas de un tipismo colorista y vibrante.
Era ya media tarde, cuando los asistentes comenzaron a desfilar hacia sus lugares de origen. Nosotros lo hicimos canturreando alguna de las canciones más pegadizas que habíamos escuchado.
Durante el camino pregunté a Don Julio:
-¿De verdad esta gente cree en la existencia de esa divinidad, o todo aquello era puro folclore?
-Necesitan creerlo. Estas tierras dan poco y la dureza del clima no acompaña. Viven una economía de subsistencia, aferrados al suelo que pisan, sin confiar en recibir la ayuda de nadie, salvo de esa Madre Tierra.
-Bueno, si así son felices…-sugerí.
-Cómo demonios se puede ser feliz, mirando siempre al cielo con el ánimo encogido, esperando que una mala tormenta arrase el cachito de tierra sembrada o un rayo se lleve a su escaso rebaño de un par de llamas o vicuñas, dejándoles hundidos en la miseria.
-Pero yo les he visto bien alegres, cantando y bailando durante la fiesta –insistí.
-Sí, claro. Estas fiestas sirven para echar fuera de sí sus apuros y miedos e intentar borrar de la mente la atormentada carga de su precaria existencia. Gracias a esos cánticos y bailes, que animan y favorecen el vino y la hoja de coca, lo consiguen. Pero esa momentánea alegría se acaba en cuanto vuelven a sus pueblos y se topan con la triste realidad cotidiana. ¿No ha notado ese aire dulce, melancólico y apenado que rezuma la música de sus flautas, quenas y zampoñas?
-Insisto, Don Julio. Cuando he hablado con ellos, me ha parecido observar un claro sentimiento de orgullo, por seguir manteniendo su tradicional modo de vida.
-Ah, sí, sí –contestó Don Julio al momento-. Si Vd. les pregunta, le contestarán que así son la mar de felices y que, de ninguna manera, desearían vivir de otro modo. Claro, qué van a decir si no conocen otra cosa. Pero cuando les comentas si desearían que sus hijos continuaran con sus usos y costumbres, le contestarán que no, que es una vida muy dura. Prefieren que estudien y se forjen un futuro mejor que el suyo, lejos de estas agrestes e ingratas tierras.
-En resumen: que no hay remedio para esta gente a pesar de la Pachamama.
-¡Claro que la hay! –exclamó Don Julio, con  vehemencia- Pero necesitan dar un giro completo a su mentalidad. Los indigenistas fundamentan su progreso en la devolución de las tierras que dicen les arrebataron. Se equivocan. El cultivo de esta tierra no basta, porque da poco. Sin industria ni servicios solo hay subdesarrollo
-¿No hay esperanza, entonces?
-Creo que sí. Hay gente de aquí que, aunque poca, está descubriendo un prometedor modo de mejorar la economía de estas modestas comunidades mediante el turismo. Su implantación ahora es embrionaria, pero viene a ser como una esperanzadora ventana abierta al mundo. Y por esta ventana llegarán nuevos aires de modernidad y progreso. Hablan de preservar sus raíces: ¡Tonterías! No es bueno vivir en el pasado. Aseguran que la modernidad traerá un sinfín de perjuicios: ¡Bobadas! Todo tiene su cara y cruz. Es preciso rechazar lo malo y aprovecharse de lo beneficioso: es así cómo se progresa de verdad.
-Vd. lo ha de comprobar –continuó- Mañana temprano nos acercaremos al lago –se refería al lago Titicaca- y verá qué bien lo tienen organizado en las islas flotantes de los uros.
Así lo hicimos. Embarcamos en Copacabana y cruzamos el lago hasta llegar a la bahía de Puno. Allí contemplé, asombrado, las islas artificiales construidas con estrechas hojas entrelazadas de una planta llamada totora. Tenía razón Don Julio. Sus artífices, gentes de la etnia uro, tenían organizado un sistema de visitas turísticas que, bien a la vista estaba, les venía reportando muy buenos beneficios.       
Al día siguiente regresamos a Valparaíso, tras hacer escala en Calama para tomar carburante.
Dos días más tarde volaba hacia España, llevando en mis recuerdos las encantadoras escenas vividas entre las imponentes cimas andinas.
-Como verás, Isabel, nada parecido al viaje de aventuras que tú esperabas escuchar.
-Tienes razón, yayo, pero ya querría pillar algo así.


lunes, 20 de junio de 2016

12.1 Relatos, Fábulas y Leyendas

12.1- VIAJE POR ANTIGUAS TIERRAS HISPANAS


 Fundación de Santiago de Chile. Lienzo de Pedro Lira.

-¿Yayo, has estado alguna vez en América? –me preguntó mi nieta Isabel, 17 años, la nieta más guapa de todas las nietas que en el mundo han sido.
-Sí, varias veces. ¿Por qué?
-Porque seguro que has tenido allí alguna historia emocionante. Cuéntamela, anda, por fa.
-¡Qué va! Mis viajes fueron siempre por asuntos de negocio. Muy poco interesantes, como podrás imaginar.
-Aun así, cuéntame algo de alguno de tus viajes por aquellos países, tan lejanos y fascinantes.
-Bueno, sea. Pero te aseguro que te vas a aburrir  –advertí y rebusqué en mis recuerdos para complacerle. 
Era un soleado día de julio del año 1985, cuando me hallaba volando hacia La Paz, capital de Bolivia, apechugando con la destemplanza que me provoca la inquietante sensación de estar suspendido, sobre las nubes, en un artilugio mucho más pesado que el aire.
Se trataba de un viaje de trabajo de una cierta indefinición, ya que debía proporcionar apoyo técnico a nuestros, recién estrenados, representantes de Bolivia, Perú y Chile, sin conocer el alcance de sus necesidades
Esta situación se produjo a causa de la ocurrencia del “mandamás” de la central alemana de traspasar a su filial española –nuestra empresa- la responsabilidad del comercio con Iberoamérica. Estaba harto del continuo desencuentro con sus distribuidores en aquel continente a causa de su peculiar idiosincrasia, tan diferente a la alemana. Sospecho, y treinta años de convivencia con mis colegas alemanes avalan el rigor de mi sospecha, que su decisión respondía menos a la estimación de nuestra eficiencia, y más a su íntima convicción de que, al ser los españoles casi tan cantamañanas como ellos, podríamos entendernos mejor. Esperaba, gracias a esta chusca idea, obtener el eventual resultado de una mejoría en nuestras relaciones comerciales. 
Por nuestra parte, se hacía necesario explorar la situación real de nuestros nuevos colaboradores en el contexto económico de estos países. Alguien de nuestra compañía debía cumplir dicho cometido.
Y por más que lo intenté, lo juro, no pude escurrir el bulto y así me vi envuelto en esta latosa misión.
Es curioso, pero siempre que cruzo “el charco”,  vuelvo a sentir las mismas sensaciones, al contemplar los innumerables y caprichosos rizos plateados que alfombran la superficie del océano. Vistos desde una altura de 10 ó 12.000 metros, semejan diminutas lucecillas bailando una extraña danza al sincopado son de una inaudible melodía.
Pero no nos engañemos, esos minúsculos brillos corresponden a olas de cinco a seis metros. O  más.
¿Cuáles son esas sensaciones? Bueno, no son demasiado originales. Pienso en los primeros españoles que se embarcaron en aquella descabellada aventura de cruzar el Atlántico. Claro, que ellos lo hicieron montados sobre un frágil e inestable cascarón, con penuria de agua y alimentos, limitados por la escasez de espacio, ocupado por hombres, caballos, animales y enseres, todos ellos en completa y bien revuelta compañía.
Eran un puñado de hombres, con la misión de descubrir una nueva ruta hacia las Indias Orientales y de conquistar tierras para la corona de España.
Tremenda osadía, pues según el testimonio de Marco Polo, que realizó ese viaje a la inversa más de cien años antes, se conocía la existencia de un inmenso imperio, defendido por grandes ejércitos, bien armados y con probada pericia en las labores de la guerra.
Han transcurrido poco más de cuatro siglos -son apenas nada, a nivel cósmico- y yo puedo hacer este viaje en unas pocas horas, confortablemente sentado y bien atendido por el personal de a bordo. ¡Y todavía me quejo de incomodidad! No me digas que no es digna de admirar aquella heroica gesta.
Sí, ya sé que en estos tiempos ha nacido un nuevo deporte que consiste en denostar la labor realizada por aquellos valientes. También estoy seguro de que alguno de ellos cometería las mayores barbaridades, pero júzguense estas en el contexto de su época. Después: que tire la piedra…
Pues si ya es una gran memez juzgar hechos de siglos atrás, con leyes y mentalidad actuales, fuera del contexto en que se produjeron, mucho mayor es condenar toda la labor realizada por sus autores, ignorando los bienes que sin duda produjeron, a cuenta de los males que algunos hubieran podido ocasionar.
Con estas y algunas otras reflexiones, llegué hasta la capital de Bolivia, La Paz.
Allí mis gestiones terminaron pronto. El país, sumido en una pobreza endémica, causada durante siglos por la ineptitud y rapiña de sus gobernantes, se veía atenazado económicamente por una hiperinflación galopante. En el momento de mi llegada a Bolivia, las esperanzas de un cambio sustancial en esta triste situación se hallaban depositadas en el recién elegido presidente Víctor Paz Estenssoro.
Pero en lo que se refiere a nuestro negocio, poco había que hacer y hablar: su inflación no nos afectaba ya que los contratos se hacían en dólares. Además, era el propio Gobierno de Bolivia quien convocaba y negociaba los acopios, consistentes en herramientas de minería. Sin otra labor que tratar los detalles propios de nuestra relación comercial, dos días más tarde me encontraba, de nuevo, volando hacia Lima, la capital del Perú y la “Perla” de las Españas de ultramar en la época colonial.
De igual modo que en Bolivia, poco trabajo me dio nuestro representante en Perú.
La actividad industrial y minera estaba siendo seriamente afectada por una crisis económica y social de proporciones gigantescas.
El brutal incremento de la inflación, la incapacidad de hacer frente a la enorme y creciente deuda externa, la baja de los precios de los minerales y las acciones terroristas del grupo guerrillero Sendero Luminoso, acabaron con las esperanzas depositadas en Fernando Belaunde Terry, primer presidente de la nación, tras la caída de la dictadura militar.
Se daba la circunstancia de que el día 28 de este mes de julio, Alán García Pérez del Partido Aprista tomaría posesión de la Presidencia de la República, al haber vencido en las últimas elecciones presidenciales.
Como en el caso de Bolivia, también aquí la mayoría de la ciudadanía se hallaba ilusionada con un cambio que permitiera una mejora sustancial en sus condiciones de vida. Justicia, trabajo y pan, pedían.
Por desgracia, tanto Paz Estenssoro como Alán García fracasarían en ese empeño, y sus respectivos países seguirían sufriendo, corregidas y aumentadas, las calamitosas carencias de siempre.
Tras otros dos días de estancia –recomiendo el hotel Quinta Miraflores: esmerado trato en un lugar apacible…o al menos entonces así lo era-, en los que apenas pude admirar un poquito de la hermosa y bien cuidada  arquitectura colonial, me puse en viaje hacia Valparaíso, mi último destino en tierras americanas.
Durante el vuelo, recibí la primera sorpresa de las muchas que viviría en mi visita a Chile: Al sobrevolar las pampas de Jumana, en el desierto de Nazca, entre las poblaciones de Nazca y Palpa, todavía en Perú, el piloto nos advirtió de que lo hacíamos sobre las célebres y misteriosas líneas de Nazca.
Miré hacia abajo sin mucho entusiasmo, pero hice bien. Sobre la tierra calcinada del desierto, alcancé a ver, con increíble nitidez, una inmensa y variada ilustración esculpida en la superficie del suelo, de tan rara y sorprendente naturaleza que me dejó perplejo.
Cientos de líneas rectas, cinceladas con trazo firme sobre el reseco suelo, se entrecruzaban para formar caprichosos triángulos y se perdían en el horizonte, con tal dimensión que bien podrían alcanzar los 20 ó 30 Km.
Al mismo tiempo, y entre ellas, destacaban grandes dibujos, delineados con asombrosa perfección de trazo. Pude distinguir un mono, una araña y un pájaro. Algo alejado vi la silueta de un hombre, diseñado de una forma mucho más tosca.
La visión de estas extrañas líneas duró unos pocos minutos, pero fueron suficientes para quedar fascinado. Entenderlas era otra cosa. Cómo, quién, por qué y para qué las hicieron, está fuera de cualquier entendimiento: son uno de esos insondables misterios con los que nuestros ancestros señalaron su paso por la Tierra.
Nada más llegar a Valparaíso, recibí la segunda gran sorpresa. A diferencia de Bolivia y Perú, aquí se apreciaba una más que notable pujanza en la actividad económica de todo tipo. Se palpaba en el ambiente. En el ir y venir de las gentes. Era como un oasis de bonanza en medio del cataclismo social que imperaba en la mayor parte del cono sur del continente americano.
Esta impresión me fue confirmada al tratar con el propietario de la compañía que nos representaba allí, un activo y competente chileno de apellido alemán.
Su oficina, situada en la parte comercial de Valparaíso, a un tiro de piedra de su dinámico puerto, contaba con una docena de empleados, además de otros tantos agentes de calle, que recorrían el país de norte a sur visitando clientes. En ella reinaba una actividad febril, absolutamente distinta a la que tuve la oportunidad de presenciar en las otras dos agencias de los representantes de Bolivia y Perú.
Fue una especial y grata sorpresa comprobar la forma tan eficaz y pronta con la que los chilenos habían superado la profunda crisis de principios de los 80.
No menos espectacular y diligente debió ser la reparación de los daños producidos por el violento terremoto que sacudió a medio Chile, en marzo de aquel mismo año. Habían transcurrido poco más de cuatro meses y quedaban muy pocos rastros de los destrozos que se supone debe ocasionar un movimiento sísmico de grado 7,8 en la escala de Richter.
Por aquel entonces, la estrella del dictador Augusto Pinochet comenzaba a declinar, empalidecida por las frecuentes protestas estudiantiles, sindicales y de diversas organizaciones de izquierda. Sin embargo, todavía contaba con bastante apoyo popular, más del que suponía antes de mi llegada a Chile, al menos en el medio donde yo me movía. Quizás su condición de porteño le favorecía aquí en Valparaíso, o tal vez pesaba más, en el ánimo de mucha gente, disponer de pan y trabajo que de la ausente justicia –la cual, dicho sea de paso y entre paréntesis, no suele abundar en cualquier sistema de gobierno para gran parte de la población.
Recuerdo que, durante una de tantas comidas de trabajo con mis colegas, alguien comentó los enormes problemas económicos que se estaban sucediendo en Argentina, con Ricardo Alfonsín como presidente de la República. Otro comensal intervino al momento:
-Pues no hay problema. Les prestamos a Don Augusto unas semanas y él les arregla el bochinche para siempre.
La frase fue acogida con general regocijo.
En otra ocasión, la tertulia se deslizó hacia sendas algo más delicadas para mí, al tocar ese maldito e inevitable tema de la Conquista Española de América.
Un tertuliano se refirió, con aviesa intención sin duda, al discurso que aparecía en un diario local, en defensa de los movimientos indigenistas y, cómo no, denunciando la brutal masacre de indígenas por parte de los conquistadores españoles.
No suelo discutir asuntos de esta naturaleza que considero vanos y huérfanos de rigor, pero en esta ocasión me pareció forzoso entrar al trapo, incitado quizás por mi trasnochado patriotismo. Lo hice, sin embargo, con marcado acento de humilde disculpa:
-Miren Vds.: En mis viajes por Estados Unidos, jamás me he cruzado con un indígena. En cambio en todos los países de habla hispana que he visitado, he tenido la oportunidad de observar a una inmensa mayoría de gente indígena o mestiza, en las calles, mercados u otros lugares públicos. ¿Que murieron algunos en combate? Seguro, pero de allí a esa denuncia de crimen generalizado va un gran trecho.
Para mi sorpresa, casi todos los presentes me dieron la razón. ¿Quizás por cortesía? Tal vez. Pudiera ser que influyera, en aquel trato amable, la admiración que había despertado en ellos nuestra sosegada transición de la dictadura a la democracia y los avances económicos que se produjeron en los años posteriores.
-¡Pues claro, Ingeniero! –intervino uno de ellos- En la guerra como en la guerra. Si les hubiera sido posible, nuestros inditos se hubieran comido crudos los higadillos de sus conquistadores.
El mismo primer malaje, insatisfecho al parecer del resultado de su insidiosa trama, sacó a relucir el otro tema estrella: el oro “llevado” por los españoles.
En este no tuve necesidad de mediar, ya que, de nuevo, la mayoría se puso a mi lado, siendo encabezada la reacción por Don Julio, el propietario de la Compañía.
-¡Ah, qué harto estoy de oír esa tontería! –dijo- El oro que se llevaron los españoles nunca perteneció al pueblo americano, sino a sus reyezuelos. En realidad, ese oro lo perdimos al hacernos independientes, pues mientras fuimos España fue nuestro también. ¿O creen Vds. que las escuelas, hospitales, templos, puertos, vías de comunicación y tantas obras y edificios como se construyeron, se hicieron sin plata? Nuestros problemas no vienen de la falta de recursos, que nos sobran, sino de nuestra probada y centenaria incapacidad para organizarnos racionalmente. Además y para colmo de males, desde nuestra “gloriosa” independencia, la mayoría de nuestros gobernantes han sido truhanes que han estrujado nuestros bolsillos o, aún peor, déspotas de la peor especie, ávidos de poder, violencia y riquezas.
-Tiene toda la razón, Don Julio –se apresuró a decir el que debía ser el “pelota” del grupo-, que si algo se llevaron, aquí quedaron joyas tan impagables como la palabra de Cristo y ese preciado tesoro de nuestra querida lengua española.
-Sí, sí –terció otro comensal-. Me duele que la historia del continente, tras la Independencia, sea una continuada relación de violencia y crímenes, tan alejada a los ideales de libertad, igualdad y prosperidad que abanderaron nuestros líderes, al promover nuestra separación con España.
Tal como se desarrollaba la discusión, no me quedaba otro remedio que intentar atemperar los ánimos, que se iban caldeando conforme avanzaba el ágape y, de su mano, aumentaba de igual modo, el consumo del buen vino de Limarí, abundantemente servido.
-Bueno, en España también hemos tenido lo nuestro. Lo suficiente para no pretender ser ejemplo de nada ni ante nadie. Durante el siglo XIX y bien cumplido el XX, no hemos conocido otra cosa que injusticia, violencia, guerras civiles y la ruina que todo esto trae. Por fortuna, llevamos unos años en los que el sentido común y los deseos de paz y convivencia parecen haber ganado a nuestro bronco carácter. Ahora estamos recogiendo el fruto de este cambio al disponer de una aceptable situación económica y social. ¡Ojalá dure!
Estas palabras llevaron la discusión a términos más calmados, no sin antes reconocer que ahora en España las cosas se habían hecho bien. Y así entramos en los temas del negocio que nos había llevado hasta allí.