Era
una jornada de encuentro entre varios amigos que han conseguido mantener una
sólida amistad, a lo largo de más de 60 años, desde los infantiles tiempos del
colegio.
Habíamos
acordado reunirnos este año en Laspuña, un precioso pueblo del Sobrarbe, en el
norte de la provincia de Huesca, asentado en una altura, con su espalda apoyada
en el formidable farallón de la Peña Montañesa, mirando de frente a Sestrales,
Castillo Mayor y las nevadas cumbres de las tres Sorores, asomándose por encima
de las estribaciones de la Sierra de Sucas.
Nos
alojamos en Casa Sidora, una sencilla fonda de una estrella recomendada por uno
de los amigos. Pronto descubrimos que aquel pequeño establecimiento hotelero
era, en realidad, de una grandeza difícil de describir.
La
regenta y trabaja una familia entrañable que ofrece su producto con amable
simpatía, diligencia y delicadeza.
Las
habitaciones son sencillas, cómodas y pulcras. Disponen de bar y restaurante.
Solo cierran durante las Navidades.
El
restaurante es amplio, bien dispuesto, con un lateral acristalado que permite
gozar con el hermoso paisaje formado por los montes de enfrente antes citados.
Y la
cocina...¡Ah la cocina! Allí nos topamos con una auténtica maravilla. El
comensal encuentra una cocina casera, elaborada con delicadeza, amor e
ingredientes naturales y frescos: nada de latas, botes, precocinados o
congelados. Allí hallé los platos que cocinaba mi abuela, puestos al día con
algunos pequeños y primorosos detalles que los enriquecían.
Buenas y completas
las ensaladas. Equilibradas las migas, salpicadas de un chorizo excelente. Suaves
las sopas y ligeras las legumbres.
Perfectas
las chuletillas de cordero, acompañadas por unas sabrosas patatas a lo pobre y
adornadas con unas finas hebras de pimiento.
Apetitosas
croquetonas de carne, carne. Sin esconderla con un exceso de bechamel.
Un
bacalao inmenso, grueso de tres dedos, de láminas suaves, rociadas con una
ligera crema caramelizada.
El
conejo en su punto, listo para chuparse los dedos, sin recato ni vergüenza.
El
jabalí indescriptible. Cada bocado, tierno y gustoso, era como paladear un
pedazo de monte, en el que el tomillo se peleaba con otras hierbas aromáticas,
hasta conformar un auténtico perfume montañés, y convertir el montaraz alimento en una suave delicia.
Y
cuando parecía que nada podía superar a lo anteriormente servido, aparecieron
unas maravillosas carrilleras de ternera. No sé cómo estaban hechas. Ni me
importa. En su punto de guiso, se mostraban jugosas, tiernas, sabrosas y con
una fina textura que las hacían irresistibles. A estas alturas, no tengo por
qué exagerar, pero tampoco debo omitir que eran unas de las mejores carrilleras
que yo he comido.
No
voy a hablar de cantidades ni precios. Podría parecer una grosería después de
lo dicho. Solo un dato: Nadie de las diez personas que allí estábamos, pudo
acabar con lo servido.
Tampoco
quiero decirlo, pero si me obligaran a valorar esta fonda en su conjunto, no me
quedaría más remedio que dar un 10 a la relación calidad-precio.
Solo
me resta celebrar la suerte de haber conocido y gozado de las atenciones de
esta familia. Las agradezco con todo mi afecto y mi mayor entusiasmo.
Es una pasada. En mi próxima excursión no me la pierdo
ResponderEliminarY acertarás. ¡Seguro!
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