6.- LA HERENCIA
La
hacienda Medinabeitia
Corría
el año 2003, cuando recibí una inesperada y sorprendente comunicación de la
Municipalidad de la Ciudad de Calama, a través de la Embajada de Chile en
Madrid.
Junto
a la misiva, aparecía una documentación presentada por la Notaría nº3 de la ciudad,
en la que se especificaban las últimas voluntades de Don Cecilio Medinabeitia y
Gaston, fallecido el año anterior, a la edad de 92 años, sin descendientes
directos.
En
un anexo, visado por la autoridad local de Calama y de la provincial de El Loa,
se detallaban las gestiones realizadas para tratar de localizar a alguno de sus
descendientes, a fin de materializar la entrega de su legado.
En
otro anexo, proporcionaban algunos datos sobre la personalidad de Don Cecilio.
Se afirmaba que había nacido en Mués, Navarra, y que llegó a Chile en 1915, de
la mano de sus padres, humildes emigrantes, con la temprana edad de 5 años.
Supo amasar una copiosa fortuna en el negocio de la minería del cobre. Enviudó
a la edad de 76 años y, sin más familia, se retiró a una apartada propiedad,
donde vivió hasta el fin de sus días, sin apenas relacionarse con nadie.
Completaba
la documentación un billete abierto de avión Madrid-Calama, con escala en
Santiago, y un cheque de dos mil dólares para gastos, todo ello como adelanto
del monto de la heredad.
Me
costó algún tiempo reaccionar de la impresión recibida ante aquella enorme
sorpresa, pero tras tomar aliento y calmar la lógica alteración anímica
producida por el extraño suceso, caí en la cuenta de que mi abuela materna
había nacido en Mués y de que su segundo apellido era Medinabeitia. Así pues,
algo cuadraba en aquella extraña historia, aunque yo nunca hubiese tenido
noticia alguna sobre aquel presunto pariente que, por lo visto, había vivido en
el otro lado del Océano totalmente ignorado por nuestra familia.
En
ese momento, comprendí que aquello era, en realidad, un requerimiento para
viajar hasta esa remota región, asunto que no me apetecía en lo más mínimo.
En
efecto, solo habían transcurrido tres años desde mi jubilación y, en ese
momento, me juramenté a no viajar más,
harto como estaba de tanto deambular por medio mundo, obligado por continuos,
acuciantes e ineludibles motivos profesionales.
Sin
embargo, había que apechugar con aquel "muerto" -nunca mejor dicho- y
decidí, aunque a regañadientes, embarcarme en esta historia. Así que, tras un
interminable vuelo transoceánico y la escala programada en Santiago, llegué al
pequeño aeropuerto en obras de El Loa. Así me presenté en la ardiente ciudad de
Calama, situada en el extremo norte del desierto de Atacama, más arriba de
Antofagasta, con la intención de cerrar los trámites sucesorios a la mayor
brevedad posible.
Pero
no contaba con la proverbial cachaza del funcionariado de la municipalidad de por
aquellas tierras, que me tuvo dando vueltas de aquí para allá, durante tres
días, hasta conseguir localizar la notaría que llevaba mi asunto.
Mientras
tanto, poco que ver y hacer en esta ciudad de provincias, típica de la mayoría
de los países sudamericanos, a pesar de tener más de 100.000 habitantes. Mi
hotel, el Sonesta, no era bueno ni malo, pero caro. En uno de los muchos
atascos burocráticos de mi gestión, decidí visitar la Catedral. Desilusión:
ningún motivo arquitectónico que admirar. Se trataba de una obra de principios
del siglo XX parecida a esas iglesias
que pueden verse en algunos pueblos de USA, con una puntiaguda torre en
fachada, nave central más dos laterales y armadura de madera para la cubierta.
Por
fin, conseguí conectar con el Sr. Notario y, cómo no, otra inesperada
incidencia complicó, más aun, la rápida resolución de mi caso. En la notaría
tenían localizadas las acciones y cuentas bancarias del difunto, pero
sospechaban que la mayor parte de su fortuna se hallaba depositada, de algún
modo, en la hacienda en donde Don Cecilio había vivido retirado sus últimos16
años de vida.
Argumentaban
que, al hallarse dicha hacienda demasiado alejada, en un intrincado lugar de
las estribaciones del volcán San Pedro, debería ser el propio beneficiario
quién resultara el más autorizado auditor para realizar el inventario de lo que
hubiere.
Protesté
ante aquella evidente irregularidad, pero fue en vano. Allí no había nadie
dispuesto a afrontar la incomodidad, y quizás riesgo, de un viaje tan
trabajoso.
Solo
pude conseguir que me dieran la dirección de un agente en la aldea de Aiquina,
a unos 75 Km de allí, para que me proporcionara un guía que me permitiera
llegar, sin demasiadas contingencias, a la hacienda Medinabeitia de mi
pariente.
Confieso
que me entraron deseos de mandar al traste aquella fastidiosa historia y hasta
llegué a pensar en volverme a España por la vía más rápida.
Recapacité
al fin y estimé que si ya había hecho la mayor parte del trayecto, bien podía aguantar
el resto que parecía menor y más próximo.
Así
pues, alquilé un coche y me dirigí a la aldea de Aiquina, por una carretera
polvorienta, bajo un cielo de azul intenso, sin rastro de nubes y un cálido sol
de junio, mes de la estación fría de aquel hemisferio.
Seguí
la sugerencia dada en el hotel, antes de partir, y realicé un alto al llegar a
Chiu Chiu, una aldea de 300 habitantes, situada en el centro de un oasis. a 30
Km de Calama y a una altura de 2.500 m. sobre el nivel del mar. En ella se
encuentra la iglesia de San Francisco, la más antigua que se conserva en Chile,
construida por los españoles en 1611.
No
pude evitar sentir una intensa emoción al penetrar en aquel humilde edificio,
construido con adobes y madera de cactus en su techo. Imaginé a un grupo de
nuestros aguerridos, aunque denostados, conquistadores, arrodillados ante su
altar, rezando ante el cuadro de la Pasión de Cristo y pensé para mí: Algo bueno
tuvo que hacer también aquella gente.
Continué
mi camino y media hora más tarde entraba en Aiquina, una aldea todavía más
pequeña de unos 50 habitantes. Después de recorrer medio pueblo, logré hallar a
mi contacto.
No
por eso acabó mi peregrinar. Este paisano me comunicó que tenía que llegarme al
rancho del Sr. Chicho en Turi, otra micro aldea, 3 Km más allá.
Ranchitos
de Turi con el volcán San Pedro al fondo
Llegué
hasta allí con facilidad, circulando por un polvoriento camino de tierra, para
toparme con un lugar poblado por unos pocos ranchitos, situados en el extremo
norte del desértico altiplano. Tampoco me resultó difícil localizar el rancho
del Sr. Chicho. Este ya estaba avisado de mi llegada, aunque me fue imposible
conseguir que me facilitara un guía para conducirme hasta la hacienda
Medinabeitia.
-Mire
señor -me dijo con todo el respeto del mundo-, aquí no va a encontrar a nadie
que se atreva a acercarse a la hacienda del Sr. Vasco, ni por todo el oro del
mundo. Dicen que está embrujada. Yo no se lo puedo confirmar, pero cierto es
que han habido varias desapariciones de paisanos en sus alrededores.
Es
lo que me faltaba por oír. Desesperado, implore su consejo, pero él se encogió
de hombros y se limitó a proporcionarme un caballo "corralero" y
víveres, pues allí terminaba el estrecho camino para coche que había usado
hasta entonces. Además me entregó un "achivo" consistente en un
grueso cinturón del que pendía un largo cuchillo de monte y un gran revólver.
-No
debe ir por esos "enredos" sin armas -dijo con una extraña calma-. Hay
mucho "vandalaje" por esas trochas que podrían
"acuerpararle".
Después
me dio algunas instrucciones para llegar hasta la hacienda.
-No
debe perder de vista a aquel "cueto", que le dicen el Pico del
Muerto. A su derecha encontrará una senda que le llevará hasta el destino de
Vd.
Sin
más, me puse en camino, pues lo último que deseaba era que me cayera la noche
en él.
Partí
con un vivo trote corto sobre aquel caballito alegre y de pequeña alzada. Yo
había servido en el Arma de Caballería en España y sabía que aquel noble animal
era mi seguro de vida si me perdía en aquellos intrincados parajes. Su instinto
le llevaría a encontrar el camino de regreso hacia su pesebrera.
Caía
la tarde cuando, después de muchas dudas y de andar y desandar trochas y veredas
en varias ocasiones, me hallé ante la entrada de la hacienda Medinabeitia. Ya
era hora, porque, el frío relente, cuya temperatura suele caer allí por debajo
de los cero grados durante la noche, empezaba a traspasar mi ropa de abrigo,
intentando calarme los huesos.
Se
trataba de un amplio caserón de tres plantas de ajado aspecto, rodeado por una
enmarañada y frondosa floresta de más de una hectárea, que el descuido había
convertido en salvaje espesura, lo que en su día debió ser hermoso y placentero
jardín. Pensé, por un momento, los esfuerzos que debió realizar Don Cecilio
para conseguir tamaña plantación en aquel árido paraje, con la dificultad
añadida de conseguir el agua de riego necesaria, libre de la acostumbrada
salobridad de la zona.
Me
recibieron los ya prevenidos guardeses, un matrimonio sin hijos, de mediana
edad y aspecto algo siniestro, con desconfianza, hosquedad y una mirada de encono,
como quien está convencido de que el que llega viene a llevarse lo que en
justicia le pertenece.
La
noche se cerró pronto. Entonces la señora procedió a encender candiles y
velones, porque, según dijeron, el grupo electrógeno llevaba tiempo averiado.
A
continuación, me ofreció como cena un plato de "patasca", guiso tradicional
del altiplano, que me apresuré a rechazar cortésmente. No estaba dispuesto a tomar
ningún riesgo, máxime cuando me dio por pensar que aquella pareja podría
hacerme desaparecer sin que nadie de por allí me echara en falta en la vida.
Así
que, me retiré a la habitación que me habían preparado, cené algo de los
víveres que traía y me acosté, dispuesto a esperar la llegada del alba, a fin
de iniciar la dichosa inspección de bienes de mi pariente.
Traté
de dormir, pero la idea de que aquella gente podría hacerme picadillo, tan pronto
cerrara los ojos, se apoderó de mi mente y me desveló por completo. Un
indeseable desasosiego se fue metiendo en el cuerpo llenándome de temor. El
silencio sepulcral que reinaba en aquel lugar, unido a una absoluta obscuridad,
alimentaban aun más aquella desagradable sensación. Palpé el revólver que había
dejado a mano y aquel gesto me tranquilizó un tanto.
Poco
a poco me fui sumiendo en un intranquilo sopor y ya había dado un par de
involuntarias cabezadas, cuando, de pronto, el pausado chirrido de la puerta de
la habitación al abrirse, me hizo sentir un brusco sobresalto que me despejó
por completo.
¡Alguien
estaba entrando en mi cuarto! Retuve la respiración, en un inconsciente gesto
de disimular mi presencia, al tiempo que un escalofrío recorría mi cuerpo y se
empapaba con un frío sudor de inevitable angustia. Alargué la mano en busca del
revólver, pero antes de poder empuñarlo, algo repentino, blando e impreciso
golpeó mis piernas, como si las palparan.
Di
un grito y me acurruque en la cabecera de la cama, apuntando con mi arma en
todas direcciones.
Al
fin, reuní los pocos ánimos que me quedaban y pregunté con quebrada voz, que
pretendía aparecer firme: ¡Quién anda
allí! Nadie respondió.
Así
transcurrieron unos minutos que se hicieron interminables, mientras el corazón
golpeaba mi pecho y cabalgaba con poderoso desenfreno en mis sienes.
Por
fin, me decidí encender el grueso velón de la mesilla y lo hice sin soltar el
revólver, a riesgo de pegarme un involuntario tiro durante la operación.
Entonces
le vi. Allí estaba. Plantado a los pies de la cama había un hermoso gato, negro
como el hollín, mirándome fijamente, con esa mirada fría y enigmática de
esquivo felino.
Respiré
hondo, sequé el sudor que me cubría, expulsé al maldito gato a zapatazos y,
tras formar en la puerta una barricada con todo lo que pude usar de la
habitación, pues tenía la cerradura rota y no había aldaba, me dispuse a
esperar que la luz del día borrara de mi mente el grotesco espectáculo que
había protagonizado. Al mismo tiempo, juré que jamás de los jamases pasaría
otra noche en aquella lúgubre casona.
Así
fue. A la mañana siguiente, tras una somera inspección, me di cuenta de que
hallar los caudales que Don Cecilio, o quizás sus guardeses, tuvieran escondidos,
me llevaría semanas, meses o tal vez años. Sobre todo contando con la falta de
colaboración, o la franca enemistad, de los siniestros sirvientes.
Al
final, di por perdido el presunto caudal, pues consideré una inútil pérdida de
tiempo su búsqueda.
Al mediodía,
me despedí de la triste pareja, monté mi caballo y lo puse al trote en
dirección a Turi.
Regresé
ese mismo día a Calama y allí otorgué poderes en la notaría a fin de que
liquidaran todos los bienes de Don Cecilio, incluida la ajada Hacienda Medinabeitia,
con la orden de enviarme a España el resultado de su gestión.
Unos
meses más tarde recibí una comunicación del Sr. Notario con la indicación de
que la venta de la Hacienda había resultado fallida por el nulo interés que
había despertado su posesión, ni siquiera a coste cero. En consecuencia,
solicitaba instrucciones sobre qué hacer con ella.
Contesté
con la instrucción de que realizaran los trámites necesarios para una donación
legal de la finca a los guardeses. Consideraba, por mi parte, que quizás ellos,
que habían cuidado a Don Cecilio hasta su muerte, eran los más adecuados y
merecedores para poseerla.
Casi
a vuelta de correo, recibí un cheque con el monto de la liquidación del resto
de la herencia, la cual, descontados impuestos, pago de retrasos, comisiones,
arbitrios, cancelación de alguna deuda y gastos varios, ascendía a la cifra de
127,56 dólares USA.
No
pude contener una sonora y continuada carcajada al contemplar en qué quedaba la
"enorme" herencia de mi desconocido tío de América. Fue así como acabó
mi rocambolesca aventura por las remotas y abruptas tierras andinas, episodio
más propio y merecedor de ser velado antes que difundido.