9.- EL SENTIDO COMÚN
Anaxágoras (500 - 428 a. C)
Abrumado por la frecuente ausencia de sentido
común en las propuestas exhibidas por "personajes", de la más dispar
naturaleza, en los distintos medios de comunicación, decidí escribir algo sobre
él.
Nunca debí planteármelo. Siempre consideré
que el concepto conocido como sentido común era un ente incuestionable y simple,
cuya sentencia quedaba libre de cualquier discusión o controversia. Sin embargo
nada más lejos de la realidad.
La primera dificultad se me presentó en
cuanto intenté proponer una definición más o menos precisa de un término tan
invocado como usual y conocido. Ardua tarea.
Decidí recurrir a los más autorizados
estudiosos del pensamiento. Uno de ellos venía a decir que "...el sentido común es la facultad para orientarse en la vida práctica..." Otro escribía que "..se trataba de un don universal capaz de distinguir el bien del
mal, la razón y la ignorancia..."
Era, más o menos, la idea que yo tenía sobre
este asunto: La facultad que posee la
generalidad de las personas para juzgar razonablemente las cosas.
¿Estoy en lo cierto? Y si es tal como lo
describo ¿cómo es que se produce una ausencia tan generalizada de esta
provechosa aptitud en la mayoría de las propuestas y acciones de las gentes de
hoy día?
¿Tendrá razón Horace Greele, director que fue
del prestigioso New York Tribune, cuando aseguraba que "el sentido común es el menos común de los sentidos"? Quizás,
aunque a este señor le encantaban las frases rimbombantes, más con la intención
de impactar al personal -o dar un buen titular- antes que de aleccionarle.
¿Estará esta cualidad ligada, quizás, a la
mayor o menor posesión de inteligencia?
Llegado a este punto, me apetece consultar a
los clásicos griegos, pioneros y señores del conocimiento de la mente humana y
las entrañas de su pensamiento.
Mi más querido y admirado maestro,
Anaxágoras, que enunció tantas acertadas teorías sobre el Sol, la Luna, el
mecanismo de las moléculas y los átomos -lo infinitamente grande e
infinitamente pequeño- sin la ayuda de las avanzadas tecnologías actuales,
armado solo con la intuición y el sentido común, aseguró:
"El
Nous, o inteligencia, es la más fina y pura de las esencias humanas, capaz de
poseer todo el saber sobre todas las cosas y de alcanzar el mayor poder sobre
ellas".
Estaba claro para él, la inteligencia era el
primer y único elemento capaz de alcanzar el bien y la razón.
¿Es, por tanto, la inteligencia el motor del
sentido común?
Sencillamente: no lo creo. No resulta extraño
ver cómo, en demasiadas ocasiones, personas inteligentes obran con escaso o
nulo sentido común.
Quién, pues, lo genera. ¿Es la intuición o el
razonamiento? ¿Es algo espontaneo o, por el contrario se elabora a base de
percepciones y experiencias?
Me viene a la mente una anécdota:
Un matrimonio amigo, inmerso en lo que se ha
dado en llamar la 3ª edad, me comunica que tiene previsto disfrutar unos días
de holganza en Benidorm, para cumplir, sospecho, con las normas del perfecto
jubilado. Es febrero, un mes adecuado para huir del rigor septentrional y
burlar sus desapacibles modos invernales.
Me cuenta mi amigo que piensan alojarse en
una de las habitaciones más elevadas del Hotel Bali, el más alto de Benidorm, y
supongo que de Europa, con sus 52 plantas. Es
que la altura me llama y emociona, dice.
Para mí, que lo primero que hago en cuanto
llego a un hotel es pedir habitación en el piso más bajo posible e investigar
la vía de escape prevista para el caso de incendio, me parece una barbaridad.
-Jesús, no me fastidies -advierto- ¿Es que no
viste "El Coloso en Llamas".
-Mira,
a mi me encandilan las alturas y contemplar el impresionante panorama que se
puede admirar desde allá arriba es una gozada, que no deseo perderme por nada
del mundo.
-Pero hombre, la mayor parte del tiempo de
permanencia en el hotel será durmiendo o departiendo en los salones de la
planta baja.
-Me conformo con gozar de esa preciosa vista
al levantarme cada mañana -afirma mi amigo Jesús.
Al recordar esta conversación, me pregunto si
es de sentido común apechugar con un potencial peligro, aun poco probable si se
quiere, por el mero hecho de contemplar, por un instante, un panorama que, por
más que se mire, estará lejos de ser el esplendoroso Jardín de las Maravillas.
Ahora bien, de inmediato se me abre otro
nuevo interrogante ¿Es de verdadero sentido común renunciar al deseado disfrute
de un bien personal, por el prosaico motivo de prevenir la llegada de un
posible aunque improbable daño, que quizás nunca en la vida llegue a
producirse?
Por otra parte, pero al mismo tiempo, llegan
a mi mente las sabias palabras de Don Miguel de Unamuno: Hay gentes tan llenas de sentido común que no les queda el más pequeño
rincón para el sentido propio.
Aunque también se podría
decir: hay tanto sentido propio en algunos que no se plantean, ni seguramente
conocen, el uso del sentido común.
Y mis interrogantes no cesan:
¿Será posible que esto que llamamos sentido
común no solo tenga poco de común, sino que ni siquiera sea un sentido de valor
firme, estable y absoluto, como los demás sentidos en poder del ser humano?
¿Estará, quizás sujeto a discusión y cambio, además de ser dependiente de los
entornos culturales del momento y del lugar en qué se aplique?
Me parece una labor
apasionante adentrarse en la metafísica del concepto para hurgar en la
filosofía de su naturaleza, generación, cometido y empleo, pero mi objetivo es
mucho más modesto. Me conformo con atisbar, aun de lejos y a través de una
estrecha rendija de lucidez, los motivos para que este benéfico ente universal
se encuentre en un grado tan elevado de abandono entre las gentes de hoy...y
quizás de las de siempre.
Porque, a pesar de tantos
interrogantes como han ido apareciendo en mi exposición, sigo creyendo haber
atinado en mi inicial definición del sentido común: Es la facultad que posee la generalidad de las personas para juzgar
razonablemente las cosas.
¿Por qué lo usamos,
entonces, con tan escasa frecuencia? Veamos.
Conforme pasan los años y se
empeñan, los muy malvados, en hacerme creer que envejezco, me reafirmo en la
íntima convicción de que el tránsito del mono al hombre tuvo que ser producido
a causa de algún lamentable accidente que lo dejó tarado y no mediante un
proceso evolutivo, como aseguran los científicos.
Estoy inclinado a pensar que
algún simio juguetón debió caerse del árbol donde realizaba sus bulliciosas
acrobacias, lastimándose la cabeza al dar con ella en el suelo. Algo malo debió
ocurrir en su cerebro, porque de pronto, ese mono que vivía feliz y
despreocupado de la mano de sus sentidos, genes e instintos, sintió llenarse la
cabeza de ideas, tales como por qué, cómo,
cuánto, cuándo y para qué, entre otras.
¡Habría nacido el hombre!
Desde ese momento su
sencilla existencia no dejó de complicarse hasta llegar el enredo a su cúspide
hoy, tras una alocada progresión más que geométrica.
No encuentro otra
explicación para entender por qué los animales, que nunca tropiezan en la misma
piedra, no necesitan razonar para saber lo que les conviene, mientras que los
humanos se pierden en elaborar las más variadas y peregrinas teorías para
tratar de alcanzar su conveniencia, sin lograr, por lo general, ponerse de
acuerdo sobre ella.
El guepardo, uno de los
mamíferos terrestres más veloces, no ha estudiado matemáticas, física o
zoología y sin embargo se maneja en su mundo con una destreza admirable, guiado
solo por la información exterior que recibe de sus sentidos y de su instinto.
Selecciona su presa con las
características, tamaños, y pesos adecuados para obtener aceptables
posibilidades de éxito. Por lo general, captura gacelas, animales casi tan
rápidos como él. Se acerca a ellas con sigilo, sin ser visto y en contra del
viento para no ser olfateado. Para conseguir su propósito, necesita calcular la
distancia entre el inicio de su ataque y la situación de la presa, en función
de su propia aceleración inicial y su velocidad posterior durante la carrera,
teniendo en cuenta, además, una estimación de estos mismos datos de la gacela
que desea apresar.
Una vez lanzado el ataque,
correrá tanto como pueda para alcanzar su presa. Pero, si en el transcurso de
la persecución, observa que la distancia entre ellos se mantiene o aumenta en
vez de disminuir, renunciará al ataque con la intención de reservar las energías
necesarias para poder realizar un nuevo intento a otra presa menos veloz o
resistente.
Todos esos complicados
cálculos, que podrían poner en un brete al estudiante de Ciencias Físicas más
pintado, los realiza el guepardo sin necesidad de papel y lápiz, calculadora u
ordenador. Le bastan la información recibida por sus sentidos corporales y una
aplicación de su cerebro, en cuyo seno se conectan las influencias genéticas, instintivas y
experimentales recibidas. Se diría que esta aplicación cerebral es "la
facultad que poseen la mayoría de los animales para juzgar razonablemente una
situación" ¡Es su sentido común! ¡Y nunca falla! Cuando lo hace
solo se debe a una falta de información de sus sentidos.
¿Y qué pasa con los humanos?:
Algo muy distinto
Como ya he adelantado,
estamos en febrero de 2016. Hace poco se han celebrado nuevas Elecciones
Generales en España y muy pronto se realizarán los preceptivos debates de
investidura que han de aprobar o no al candidato aspirante a ocupar la
Presidencia del Gobierno Español.
El resultado de las
elecciones produjo una nueva situación
en el panorama político español, debido a la gran dispersión del voto, cuya
mayoría se distribuyó entre los cuatro principales partidos, mientras que los
seis restantes solo obtuvieron el 7,4% de los escaños.
La consecuencia inmediata de
esta circunstancia ha sido que ninguna fuerza política esté en condiciones de
formar gobierno en solitario. Tampoco lo podrá lograr la coalición de dos
formaciones. Se necesitarán tres o más para conseguirlo, o al menos la
abstención de alguno de los partidos más importantes, para obtener la mayoría
simple. Si no se consigue el nombramiento en un periodo determinado de tiempo
se deberán repetir las elecciones.
Ante este panorama, todos
los partidos están de acuerdo en que no es conveniente la repetición de las
elecciones y que, por tanto, deberán negociar entre ellos para llegar a un
acuerdo que permita la investidura del candidato con más apoyos. Todos también
apelan al sentido común y al bien de los ciudadanos para conseguirlo.
Pero si al fin, logran
entenderse, asunto harto improbable, no será gracias a esos dos conceptos. Me
temo que solo la conveniencia personal de sus líderes haga posible la obtención
de un acuerdo entre ellos.
En efecto. Cada uno de esos
partidos asegura que su ideario y actividad, su trabajo en fin, está encaminado
a lograr el bien de los ciudadanos. El problema reside en que todos ellos
disponen de propias, diferentes y exclusivas recetas para lograrlo. Las de los
demás no sirven. De este modo se encuentran cautivos de sus ideas, que no
pueden abandonar de manera sustancial porque perderían parte de sus clientes,
sus electores.
Podrían echar mano del
sentido común y esforzarse en hallar puntos de encuentro dentro de sus
respectivos idearios. No debería ser difícil encontrarlos, si de verdad se
trata de resolver los problemas de los ciudadanos ¡Hay tantos...!
Pero el sentido común de los
responsables y sus asesores queda, en este caso, condicionado por la
conveniencia electoral de los partidos, el antagonismo entre las distintas
ideologías, la rivalidad e incluso malquerencia personal de sus dirigentes, así
como la propia ambición por el poder de los candidatos y/o sus adláteres y
posibles favorecidos de sus respectivas formaciones políticas, en caso de
obtenerlo.
Este parece un buen ejemplo
de cómo el sentido común puede ser ensombrecido por la bruma de las ideas
políticas, sociales o religiosas, es decir, por los diferentes contextos
culturales específicos.
CONCLUSIÓN:
Resulta evidente que
deberemos ajustarnos a determinadas reglas, si queremos dar un uso adecuado a
nuestro sentido común.
Dicho lo anterior y de
acuerdo con ello, me parecía obligado presentar esas reglas, mediante una serie
de ejemplos ilustrativos que las patentizaran. Así, al menos, lo había
planeado.
Sin embargo, he repensado mi
plan inicial y me parece más conveniente que mi labor se limite a encender la
luz de alarma que advierta el infra uso del sentido común y sean sus usuarios
los que saquen las conclusiones que les parezcan más atinadas.
No puedo, de todas formas, eludir
los siguientes ejemplos, por actuales, generalizados y dañinos.
No es de sentido común, por
más que alguien diga lo contrario:
-Gastar
más de lo que se gana. A quien así obra, solo la casualidad o el
fraude que escape a la Justicia le librará del desastre.
-Repartir
un bien antes de haberlo generado. Las cuentas de la lechera,
acaban siempre con el cántaro roto.
-Buscar
la felicidad en lo que no tenemos. Solo se puede ser feliz
con lo que tenemos, no con lo que desearíamos tener, pues esto nunca se alcanza
del todo.