miércoles, 9 de julio de 2014

El Fantasma de Nadie. 2ª Parte

Capítulo  XXVI

 
Un fantasma sin nombre sobrevuela el cielo de Nueva York
 

En el Red Lion, un lujoso antro nocturno donde se consumía alcohol, sexo y droga a partes iguales, el ambiente se hallaba en pleno apogeo, animado por el estridente sonar de una machacona música rítmica, el resplandor de las innumerables luces que iluminaban el local, el brillo de los reflectantes y multicolores decorados, y la circense exhibición de una variada gama de sensuales danzas, realizadas por strippers de prodigiosa anatomía. Se completaba la lujuriosa escenografía con el servicio de unas hermosas y bien dotadas camareras en topless, que serpenteaban por entre las abarrotadas mesas con ágil contorneo, moviendo sonrientes y desinhibidas su singular anatomía, ante la admiración y requiebros de la eufórica y alumbrada clientela.

Era éste uno de los ocho clubes nocturnos que Franky Rossano mantenía estratégicamente situados en la ciudad de N. Y. y el más rentable. Estaba ubicado en el Bronx, junto a Melrose, donde el malvado capo almacenaba el producto de todos sus negocios sucios en aquel distrito, usándolo como eventual depósito bancario.

Estos cuantiosos fondos eran enviados con regularidad hasta su cuartel general en Little Italy mediante correos fuertemente protegidos por miembros de la banda, armados hasta los dientes con un auténtico arsenal. Desde este siniestro cubil, una potente e inexpugnable fortaleza, defendida por un ejército de pistoleros y una tupida red de informadores, Rossano movía los hilos del crimen organizado en la mayor parte de la gran ciudad y ejercía su canallesca labor en otras muchas, situadas a lo largo de la Costa Este de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, el fruto de sus fechorías afluía hasta aquel maligno lugar, de manera imparable, en forma de caudalosos ríos de dinero.

De repente, el tableteo ensordecedor de una ráfaga de metralleta barrió la acristalada barra del bar y acabó con la mayoría de las botellas que allí había, haciéndolas saltar en mil pedazos. El caos se apoderó del Red Lion y, en un instante, aquel bullicioso y despreocupado ambiente festivo se convirtió en un terrorífico tumulto de caídas, gritos y carreras.

Nuevas ráfagas de proyectiles, disparadas desde lugares desconocidos para los aterrorizados clientes, sobrevolaron sus cabezas, provocando que el desconcierto inicial se convirtiera en un auténtico maremágnum de agitación y pánico. Mientras tanto, los pistoleros del local intentaban desesperadamente imponerse a la confusión general, arma en mano, tratando de averiguar el origen del asalto para repelerlo.

Varios disparos fueron a impactar sobre la mesa que ocupaban cinco malencarados sujetos, que se apresuraron a buscar refugio entre las mesas y sofás más cercanos, mientras empuñaban sus armas y las apuntaban en todas direcciones, aprestándose a la defensa.

Pero en aquel tremendo desbarajuste, tampoco ellos conseguían apreciar de donde venían los disparos.

-¡Maldita sea! -grito uno de ellos- ¡Esto es una trampa de Rossano! ¡Tenemos que abrirnos paso a tiros hasta la salida!

Desde ese momento, se estableció un vivo intercambio de disparos entre los hombres del Red Lion y los pistoleros de la mesa atacada, produciéndose una nueva y formidable ensalada de tiros.

De pronto, cuando la situación comenzaba a tomar tintes de tragedia, todas las luces se apagaron. A pesar de que las detonaciones fueron espaciándose hasta llegar a cesar por completo, los gritos de la gente que, aterrada, buscaba desesperadamente la salida o era atropellada y pisoteada durante su alocada estampida, aumentó en intensidad y frecuencia hasta formar un ambiente infernal.

Cuando por fin, los hombres de Rossano lograron normalizar la situación del Red Lion, pleno de animado resplandor poco antes del ataque, un escenario desolador se presentó ante ellos. Mesas, sillas, platos, botellas y copas, junto a las más variadas prendas de los clientes, llenaban los suelos, esparcidos en completo desorden. Todavía algunos heridos yacían semiinconscientes sobre los damasquinados divanes o trataban de incorporarse del enmoquetado piso, aturdidos aun por los golpes y pateos recibidos en el tumulto.

-¡Cómo que habéis tenido un asalto! -gritó Rossano, a través del teléfono, al escuchar la noticia de lo sucedido en su club más querido por boca de uno de sus sicarios- ¡No, no! ¡No me digáis nada ahora! Marko va para allá con refuerzos. Explicadle lo que ha sucedido y limpiad bien todo aquello antes de que llegue la policía y encuentre lo que no debe.

Marko, uno de los lugartenientes de Rossano y el más siniestro y sanguinario de todos, entro en el Red Lion como una tromba, seguido por cuatro secuaces más.

-¡Qué demonios ha pasado aquí! -masculló el enviado de Rossano, encarándose a los hombres del Red Lion,

-Aun nos lo estamos preguntando -respondieron los matones del club, todavía desorientados-, pero algo ha tenido que ver en esto el capo Danny Grosseto. Cinco de sus hombres se hallaban en el local y, tan pronto sonaron las primeras detonaciones, se liaron a tiros con nosotros.

-Ese hijo de perra lleva tiempo tratando de meter su hocico en alguno de nuestros negocios. Estoy harto de decirle al jefe que debe cuidarse de este buey... Aunque esta vez se la ha buscado y lo pagará con creces.

-¿Pero, qué está haciendo Oscar? ¿Por dónde anda? -preguntó Marko, extrañado de que el encargado del club no se hubiera presentado ante él para darle a conocer los detalles del ataque.

-Lo siento Marko, pero Oscar ha desaparecido -respondió el sicario que parecía llevar la voz cantante- Poco antes de que comenzaran los tiros, subió al despacho y ya no lo volvimos a ver.

-¡Diablos! ¿Habéis mirado bien? No estará entre los heridos ¿eh?

Ante la negativa del hombre, subieron al despacho de Oscar. No había nadie. Una silla caída en el suelo, junto a varios papeles y carpetas, además de cierto desorden sobre la mesa, indicaban que allí había tenido lugar algún tipo de altercado.

Marko ordenó registrar el club de arriba abajo, hasta el último rincón del edificio. En un pequeño cuarto, destinado a archivo, apareció por fin el encargado, amordazado y atado de pies y manos como el arco de una morcilla calabresa. En su frente lucía un enorme chichón azulado del que manaba un hilillo de fluido sanguinolento que recorría su cara resbalando por su enrojecida nariz.

-¡Por todos los demonios! ¿Quién te ha hecho esto? -Exclamó Marko.

-Nadie -contestó abatido Oscar.

-¡Cómo que nadie! ¡Qué joder está pasando aquí! ¿Se te ha ido la bola o qué? -gritó Marko exasperado- ¡Explícate de una jodida vez!

-Te digo que nadie. Estaba preparando el envío de fondos de la semana cuando empezaron a ocurrir cosas muy raras. No había nadie en el despacho y, de pronto, esa pared de allí enfrente se movió. Me levanté asustado y, al mismo tiempo que esta silla caía al suelo, recibí un golpe en la frente que me dejó semiinconsciente. Casi sin conocimiento, noté que me ataban, pero allí seguía sin haber nadie.

-¡Me cago en tu alma, Oscar! ¿Qué historia me estás contando?

-Te juro por Nuestra Señora de la Falconara, que todo sucedió tal como te lo estoy diciendo. Y te digo más: lo que ha pasado me lo estaba temiendo desde que mandasteis al otro mundo a aquel soplón, en este mismo lugar, por meter la mano donde no debía. No se puede vivir en sitios donde has matado. Te arriesgas a sufrir la venganza de su espíritu errante. ¡Mirad, la caja está vacía y falta todo el dinero! ¡Esa es su venganza.!

-¡Joder, joder, joder! ¿Te imaginas qué va a decir Rossano cuando le cuentes esta historia? ¡La madre que te parió! No va a quedar títere con cabeza. ¿Has oído hablar de algún fantasma que ate a la gente y se lleve la pasta?









CAPÍTULO  XXVII 
Los hombres de Grosseto huyeron del Red Lion como alma que lleva el diablo, celebrando la suerte de haberlo conseguido con solo pequeños rasguños y convencidos, al mismo tiempo, de haber sido objeto de una traicionera trampa urdida por el capo Rossano.

A Tony Capello, uno de los lugartenientes de Grosseto y encargado de sus negocios en New York, le faltó tiempo para comunicar los hechos a su jefe, que se encontraba en la sede central de la banda, en Philadelphia.

-¿Cómo ha ido la reunión? -preguntó Grosseto, en cuanto recibió la llamada de Tony.
Desde que recibió la invitación de Rossano para hablar de negocios, a través de un sospechoso e-mail, en el que precisaba lugar, día y hora, Danny se hallaba expectante, con sus orejas de lobo estepario bien tiesas, cavilando sobre la proposición de su rival y las verdaderas intenciones que le habían movido a organizar aquel encuentro. A última hora, decidió enviar a Tony Capello en su lugar, protegido por cuatro de sus hombres, en previsión de alguna desagradable sorpresa.

-Era una trampa, jefe, y hemos salido de ella de puro milagro. Tenía razón cuando nos advirtió que tuviéramos cuidado.


-Bueno, esto tenía que llegar. Rossano ha decidido declararnos la guerra y la va a tener como no imagina. Él es más fuerte allí, pero también está más expuesto, debido a su mayor volumen de negocio. Es hora de estar vigilantes. Debemos replegarnos y hacernos fuertes en los lugares de mejor defensa para estudiar sus puntos débiles. Le daremos fuerte en donde produzcamos más daño. El próximo golpe corre de nuestra cuenta.


Grosseto dominaba el delito organizado en varios Estados del centro de EE. UU, aunque sus negocios más rentables se hallaban en Pensilvania, distribuidos entre su capital, Harrisburg, y Philadelphia. En el South Philly de esta última ciudad, donde habitaba el mayor núcleo de población italiana de la nación, después de N. Y., reinaba Grosseto, sin competencia ni nadie que osara hacerle frente.


Había modernizado sus estructuras, al estilo de la Camorra napolitana, y se servía de una tupida red de colaboradores, muchos de ellos sin sospechar que trabajaban para la mafia, en todos los estamentos del Estado. Esta estrategia le permitía licitar con ventaja en los proyectos de construcción, obras públicas, transportes, basuras y residuos tóxicos.


Sin embargo, desde la llegada de la profunda crisis económica de 2008, el transporte, la construcción y las obras públicas habían sufrido una notable reducción en su volumen de negocio, por lo que el astuto capo trataba de intervenir con nuevos negocios en otros Estados de la Unión.


Como el norte, con Chicago y Detroit, y el sur, con Nueva Orleans y Miami eran territorios prohibidos al estar ocupados por bandas de excepcional poderío, Grosseto decidió intervenir en la cercana ciudad de N. Y. con la esperanza de que la enorme dimensión de la urbe enmascarara su labor, hasta lograr un asentamiento potente y consolidado.


Además necesitaba hacerse con urgencia de lavanderías -así llamados los lugares donde se blanqueaba el dinero negro- en un lugar mayor y menos expuesto que Philadelphia. A tal fin, había ido adquiriendo algunos bares, heladerías, pequeños restaurantes y hoteles, estratégicamente asentados en la periferia de la Gran Manzana, tras situar su central de operaciones en un modesto Night-club, el Black Pearl, en Mamaroneck Ave. En aquel lugar, Grosseto había colocado a Tony Capello al frente de su nuevo tinglado.


Pero Rossano ya había detectado la intrusa actividad de los hombres de Grosseto y los tenía bajo estrecha vigilancia, dentro del punto de mira de sus armas. El desconcertante e inesperado asalto y robo del Red Lion había provocado en el todo poderoso capo toda clase de sensaciones, desde alarma y recelo, hasta rabia e incontenibles deseos de venganza.


Al mismo tiempo, también en Macdonall St. de Hempstead se estaba produciendo una animada y esclarecedora conversación sobre los sucesos acaecidos en el Red Lion.


-¡Ja, ja, ja! -reía con ganas Margaret- Esta vez nos hemos divertido a lo grande ¿eh Bob?


-Apuesta todo tu dinero al sí -asintió Bryant- En toda mi puñetera vida de agente especial, jamás había intervenido en algo tan cómico, desbaratado y esperpéntico. ¡Qué gozada! Fue un desconcierto total: nadie sabía lo que estaba ocurriendo y, menos aun, de dónde venían los tiros. Desde luego, estos equipos de ocultación de William son una maravilla. ¡Vaya logro! Lástima que no le dieran tiempo para utilizarlos.


-Nosotros lo haremos por él -afirmó decidida Margaret, aunque en seguida continuó su charla con un tono de voz algo menos rotundo- El caso es que, en cuanto entré en el despacho del encargado del local, tuve la impresión de que me veía. Giró su mirada hacia mí y puso unos ojos como platos. Fue como si viera llegar a un fantasma.


-No, no te pudo ver. Él notó esa ligera distorsión de la imagen que se produce en el holograma con nuestro movimiento. Sobre todo a tan corta distancia. Pero seguro que todavía se está preguntando qué es lo que vio. Y...¡oye! me acabas de dar una idea genial: con lo supersticiosos que son estos latinos y un poco de arte, bien podríamos pasar por fantasmas.


-¿Estás de broma? ¡Vaya ocurrencia! Tengo la impresión de que la juerga de tiros de hoy han despertado en ti algún escondido y olvidado deseo de diversión. Recuerda que estamos metidos en un asunto muy serio y nos enfrentamos a gente muy peligrosa, que no suele andarse con bromas a la hora de resolver sus problemas por la vía rápida.


-Todo eso es cierto, pero ahora mismo gozamos de una posición estratégica envidiable. La jugada de enfrentar a los dos clanes nos ha salido perfecta y así hemos logrado encender la mecha de una dura y explosiva guerra de desgaste que nos evita cargar con el penoso trabajo de hacer sangre. Sin embargo, necesitaremos seguir interviniendo para mantener el actual desconcierto y, al mismo tiempo, debemos evitar que puedan identificarnos.


-¿Y pretendes que ese papel lo asuma tu "fantasma"?


-¡Correcto! -afirmó Bob Bryant, rotundo- Te repito que esta gente es capaz de creer en cualquier cosa. Son tan supersticiosos e imaginativos que cuanto más extraño sea un suceso, más inclinados están en creer en su origen sobrenatural. Te lo aseguro: con nuestros equipos y un poco de teatro por nuestra parte, podemos llevar a cabo nuestro plan de castigo a Rossano a la perfección y, de paso, divertirnos como nadie.


-Me acabas de convencer -concedió Margaret, dando fin a la discusión.


Durante el resto del día, ambos amigos emplearon su tiempo en planear el próximo paso en su lucha contra el sanguinario capo, responsable del infame asesinato del hijo de Margaret, Joe Foster, más conocido como Christopher Keane y, también, como Joan Cockoyster.


Era tarde ya, cuando sonó la alarma instalada en el sótano donde tenían recluido a Homer, el siniestro sicario del general O´Connell.


-¡Vaya, el pájaro ha decidido cantar! -exclamo Bob- Avisa a Pieterf.





CAPÍTULO  XXVIII

 


-¡Bueno, bueno, amiguito! Por fin te has decidido a cantar. Me alegro, has tomado una sabia decisión -rompió así Pieterf el silencio que inundaba el lóbrego recinto, donde un Homer, semi desfallecido, hambriento, cercano a la deshidratación, enflaquecido, maloliente y mostrando un aspecto general lamentable, había resistido una semana entera, colgado de un gancho del techo por las muñecas, con un mínimo apoyo de sus pies en el suelo.


Ante el prisionero se hallaba Pieterf, a cara descubierta y despojado del disfraz -uno de los mejores entre los muchos que poseía, por cierto- con el que había dado caza a Homer. A su lado, presenciaban la escena Bob y Margaret, encapuchados ambos por recomendación de Pieterf.


-¡Eres tú, hijo de la gran zorra! -gritó Homer al reconocer a Pieterf.


-¡Claro! ¿Qué esperabas? ¿Pensabas que era fácil librarte de mí? Deberías haber echado una ojeada a mi expediente antes de intentar acabar conmigo. Lo que me extraña es que el cerdo de tu jefe no te haya informado del peligro que encierra acosarme. Eso me pone de muy mal humor y cuando yo me enfado mis enemigos corren el riesgo de acabar muy mal.


-Yo solo era un mandado que debía cumplir las órdenes del general -se justificó Homer, algo más amansado.


-Bien, pues ahora vas a cumplir las mías. Cuéntame todos los planes de O´Connell y las acciones delictivas que haya ordenado, y tú conozcas, desde la A a la Z.


-Sí, claro ¿Y qué voy a ganar yo con eso? -preguntó Homer, mostrando un último rasgo de su perdida arrogancia.


-Tu asqueroso pellejo -contestó Pieterf, escupiendo sus palabras, para hacer bien patente el desprecio que sentía por aquel mal bicho- Mira, de la cárcel no te salva nadie, pero si colaboras puede que hagamos la vista gorda en alguno de tus delitos y te libres de la perpetua. Pero, allá tú. Ya has conocido en esta semana lo qué te espera si te niegas.


Convencido Homer de haber perdido aquella partida, sin ninguna carta más que jugar, ni esperanza de recibir ayuda exterior, rindió por entero su voluntad a sus captores y durante dos largas horas estuvo vomitando los oscuros e inmundos tejemanejes de su infame jefe. Hecho esto, permitieron que se adecentara algo y, tras proporcionarle comida y bebida, le facilitaron un sencillo catre, donde acostarse bien amarrado a él, mediante seguros grilletes y fuertes cadenas


Más tarde, Pieterf, Margaret y Bob discutían los resultados de la sesión.


-¿Estáis seguros de que este bestia estará de acuerdo en ir a la Corte para declarar? -preguntó Margaret.


-Su declaración no es suficiente -aseguró Bob- Deberemos encontrar pruebas que confirmen su testimonio. Sin ellas es inútil presentarlo a la fiscalía, pero una vez que las obtengamos no le quedará más remedio que declarar contra su jefe. Será su única oportunidad de salvar la piel.


-Sin duda -asintió Pieterf-. Lo malo es que esas pruebas se encuentran en la sede del SSD en Grymes Hill. Para hacernos con ellas tendríamos que asaltar sus oficinas y eso no es asunto fácil. La anticuada apariencia del edificio envuelve y oculta a un moderno y sofisticado complejo de estancias, corredores, elevadores y despachos, fuertemente protegidos con las últimas técnicas de vigilancia.


-Pero tú conoces bien todo eso -insinuó Margaret-, algo se te ocurrirá para poder entrar allí.


-No sé...Lo ideal sería acudir de noche y reducir a los vigilantes, pero aun así no dispondríamos de las claves de entrada a los departamentos y despachos. Las de Homer no sirven. Habrán sido desactivadas al hallarse desaparecido y de las mías para qué contaros. Además, por lo que yo sé y  Homer ha confirmado, la información sensible o clasificada se encuentra en la cámara acorazada instalada en el despacho de O´Connell y recuerdo que éste se ufanaba de que no había hombre en la tierra capaz de abrir su caja fuerte.


-¿Y no habría modo de desconectar los módulos de apertura y cierre de comunicación interior? -preguntó Bob, al que no le eran extrañas situaciones como esta, debido a sus muchos años de intenso servicio como agente especial del gobierno.
-¡Uff! -resopló Pieterf- La seguridad en las puertas de los departamentos, ascensores y despachos está establecida mediante la combinación de teclados, tarjetas magnéticas y lectores de huellas digitales en uno o los cinco dedos, según los distintos niveles de protección requeridos. Todo esto está complementado con varios sistemas de alarma operados por sensores térmicos, de movimiento, electrónicos contra la manipulación de los aparatos, cámaras y rayos laser.
-¡Vamos, dilo de una vez! -exclamó Margaret- Es imposible entrar allí ¿no?
-No diré tanto. Imposible es una palabra que no me gusta, aunque hay que reconocer que es una misión muy complicada. Sin embargo, tenemos que idear la forma de hacerlo. Sin conseguir pruebas sólidas que incriminen al general y a sus poderosos compinches, de nada nos sirve este animal de Homer. Dejadme unos días para pensar en algo viable. Luego hablamos.
En cuanto Pieterf abandonó la casa de Bob, este no perdió tiempo en comunicar a Margaret las negativas  sensaciones que había percibido  durante la anterior conversación. En  realidad, seguía manteniendo un cierto resquemor o desconfianza hacia él, alimentado más por los celos que le producía la impresión  personal de un presunto y progresivo acercamiento afectivo entre Margaret y Pieterf, que por cualquier otra causa real
-Sospecho que Pieterf no está por la labor de asaltar la sede de la SSD.
-¿Por qué dices eso? -replicó Margaret, sorprendida- No me parece que sea el tipo de hombre que se arrugue ante cualquier dificultad.
-Llámalo intuición, si quieres, pero esa fue la impresión que saqué al oírle acumular tantas trabas y dificultades en la descripción que hizo de las oficinas del SSD.
-Mira Bob, conozco a los hombres mejor que nadie y te aseguro que si no asaltamos el cubil de O'Connell, será porque tiene un plan mejor, no porque no se atreva. Así que esperaremos sus propuestas tal como hemos acordado.
-Como quieras, pero ya verás como ese trabajo acabaremos por tener que hacerlo tú y yo -termino así la discusión Bob, que no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.
Al día siguiente, las noticias de la mañana en la NYC TV daban cuenta de un enfrentamiento armado entre dos bandas rivales en el Distrito 5º. Tres muertos y cuatro heridos de diversa gravedad había sido el resultado de la pelea.
Informaciones posteriores obtenidas por Bob Bryan entre sus amplios  contactos, tanto en la policía como en los bajos fondos, les dieron a conocer los detalles de la refriega.
Varios pistoleros de Danny Grosseto habían tendido una emboscada a un transporte de dinero sucio, cuando se dirigía al cuartel general de Franky Rossano en Little Italia. Tanto los muertos, como los heridos, eran gente de Rossano. Los hombres de Grosseto habían desaparecido tras apoderarse del botín, sin que se conocieran sus bajas, en el caso de que las hubieran tenido.
-Nuestro trabajo comienza a dar sus frutos. ¡Ojala no quede ni rastro de esa gentuza en la ciudad! -exclamó complacido Bob, al tiempo que, a su lado, Margaret asentía.
 
CAPÍTULO  XXIX
 
 

El comisario Casado revisaba, aburrido, expediente tras expediente con tediosa parsimonia. Desde que Rodríguez abandonó el cuerpo, aquella comisaría ya no era la misma. Le faltaba la sal y pimienta que su buen subalterno imprimía en el cotidiano desempeño detectivesco, sin que nunca faltaran en sus acciones el desenfado, la gracia y el acierto que le caracterizaban. Echaba en falta, sobre todo, su inagotable y contagioso  buen humor, cualidad escasa en aquellas severas y adustas estancias de la comisaría
No era extraño, por consiguiente, que el comisario recibiera con agrado el anuncio de la visita de Rodríguez.
-¡Coño Rodríguez, dichosos los ojos! -exclamó, al tiempo que estrechaba su mano con verdadera efusión y afecto-  Pero, siéntese hombre y dígame: ¿Qué es de su vida?
-Pues por allí andamos, jefe -para él, el comisario Casado sería siempre su jefe-, haciendo lo que se puede -contestó, alargando un brazo para dejar al alcance del comisario una tarjeta de visita.
El comisario la tomó y pudo leer:
Agencia Rohen
Luis Rodríguez y Helen MacAdden
Detectives privados
(Direcciones y teléfonos)

 



-¡Estupendo! ¡Cuánto me alegro! Pero oye, esta tal Helen...no será tu enlace en Nueva York ¿eh?




-En efecto, jefe: la misma que viste y calza. Vino de vacaciones a verme y le gustó tanto España que decidió quedarse...Entre nosotros, y sin presunción por mi parte, le diré que también yo algo tuve que ver en su decisión.




-¡Ja, Ja! -rió de buena gana el comisario- de eso tampoco yo tengo la menor duda. Pero, cuéntame cómo fue que montasteis este negocio y qué tal os va.




-Pues todo vino rodado. Helen es una excelente detective y yo...¡pa qué decirle! Ya me conoce. El caso es que hablamos, discutimos y después de pensarlo mucho, nos establecimos. Sopesamos  las opciones de hacerlo en los EE.UU o en España y por fin decidimos abrir la agencia en Madrid. De momento el negocio nos va bien aquí. No sé...quizás más adelante hagamos una prueba en América, pero por el momento estamos contentos de cómo se va desarrollando el negocio en España.




-Muy bien, Rodríguez, aunque tendrás que advertir a tu socia que aquí las cosas de la profesión son bastante diferentes a las de su país. Por cierto, noto que vas armado. Ten mucho cuidado con soltar un tiro porque te puedes meter en un lío enorme.




-¡Qué me va a contar, jefe! En este puñetero país las armas solo están bien vistas en las manos de los bandidos. Y la gente decente que se fastidie y quede a su merced. Pero no se preocupe: tengo licencia de armas, aunque ésta -dijo mostrándola- es simulada, solo para impresionar




-Haces bien. Pero dime ¿qué clase de clientes tienes?




-De todo un poco. Trabajamos mucho con las compañías de seguros, bancos, laborales, e informes personales. Nada importante. Pero escuche jefe, si Vd. tiene algún caso que le trae de coronilla, llámeme que yo se lo resuelvo.




-¡Ay Rodríguez! Si mis jefes se enteran que he dado un caso a una agencia privada, me echan de aquí a patadas. Dirían: ¡Privatizar un servicio público como este! ¡A dónde vamos a parar!




-¡Ah, no! Eso sería entre Vd. y yo. A los demás les pueden dar mucho por donde Vd. ya sabe. No, no. Mire, de verdad, con toda confianza, en cuanto tenga un caso que le escueza, me llama que yo le ayudo a resolverlo.




-Bueno, bueno. agradezco tu ofrecimiento. Lo que me extraña que no te hayas decidido a marchar a Nueva York, con lo bien que te lo pasaste allí.




-Pues mire jefe, tentaciones no faltaron, pero la verdad es que como en España no se vive en ningún sitio, a pesar de que haya tantos hijos de mala madre que traten de estropearla. Esta mañana, sin ir más lejos, pasaba por delante de "El Brillante" de Atocha y se me ha ocurrido entrar. Me he arreado un bocata de calamares que no se lo salta un gitano ¡Divino, oiga: una gozada! ¡Cosas como estas, de verdad, no las hay en el mundo entero! Y no le cuento el gustazo que se dio Helen, hace poco, ante el maravilloso espectáculo de un monumental cocido de tres vuelcos en "La Taberna". Se puso como el hijo del esquilador de mi pueblo.




Rodríguez y su antiguo jefe continuaron con su animada charla durante una hora, bien cumplida, antes de afrontar la inevitable despedida. Lo hicieron con la misma efusión e idéntico afecto con que se saludaron en su reencuentro. Quizás el caprichoso destino les obligue a unirse de nuevo en algún futuro episodio, atrapados ambos en el misterio de un enrevesado y peligroso lance. ¿Quién sabe...?




Mientras, New York ardía a causa de una cruenta guerra entre clanes del crimen.




Franky Rossano se hallaba a punto de reventar de ira, tras recibir la noticia del asalto a su transporte de dinero. Era el segundo ataque directo que recibía, antes de darle tiempo a dar adecuada respuesta al primero, y algo así no le había sucedido nunca en su larga vida de matón. Franky se había encumbrado en el oscuro mundo de la prostitución, la droga y el juego, apoyándose en la fuerza bruta, la represión más sanguinaria y el crimen,  mucho más que en otras cualidades más sutiles, como la astucia o la inteligencia, habilidades de las que andaba bastante escaso.
Su fiel compinche y lugarteniente Marko no le iba a la zaga, en cuanto a crueldad y salvajismo.
-Jefe, no podemos dejar sin castigo este nuevo ataque de los hombres de Grosseto. Y tenemos que hacerlo ya, sin pérdida de tiempo, si queremos que se nos respete.
-¡Maldita sea tu estampa, Marko! ¡Solo me faltas tú para encenderme aun más! -gritó Rossano- ¡Pero estás seguro de que todo esto es obra de Grosseto!
-¿Quién si no? Aquí ya no queda nadie más que pueda hacernos sombra.
-¡Joder, joder! ¡No, joder! En el Red Lion, la mayor parte de los disparos partieron de los balconcillos de arriba y los hombres de Grosseto se hallaban en las mesas de abajo. ¡Te dije que investigaras ese asunto del fantasma que vio Oscar!
-Mire jefe, hay que dejarse de historias. Estoy seguro que todo esto es cosa de Grosseto. Lo primero es acabar con estos hijos de perra y luego ya se verá.
A Marko le costó muy poco convencer a Franky para organizar una expedición de castigo al cubil de Grosseto en New York: el Night-club The Black Pearl, en Mamaroneck, regentado por Tony Capelo.
Sin embargo, en este caso, la fuerza bruta no iba a ser suficiente. La oronda figura de Grosseto -era poseedor de una hermosa panza que hacía buen honor a su nombre- enmascaraba a una personalidad colmada de astucia, viveza e ingenio, que le habían conducido a moverse con soltura por entre las intrincadas sendas de los negocios al margen de la ley, o en su frontera, hasta llegar a dominarlos. Y su acólito Capelo era un alumno muy aventajado. 
    


CAPÍTULO  XXX
 
Cuatro potentes y veloces automóviles partieron de Little Italy y enfilaron la FDR Drive. Estaban ocupados por los doce pistoleros más fieros y sanguinarios del capo Rossano, además de los cuatro conductores y su lugarteniente Marko al mando.
Llegados al Bronx, tomaron la Bronx River Pkwy que habría de conducirles, directamente, hasta White Plains, donde Grosseto había instalado su central neoyorkina de negocios: el Night-club The Black Pearl, en el 107 de Mamaroneck.
El astuto Danny Grosseto no había elegido este local al azar. Muy al contrario, lo había seleccionado en una zona muy próxima a los límites de los Estados de New Yersey y de Connecticut. Esta situación le proporcionaba un buen escape, en caso de necesidad, además de una aceptable conexión con Philadelphia, a través de la Interestatal 95, una ruta segura, rápida y discreta.
Era temprano, las siete de la mañana, cuando la tropa de Marko llegó a las inmediaciones del Black Pearl. Era una buena hora para sorprender a los sicarios de Capelo, uno de los lugartenientes de Grosseto y el encargado de sus negocios en la ciudad de los rascacielos. En aquel momento las puertas de servicio se abrirían al personal de limpieza, mientras que los pistoleros de guardia estarían desperezándose. El resto continuaría durmiendo aun, arrullados por el exceso de alcohol en su cuerpo, debido a los reiterados tragos ingeridos durante su bronca labor de vigilancia y mantenimiento del orden, en las locas noches del Night-club. Además, habría que añadir, sin duda, el probable sueño perdido en atender los favores de una o varias de las golfas que revoloteaban por el local.
El Pearl disponía de un amplio parquin en una plazoleta interior, pero su entrada y salida se realizaban por un mismo estrecho callejón lateral, muy fácil de bloquear, por lo que decidieron dejar los coches aparcados en las dos calles trasversales anteriores al club, por seguridad y para no llamar la atención: dos en Martine Ave. y otros dos en Michel Pl.
Hecho esto, los trece hombres se fueron acercando al local enemigo  en grupos de dos o tres individuos, con precaución y sigilo, tratando de pasar inadvertidos, tanto a los hombres del club como a los transeúntes. Aunque estos, en aquella hora y dado lo alejado del lugar, con muy pocas casas de vecinos, eran escasos o inexistentes en la práctica.
Dos de los asaltantes se colaron con rapidez por una estrecha puerta de servicio que permanecía abierta del todo. No tardaron en aparecer para indicar que habían encontrado vía libre y, en cuanto vieron la señal,  los restantes miembros de la banda descubrieron sus armas y se introdujeron en el edificio con la ferocidad y virulencia de fieras sedientas de sangre.
Aquella entrada conducía a tres puertas, a través de un estrecho pasillo. Dos de ellas estaban cerradas y daban acceso a la bodega y a la cocina, lugares donde la actividad comenzaría mucho más tarde. Con toda seguridad, no antes del mediodía. La tercera comunicaba con un amplio y alargado hall, donde estaba situado el guardarropa y un pequeño puesto para la venta de tabaco, algunos complementos para fumadores y unos cuantos objetos variados para recuerdo de turistas. En él se hallaba la puerta principal, adornada con abundante neón multicolor, que en ese preciso momento se encontraba cerrada y con sus llamativas luces apagadas. Al fondo, otra amplia puerta de batientes daba paso al salón principal.
Ya en el salón, una escalera descendía hacia el sótano, donde se hallaba instalada una discoteca con pista de baile, bar, algunas mesas y varios reservados. Otra escalera ascendía hasta la planta superior. En ella se encontraba la dirección del local y las habitaciones de los empleados, además de algunas otras estancias destinadas a distintos usos para el mantenimiento y adecuado funcionamiento del local.
Rossano había enviado varios hombres a espiar el Black Pearl la noche anterior, con el fin de conocer con detalle la distribución del local. Había que pillar desprevenidos a aquellos hijos de perra, condición primordial para conseguir dar el escarmiento que merecía el traidor y descarado  Grosseto y frenar su atrevimiento, de manera tal, que nunca jamás lo pudiera olvidar.
Sus secuaces, con Marko a la cabeza, se deslizaron con sigilo por el hall. Dos de ellos quedaron guardando la pequeña puerta de entrada, mientras otros dos se apostaron en la puerta de batientes que conducía al salón principal. Los nueve restantes se fueron introduciendo en él, portando  potentes linternas con las que alumbrarse, en busca de los previsibles pistoleros de guardia, para neutralizarlos y acceder, sin ruido, a la planta superior donde acabar con el resto de la banda.
Avanzaban despacio, silenciosos y con extrema cautela por entre unas cuantas mesas que rodeaban a un escenario lateral, cuidando de no tropezar con ningún obstáculo que pudiera alarmar a sus contrincantes.
Se hallaban ya en el centro de la extensa sala, cuando, de pronto, varios potentes focos se encendieron a la vez, convergiendo sus deslumbrantes luces sobre los asaltantes. Al mismo tiempo, una nube de proyectiles cayó sobre ellos, provocando un infernal estruendo con el estampido de sus detonaciones, portadoras de un aterrador mensaje de muerte.
Con la primera descarga, 4 ó 5 intrusos cayeron al suelo muertos o heridos de gravedad. El resto trató de hallar, con frenética desesperación, algún cobijo que les protegiera de aquella implacable ensalada de tiros.
Pero no era tarea fácil. Tony Capelo, tan astuto o más que su jefe Grosseto, sabía que los hombres de Rossano vendrían a por él y tenía preparado el lugar del encuentro con esmerado detalle. Había permitido la llegada de los asaltantes hasta el lugar dispuesto para la encerrona y allí, en el salón, instaló cuatro potentes focos para cegarles, mientras sus hombres, parapetados, les esperaban con sus armas automáticas listas. Además, había ordenado retirar la mayor parte del mobiliario, dejando solo el imprescindible para no levantar sospechas entre los asaltantes.
-¡Disparad a los focos! -ordenó Marko a sus hombres, con un potente grito.
Poco caso pudieron hacerle. Los disparos llegaban desde todas direcciones y, aquellos que habían logrado parapetarse detrás de alguna mesa, notaban tan cerca el roce de las balas, que estaban obligados a pegarse al suelo como lapas y agachar la cabeza contra él, al tiempo que trataban de protegerla con sus brazos.
Era un esfuerzo inútil. Uno a uno fueron cayendo muertos o malheridos. Solo Marko quiso vender cara su vida. Dio un salto fuera de la somera protección donde había hallado refugio y, dando un poderoso rugido, se lanzó a ciegas contra los pistoleros que tenía en frente. Disparaba como enloquecido su metralleta, mientras avanzaba con el ímpetu y la fiereza de un toro de lidia. Consiguió llegar hasta escasos metros de donde estaban parapetados sus enemigos, pero allí cayó acribillado a balazos.
Los cuatro pistoleros que habían quedado protegiendo la retirada de los suyos en las puertas fueron atacados por varios hombres de Capelo, que surgieron de improviso por las otras dos puertas que habían hallado cerradas. Solo uno de ellos pudo eludir la agresión. A pesar de estar herido, corrió hacia los coches aparcados en Michel Pl., perseguido por dos contrarios. Estos llegaron antes de que pudieran escapar y acabaron a tiros con el herido y los dos chóferes.
Los dos conductores que esperaban en Martine Ave., al oír los disparos tan cerca y no ver aparecer a ninguno de los suyos, pusieron los coches en marcha y salieron de aquel lugar a todo el gas que daban sus máquinas. Rossano supo por ellos del nefasto resultado de aquella malograda incursión. En ella había perdido a sus mejores hombres.
Bob conoció la terrible contienda y el luctuoso resultado al finalizar la mañana de ese mismo día y le faltó tiempo para llamar a Margaret.
-Ha llegado el momento de que intervengamos también nosotros -dijo Bob, después de informar a Margaret con el mayor detalle que pudo.

 CAPÍTULO  XXXI
Bob Bryan regresó a toda prisa al refugio de Hempstead, donde esperaba Margaret. Tan pronto llegó a la casa, ella le apremió para que detallara su propuesta de intervenir contra Rossano.
-¡Por fin! Estaba deseando  entrar en acción de nuevo. Pero dime: ¿Qué propones?
-Vamos a dar un buen susto a ese bestia de Rossano. Es el momento ideal para aprovechar su merma de efectivos y sacar partido a su desastre en el Black Pearl. Hoy es nuestro día. Nunca será más vulnerable.
-De acuerdo -asintió Margaret- ¿Cuándo vamos a por él?
-Ahora mismo, antes de que se reponga del descalabro de esta mañana. Revisamos a fondo los equipos de ocultación y nos largamos para allá a continuación.
Rossano se hallaba en una amplia, aunque algo destartalada, estancia de su cubil en Little Italy, en la que tenía instalado algo parecido a un despacho, uso que compartía con alguna que otra inconfesable actividad. A pesar de que disponía de una gran mansión en Sands Point, cerca de Port Washington, en Long Island, lugar donde residía gran parte de la gente con mayor fortuna de N.Y., era allí, en aquel abigarrado barrio, donde se sentía más a gusto y seguro.
Era su barrio, el lugar donde nació, protagonizó sus primeras pillerías y donde creció hasta llegar a reinar, con absoluto dominio, sobre las vidas y haciendas de sus habitantes. Gozaba con el ejercicio de aquel ilimitado poderío que le permitía experimentar una sensación tan intensamente embriagadora, como ninguna otra. No era mucho menor el placer que sentía al manejar con mano dura sus criminales negocios, empleándose con la misma férrea determinación del capitán de barco que dirige su arbolado navío, desafiando huracanes, bajíos, escollos y encalmadas, sin trabas que le frenaran, ni arredro por el daños sin cuento que ocasionaba.
Caminaba a grandes pasos por la habitación, nervioso y sofocado, hablando por teléfono a grandes voces, adornadas de gruesos improperios y airados aspavientos. La fallida expedición de castigo contra Grosseto le había dejado sin sus mejores hombres y trataba de reclutar nuevos pistoleros entre las "sucursales" de la Costa Este. Debía reforzar su tropa en la ciudad, a la mayor brevedad, antes de que aquel gordo del demonio intentara  golpearle de nuevo, aprovechando su actual debilidad.
De vez en cuando, empleaba el corto tiempo entre llamada y llamada para secarse el sudor de su frente y cuello, mediante bruscos y apresurados gestos, con el inmaculado pañuelo blanco asomado al bolsillo superior del impecable traje que vestía, demasiado ajustado para resultar elegante.
Justo en el preciso momento, en el que Rossano alzaba, acalorado, sus voces más gruesas y una catarata de improperios caía sobre su interlocutor telefónico, tal vez por haberle contrapuesto algún "pero" a su demanda, algo muy extraño sucedió en aquella habitación.
De improviso, la base del inalámbrico que estaba usando salió disparado de la mesa en la que se asentaba y fue a estrellarse contra la pared de enfrente. La comunicación se interrumpió al hacerse añicos el aparato en cuestión.
-¡Pero que jo...! -el desconcierto impidió a Rossano concluir la frase.
Se acercó, indeciso, hasta donde habían quedado los restos de su flamante artefacto -el más caro que había en el mercado- y quedó allí, durante unos segundos, contemplándolos sin entender nada de lo que había sucedido.
En esa actitud se hallaba, cuando algo parecido a un velo le rozó el cogote. Se volvió, sobresaltado, pero allí no había nada ni nadie.
Su corazón, que ya había alterado su ritmo a causa de las anteriores broncas, comenzó a latir fuerte en sus sienes. Se dirigió hacia la mesa escritorio e, instintivamente, abrió el cajón donde guardaba una reluciente pistola automática. La empuñó, pero volvió a dejarla en el cajón. ¡Qué podía hacer con ella, si no había nadie en la estancia!
De pronto, unos toscos trazos de pintura roja, que asemejaba sangre, fueron apareciendo misteriosamente en la pared que había frente a él, hasta componer la palabra MURDERER.
Ahora sí. Aterrado, echó mano a la pistola y dio un salto atrás, haciendo caer la silla al suelo, mientras apuntaba su arma en todas direcciones. Duró poco en su mano. Un fuerte golpe en ella le obligó a soltarla, arrancándole, a su vez, un grito de dolor.
-¡Maldita sea! ¡Quién eres y qué diablos quieres de mí! -exclamó Rossano, al sospechar que aquellos misteriosos hechos estaban provocados por un mismo extraño ser, de índole sobrenatural y quizás de otro mundo.
En la misma pared, con idénticos trazos e igual pintura, fue apareciendo, letra a letra, este otro mensaje: REMEMBER CHRISTOPHER KEANE
Era ese el falso nombre que Joe Foster, el asesinado hijo de Margaret, usaba en New York.
Difícil recordar en ese momento a uno de los muchos tipos que había hecho matar, además de tantos otros que él mismo envió al otro barrio, pero una inmediata y copiosa corriente de adrenalina le ayudó a evocar la ejecución de aquel jovenzuelo que se pasó de listo y trató de engañarle.
No había duda. Se trataba de la misma ánima errante que presintió Oscar, el encargado del Red Lion. Ahora venía a por él con la intención de vengar su muerte.
Pero ¿por qué? -su cerebro trabajaba a la máxima presión y actividad- Sí, le había hecho matar, pero él se hizo merecedor de aquel castigo por su deslealtad y exceso de ambición. Además había sido una muerte rápida, sin causarle el más mínimo sufrimiento. ¿Qué podía tener este hombre contra él, para que quisiera vengarse, cuando no lo habían hecho ninguna de sus otras muchas víctimas?
Estos pensamientos le ocuparon apenas un par de segundos, porque, de repente, un chorro de pintura roja, la misma con la que se escribieron los dos rótulos y con su mismo aspecto de sangre humana, cayó sobre su pecho. Apareció de ningún sitio, de la nada, como por una aparente generación espontanea. Cubrió por completo la pechera de su traje, le salpicó el rostro y fue escurriéndose hasta caer goteando al suelo.
Horrorizado, trató de pedir auxilio a grandes voces, pero estas se quebraban en su garganta, atenazada por el terror que sentía, y no pudieron ser oídas por sus hombres. Y si las escucharon no hicieron caso. No era extraño. Durante toda la tarde, Rossano había estado dando gritos por teléfono y sus sicarios sabían muy bien que, cuando su jefe levantaba la voz de aquella manera, la prudencia aconsejaba guardar la mayor distancia posible con él.
Intentaba dirigirse hacia la puerta del despacho para huir por ella, cuando sintió como si un acerado puño le estrujara el pecho y un vivísimo e insoportable dolor se instaló en él. El espanto se adueñó de su rostro. Sus ojos se agrandaron hasta alcanzar un desmesurado tamaño y abrió su boca tanto como pudo, en un desesperado intento de aspirar el aire que faltaba en sus pulmones. Todavía trastabilló unos pasos en dirección a la puerta. Por fin, tras producir un ronco estertor de moribundo, dobló sus rodillas y cayó al suelo fulminado.
-¡Oye, este tío se ha muerto! -la voz de Margaret, que se mantenía por completo invisible, sonó en la estancia, revelando la identidad humana de aquella fantasmal ánima vengadora.
-Sí, sí -asintió Bob, poseído con  la misma invisibilidad que Margaret, después de un breve reconocimiento del cadáver- Está frito del todo. Parece que ha sufrido un infarto agudo de miocardio y ha palmado.
-Bien -concluyó Margaret- Su muerte ha evitado manchar mis manos con la sangre de este asesino. De cualquier forma, Joe, mi querido hijo, ha sido vengado.        


              CAPÍTULO XXXII



Cuando uno de los secuaces de Rossano entró en el despacho de su despótico jefe, un par de horas más tarde, una inmensa sorpresa le aguardaba. Gritó, alarmado, pidiendo ayuda, al ver a su jefe caído en el suelo y tieso más que un palo, pero nada pudo hacer el resto de pistoleros que acudieron a sus voces, salvo solicitar la ayuda de las asistencias.


Los médicos del Emergency Response diagnosticaron muerte natural, aunque condicionaron su dictamen al resultado de la reglamentaria autopsia, ante las extrañas circunstancias que rodeaban la muerte del capo. En efecto, nadie podía explicar el desorden que imperaba en la estancia, ni el origen de las pintadas que aparecían en la pared. Mucho menos, el motivo por el cual, el cadáver aparecía rebozado de pintura roja. Sobre todo, tras la declaración de varios testigos, asegurando que nadie había entrado en la habitación. En esto no cabía duda alguna, ya que la entrada, y todos los accesos posibles hasta llegar a la estancia, habían estado fuertemente vigilados durante todo el tiempo.


Nadie podía sospechar que hubiera alguien, como Bob y Margaret, capaces de entrar y salir de allí, sin ser vistos, con la mayor tranquilidad del mundo, gracias a los sofisticados equipos de ocultación que poseían.


La muerte de Rossano supuso un periodo confuso en el hampa de NY. agravado por la intervención de las autoridades de la City, que se vieron obligadas a tomar drásticas medidas en contra de la mafia, espoleadas por la prensa y la opinión pública, tras la escabechina en el Black Pearl,


Pero no duró mucho esa situación. Pronto los negocios mafiosos volvieron a su criminal normalidad, a pesar de que, tanto el alcalde, como el gobernador del Estado, trataron de impedir su actividad, aplicando en su acción todos los medios policiales y jurídicos a su alcance.


En efecto, la desaparición de Rossano encumbró a varios otros jefecillos que, tan pronto los luctuosos sucesos acaecidos en la ciudad perdieron actualidad, se repartieron más o menos amigablemente el negocio, al beneficiarse de que las redes de distribución y acopio de droga, así como las demás infraestructuras del crimen, se mantuvieron casi intactas.


El mismo Grosseto apenas se vio importunado por sus sangrientas maniobras. Cuando la policía llegó al Black Pearl, solo encontró muertos y moribundos de Rossano. Toda su gente había desaparecido, incluidos tres empleados que, aun sin conocer, ni tener nada que ver con los manejos ilegales de su patrón, salieron huyendo de allí y no se les ocurrió aparecer por aquel barrio en su vida, al no saber bien a quién temer más, si a los pistoleros del local, a sus enemigos o a la propia policía. Así, Grosseto halló vía libre para la expansión de sus negocios ilícitos en NY.


Fue, sin duda, el mayor beneficiado por la muerte de Rossano. La ciudad se hallaba "virgen" en el campo de algunos negocios ilegales, tales como el amaño de presupuestos en toda clase de obra pública, su adjudicación fraudulenta, el tratamiento ficticio y doloso de las basuras y residuos industriales, la coacción y fraude en los transportes, el blanqueo de dinero y otras muchas actividades económicas, situadas a caballo de la fina e imprecisa frontera que separa lo legal de lo ilegal, donde Grosseto se movía con admirable soltura y destreza.


Hasta entonces, esta peculiar labor venía siendo realizada por políticos   venales o poco escrupulosos, comisionistas, promotores y hombres de negocios dedicados a la especulación, todos ellos de forma limitada e inconexa y sin la conciencia de estar cometiendo un delito y sí un pingüe negocio, lógica consecuencia de su estimable habilidad y perspicacia.


Cuando Grosseto aterrizó en New York con toda su "tropa" y se vio libre de molestas rivalidades, le costó muy poco hacerse con el control de todos estos negocios. Creó una tupida red de colaboradores, al estilo de la que había organizado en Philadelphia, copiada de los nuevos sistemas impuestos por la camorra napolitana en sus ilegales trapicheos, y se apartó de las acciones violentas y criminales, tales como la extorsión, la droga, el juego y la prostitución, el violento campo de acción de Rossano. No es que le repugnara la violencia, solo que consideraba que debía aplicarse únicamente en casos muy concretos e inevitables.


Contaba con una gran experiencia y un buen entrenamiento en el manejo de toda clase de negocios ilícitos y clandestinos, al haberlos introducido, con buen éxito y durante años, en el Estado de Pensilvania. Era por esto, por lo que poco le apuró la resistencia inicial que halló en algunos "peces gordos" de NY. para cederle sus irregulares ganancias. Sabía muy bien cómo hacer frente a esas contingencias y de qué manera había que tratar esos casos y a esas personas.


-¿Qué noticias me traes de la Big Apple? -Grosseto estaba de muy buen humor cuando recibió la visita de Tony Capelo, su hombre de confianza en NY City, y no se recató un ápice en demostrarlo con efusión, mediante una amplia sonrisa, un alegre tono de voz y un afectuoso abrazo.


-Todas buenas. O casi todas. Seguimos avanzando en la implantación de nuestros intereses en la ciudad a un ritmo muy satisfactorio y, poco a poco, se va consolidando nuestra posición allí. Sin embargo, no todo rueda como deseamos. Hemos hallado alguna resistencia en ciertos estamentos de la administración municipal y estatal.


-Bueno, es natural. No esperaba otra cosa. Sin embargo, con la muerte de Rossano se fue nuestro mayor obstáculo. Cuéntame lo que haya.


-Hay un concejal del Borough de Brooklyn que nos esquiva y presiona a nuestros hombres del Council para que voten en contra de nuestros presupuestos. He probado a "entrarle" de varios modos sin éxito y ya no sé qué hacer.


-¡Ay Tony, Tony! ¡Cuánto tienes que aprender todavía! Atiende: Vas a enviarle un buen regalo. Pero un buen regalo de verdad ¿eh? Uno que no baje de 100.000 $. Si lo acepta ya es tuyo. Pero si lo rechaza, olvídate de él y busca aliados entre sus subordinados. ¿Está claro?


-Sí, sí, jefe. Pero así hice con un Senador y el fulano se quedó con el regalo y sigue sin favorecernos.


-¡Ojo! ¿Ese Senador es del Estado o Federal?


-¡Cielos, no! Pertenece al Senado del Estado de NY. Tengo muy presente que Vd. no quiere que nos metamos en asuntos federales.


-Bueno, no te preocupes. Ese tío es un cabrón ambicioso incapaz de mantener la palabra dada. No es de fiar y hay que neutralizarlo. Investiga sus puntos débiles, que seguro los habrá. Pero si no los encuentras, no hay cuidado, los fabricaremos hasta conseguir su descrédito. ¿Qué más?


-Tengo a dos asambleístas en el bolsillo, aunque poco negocio hemos conseguido a través de ellos.


-Y seguirás sin obtenerlo. Esos pájaros pintan poco. Céntrate en el Council de la ciudad. El presupuesto de la Alcaldía ronda los 78 mil millones de dólares y de ellos tenemos que llenar nuestro saco. Pero no te olvides de aquello que no dejo de repetiros. No queráis llevaros todas las ganancias. Dejad lo suficiente para que nuestros colaboradores estén satisfechos. La excesiva ambición acaba por resultar un mal negocio.


Con este paternal talante, continuó Grosseto aleccionando a su pupilo. Nadie diría que estaban tratando asuntos fuera de la ley. Muy al contrario, el orondo capo, dueño de una beatífica imagen, más propia de un experto y honrado repostero, daba la impresión de estar instruyendo a uno de sus allegados más queridos en los principios del buen transitar por el recto sendero de la vida.


-¿Y qué tal con la nueva sede? -acabó por preguntar a Tony Capelo.


-Muy bien. Fue una magnífica idea continuar en White Plains. A nadie se le ocurrirá buscarnos a tres cuadras del Black Pearl. El edificio es mucho mejor y las comunicaciones siguen tan apropiadas como antes.    



   CAPÍTULO XXXIII



Era noche cerrada. Pieterf alzó las solapas de su raido gabán, parte del habitual disfraz que usaba para representar a un tipo anodino y vulgar. Argucia esta que le permitía pasar inadvertido en la mayoría de los ambientes urbanos de la ciudad. Hacía frío. El húmedo aliento del Hudson le obligó a arrebujarse entre la gruesa ropa que vestía, mientras aceleraba el paso, intentando paliar los continuos escalofríos que le asaltaban.


En realidad, se hallaba completamente aterido de frío. Había permanecido varias horas vigilando la sede del SSD y ahora regresaba a pie hacia uno de sus refugios, después de haber dejado Staten Island en el último ferry.


Caminaba pensativo por Whitehall St. Por más vueltas que le daba al asunto, no lograba hallar las claves necesarias para elaborar un plan medianamente viable, que le permitiera llegar hasta el despacho del general O´Connell. Eran demasiados los obstáculos que había que superar en aquel edificio, convertido en un auténtico fortín inexpugnable.


Decidió cruzar por Stone St. y entrar en la Taberna de Murphy, con la intención de templar un tanto su entumecido cuerpo, con la ayuda de unos cuantos tragos de Whisky. Fue un acierto. El caldeado ambiente de su interior no tardó en reconfortar tanto su cuerpo, como su decaída moral.


Tras un par de vasos bien cumplidos del ardiente licor, reparó que su vecino de banqueta, un enorme negro, tan ancho como alto, se afanaba en devorar un hermoso pollo asado, bien servido con una abundante guarnición de magnífico aspecto.


Aquella visión le hizo sentir un profundo hueco en sus tripas y recordó, entonces, que durante todo el día, solo un perrito caliente, tomado con prisa al mediodía, había entrado en su estómago. Echó un vistazo a la pizarra donde estaba escrito a mano el menú de la casa y comprobó lo poco que había allí para elegir: Chicken cocinado de tres maneras distintas, Cheese and Vegetable Soup, Grilled Steak o Fish and Chips.


Decidió imitar a su vecino y pidió el pollo asado. Aquello tenía una pinta inmejorable y no era sensato arriesgarse a un fallo con alguno de los demás platos.


Mientras consumía la sabrosa ave con buen apetito, no dejaba de pensar en el arduo problema que atormentaba su mente. Sabía que entrar en el despacho de O'Connell era indispensable para obtener las pruebas que necesitaba y, con ellas, poder acusar al general de los delitos que le había endosado a él. Solo así podría librarse de la persecución de todas las policías del Estado. Por fortuna, la extraña muerte del capo Rossano le había liberado de la amenaza que pendía sobre su cabeza, desde la muerte de dos de sus pistoleros, en el tiroteo provocado por los hombres de Homer, el esbirro de O´Connell, a buen recaudo en el refugio de Bob.


Pero...¿Cómo hacerlo? Tenía que descartar un ataque frontal a la sede del SSD. No contaban con el personal preciso, pues se necesitaría no menos de un par de docenas de hombres bien entrenados para intentarlo. La otra opción, realizar el asalto durante la noche, era más factible, pero ¿cómo evitar los numerosos controles dispuestos hasta llegar al despacho de O´Connell, aun contando con la forzada colaboración de Homer? Y una vez allí ¿quién abriría su infranqueable cámara acorazada?    


Imposible raptar al general como lo había hecho con Homer: Jamás salía a la calle sin una fuerte escolta y su coche era indestructible, al estar provisto de un poderoso blindaje. Por otro lado, su casa se había construido, también, como un bastión impenetrable.


Podía matarle, claro, pero eso, que quizás contara con la aprobación y el agradecimiento de Margaret, tampoco resolvía su problema personal. Cada vez estaba más convencido de que jamás encontraría una solución acertada trabajando por ese lado. Quizás fuera necesario replantear de nuevo el asunto y atacar por otro flanco menos protegido, investigando a sus compinches en las altas esferas del poder.


Tan enfrascado estaba en sus pensamientos, que se sorprendió al ver el plato vacío y advertir de que, casi sin enterarse, había dado buena cuenta de la comida. Pagó y salió a la calle.


De no estar tan absorto por todas aquellas reflexiones, quizás se hubiera percatado de que dos tipos de aspecto sospechoso no dejaban de observarle. Tan pronto Pieterf dejó la taberna, ellos salieron tras él.


Pieterf, que mantenía ese sexto sentido de superviviente aun en los momentos de mayor relax, se dio cuenta de que era seguido, tan pronto dobló la esquina de Stone con Broad St. Siguió por esta calle, en dirección a Beaver St., importunado al comprobar que parte de ella se hallaba con deficiente iluminación, debido a varias obras que se estaban realizando en algunos edificios de sus dos aceras. Era evidente que iban tras él con la intención de aprovechar la oscuridad y la soledad que envolvían la calle para asaltarle. Quizás eran solo una pareja de rateros que habían estimado tarea fácil atracar a aquel insignificante hombrecillo.


Se volvió al sentir la cercanía de los dos hombres detrás de él.


-¿Qué quieren? -dijo Pieterf con voz temblorosa.


-¡Venga viejo, la pasta! ¡Rápido! -exclamó uno de ellos, empuñando un largo cuchillo.


-¡No, por favor! ¡No me hagan daño! ¡Les daré lo que quieran! -La voz de Pieterf sonó impregnada de angustia y temor, mientras retrocedía un par de pasos.


El tipo del cuchillo insistió en su demanda, al tiempo que adelantaba el brazo que portaba el arma, acercándola al cuello de su víctima.


En ese instante, Pieterf agarró por la muñeca el brazo en el que su agresor portaba el cuchillo y dando un veloz giro lo volteó sobre su hombro. El codo del asaltante emitió un siniestro crujido, acompañado por el grito de dolor de su dueño.


-¡Ay, ay, ay! -se quejaba a grandes gritos, mientras se agarraba el antebrazo convertido en un colgajo- ¡Este cabrón me ha roto el brazo!


El otro agresor, tras unos segundos de vacilación, avanzó hacia Pieterf blandiendo una porra, con ánimo de terminar la faena que su compañero no había logrado ni siquiera empezar.


Una fuerte patada de Pietref, diestramente dirigida a los tobillos del segundo asaltante, le hizo caer al suelo. Otra, enviada a sus costillas con aun más violencia, le rompió varias. A continuación, un violento pisotón sobre una de sus rodillas le hizo revolcase por el pavimento, incapaz de soportar el castigo recibido. Sus gritos de dolor se unieron a los gemidos de su compañero.


-Qué, amiguitos ¿necesitáis más pasta? -preguntó Pieterf burlón- Si os apetece continuamos la sesión.


Pocas ganas tenían ambos de pelea. Pieterf ayudó a levantarse al caído y después contempló cómo se alejaban renqueantes.


-Esos se lo pensaran mucho antes de volver a intentar desbalijar a otro anciano -se dijo, esbozando una amplia sonrisa.


Caminó una milla más hasta su refugio en Chinatown, aunque lo hizo a través de calles algo más transitadas para evitar otro desagradable encuentro. No era problema. Manhattan es una de esas zonas de Nueva York de la que se dice que nunca duerme. Salvo unas pocas travesías, la mayor parte de las avenidas están concurridas por gentes que van o vienen a distintas ocupaciones unos, y a los más diversos y festivos entretenimientos otros. Las infinitas luces de sus edificios, siempre encendidas, lo confirman.

Pero no por eso dejó de cavilar sobre aquel tremendo problema que martirizaba su mente. Al día siguiente debía hablar con Margaret y Bob Bryan, pero aun no sabía qué decirles. 

CAPÍTULO XXXIV
Por fin, después de muchos días de continua preocupación, sobresaltos y de sufrir situaciones peligrosas sin cuento, Margaret pudo gozar de un tiempo de calma y solaz. Respiró al fin tranquila: Había cumplido la firme promesa que formuló al dejar España, con el propósito de esclarecer y vengar el asesinato de su hijo Joe.
La muerte de Rossano, el hombre que ordenó aquel despiadado crimen, había colmado su sed de revancha y, en aquel momento, se hallaba con el ánimo sosegado, plena de calma, ante una caja que contenía algunos recuerdos personales de Joe. Fue un afortunado hallazgo, descubierto junto al resto de papeles, durante el asalto nocturno al apartamento de su hijo en Los Cloisters, sin que hubiera tenido la oportunidad de revisarlo desde entonces.
Hacía menos de una hora que Pieterf le había llamado para anunciarle su llegada y mataba el tiempo de la espera, revisando su emotivo contenido. En su interior había cartas, fotografías, videos y los más variados objetos, recuerdos, quizás, de viajes o, también, de momentos felices vividos, merecedores de ser recordados y atesorados.
De pronto, reparó en una hoja manuscrita. La leyó y no pudo reprimir que un torrente de lágrimas inundara sus ojos y los desbordara, para resbalar por sus mejillas hasta rociar su regazo.
En ese momento, el timbre de la puerta sonó anunciando la llegada de Pieterf. Margaret ahogó un suspiro e intentó borrar precipitadamente las huellas de su conmovedora evocación antes de franquearle la entrada.       
Pero sobre su humedecido rostro quedaban sin restañar los restos de su anterior llanto y a Pieterf no le pasaron desapercibidos.
-¿Qué ha pasado, Margaret? -preguntó, preocupado- Noto que has tenido un disgusto.
-No ha sido un disgusto. He llorado, sí, pero ha sido de emoción. Toma. Lee esto -Margaret le entregó el escrito y él lo leyó en silencio. Decía así:
 
To Mum On Her Birthday
On your happiest day,
The day of your Birth,
A poem to you will be
My best possible gif:

I woke up early today
To meet a shiny ligth.
It was the rising sun
That came to greet you, mum.
 
Me too I want to express
How much I love you, mum,
Because you gave me life
And everything I possess.
 
I promise I´ll always love you, mummy!
This is true as the sky is starry!
 J. F.
 
El pequeño había querido expresar algo parecido a esto:
A mami en el día de su cumpleaños
En este tu feliz día - día de tu cumpleaños - quiero escribirte un poema - como mi mejor regalo.
Hoy me levanté temprano - y encontré una luz radiante - era el sol que amanecía - y venía a saludarte.
Yo también quiero decirte - ¡Oh mami, cuánto te quiero! - porque me diste la vida - y todo lo que yo tengo.
Mami, mami, te prometo - quererte tanto y tan cierto- como estrellado está el cielo.
-Bonitas palabras -afirmó Pieterf- Son de tu hijo Joe ¿eh?
-Sí, me las escribió cuando apenas contaba con nueve años. No podía imaginar que después de tanto tiempo guardara todavía este infantil poema. A pesar de tener el corazón endurecido por tantos penosos avatares como la vida me ha obligado a superar, no he podido retener las lágrimas -reconoció Margaret, al tiempo que su voz se quebraba al pronunciar estas últimas palabras.
Pieterf apoyó su brazo sobre los hombros de Margaret, en una clara actitud de ofrecerle su aliento y su amigable apoyo. Y durante ese mutuo contacto, sin proponérselo, ambos sintieron la misma mágica sensación que experimentaron al estrechar sus manos por primera vez. Se miraron durante unos segundos con expectante sorpresa, envueltos en una fascinante percepción, a la vez que presos de una muda emoción sin nombre.
Pero no hubo más. La emotiva escena quedó interrumpida por la aparición de Bob Bryan, que acudía a la llamada que le hizo Margaret para anunciarle la llegada de Pieterf, para deliberar sobre el pendiente ataque al general O´Connell.
Pronto se hallaban inmersos en la discusión de cómo afrontar el reto de acabar con su peligroso enemigo.
-Por más vueltas que le doy a este asunto -confesó Pieterf-, no consigo ver la forma de acceder a la documentación secreta de O´Connell. He pensado en olvidarnos de él y trabajar sobre sus compinches en las altas esferas. Ellos serán mucho más permeables y podremos obtener con mayor facilidad la información necesaria sobre sus asuntos ilegales comunes. Hecho esto, lo tendremos en nuestras manos, bien agarrado.
-¡Ni hablar! -exclamó Bob- Eso nos llevaría meses de nuevas pesquisas. Sería como partir de cero. Te recuerdo que tanto tú, como Margaret estáis amenazados de muerte por este cerdo y ella está mucho más expuesta. Debemos actuar sin demora e ir directamente contra el general. Si otros caen con él, será un valor añadido, pero nada más.
-Creo que Bob tiene razón -terció Margaret.
-Lo entiendo -concedió Pieterf- pero ya me diréis cómo hacerlo. Tal como yo lo veo, ir de frente contra el general es una misión imposible. Nos estrellaríamos contra el muro impenetrable de su poderosa organización.
-Eso habrá que verlo -aseguró Bob, que todo lo que fuera contradecir a Pieterf le hacía crecerse, más aun estando Margaret presente- He obligado a nuestro cautivo Homer a colaborar para levantar un plano completo de la sede del SSD. Quiero que lo revises y corrijas o completes todo lo que creas conveniente. Indícame en él, por favor, todos los elementos de seguridad que conozcas.
-No hay problema, aunque me temo que de poco te va a servir.
-Yo espero que sí. Estoy elaborando un buen plan y pronto te lo haré saber -terminó así Bob la discusión. 
 
CAPÍTULO  XXXV
El teléfono del general O´Connell echaba humo debido a un uso tan  prolongado como frecuente. Apenas habían transcurrido unos instantes desde que la áspera voz del general dejara de escucharse tras su última comunicación, cuando una nueva llamada reclamaba, con insistente repiqueteo, la necesidad de volver pegar de nuevo su oreja al auricular del bullanguero aparato.
Aquel era un agitado día en la sede del SSD. de Staten Island en New York. La desaparición de Homer y el nulo éxito alcanzado en la localización de Margaret Foster, así como la sospecha, confirmada ya, de estar siendo ayudada por el ex-agente secreto Robert Bryan y por el "hijo de mil perras" de Pieterf, habían equipado al general con el peor humor del planeta.
Y cuando el general estaba de mal humor, hasta los cimientos del potente edificio temblaban.
Mucho más en este día, en el que O´Connell había recibido la llamada de un senador, dos oficiales de altísimo rango y un miembro del gobierno. Esta gente, impacientada ante la continua dilación en la resolución de aquel "problema" que afectaba peligrosamente a sus intereses, acuciaba al general para exigirle su pronta resolución. No entendían como una indefensa viuda pudiera tener en jaque a toda una poderosa organización como la que mandaba O´Connell.
-Amigo, despabila, que tienes tanto que perder como nosotros, o más -le habían dicho, y aquello le sentó como una coz en la parte más baja de su vientre.
Solo faltó la desaparición de su mano derecha, Homer, para que la exasperación de O´Connell fuese total. No es que sintiera un gran aprecio por su hierático subordinado, a pesar de su probada fidelidad. El enojo del general radicaba en el hecho de que su fiero sicario era conocedor de muchas de las "irregularidades reglamentarias" practicadas u ordenadas por él y no se podía permitir el riesgo de que estas fuesen reveladas o llegadas a conocer por quién menos conviniera.
Por fin, el teléfono le dio un respiro y enmudeció. De inmediato, ordenó la urgente presencia en su despacho de todos los jefes de departamento.
-¡Es una auténtica vergüenza lo que está ocurriendo aquí! -clamó el general, dispuesto a fustigar a sus hombres hasta hacerles reaccionar y obligarles a dar el cien por cien de su potencial investigador-. Tres peligrosos enemigos de nuestra nación andan libres por la ciudad, mientras Vds., los hombres elegidos para defenderla, se limitan a calentar los asientos de los departamentos con sus grasientas posaderas.
Y ahogando alguna aislada y tímida protesta de sus oyentes, continuó:
-Lo más decepcionante es que haya transcurrido ya un par de semanas sin haberme presentado la más mínima pista sobre la desaparición de su camarada Homer. ¿Creen que todavía puede quedar alguien capaz de confiar en Vds.? ¿Consideran posible que el alto mando esté dispuesto a afrontar el alto costo de nuestra organización para cosechar tan exiguo resultado? Sinceramente, estoy seguro que todos Vds. harían mucho mejor papel dirigiendo el tráfico en las calles. ¿Les apetece el plan? -y tras una breve pausa que a varios de sus hombres se le hizo eterna, continuó- Pues ese es el destino a donde se dirigen como no espabilen.
-Señor, estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos y esperamos obtener resultados muy pronto -se atrevió a manifestar uno de los convocados.
-¡Basta de promesas! ¡Quiero resultados, y los quiero ya! -gritó O´Connell.
-Mire, general -terció otro de los presentes-, seguimos manteniendo una minuciosa vigilancia sobre la totalidad de la ciudad, gracias a que contamos con la estrecha y total colaboración de la policía metropolitana y la estatal. El análisis de las llamadas telefónicas, correos electrónicos y WhatsApps han acotado un área de unas cuatro millas cuadradas en el noreste de Long Island. Ahora mismo se está investigando a cada propietario e inquilino de cada casa de esa zona. Estimamos que en diez días habremos descubierto el refugio de Margaret Foster.
-Diez días es demasiado tiempo. Cuando lo encuentren lo hallarán vacio como ocurrió con su anterior refugio. Salgan a por él y hagan lo necesario para acortar el plazo en no menos de la mitad. Y háganme el favor de no abandonar la búsqueda de Homer.
Con esta severa recomendación del enojado O´Connell se dio por finalizada la reunión y sus componentes salieron como balas para tratar de cumplir las órdenes del general.
Mientras, Margaret y Bob conversaban en Hempstead sobre la forma de meterle mano al general, una vez que Pieterf dejara la casa después de su pesimista informe.
-Has dicho que tenías un plan -recordó Margaret.
-Bueno...he de confesarte que era un farol -replicó Bob. Y ante el mohín de disgusto de Margaret continuó-. Estaba Pieterf tan desanimado que me pareció oportuno aportar un poco de optimismo a la reunión.
-Sabes muy bien que no era por eso. ¡Cuándo acabará esa condenada manía que le tienes!
-No, no. No es manía. Lo que pasa es que tantos años de trabajo en ese despiadado mundo del espionaje me han enseñado a no fiarme de nadie. Me parece que con eso no hago ningún mal y, en cambio, protejo nuestros asuntos.
-Bien, pues sigue así si te place, pero me gustaría que confiaras un poco más en él. En realidad, se ha limitado a presentarnos las dificultades, casi insalvables, que representa un asalto a la sede del SSD. y, no lo olvides, nadie mejor que él para conocerlas.
-Mira Margaret, en este negocio no hay nada imposible. Y otra cosa que he aprendido en mi profesión es que, cuanto más complicado es el problema al que te enfrentas, más sencillo debe ser el procedimiento que necesitas aplicar para resolverlo.
-Lo que tú quieras. Pero dime: tienes pensado algo, sí o no.
-Algo sí, pero necesito organizar mis ideas y madurar un plan que funcione. Tampoco tú debes olvidar que contamos con una ventaja decisiva, al poder contar con un arma tan poderosa como son los equipos de ocultación de William.
-No me olvido -replicó Margaret, con un ligero gesto de fastidio- Lástima que nuestros equipos no nos permitan evitar los sofisticados sistemas de seguridad del edificio.
-Esa es la cuestión. Tenemos la oportunidad de pasar inadvertidos a la observación de cámaras y personas, pero aun así, debemos solventar estas dificultades: Cómo burlar los sistemas de control de tránsito y de qué manera lograremos acceder a la cámara acorazada de O´Connell. Además hay una consideración previa: ¿Qué es más conveniente, un asalto nocturno o una operación realizada a plena luz del día?
-¿Y qué propones?
-Mi plan consiste en afrontar el problema de forma gradual: paso a paso. Estas tres preguntas representan tres fases de estudio a superar. Solo alcanzaremos el éxito si somos capaces de dar respuesta a las tres, en caso contrario tendré que rendirme a la evidencia y dar la razón a Pieterf.
-Mira Bob, no me descubres nada con esto. Yo sigo viéndolo igual de negro que Pieterf. Aunque...,bueno, quiero confiar en ti. Lo necesito.       
CAPÍTULO  XXXVI
-¡Caray, Margaret! Cualquiera diría que estamos en cueros en esta historia. No partimos de cero -aseguró, rotundo, Bob Bryan- Gracias a los datos facilitados por Pieterf, además de los que hemos obtenido de ese canalla de Homer, junto a los seguimientos efectuados, hoy conocemos mucho mejor a nuestro enemigo.
-No deja de ser un consuelo, porque por lo demás...-fue el desalentado comentario de Margaret.
-Bueno, bueno. Has dicho que ibas a confiar en mí. ¿no? ¿Acaso te he defraudado alguna vez? ¿O era tan inconsistente tu promesa que unos minutos han bastado para olvidarla? -así reprochó Bob el frío comentario de Margaret.
-¡Oh, Bob, mi fiel amigo del alma! Me tienes que perdonar. Te confieso que, desde que Pieterf nos presentó su informe, me encuentro abatida ante tantas dificultades. Cada vez me siento más intranquila por el resultado de este peligroso asunto.
-¡Bah!, no debes preocuparte por lo que diga Pieterf. Si algo he de admitir, es que se trata de un hombre de recursos. No tengo la menor duda de que, llegado el momento, sabrá estar a la altura de su enorme experiencia. Además, yo todavía dispongo de muy buenas ayudas en mi antiguo departamento. Te propongo que tú y yo dediquemos un tiempo a pensar en esas dificultades que te inquietan y tratar de despejar alguna incógnita del problema.
-Como tú digas.
-Bien. Conocemos de primera mano las principales costumbres y buena parte del carácter del general O´Connell. Es un hombre austero, casi espartano, metódico compulsivo, del que no se le conocen vicios o costumbres licenciosas. Tampoco aficiones costosas, a excepción del gusto por la buena mesa que practica en los mejores restaurantes de la ciudad, en una o dos ocasiones al mes. Misógino y desconfiado hasta la exageración, parece que su única ambición está determinada por una exacerbada ansia por el ejercicio del poder. La riqueza o las bellas mujeres le traen sin cuidado, pero daría uno de sus brazos por mandar o influir en las más altas esferas del poder político o financiero de la Nación
-Eso dicen, pero... ¿crees que sirve de algo esa detallada descripción?
-¡Claro que sirve! El más pequeño detalle del enemigo puede ser vital para lograr una victoria decisiva sobre él. El conocimiento de la personalidad del general nos proporciona datos sobre sus futuras reacciones ante nuestras acciones de ataque. Podremos preverlas y mantenernos siempre varios pasos por delante de él.
-Está bien. Entendido. Continúa por favor -concedió Margaret, que comenzaba a interesarse por las explicaciones de Bob.
-De acuerdo. Como bien dijo Pieterf, es casi imposible asaltar al general, a pesar de sus invariables hábitos diarios, que traen de cabeza a su escolta. Cada día sale de su exclusivo y blindado apartamento de la 5th Avenue, en el límite de Central Park y muy cerca del Metropolitan Museum of Art. Acompañan a su coche otros dos vehículos, todos ellos blindados, con un total de siete guardaespaldas. El cortejo desciende por Park Avenue y se detiene en The Towers of Waldorf Astoria, en el 100 East 50th Street, en cuyo salón Astoria desayuna. En el vestíbulo del edificio Waldorf existe una entrada privada que le conduce directamente al salón donde ya tienen preparada su mesa. Mientras, parte de su escolta le espera en el vestíbulo y el resto cuida de los coches.
-¿Y todos los días hace lo mismo?
-Con puntualidad matemática, salvo algunos sábados y domingos. No todos, porque no es raro verle llegar al trabajo alguno de esos días de fin de semana. Finalizado su breakfast, siguen por Park Avenue hasta llegar a Broadway por Union Square, y lo recorren hasta desembocar en Delancey St. por Bowery. A continuación cruzan por el Williamsburg Bridge para entrar en Long Island. Lo atraviesan de arriba a abajo y entran en Staten Island por el Verrazano-Narrows Bridge, para llegar a la sede del SSD. en Grymes Hill, a las siete y media en punto.
-¿De verdad repite cada día el mismo trayecto con la misma puntualidad?
-Así es. Es un auténtico maniático de la puntualidad. Llueva, nieve o se produzca el mayor atasco del mundo, él llegará a su despacho a idéntica hora cada día. Y su regreso a casa será igual, salvo que su parada en The Towers será para tomar una copa en su afamado Bull & Bear Bar.
-Eso quiere decir que es vulnerable al menos en dos ocasiones al día -dijo Margaret.
-No lo creas. Los accesos están estrechamente vigilados por sus hombres y los de la seguridad del Waldorf. Nada se puede hacer contra él, pero tienes razón, es un buen momento que debemos aprovechar.
-¿Cómo?
-Verás lo que tengo pensado. Recientemente, y de forma muy restringida, se ha dotado a ciertos agentes especiales de un novísimo sistema de escaneado de tarjetas de seguridad. Tengo la posibilidad de hacerme con uno de ellos, gracias a la buena amistad que mantengo con un antiguo colega, y aquí entras tú.
-¿Yo? ¡Pero si no entiendo nada de esos chismes tan complicados!
-No hace falta entender. Verás: Este aparato está capacitado para captar las emisiones de cualquier instrumento de activación electrónica o tarjeta de seguridad, por muy débiles que sean. Una vez conocidas sus características, duplicarlos es un juego de niños. Su efectividad decrece con la distancia al objetivo y, a su vez, aumenta el tiempo necesario para efectuar el escaneado. Más allá de un metro de separación, el aparato resulta ineficaz, y para esta distancia límite se necesita no menos de 5 minutos de funcionamiento sin interrupciones.
-¡Es increíble! ¿Y ese sistema es capaz de analizar los dispositivos, aun estando en reposo? Quiero decir... apagados.
-Claro. Lo primero que hace el sistema es activarlos.
-¡Cielos, me dejas asombrada! -exclamó Margaret- Pero sigo sin saber qué demonios pinto yo en todo eso.
-Muy sencillo. Tú estarás en el salón Astoria desayunando a menos de un metro de la mesa donde O´Connell estará dando buena cuenta del suyo. Esta operación debe hacerse en no más de dos días. El primero dedicado a ver y solicitar la situación más favorable de cara al buen funcionamiento del aparato y el segundo para realzar la operación. Emplear más tiempo despertaría las sospechas del general.
-¿Y si no puedo acercarme tanto?
-Tendrás que improvisar, pero ha de hacerse en tu segundo día de estancia en The Towers sin falta. Para que te hagas una idea, el escáner necesitaría 5 segundos si la posición de ambos, tú y O´Connell, fuese de mutuo contacto.  Ingresarás mañana, es decir que pasado mañana será tu primer desayuno allí. Controlarás el tiempo exacto de llegada del general y la posición que ocupe. Al día siguiente, bajarás al salón antes de su llegada, habrás reservado la mesa adecuada y estarás sentada en el lugar preciso, a poder ser, de espaldas a él. Tan pronto llegue activaras el dispositivo y, en cuanto hayas acabado, saldrás disparada de allí.
-De acuerdo -afirmó Margaret- ¿Pero ya estás seguro de obtener  alojamiento en un lugar tan exclusivo con tanta precipitación? Tengo entendido que hace falta reservar con meses de antelación.
-Estoy absolutamente seguro. Ahora mismo me pongo a trabajar en la reserva. Estos sitios alardean de ocupación, pero siempre hay huecos entre las suites más caras. Sobre todo para "la excéntrica millonaria Muriel Dallamore"
 
CAPÍTULO XXXVII
 
 
Aquella noche Margaret durmió mal. Y no fue a causa de alguna carencia o defecto del lecho donde se acostó. En realidad, este era magnífico. Se podría calificar de inmejorable, sin necesidad de recurrir a ninguna exageración. Bob le había conseguido la coquetona, además de lujosa, suite Penthouse en el The Towers of Waldorf Astoria y su dormitorio principal poseía una monumental cama, bajo un fino y elegante dosel, que le hacía sentir la misma confortable sensación que pudiera percibir acostada sobre una vaporosa nube celestial.
Pero la preocupación por enfrentarse a su porfiado enemigo en la mañana siguiente le tenía desvelada. Este obsesivo y fastidioso desasosiego le obligó a levantarse varias veces durante la noche, interrupciones que aprovechó para prepararse una generosa infusión en la súper equipada cocina de la suite y leer algo con lo que facilitar la llegada del esquivo sueño.
Sin embargo, tras aquella mala noche, a las 6 y 10 de la mañana, Margaret se hallaba fresca, fragante, acicalada y vestida con su más elegante atuendo, que le otorgaba una look distinguida, en perfecta armonía con el refinado y selecto salón Astoria de la planta 26.
Aceptó la mesa ofrecida por el estirado Maître que le salió al paso. Nadie podía sospechar el nerviosismo que recorría su interior. A pesar de todo, su imagen se mantenía serena y firme, como correspondía a una mujer de mundo, dueña de poder y riqueza, acostumbrada a lograr sus objetivos y a disputarlos con fiereza a quienes trataran de arrebatárselos.
Diez minutos más tarde apareció O´Connell. Lanzó una mirada entre distraída e indiferente a su alrededor, sin detenerla en las cinco mesas ocupadas en aquel momento, y se dirigió a la suya. Estaba situada cerca de uno de los amplios ventanales del fondo, bellamente enmarcados por rojos cortinajes con suaves decorados de finos brocados en oro. La propia Margaret notó que la mirada del general pasaba sobre ella con el mismo desinterés que pudiera sentir por los muebles de la elegante estancia, harto de contemplarlos en sus diarias asistencias.
En ese momento, los nervios de Margaret desaparecieron y fueron sustituidos por un fuerte sentimiento de curiosidad y asombro. ¿Cómo era posible que aquel hombre menudo, hosco y gris, sin ningún atractivo personal, hubiera alcanzado tanto poder en un estamento oficial tan influyente y, sobre todo, fuese capaz de haber ocasionado tantos hechos delictivos, incluida la muerte de su marido, William, y de representar una segura e inmediata amenaza de muerte para su persona?
Pocas horas más tarde, comentaba su experiencia con Bob, arrellenados en el confortable sofá del Living de su encantadora Suite, rodeados por relucientes muebles de estilo y un suave decorado blanco, crema y azul. 
-La primera etapa está cumplida sin novedad -afirmó Margaret, aunque sin demasiada rotundidad y, desde luego, sin ninguna jactancia. Su timbre de voz delataba en ella una cierta vacilación o reparo.
-¿Algún problema? -preguntó Bob, que captó, de inmediato, aquella leve indecisión de sus palabras.
-No, ninguno. Tengo la hora exacta de su llegada al lounge, así como el lugar que ocupa cada día. He reservado la mesa que está a su lado, con la excusa de que me apetece desayunar contemplando el atractivo panorama que ofrece el Midtown. Estaré de espaldas a la parte lateral izquierda del asiento del general, para que ambas posiciones formen un ángulo recto. Así situados, la distancia entre el escáner y sus dispositivos de seguridad tendrá una longitud inferior al metro. Es nuestra única opción, cualquier otra posición me alejaría del recorrido útil del aparato.
-¿Entonces? -insistió Bob, que seguía intuyendo alguna duda en su amiga.
-No, no es que vea ningún problema, solo que me parece demasiado sencillo todo esto. Estoy preocupada ante la posibilidad de que, de repente, todo se complique o de que haya levantado sus sospechas. Además, ¿Estamos seguros de que no me reconocerá o de que ya me haya identificado? ¿No crees posible que ahora mismo esté maquinando mi muerte, de alguna refinada forma que parezca accidental?
-Olvídalo. Él te conoció hace veinte años, seguro. Pero puedes tener la completa certeza de que no dispone de una fotografía actual tuya. Han pasado muchos años, tú has cambiado y con los arreglos que te has hecho para esta operación, puedes estar bien segura de que no te va a identificar. De todas formas, estos dos días vamos a estar muy alertas. Ahora, más que nunca, debemos mantener la guardia bien alta.
-Bueno, eso espero. Dios quiera que estés en lo cierto.
Durante un tiempo, los dos amigos continuaron su discusión sobre algunos otros detalles de la delicada actuación, que Margaret debía llevar acabo al día siguiente y, más tarde, acudieron a su refugio en Hempstead, no sin tomar mil y una precauciones a lo largo de todo el recorrido.
De nuevo, Margaret volvió a dormir en The Towers. Y de nuevo tuvo que sufrir los mismos inconvenientes de la noche anterior. De poco le sirvió la experiencia adquirida ese día: sus nervios no solo se rebelaban contra su voluntad, sino que además crecían, conforme se acercaba el momento de su delicada intervención. Solo entonces, al descender las 15 plantas que le separaban del Astoria Lounge, y entrar en él, echó mano de su firme carácter y logró dominarlos.     
Tomó asiento en la mesa elegida y solicitó un abundante full English breakfast al amable camarero que le atendió. El lounge disponía de un variado, selecto y apetecible buffet, pero Margaret necesitaba disponer del mayor tiempo posible, además de darse un toque de distinción, alejándose de los habituales desayunos neoyorquinos.
A las 6 y veinte, en punto, apareció el general O´Connell por la puerta del Astoria lounge. Allí le aguardaba otro servicial camarero, impecablemente vestido como todos ellos, que le acompañó a su mesa, mientras le saludaba con sumo respeto y le hacía la misma pregunta de cada día: "¿Tomará lo de siempre el señor?"
Margaret siguió, con oído atento, el movimiento de ambos hombres sin desviar la mirada del plato, en donde consumía unos apetecibles huevos revueltos. Así pudo sentir cómo el general se acomodaba a su espalda y cómo el camarero iba sirviéndole lo acostumbrado y le proveía de varios diarios.
Había llegado el momento y no había tiempo que perder. Puso en marcha el dispositivo de copia escondido en su bolso y prosiguió con su desayuno.
De pronto, algo raro notó que le obligo a girar ligeramente la cabeza y mirar de reojo hacia la situación del general. Y...¡Horror! ¡O´Connell se había sentado en el asiento opuesto al de su habitual posición! ¡El aparato estaba fuera de alcance! Todo el plan se venía abajo. Quizás el hosco y misógino militar había considerado un ataque a su intimidad la cercanía de aquella impertinente señora y había decidido cambiar de asiento, con sumo fastidio, sin duda, al ver alteradas sus costumbres.
Margaret trataba de encontrar, desesperadamente, una solución sin hallarla. Cualquier intento de acercamiento sería interpretado por el desconfiado general como algo sospechoso. ¡Ni siquiera podía intentar el femenino recurso de la seducción!
De repente, vio llegar al waiter que servía al general. Era un auténtico armario con brazos, de 1,90 de alto y no menos de 280 libras de peso. No lo pensó más. Margaret se levantó al llegar a su lado y se interpuso en su majestuosa marcha. El buen hombre, que ni la vio, tropezó con ella y le propinó tal empellón que la hizo volar hasta aterrizar en el aterrado regazo de O´Connell. La fuerza del impacto volcó su asiento y ambos dieron con sus cuerpos en el suelo, revueltos y doloridos.
"Uno, dos, tres..." contaba los segundos Margaret, mientras apretaba su brillante bolso de mano azul contra su pecho y se agarraba al general con la otra. "Cuatro, cinco, seis.." seguía calculando, al tiempo que el fornido camarero, el maître y algunos de los presentes acudían en su ayuda.
Cuando, por fin, lograron levantarles, Margaret había alcanzado su objetivo.
 
CAPÍTULO XXXVIII
 
A pesar de que, en efecto, Margaret había recibido unos cuantos golpes más de los deseados, en su desesperado intento por acercarse al general O´Connell, no eran tan fuertes ni dolorosos como ella trataba de hacer creer. Sus exagerados gestos de dolor, bien aderezados con algunos tenues gemidos, que aunque apagados, emitía con un aire ciertamente lastimero, tenían por objeto facilitar su salida del lounge, liberada de la más leve sospecha.
Fue así como abandonó el Astoria Lounge, cojeando y sostenida por el descomunal waiter que le había atropellado, mientras el solemne maître les abría paso, componiendo ostensibles gestos de pesar, al tiempo que salmodiaba una interminable letanía de disculpas.
La operación fue llevada con tal maestría, por parte de Margaret, que el general no sospechó nada, aunque su innata desconfianza le llevó a palparse los bolsillos hasta asegurarse de que todas sus pertenencias seguían en ellos.
Poco después, tras recomponer su elegante figura, alterada por el accidentado encuentro con O´Connell, anunció su repentina marcha a la conserjería.  De inmediato, unos discretos golpes en la entrada de la suite anunciaron la llegada de la directora de relaciones públicas del Hotel. Venía para ofrecerle sus más fervientes disculpas y, sobre todo, para asegurarse de que el abandono de The Towers, por parte de aquella distinguida señora, no se producía a causa del enojoso incidente sufrido.
Margaret justificó su precipitada marcha asegurando que un importante e inesperado evento reclamaba su presencia en Paris. Al mismo tiempo, restó relieve al incidente, asegurando que era ella quien había provocado aquel enojoso percance, a causa de una imperdonable falta de atención. Además de asumir toda la responsabilidad del suceso, tuvo la delicadeza de ensalzar el impecable trabajo del servicio y rogarle que transmitiera a sus componentes su gratitud por las numerosas atenciones recibidas.
En el espléndido Hall del Waldorf le esperaba el director de The Towers portando un monumental ramo de flores y una invitación VIP para la exclusiva fiesta de The Spring Party of Waldorf Astoria. También Bob le aguardaba con una impresionante limusina y un chofer ataviado con tan refulgente uniforme que para sí lo deseara el almirante más laureado.
Cuando, por fin, se halló en el interior del lujoso automóvil, a solas con Bob, Margaret emitió un profundo suspiro y respiró tranquila.
-¡Al fin solos, Bob! -exclamó aliviada y sonriente.
-Y a salvo, Margaret -prosiguió él, con su misma sensación de alivio, ante el final de la exitosa actuación de su amiga.
-¿Y ahora qué? ¿Cuál es el siguiente paso de tu plan? -preguntó Margaret
-Antes que nada, llevaré el escáner a mis amigos para que materialicen los datos obtenidos en el soporte adecuado. Después, sin pérdida de tiempo, deberemos ocuparnos en obtener la combinación de la cámara acorazada de O´Connell.
-¡Vaya, y lo dices así, tan tranquilo! ¡Cómo si fuera la cosa más sencilla del mundo! -exclamó Margaret, entre sorprendida y disgustada.
-¿He dicho que fuese fácil? No, no lo es, pero lo haremos -aseguró Bob con firmeza- Verás: Con nuestros equipos de ocultación y los duplicados de los dispositivos de seguridad de O´Connell podemos llegar hasta su mismo despacho. Aprovecharemos una ausencia del general para instalar una micro cámara en él, de manera que podamos visualizar la apertura de la sala acorazada y copiar sus claves. Cuento con la colaboración de Pieterf para alejar de allí a O´Connell, durante el tiempo necesario.
-¡Eres sorprendente, Bob! ¡Hay qué ver lo fácil que ves todo! ¿Ya estás seguro de que podrás colocar la cámara en el sitio adecuado para que se vea la operación de apertura por completo, sin ningún obstáculo de visión y sin que nadie la descubra?
-¡Ja, ja! -rió Bob, ante la incredulidad de Margaret- Eso espero, porque si no podemos instalar la cámara, este asunto se va a poner muy desagradable. Imagina lo que nos espera si falla esta opción: Deberemos permanecer en el despacho, con él dentro, sin rechistar, sin hacer el menor ruido, ni satisfacer ninguna necesidad fisiológica, si queremos pasar desapercibidos. Y eso, tanto tiempo como tarde el señor general en decidirse a abrir su inexpugnable cámara acorazada.
-Estas de broma ¿no?
-Míralo como quieras, pero solo tenemos esas dos alternativas. Y ruega por que podamos resolverlo con la primera de ellas.
Margaret recibió las palabras de Bob con un abatido gesto de desánimo. Empezaba a sentir un abrumador cansancio por todo aquello. Sus antiguas y vigorosas ansias de venganza comenzaban a flaquear ¿Cuándo acabaría aquella interminable sucesión de episodios, a cual más agitado y penoso? Y, sin embargo, Pieterf estaba en lo cierto cuando aseguraba que se hallaban ante un lance a vida o muerte, del que ninguno de sus protagonistas podía retirarse: ellos acababan con O´Connell, o este acabaría con ellos. En ese momento, Margaret suspiró y recordó con añoranza los felices años vividos en España, contrariados apenas por la vorágine de los negocios arriesgados, en los que ella sabía moverse con admirable soltura y total eficacia y en los que poder quemar adrenalina representaba su mayor gozo.
Ambos dejaron la limusina en el Aeropuerto Internacional J.F. Kennedy y se trasladaron a Hempstead en uno de los coches de Bob.
-Mira Bob: Si hay algo que me revienta de este asunto es tener que alimentar a este bestia de Homer -dijo Margaret nada más llegar a su refugio donde le tenían prisionero- ¡Dios, qué ganas tengo de perderlo de vista!
En ese preciso instante, a varios miles de Kilómetros de allí, en el castizo barrio de Chamberí de la capital de España, el flamante detective Luis Rodríguez -Agencia Rohen: Detectives Privados-  se disponía a realizar una visita de cortesía a su antiguo jefe, el comisario Casado.
-¿Qué hay de bueno, comisario? -saludó Rodríguez, inundando de cordialidad el despacho del funcionario.
-¡Hombre, Rodríguez! ¡Qué bueno volverle a ver! -exclamó el comisario, mientras se daban la mano con verdadera efusión -¿Cómo le va el negocio?
-No nos podemos quejar, la verdad. Al principio tuvimos que apretarnos el cinturón, pero ya nos hemos hecho un huequecillo en el negocio y ahora la cosa ya marcha como debe. Pero...cuénteme: ¿Qué tal por aquí?
-Pues a medias, como siempre. Unas veces mal, otras regular y muy pocas bien. Ahora mismo me pillas en un momento malo. Tengo entre manos un caso que no me deja dormir.
-¡No me diga, jefe! ¿De qué se trata...si no es indiscreción?
-¡Qué va! Seguramente habrás oído hablar de él, porque ha salido en toda la prensa. Se trata del asesinato de los Marqueses de Puente Cerro.
-¡Joder, menudo muerto le ha caído! -exclamó Rodríguez- Claro que lo conocía, pero no sabía que hubiera sucedido en su jurisdicción.
-Sí, sí. Su residencia, donde se produjo el asesinato, se halla a cuatro manzanas de aquí. Dada la resonancia del caso me han enviado tres detectives de la Central como refuerzo, pero a mí me ha caído de lleno la responsabilidad de la investigación. Muñoz Alonso dirige las primeras diligencias.
-¡Me cagüen la leche! ¡Pues va Vd. listo con este elemento! Es un artista del bla bla, pero inepto como él solo. Aparte de gorrino, que apesta a tabaco barato, coñac de garrafón y mayonesa.
-Ya, ya, Rodríguez, pero es lo que hay -respondió el comisario resignado.
-Bueno, mire. No se apure, jefe. Vd. y yo vamos a resolver este caso.
 
CAPÍTULO  XXXIX
 
-Te lo agradezco de veras, Rodríguez, pero ya te dije que no puedo admitir ayudas privadas. Esto es un organismo oficial y si llegara a oídos de las altas esferas que, en esta investigación, había intervenido un detective privado, ten por seguro que acabaría crucificado y con el cese en el bolsillo.
-¡Venga, jefe! Este asunto quedará entre Vd. y yo, además de Helen, claro. No creerá que el caso se va a resolver gracias al "parla puñaos" de Muñoz y su cuadrilla de zoquetes. Y con el revuelo que se ha levantado con esta historia, Vd. va a quedar con el ala bien tocada como no se aclare.
-¡Sí, sí. Si ya sé lo que me espera, pero no puedo saltarme las normas!
-¿Las normas? ¡Qué normas! ¿Las que machacaron mi investigación en Nueva York para proteger a unos cuantos peces gordos? ¡Se vayan a hacer puñetas todos! -clamó Rodríguez, enfadado de veras- Aquí cada uno va a lo suyo y el que no está en esa dinámica hace el primo.
-Vaya, Rodríguez. ¿Has desayunado tigre hoy o qué?
-¡Pero si es verdad, comisario! ¿O todavía no se ha enterado de que este es un país de chapuceros, caraduras, chorizos y gilipollas? Mire, jefe: no voy a permitir que le machaquen. De todas maneras, yo voy a investigar, pero lo haríamos antes y mejor si Vd. me acompañara.
-¡Uf! ¡Cuidado que eres pesado! Mira...no sé cómo te hago caso -dijo al fin el comisario Casado, después de un buen rato de vacilaciones- De acuerdo, pero me tienes que prometer que no te vas a pasar ni un milímetro de donde yo te indique.
-¡Hecho, jefe! ¿Por dónde empezamos?
-Lo primero será ir a revisar el escenario del crimen por si los encuestadores se han pasado algo por alto. Durante el trayecto te iré poniendo al corriente de los detalles del crimen y la situación actual de la investigación.
Dicho y hecho, allá se fueron los dos amigos, el comisario y su fiel antiguo ayudante, dispuestos a desentrañar el misterio del asesinato de los renombrados Marqueses de Puente Cerro.
-¡Coño, menuda choza! -exclamó Rodríguez ante la residencia de los marqueses.
-Pues ya verás por dentro. Es un auténtico palacio, repleto de obras de arte, muebles de estilo, construidos con las maderas más nobles, junto a toda clase de complementos ornamentales de un valor incalculable. Todo eso debe valer una auténtica millonada -aseguró el comisario.
-¿Qué hay de los familiares más allegados? -preguntó Rodríguez- Me refiero a los que salen beneficiados con la muerte de los marqueses.
-Hay dos hijos y un sobrino que heredan. Los estamos investigando, pero de momento no se ha visto nada sospechoso en ellos. Los tres tienen coartada y no hay antecedentes delictivos ni de vida irregular en ninguno.
-¿Y el servicio? -insistió Rodríguez.
-También se ha investigado sin ningún resultado positivo. Solo el mayordomo, que vive en un anexo de la mansión principal, es el único que no tiene coartada.
-¡Caray, jefe! No me irá a decir que, justo el mayordomo, es el único sospechoso que tiene -comentó Rodríguez con cierta guasa.
-No, no. Sospechosos tenemos todos y ninguno. Hemos interrogado al mayordomo, que por cierto es un poco raro, y parece que no sabe nada.
-¡Uy, uy, uy! Es cierto que los mayordomos solo en muy rara ocasión han resultado ser culpables de asesinar a sus patronos. Ellos viven muy bien con ese trabajo y con las sisas que quedan a sus alcances. Si los amos mueren, el chollo se les acaba. Pero, desde luego, lo saben todo...y lo que no saben se lo imaginan. Tendremos que hablar con él en cuanto terminemos el registro de la casa.
Durante más de tres horas, Rodríguez y el comisario inspeccionaron la casa palmo a palmo sin encontrar nada reseñable. Estaban dando ya fin al examen del teatro del crimen, cuando Rodríguez acertó a ver una bolita de papel, arrugado y repleto de manchas, debajo de una de las butacas de la biblioteca. Lo desplegó con sumo cuidado y, al ver su contenido, soltó una sonora exclamación:
-¡La leche! ¡Fíjese en esto, comisario!      

Era un nota escrita en un idioma oriental que apenas podía leerse, de tantas manchas y arrugas como tenía. Pero el comisario no le dio importancia.
-Bueno, parece chino. Será la etiqueta de algún producto de por allá -dijo.
-Eso ya se verá -aseguró Rodríguez- A mi no me parece una etiqueta. Sacaré una copia y se la daré a Helen para que la haga traducir. Vd. guarde el original, por si acaso. Ahora sería bueno hablar con el mayordomo.
Tan pronto Rodríguez vio llegar al estirado sirviente, se apresuró a lanzar un jocoso comentario al oído del comisario.
-¡Ostras! ¡Este tío es bujarreta! ¿No?
-¡Chisst, calla! No se te ocurra decir eso delante de nadie. Ahora este gente está de moda y goza de consideración, prestigio y del respaldo de las autoridades.
-No, ya. Ya sé. Así es como marcha todo -rezongó Rodríguez en voz baja, meneando la cabeza- Pero, venga: apriétele las tuercas de una vez.
Casado lo intentó, pero por más esfuerzos que hacía, no lograba que aquel hombre, de gestos y habla manifiestamente amanerados, mostrara la más mínima intención de recordar nada de nada.
-Bueno, bueno,..No sabes nada ¿eh? Vaya, vaya ¿Y qué me dices de los chinos? -soltó Rodríguez de improviso.
El mayordomo abrió los ojos como platos al escuchar la pregunta de Rodríguez. Era evidente que no esperaba ninguna interpelación sobre ese tema y, desde luego, estaba muy claro que el detective había dado de lleno en la diana.
-¿Los chinos? No, no. Yo...yo no sé nada de ningún chino -balbució, asustado.
-Mira majo -insistió Rodríguez, ante el espanto del comisario Casado, que veía como su compañero se adentraba por la senda del desmadre, alejándose a marchas forzadas de las normas establecidas-, necesitamos un culpable y tú nos vienes de perilla. No tienes coartada, cuentas con inmejorable oportunidad para cometer el crimen y tengo la impresión de que nos va a resultar muy sencillo hallar un móvil convincente en cuanto echemos un vistazo a tus cuentas.
-¡Soy inocente, lo juro! -exclamó el mayordomo con desesperación- ¡Yo soy incapaz de matar a una mosca!
-Bueno, quizás sea verdad que eres inocente y consigas salvarte de la acusación, pero con esa mancha en tu expediente, ya me dirás quién te va a contratar luego. ¡Se te acabó la buena vida y el chollo este de empleo! Así que ya puedes empezar a cantar, si no quieres comenzar a pasarlas canutas desde ahora mismo.
  CAPÍTULO  XL
 
Rodríguez había tomado la iniciativa en el interrogatorio al mayordomo de los difuntos marqueses y ya no había quien le frenara. El comisario le veía hacer, apurado por las heterodoxas formas de su compañero, pero lo cierto era que estaba realizando un excelente trabajo, al apretar las clavijas al sujeto con muy buen oficio. En aquel momento, ya lo tenía acorralado y a punto de hacerle cantar hasta la copla de "La Lola se va a los Puertos" si se lo pidiera.
-¡Por favor, créanme! -suplicó- Yo soy un mayordomo decente y cumplidor. Hago mi trabajo con absoluta profesionalidad y no me ocupo de las actividades de mis jefes.
-¡Venga ya! ¡Menuda pieza estás tú hecho! ¿Me vas a decir que no has visto nada raro en esta casa? ¡A ver: qué hay de los chinos! Y no me vayas a contar milongas, ¿eh?
-Pueden creerme. Les aseguro que no tengo nada que ver con los posibles líos del marqués. Es verdad que por aquí pasa gente muy rara...y también chinos, pero ignoro por completo lo que se traen entre manos.
-Bueno, ya nos vamos entendiendo. Ahora dime: ¿Qué clase de gente rara es esa y con quién se entienden? ¿Les has visto traer algo sospechoso?
-Pues aquí llega de todo: personas trajeadas y zarrapastrosas. Y, sobre todo, mucho extranjero, tanto rubios y blanquiñosos europeos, sobre todo de Holanda, como anglos renegridos por el sol de África. Todos  con aspecto de amigos del riesgo. Y no, nunca les he visto traer paquetes.
-¿Y los chinos? -insistió Rodríguez, impacientándose.
-¡Ah, esos! Esos son los que tienen peor pinta. Dan miedo, de verdad. Siempre llegan con dos coches. Dos o tres se quedan en los vehículos y el resto sube a tratar con el jefe.
-Y, naturalmente, nunca se te ha ocurrido pegar la oreja a la puerta para saber qué negocian ¿no?
-¡Por Dios! ¡Jamás se me ocurriría! A parte de que soy un empleado fiel y discreto, como ya les he dicho, no quieran saber Vds. el respeto que me producían con su tremenda catadura de mafiosos, además de los nervios que me hacían padecer cada vez que aparecían por aquí.
-Bien, tendremos que creerte por esta vez. ¿Y quién les atendía? ¿Estaba con el marqués alguno de sus hijos? -terció el comisario.
-No, no. Sus hijos no intervenían en nada. De hecho, solo aparecen por aquí muy de tarde en tarde. Era el señorito Roberto, su sobrino, el que le ayudaba en todo. Por cierto que estuvo aquí la tarde antes del asesinato.
-Vaya, eso es muy interesante...-murmuró Rodríguez pensativo, aunque de inmediato volvió a la carga con el interrogatorio- Y no sabrás el motivo de la visita, claro.
-¡Cómo saberlo! Aunque algún motivo muy importante le debió traer, porque al momento se enzarzaron en una bronca tremenda. Parece ser que el Sr. Marqués recriminaba a su sobrino sobre alguna actuación mal hecha y el señorito Roberto se defendía muy enfadado de la acusación, atribuyendo al marqués la responsabilidad del desaguisado.
-¿Hubo amenazas? -preguntó el comisario.
-Hubo de todo. ¡Como que yo me apresuré a presentarme en el despacho del Sr. Marqués, pensando que podían llegar a las manos!
-¿Y cómo terminó la cosa? -insistió el comisario.
-Por fin, cuando yo llegué, seguido por el chofer y una sirvienta, el Sr. Marqués le ordenó callar muy serio y el señorito Roberto salió de la casa terriblemente enojado y echando pestes.
-¿A qué hora? -preguntó Rodríguez.
-Se había hecho tarde ya. No serían menos de la ocho y media.
Después de esta última declaración del mayordomo, el comisario Casado y su fiel amigo y antiguo agente Rodríguez abandonaron el escenario del misterioso crimen, convencidos de que allí no había más tela que cortar y de que habían logrado saber todo cuanto se podía averiguar.
-Bueno, jefe. Parece que al fin tenemos un sospechoso -insinuó Rodríguez.
-En efecto. Ahora mismo voy a ordenar que interroguen al sobrinito este. Sería conveniente que mañana nos viéramos de nuevo. Yo tendré lista la declaración de este caballerete y tú te traes la traducción de la nota china, a ver si sacamos algo en claro de todo esto.
-Hecho, comisario. -contestó Rodríguez, despidiéndose de su antiguo jefe con un afectuoso y fuerte apretón de manos.
En la mañana siguiente, Helen llegaba, triunfante, a la oficina de la Agencia Rohen, con la traducción de la nota china en su cartera.
-Parece ser que está escrito en chino tradicional. Según me han dicho en el tugurio donde me lo han traducido, si hubieran empleado caracteres actuales la nota estaría escrita así:
Zuì hӑo de shāokӑo jiàng.  Gĕi lӑobӑn.
-¡Caray! ¡Mira qué bien!. Así ya es otra cosa -exclamó, burlón, Rodríguez.
-¡Muy gracioso! -prosiguió Helen con un mohín de disgusto- Pero querrás saber qué significa ¿no? Pues agárrate bien al asiento, porque dice así la nota: "La mejor salsa para asados. Entregar al jefe."
-¡Me cagüen la leche! ¡Va a tener razón el comisario que es una simple etiqueta! Pero no... no puede ser. Aquí hay algo que no cuadra.
-¡Y tanto! -afirmó Helen- Luis, cariño, parece que hoy no te has despertado del todo. ¡Claro que no es una etiqueta! ¿Qué hace la etiqueta de una salsa china en la biblioteca de un marqués? Porque si de verdad fuera salsa ¿la entregarían al jefe -el marqués-, o al cocinero? Sabemos que este Sr. tenía frecuentes negocios con individuos chinos de una marcada catadura de mafiosos. ¿No podría ser droga esa dichosa salsa?
-¡Pues tienes razón! Eso debe estar escrito en clave. No van a poner: "Aquí le enviamos opio de la mejor especie. Saludos a su señora" ¡Venga! Hay que moverse rápido. Localízame a algún jefecillo de la comunidad china de Madrid. Si trafican con droga, ellos lo tienen que saber.
Se cumplía la media tarde ya, cuando Rodríguez pudo reunirse con el comisario Casado en su despacho.
-Problemas, Rodríguez -le espetó nada más verle- Ayer mi gente estuvo todo el día buscando al sobrino del marqués sin poder dar con él: había desaparecido. Sin pérdida de tiempo, emití una orden de busca y captura. Por desgracia, acabo de recibir la noticia de que han hallado su cadáver en un descampado. Tenía signos de mal trato y cuatro balas en el cuerpo.
-Me lo estaba temiendo. Esta gente estaba metida en lío gordo de tráfico ilegal y parece ser que algo les salió mal. Tan mal que desataron las iras de sus compinches y el entuerto les costó la vida. Así se explica que no faltara nada de valor en la casa.
En esto, Rodríguez recibió una llamada de Helen en la que le informaba de haber conseguido la cooperación de un confidente, capaz de ponerles en contacto con un importante empresario e importador chino, dueño de múltiples negocios, entre ellos, una cadena de restaurantes y otra de tiendas de bajo precio. Había concertado ya una cita y les esperaba en el cubil del notable negociante oriental en una hora.
Cuando llegaron allí el comisario y Rodríguez, hallaron a un trajeado, sonriente y ceremonioso, aunque hermético, auténtico chino de la China. Solo cuando el comisario le hizo ver las ventajas de colaborar con la justicia, se avino a satisfacer un tanto las demandas de los detectives.
-Bien, señores. No puedo decirles lo que sé, solo aquello que me está permitido decir.
CAPÍTULO   XLI
 
Rodríguez torció el gesto tras la esquiva respuesta del magnate chino a sus preguntas. Aquel tipo era un auténtico hueso y daba la impresión de que no iba a resultar nada fácil sacarle algo útil.
-Mire, sabemos muy bien cómo funciona esto y no vamos a pedirle que nos diga nada que afecte a su seguridad personal, pero necesitamos de Vd. alguna información de carácter general que nos permita avanzar en nuestra investigación -aseguró el comisario Casado- ¿Qué nos puede decir del tráfico de droga desde China Continental a España?
-Muy poco. El comercio ilegal del opio con Occidente acabó hace años y en la actualidad se puede decir que es inexistente. Vds., mejor que nadie, saben que en su país confluyen las dos vías más importantes de penetración de la droga en Europa: la africana y la americana.
Los dos detectives se miraron un tanto decepcionados por la respuesta de su interlocutor, pero Rodríguez no estaba dispuesto a abandonar su teoría al primer tropiezo e insistió.
-Sabemos, sin ningún género de duda, que existe un comercio ilegal con China y Vd. debe estar al corriente de esta realidad, dada su destacada posición en el trafico de importaciones y exportaciones entre China y España.
-Estoy seguro de que han investigado mis negocios antes de venir a verme y de que habrán comprobado que todos ellos se realizan bajo la más estricta legalidad. Por tanto, no voy a considerar sus palabras como la sombra de una duda a mi honorabilidad -advirtió con gran ceremonia aquel hombre singular, de rasgados ojos y sonrisa esculpida en un rostro azafranado e impenetrable.
Durante un momento observó los inmediatos gestos, tanto de negación como de disculpa, de los dos investigadores y, en seguida, reanudó su discurso con la misma digna parsimonia oriental que hasta entonces.
-Esto es solo una hipótesis: Si yo quisiera dedicarme a realizar un tráfico ilegal de alguna mercancía valiosa, elegiría los diamantes. El consumo de estas piedras preciosas se incrementa año tras año en China y la cifra de importación en mi país ya ha superado a la de Japón, para colocarse en el segundo puesto del ranking mundial, tras los EEUU. Se espera que en el año 2016, China le superará para alcanzar el primer lugar. Este floreciente negocio ha generado un constante alza de precios, con gran regocijo de las compañías que, como De Beers, dominan el comercio mundial. Pero al mismo tiempo, esta situación ha dado lugar a un próspero negocio de tráfico ilegal. Gemas procedentes de robos o depósitos incontrolados entran y se venden ilegalmente en China con pingües beneficios.
-Y, siguiendo con esas suposiciones -se apresuró a intervenir Rodríguez con renovado interés, ante el nuevo cariz que tomaba el asunto tras las palabras del potentado chino-, ¿cómo procedería Vd. para llevar a cabo ese comercio?
-¡Bien! Si yo fuera un comerciante ilegal de diamantes, ¡Kŏngzǐ -traducido Maestro Kong o Confucio- no lo permita!, reuniría en España, quizás en Madrid, las vías de tráfico provenientes de las extracciones ilegales de África y también de las ocasionadas por "extravíos" en los depósitos europeos, sobre todo de los Países Bajos. En España hay una importante colonia china, que goza de unas leyes bastante permisivas y pueden camuflar la valiosa mercancía entre el comercio de menudeo, cada vez más intenso aquí. La ruta de entrada ilegal de los diamantes en China es conocida por todas las autoridades: Entran por Hong Kong para llegar a Cantón con absoluta facilidad. Desde allí, se distribuyen por toda China.
-Naturalmente, Vd. no tiene ni la más remota idea de quién realiza este tráfico en España -dejó caer Rodríguez la frase, como quien no está demasiado interesado en recibir una respuesta precisa.
-¡Ah, señores! Por nada del mundo les privaría del placer de averiguarlo por Vds. mismos -dijo el astuto chino con la mejor de sus sonrisas.
"Menudo cabronazo está hecho el chino este" pensaba Rodríguez mientras se despedían de él con la mayor cordialidad del mundo. Sin embargo, la reunión no podía haber sido más fructífera. Gracias a las explicaciones del comerciante, ahora ya disponían de una pista consistente.
-¡Claro! Ahora me explico la variedad de razas y aspecto de los visitantes de la casa. Unos, los blancos, traían la mercancía y otros, los chinos, la trasladaban a su país -aseguró Rodríguez- Por eso, el mayordomo nunca pudo observar movimiento de paquetes: una bolsa de diamantes se lleva en cualquier bolsillo -y añadió- Jefe, tenemos que volver a la casa. Allí tiene que haber, por fuerza, un buen escondite para las piedras.
-De acuerdo -aceptó el comisario Casado-, pero tengo que hacerme con otro mandamiento. Sin él, lo que hallemos allí no servirá como prueba.
Así lo hicieron. De nuevo les recibió el mayordomo, a pesar de que ya estaba haciendo las maletas, preparándose para abandonar la casa. Los herederos habían rescindido su contrato, con la intención de encargar el cuidado de la finca a una agencia.
-No se le ocurra dejar la ciudad hasta que la encuesta esté terminada por completo -se apresuró a advertir el comisario, al tiempo que anotaba su nueva dirección- Ahora necesitamos que nos diga el lugar donde el marqués guardaba sus efectos más reservados.
-Hasta donde yo sé, el Sr. Marqués guardaba sus papeles en la caja fuerte. Si buscan algo concreto, lo podrán ver en la lista del contenido que hizo el notario al proceder a su apertura.
-No, no. Nos referimos a algún lugar secreto, capaz de ocultar productos o documentos de excepcional importancia, que no quisiera dar a conocer ni a su misma familia -precisó Rodríguez.
-Si tenía algo así, lo desconozco, la verdad. Pero...sí, algo muy sorprendente había en aquellas extrañas visitas. En cada ocasión, tras despedir a los visitantes, el Sr. Marqués se encerraba con llave en la biblioteca y no permitía que nadie le molestara. Ahora pienso que si disponía de algún sitio oculto y desconocido para el resto de la familia, tenía que ser allí, en la biblioteca.
-¡Tiene razón, jefe! ¡Es allí donde encontramos la nota china! -exclamó Rodríguez.
Llegado a este punto, los dos hombres se aprestaron a realizar un minucioso registro de la habitación. Indagaron con ahínco por muebles, suelos, techos y paredes. Sin embargo, a pesar del entusiasmo y esfuerzo con que ambos se emplearon en la búsqueda, esta se mostró baldía, aun después de más de tres horas de ininterrumpido trabajo.
Desanimados por el fracaso, estaban ya dispuestos a tirar la toalla y abandonar la investigación, cuando a Rodríguez se le ocurrió llamar a su compañera Helen. Fue un acierto. En cuanto ella llegó y se puso al corriente de la actuación de los dos hombres, tomó una cinta métrica y fue anotando medidas de la biblioteca y de las salas contiguas. Pronto descubrió que detrás de una enorme estantería repleta de libros de todo tipo, había un desfase de más de medio metro. Allí estaba el escondrijo.
Pero había que encontrar el sistema de apertura, porque ya los dos hombres habían sospechado esa posibilidad y tenían  escudriñada hasta la más mínima rendija, sin hallarlo.
-¡Nada, hay que hacer astillas este mueble! -exclamó decidido Rodríguez.
-No seas bárbaro, hombre -replicó el comisario- Este mueble debe costar un ojo de la cara. No podemos hacer eso: los herederos se nos iban a echar encima. Y con razón.
Al final tuvieron que hacer algún destrozo parcial en el mueble, ya que, por más intentos que hicieron, les fue imposible dar con el sistema de apertura del secreto hueco. Mereció la pena el esfuerzo: allí, en aquella oculta cavidad, encontraron dos bolsas con unos trescientos diamantes, además de un raro objeto, dentro de un delicado envoltorio de terciopelo.
Se trataba de una hermosa máscara hecha con brillantes piezas de jade multicolor, unidas entre sí mediante un grueso hilo de oro. La relumbrante finura de la primorosa pieza hizo proferir una cadena de exclamaciones de admiración y sorpresa al bueno de Rodríguez:
-¡Madre mía! ¡Qué maravilla! ¿Se da cuenta, jefe, del descubrimiento que hemos hecho? Ahora mismo tiene que llamar al comerciante chino para que nos proporcione un experto en piezas antiguas de su país.
Así se hizo. Al día siguiente se presentó en la comisaría de Chamberí el dicho comerciante, acompañado por un anciano compatriota. Este, tan pronto vio la máscara, lanzó un gemido de angustia, dio dos pasos atrás, mientras extendía sus brazos como si tratara de defenderse de un terrible mal, al tiempo que un torrente de voces, totalmente ininteligibles para los dos detectives, se escapaba de su boca.
-¡Coño! ¡Qué leches dice este tío! -exclamó, sorprendido, Rodríguez.
El comerciante estuvo dialogando durante un tiempo con el aterrado anciano y después se avino a traducir sus palabras con un marcado tono de preocupación.
Sudario de jade del Emperador Zhao Mo. 211 a. C.
-Dice que esta máscara, que tiene un valor incalculable, es parte del sudario de jade del emperador Zhao Mo que murió 211 a. C. Su tumba fue descubierta en el año 1983. Junto a él se enterraron a 15 servidores vivos para que le cuidaran, ya que existía la creencia de que el sudario de jade aseguraba la inmortalidad. Al mismo tiempo se propagó la existencia de una terrible maldición, que aseguraba una horrible muerte para quien profanara la tumba, como también para quienes tuvieran en su poder alguna de las piezas despojadas. Hace tres años, se produjo el robo de la máscara en el mausoleo de Nanyue en Guangzhou y, desde entonces, agentes del Gobierno Chino la están buscando por todo el mundo. Asegura que deben desprenderse cuanto antes de la máscara, si no quieren sufrir los terribles daños de la maldición. En cualquier caso, no desea estar aquí por más tiempo y ruega que se le deje marchar de inmediato, pues quiere evitar que la maldición le alcance también a él.
En cuanto los dos chinos abandonaron la comisaría, el comisario Casado se apresuró a tomar las medidas pertinentes a la gravedad del asunto.
-Bueno Rodríguez, esto se escapa de nuestra competencia. Ahora mismo me voy a la Dirección General con la dichosa pieza y una buena escolta. Ya te diré en qué queda todo este lío.
-Macanudo, jefe. Lléveles la máscara a los jefazos, a ver si la maldición "cuaja" a unos cuantos de ellos -insinuó Rodríguez con tono socarrón, provocando en Casado un resignado meneo de cabeza, como reprimenda.
Unos días más tarde, el comisario pudo relatar a su fiel ex agente el final de la historia.
-Por fortuna, el caso ha quedado resuelto. La más alta instancia de la policía ha ordenado su cierre y mantener todas las diligencias dentro del más estricto secreto, para evitar posibles conflictos diplomáticos. El gobierno chino había guardado en secreto el robo de la máscara y hacerlo público ahora, sería considerado como un acto hostil a la República Popular. La valiosa pieza se entregó a la Embajada de la República Popular China, con enorme satisfacción por parte de todo el personal de la legación. Gracias a la colaboración de sus agentes, pudimos conocer la historia completa: La máscara fue robada por los contrabandistas chinos de diamantes. Estos la trajeron a España y entraron en tratos con Roberto, el sobrino de los Marqueses de Puente Cerro, socio y mano derecha de su tío en el negocio ilegal de los diamantes, sin su conocimiento. El marqués, que no tenía un pelo de tonto, lo supo y envió a un par de sicarios para apoderarse de la valiosa pieza. Cuando los contrabandistas exigieron a Roberto el dinero acordado, este les confesó que le habían robado la máscara y que, por tanto, la operación quedaba anulada.
-No siga, jefe. Los "pájaros" se cabrearon y le dieron matarile, después de hacerle cantar sobre la identidad de la persona que le había robado. Hecho esto, fueron a casa de los marqueses y se los cargaron. Pero...oiga jefe. ¿Por qué no pusieron la casa patas arriba, en busca de la máscara?
-Muy fácil. Los agentes del gobierno chino les seguían los pasos. Llegaron poco después de haber liquidado a los marqueses, pero los asesinos les vieron llegar y salieron huyendo a toda prisa, sin tiempo para nada. 
 
CAPÍTULO  XLII
 
 
 
Conforme Rodríguez iba recibiendo la información sobre el resultado oficial del enrevesado caso del asesinato de los marqueses de Puente Alto, por boca de su antiguo jefe, el comisario Casado, su interés crecía en intensidad, Al mismo tiempo, sin embargo, podía apreciarse cómo un velo de contrariedad iba cubriendo su ánimo, plasmando en su rostro un claro y marcado ceño de decepción y hasta de disgusto.
-Pero, por fin...¿cómo ha quedado reflejado el asesinato de los marqueses en el informe oficial de la encuesta? -preguntó Rodríguez, muy escamado.
-Ni más, ni menos de como la superioridad ordenó que se hiciera. Como había que tapar todo lo referente a la máscara y sus ladrones, se dispuso una historia medianamente creíble: el sobrino hizo matar a sus tíos, con el propósito de heredarles, mediante la ayuda de unos sicarios. Estos no quedaron satisfechos con el pago, al no ajustarse a lo prometido y acabaron también con él. Lo importante para nosotros es que la red de contrabando ha sido desmantelada y ya no tenemos que preocuparnos por los asesinos chinos: Los agentes de su Gobierno van tras ellos y...francamente, no doy un ochavo moruno por su piel.
-De todas formas, ¡hay que fastidiarse, jefe! Para dos casos de verdadera importancia que tenemos la suerte de intervenir y resolver, llegan los señorones de arriba y nos los capan. ¡Y con el mismo descaro que si lo hubieran resuelto ellos! ¡Así se escribe la historia!
-Claro, Rodríguez, ¿Qué esperabas? ¿Una medalla, tal vez? ¿Por qué crees que hay más subordinados que jefes? Los que mandan saben muy bien cómo proteger sus intereses y limitar la competencia.
-¡Ah, comisario! Eso me lo sé yo de corrida. Hace poco pude leer las declaraciones de un Premio Nobel a la salida de una reunión de grandes "cerebros", en no sé qué ciudad, de un país que no recuerdo. Venía a decir que habían estado discurriendo sobre la reprobable situación en la  que se halla el mundo, en el que, a pesar de existir tantos gobiernos diferentes, tantas diversas ideologías políticas y teorías económicas, nadie ha podido evitar que haya muchos más pobres que ricos. Trataban de encontrar el motivo, antes de enunciar sus recomendaciones de cara a resolver la situación ¡Pero no lo hallaban! Pensé que sabrían mucho de lo suyo, pero en cosas de la vida real y corriente estaban "pez"
-¡Vaya por Dios, Rodríguez! ¡No me irás a decir que tú sí lo sabes!
-Elemental, querido jefe. No hay que rascarse mucho el cogote para saberlo: Hay más pobres que ricos, por la sencilla razón de que, por lo general, es mucho más fácil ser pobre que rico. Así que aplíquese esta misma regla al motivo por el que hay más subordinados que jefes.
La ocurrente salida de Rodríguez fue acogida por su antiguo jefe con abundantes y sonoras carcajadas, además de alguna que otra chirigota. Dejaron así a un lado los sinsabores propios de la profesión y encaminaron su charla por sendas mucho más animadas y placenteras.
-Por cierto, jefe ¿Qué fue de la orden internacional de búsqueda de la señora Márgara Fuster, alias Muriel Dallamore? -preguntó Rodríguez, al recordar de pronto a la protagonista de su anterior éxito internacional.
-Se anuló, al mismo tiempo que se echaba tierra sobre tu expediente. Ya sabes: había demasiado pez gordo envuelto en él.
En aquel preciso momento, al otro lado del proceloso Océano Atlántico, Margaret Foster, el verdadero nombre de Márgara, y Bob Bryant conversaban en su refugio de Hempstead. Planeaban su próximo movimiento en la batalla planteada para escapar de las temibles garras del general O´Connell.
-No podemos perder más tiempo -aseguró Bob- He recibido el soplo de que los esbirros del general están peinando, casa por casa, todos los barrios de Queens. Tarde o temprano llegarán hasta aquí y tenemos que adelantarnos.
-Lo que tú digas -replicó Margaret- Yo estoy preparada.
-Bien. Haremos que esta misma noche, Pieterf vuelva a interrogar a nuestro prisionero Homer, para confirmar los datos que nos suministró sobre la disposición de las estancias y sistemas de seguridad de la sede de la SSD. Estudiaremos los itinerarios más adecuados y mañana entraremos allí con nuestros equipos de ocultación y los duplicados de los dispositivos de pase y apertura de O´Connell
-¿Sigues con la idea de no revelar nuestro secreto a Pieterf?
-Así es. De momento no lo considero conveniente. Tiempo habrá para hacerlo, si llega el caso. Seguro que sospecha que le ocultamos algo. Es demasiado astuto como para que no se dé cuenta, pero ya se me ocurrirá algo que explique nuestra facilidad para movernos en territorio enemigo. Cuento con él para hacer salir al general de su despacho, citándole en un lugar convenientemente apartado, con el pretexto de arreglar la situación entre ellos. O´Connell irá, seguro, acompañado por una fuerte escolta, con la intención de eliminarle. Así podremos acceder al despacho del general y, al mismo tiempo, movernos por el edificio con mayor facilidad, al faltar el personal movilizado para su encuentro con Pieterf.
-De acuerdo -concedió Margaret- me parece que es un buen plan. Solo necesitaremos que haya un poco de suerte y consigamos encontrar un lugar adecuado donde colocar nuestra cámara espía.
A media mañana del día siguiente, Margaret y Bob se hallaban en las inmediaciones de la entrada a la sede del SSD. Esperaban el aviso de Pietref en el interior del potente automóvil de Bob, enfundados ya en sus equipos de ocultación y dispuestos a poner en práctica el plan que habían estudiado, hasta el último detalle, el día anterior. El objetivo era muy claro: conseguir las claves de apertura de la cámara acorazada del general. Cualquier otro resultado sería un rotundo fracaso difícil de enmendar, pero estaban decididos a que esto no sucediera, aun en el peor de los supuestos.
Unos minutos más tarde, recibieron la comunicación de Pietref: la acción se había puesto en marcha.
Casi de inmediato, los dos amigos observaron un agitado movimiento de coches y personas en la entrada del SSD. Era su turno, pensaron. Pieterf había llamado al general desde el punto de encuentro solicitado y, en su diálogo con O´Connell, concedió justo el tiempo necesario para su localización. De ese modo, reforzaba su imagen de sincera disposición para llegar a un acuerdo conciliatorio con el general, que solventara sus diferencias.
Margaret y Bob pudieron observar como cuatro coches, repletos de agentes, salían disparados en dirección a Bayonne Bridge. Desde ese momento disponían de una hora, como mínimo, para completar la operación, pero la tenían que aprovechar hasta el último segundo.
-¡Rápido, apresúrate! ¡Tenemos que entrar antes de que vuelvan a cerrar la verja de entrada! -urgió Bob a Margaret.
Aunque disponían del dispositivo de apertura, estimaba Bob que no era conveniente usarlo en un principio. De hacerlo, podrían levantar las sospechas de los guardias de la entrada, al ver abrirse la verja sin su intervención, con el consiguiente riesgo de que, inquietos ante ese extraño hecho, pusieran el edificio en estado de alerta.
-¡Espera Bob! ¡Algo no funciona! ¡Ahora mismo te estoy viendo! -exclamó Margaret, alarmada.
-¡Tranquila, Margaret! Yo también, pero no te preocupes -trató de calmarla Bob-, estamos al aire libre y los reflejos del sol producen esos raros efectos en las cámaras. Pero esas difusas imágenes son suficientes para permitirnos pasar desapercibidos. Pégate a la pared y así el impacto visual será menor.
A pesar de este inconveniente, los dos amigos lograron introducirse en la guarida de su encarnizado enemigo sin más complicaciones.
CAPÍTULO  XLIII
 
Los dos amigos iniciaron una lenta progresión hacia el despacho del general O´Connell. A estas alturas, ambos sabían que sus equipos de ocultación distaban mucho de ser elementos de absoluta invisibilidad. En realidad, no podían ignorar que la esencia del fantástico invento de William no era más que un ingenioso juego de luces, junto a un adelantado y novedoso sistema de transmisión de imágenes. Y, a pesar de la sofisticación del concepto general de los dispositivos y la concienzuda e ingeniosa elaboración de sus componentes, cualquier foco luminoso incontrolado podía delatarles, haciendo visible su presencia.
Habían planificado el método que deberían emplear durante su avance por la intrincada sede del SSD. Era necesario: el más pequeño fallo provocaría la alarma general, el edificio quedaría sellado y ellos se verían atrapados en el siniestro cubil de su encarnizado enemigo.
Por tanto, avanzaban despacio, en absoluto silencio. Se movían con precaución, solo cuando no había nadie que pudiera alarmarse por las fluctuaciones visuales que, aunque débiles, se producían con su movimiento. Tampoco podían abrir puertas en presencia de alguna persona y, sobre todo, debían evitar tropezarse con algo o alguien.
Fue así como accedieron hasta la tercera planta, en la que estaba ubicado el despacho del general. Habían atravesado la planta baja, donde se hallaban los servicios de seguridad, con el puesto de observación permanente de las cámaras, dispuestas a lo largo y ancho de todo el edificio. Superaron el primer piso, ocupado por las oficinas de acopios, administración y documentación, y también el segundo, donde tenían instalada la central de comunicaciones, junto a los servicios de información. Llegados, por fin, a la tercera planta, lograron entrar sin dificultad en el despacho de O´Connell, no sin antes sortear la animada concurrencia de los agentes especiales que componían las distintas secciones de la central de operaciones, alojada en este mismo piso.
Pronto advirtieron la inviabilidad de instalar la cámara espía que llevaban:  era imposible camuflarla en el lugar adecuado, con el enfoque necesario para observar la apertura de la cámara acorazada.
-¡Maldita sea! -susurró Bob al oído de Margaret- Vamos a tener que esperar a la llegada del general y rezar para que se le ocurra abrir pronto la cámara.
-Bueno -replicó Margaret-, habrá que armarse de paciencia.
No tenían otra opción. Puestos a esperar, aprovecharon el tiempo para efectuar un minucioso registro de toda la estancia, aunque no hallaron nada aprovechable. Era evidente que O´Connell era un tipo cuidadoso.
Por suerte, el general apareció pronto, aunque portando un humor de mil diablos. Pieterf no se había presentado a la cita y él estaba convencido de que la operación había fallado a causa de que algún maldito  soplón, perteneciente a su mismo departamento, había alertado a la presa.
-¡He de acabar con ese asqueroso traidor! -mascullaba entre dientes, al tiempo que repartía órdenes a diestro y siniestro, con grandes voces,  llenando la estancia de imprecaciones y juramentos.
En realidad, tanto aquella pétrea firmeza suya de siempre, como la despótica determinación que le habían acompañado en todas y cada una de las circunstancias de su larga carrera, se estaban resquebrajando por momentos. La desaparición de Homer, así como los continuos fracasos cosechados en sus intentos de acabar con Pieterf, Margaret y Bryant le tenían entre sorprendido e inquieto. ¡Jamás le había ocurrido cosa igual!
Era como si una mano invisible, negra, opresiva y misteriosa moviera en su contra los hilos motrices de aquellos frustrados acontecimientos, para guiarlos hacia el fracaso. No creía en fantasmas, ni en nada que no se pudiera tocar, pero tantos reveses cobrados en tan poco tiempo le estaban conduciendo a  una situación incomprensible.
Poco a poco fue calmándose. Sacó de un armario un vaso y una botella de coñac francés y se sirvió un largo trago. Hecho esto, fue hacia la cámara y la abrió, para suerte de Margaret y Bob, que presenciaban la escena inmóviles, pegados a una de las paredes y en el más riguroso silencio. Temían, y trataban de evitar, que hasta el rumor de su agitada respiración y el rítmico golpeteo de su acelerado corazón, provocados por aquel tenso trance, les delataran.
Pero valía la pena soportar aquel agobio. Gracias a la paciencia y osadía mostrados por ambos amigos, pudieron conocer las claves de apertura de la cámara blindada del general. Consistían en una combinación de letras y números, la introducción de su tarjeta personal en la ranura de control, y algo más con lo que no contaban: una sofisticada llave que ocultaba en un lugar secreto del despacho y la huella dactilar de su dedo pulgar, colocada sobre un sensor del dispositivo de apertura.
A Margaret se le vino el cielo encima al ver esto último. Todo lo que habían planeado y hecho hasta el momento no había servido de nada. ¡Sin la huella del general, era imposible acceder a la cámara!
Pero Bob anduvo listo y en un momento, mientras el general reunía los documentos que había ido a buscar en la cámara, se hizo con el vaso usado para su trago de coñac, lo guardó e hizo una seña a Margaret para salir huyendo de allí a toda prisa.
Algo notó O´Connell porque volvió la cabeza y alcanzó a ver cómo la puerta de su despacho se cerraba sola.
-¿Qué demonios...? -masculló.
Sorprendido fue hasta la puerta, la abrió y miró hacia fuera. Pero en el corredor no había nadie y, aunque algo intrigado por la falta de una explicación coherente, retornó a su tarea en el interior de la cámara. Más tarde, se rompería la cabeza para tratar de recordar qué diablos había hecho con el vaso que faltaba y dónde demonios lo habría metido.
La retirada de Margaret y Bob no resultó tan "limpia" como su arribada. A la precipitación lógica por salir cuanto antes de aquella complicada y peligrosa madriguera, se le unió un desagradable defecto en el sistema de ocultación de Margaret: de repente, una de las cámaras dejó de emitir correctamente al producirse intermitencias en la emisión de las imágenes.
-No te preocupes. Pégate a mí -aconsejó Bob a Margaret, cuando ésta solicitó su ayuda, asustada ante aquel imprevisto. Más tarde sabrían que estaba ocasionado por una baja carga de la batería-, aunque noten algo, mi equipo les despistará.
Consiguieron salir de allí con mucha suerte, sin que les descubrieran y sin que los pequeños percances que se produjeron, debido a los fallos en el equipo de Margaret, dieran lugar a que cundiera la alarma en el edificio.
Como dijo un agente a otro, al comentar alguna de las extrañas visiones que había presenciado:
-Se diría que un fantasma ha pasado por aquí. Pero si le digo esto al general me envía a barrer las cuadras de la policía metropolitana a caballo...en el mejor de los casos y si le pillo con buen humor.
-¡Ya le tenemos cogido! -exclamó Bob, tan pronto se vieron a salvo en su refugio de  Hempstead.
-Bueno, me tendrás que decir cómo vas a resolver el problema de la huella del general. Sin su dedo es imposible abrir la cámara.
-Eso es pan comido para el laboratorio de mis amigos. Si hay suficiente huella dactilar en el vaso que le hemos quitado, como espero, me fabricaran una réplica de silicona sobre un dedil de látex.
-¿Y si no hay suficiente huella -insistió Margaret.
-¡Caray, Margaret! ¡No seas gafe! En ese caso lo volveremos a intentar mañana mismo en The Towers of Waldorf ¿Te parece bien?
CAPÍTULO XLIV
 
Margaret no las tenía todas consigo. No dejaba de ser curioso que, siendo tan buenos amigos y llevándose ambos tan bien, mostraran tanta diferencia en sus respectivos caracteres: Bob jamás, o en muy raras ocasiones, encontraba dificultades insalvables en las acciones que planeaban, mientras que Margaret, por el contrario, se debatía en un mar de dudas en cada una de ellas.
Pero era esta una circunstancia natural. Bob Bryant había bregado con asuntos tanto o más enrevesados que estos, desde que ingresó como agente secreto del gobierno hasta su reciente jubilación. Y no solo estaba dispuesto a ayudar a Margaret como pago o deber de amistad, sino que gozaba con ello y sentía rejuvenecerse en cuerpo y espíritu.
-No pretenderás que vuelva a representar la comedia de gran dama en The Towers -se quejó Margaret-. De aquella historia todavía guardo algunos moratones en mi cuerpo.
-Estoy convencido de que no será necesario -respondió Bob-, pero no temas, si tuviéramos que volver por allí lo haríamos con mayor seguridad y con plena garantía de éxito.
Por suerte, no fue necesario recurrir a más andanzas para conseguir la huella del pulgar de O´Connell, necesaria condición para completar las claves de apertura de su cámara acorazada: el laboratorio de los amigos de Bob había logrado reproducir la huella del general. Ya solo restaba poner en marcha el operativo que permitiera acceder, cuanto antes, al lugar donde guardaba la documentación secreta de sus fechorías, a fin de mostrarlas a la justicia y hacérselas pagar.
Tras varias horas de conversaciones y alguna que otra discusión, ambos amigos llegaron a un acuerdo en la forma de plantear el acceso a la sede del SSD y a la cámara acorazada del general, situada en su despacho. Como ya había adelantado Bob, en el plan previsto se hacía necesaria la activa colaboración de Pieterf, por lo que se apresuraron a contactar con él y recabar su apoyo al proyecto.
-¡Uf! Me ha costado llegar hasta aquí -dijo al aparecer por el refugio de Hempstead- Ahora mismo, todo Queens está abarrotado de policía. Calculo que en menos de una semana se presentarán por aquí. Resolvemos pronto este negocio o ya podéis empezar a buscaros otro refugio.
-Por eso te hemos llamado -aseguró Bob- La situación se está haciendo insostenible. Y supongo que tú estarás en una posición parecida. Ya no podemos esperar más. Tenemos que entrar en el SSD y sacar las pruebas que incriminen a O´Connell.
-My God! ¡La verdad es que sois bien brutos! -exclamó Pieterf, realmente enfadado- ¿No os he dicho que eso es imposible? Hay que buscar una solución rápida y contundente, porque también el cerco que han tendido sobre mí se va estrechando día a día y no sé durante cuánto tiempo podré seguir evadiéndolo. Pero ha de ser una acción realista, no una quimera como la que pretendéis.
-Escucha a Bob, por favor -intervino Margaret-, luego das tu opinión.
-Dejaos de historias -continuó Pieterf, sin dar su brazo a torcer- He llegado a la conclusión de que va a resultar muy complicado resolver este asunto, a no ser que liquidemos a O´Connell: muerto el perro, muerta la rabia. Y de esto puedo encargarme yo sin ningún problema.
-Te equivocas -replicó Bob- Su muerte, nos vendría bien a Margaret y a mí, pero para ti solo representaría un nuevo cargo que añadir a los que ahora acumulas. Si ya ahora te persiguen como a un perro rabioso y te obligan a una existencia de sobresalto y eterna huida, imagina después.
-O quizás no. Muerto O´Connell se abrirá su cámara acorazada y aparecerá toda la mierda que acumula en ella. Recordad que Homer nos confesó que allí conserva a buen recaudo las grabaciones de todas las conversaciones que ha mantenido, tanto telefónicas como las realizadas a viva voz en su mismo despacho.
-¿Y estás seguro de que esas grabaciones saldrán a la luz, en el supuesto de que el general muera? ¿Quién lo haría? ¿Sus hombres, que están tan involucrados como él en esos delitos? ¿Los peces gordos que aparezcan implicados en ellas? Olvídate. Si no somos capaces de rescatarla, toda esa información quedará enterrada en el más absoluto silencio.
-Bueno, puede ser...aunque todavía nos quedará el testimonio de Homer.
-¡Ni lo sueñes! -rebatió Bob al momento- Homer hablará ante un juez siempre que pueda descargar su responsabilidad sobre otra persona: su jefe. Pero si acabas con O´Connell y no consigues pruebas irrefutables de su culpabilidad, dejas a Homer en la primera fila de la acusación y no le sacarás ni media palabra. Recuerda que en un tribunal no podrás torturarle como has hecho aquí.
-¡Lo que tú digas! -exclamó Pietref, molesto, encarándose a Bob- Si no me propones algo mejor, me cargo al general, a Homer y a quien se me ponga por delante. Me sobran recursos para escapar sin ser detectado de este jodido país. Y, además, cuento con varios lugares, tan secretos como seguros, repartidos en cada uno de los cinco continentes. En ellos podría refocilarme con una plácida jubilación el resto de mis encabronados días.
-Desearía que no llegáramos a ese extremo -intervino Margaret-. Cálmate, por favor, y escucha, por un momento, el plan de Bob.
Todavía hubo de transcurrir un tiempo para que Pieterf se calmara y atendiera el ruego de Margaret. Pero, al fin, Bob pudo exponer su plan.
-Lo haremos Margaret y yo, mañana, a plena luz del día. Durante la noche es absolutamente imposible. En esto tienes razón: la enorme cantidad y variedad de alarmas instaladas lo hacen inviable. En cambio, por el día es otra cosa: los sistemas de alarma deben desconectarse para permitir el desarrollo normal de los trabajos del personal.
-Estoy deseando saber cómo diablos os las arreglaréis para operar dentro de aquel avispero, sin que os den pasaporte para el otro mundo -dijo Pieterf, sin renunciar a su escéptica posición ante aquel absurdo asunto que le proponían.
-Muy sencillo -continuó Bob-. Tú te instalarás en una de las casas de enfrente al edificio del SSD, donde hemos comprobado que hay un apartamento sin habitar. Desde allí, provisto de un rifle con bocacha lanza granadas, dispararás un proyectil incendiario sobre una de las ventanas del edificio que corresponde a un archivo de poco movimiento. La distancia no pasará de 40 metros, así que no puedes fallar el tiro. Dentro de ese cuarto se iniciará un incendio que tardarán en descubrir. Cuando lo hagan ya habrá tomado cuerpo y tendrán que evacuar el edificio. Llegarán los bomberos y entonces entraremos nosotros dos disfrazados con el equipo al completo que ellos utilizan, máscaras incluidas. Nadie sabrá quienes somos.
Margaret y Bob habían vuelto a discutir sobre la oportunidad de revelar su secreto equipo de ocultación, pero, de nuevo, Bob impuso su criterio e inventó el ardid de los bomberos para justificar ante Pieterf la facilidad con qué podían moverse por el interior del edificio.
-No está mal pensado -concedió Pieterf-, aunque os va a resultar bastante difícil lograr abrir la cámara de O´Connell. Tened en cuenta que vais a disponer de muy poco tiempo para esa complicada operación.
-No hay cuidado -contestó Bob-. Tenemos las claves de apertura, aunque no me preguntes cómo las hemos conseguido. Dispongo de muy buenos amigos que nos ayudan, pero no puedo revelar su identidad.
Pieterf tuvo que admitir que aquello que parecía imposible, tenía un cierto margen de posibilidad y que, aunque con bastante riesgo, podría hacerse.
-Quizás fuera bueno que esta noche durmieras aquí con nosotros -sugirió Margaret- Así evitaríamos cualquier contingencia negativa que entorpezca la operación.
-Gracias Margaret, pero soy un lobo libre y solitario que goza siéndolo. Y no te preocupes por mí: sé cuidarme.
 
CAPÍTULO  XLV
 
 
Pieterf abandonó el refugio de Hempstead y se sumergió en el claroscuro ambiente de aquel atardecer tempranero, que el precipitado comienzo de un húmedo otoño amenazaba con entibiarlo, algo más de lo pertinente y deseable.
No era un buen lugar, este de Hempstead, para caminar en solitario. Al renunciar al uso del coche, por seguridad ante los rastreadores del SSD, se obligaba a desafiar a un nuevo peligro: resultaría sospechoso para la primera patrulla de policía que pasara por allí y sus agentes no durarían, ni por un momento, en darle el alto, interrogarle y controlar su documentación.
Por eso, buscó la parada de bus más cercana y montó en el primero que pasó en dirección a Manhattan. No tenía la intención de llegar hasta allí, pues el paso de los puentes era el lugar preferido por los investigadores para identificar a cuantos fugitivos los cruzaran. Había previsto pernoctar esa noche en Brooklyn, donde podría mezclarse sin peligro con la incesante y concurrida población que abarrotaba, día y noche, la mayoría de sus calles y locales públicos. Además, en la zona de antiguos almacenes, conocía un par de lofts abandonados que le servirían de buen refugio para pasar esa noche sin demasiados sobresaltos.
Cambió de autobús en Bellerose. A pesar de que iba caracterizado con su atuendo favorito -el de hombre mayor, desaliñado y vulgar, jubilado de un empleo sin lustre o a punto de serlo- y que había esquivado con habilidad las cámaras camufladas del bus, en su prontuario de experimentado espía había unas normas escritas con gruesas letras: no permanecer mucho tiempo en el mismo lugar, tener ojos en el cogote y no fiarse de nadie.
Ahora viajaba por el Down Queens, territorio declarado en estado de alerta máxima, que estaba siendo peinado por toda clase de agentes de la Ley, dedicados en exclusiva a su captura. Y, aunque acostumbraba a llevar sus orejas de lobo estepario bien tiesas, obligó a mantener sus sentidos en una persistente y total atención, tan pronto subió a este segundo autobús. Si la suerte no le abandonaba, en menos de una hora se hallaría a salvo en medio del ajetreado cogollo de Brooklyn.
Pero los hados no habían dispuesto que aquel fin de jornada se celebrara en paz y concordia. En la siguiente parada del bus, subieron dos tipos que olían a bofia desde una milla de distancia. Recorrieron el autobús de una punta a otra, escudriñando, con poco disimulo por cierto, el aspecto de los viajeros. Pieterf notó que la mirada de uno de ellos se detenía en él, algo más de lo normal. Desde ese momento sabía que se hallaba en peligro. Lo comprobó al ceder su asiento a una vieja y acercarse a una de las puertas: los dos agentes iniciaron un discreto acercamiento, sin que Pieterf les quitara ojo, ni dejar de empuñar su arma oculta en el bolsillo del gabán.
Así llegaron hasta Woodhaven. Las puertas del bus se abrieron una vez más, pero Pietref no hizo el menor gesto por descender...hasta que iniciaron su cierre, antes de arrancar y continuar la marcha por su recorrido habitual. En ese momento, Pieterf dio un salto y se lanzó fuera, burlando con agilidad de felino, aunque a duras penas, el apretón de las puertas al cerrarse.
Los policías, pillados por sorpresa, urgieron a gritos al conductor para que abriera las puertas de nuevo, pero cuando lo lograron, Pietref les había sacado una preciosa ventaja. Corrió a todo lo que le daban las piernas en dirección al Evergreen Cementery. Consiguió introducirse en él, cuando ya sonaban a su espalda las detonaciones de las armas de sus perseguidores y los proyectiles zumbaban a su alrededor, como mortales abejorros buscándole el cuerpo.
La persecución continuó por entre tumbas, mausoleos y sepulturas, con abundante intercambio de disparos, pero Pieterf había elegido un escenario ideal para escapar de ella. El enorme cementerio -cuatro millas de los más variados obstáculos y escondrijos- y la densa oscuridad que reinaba ya sobre aquel fúnebre escenario, constituían unos aliados inmejorables.
Pronto los agentes perdieron su pista. Tumbado tras un pequeño panteón y ahogando el resuello para no delatarse, Pieterf les oyó pasar mientras avanzaban por entre las blanquecinas lápidas, jadeantes también y desorientados por completo. Después de un tiempo prudencial, volvió sobre sus pasos y tomó el primer metro que llegó a la estación de Aberdeen St, justo en la entrada del cementerio. Iba en dirección a Williamsburg East, en la parte norte de Brooklyn. No era lo que hubiera deseado, paro le venía bien, pensó.
Dejó el metro en la estación de Morgan St. Sabía que no podía ir mucho más allá. A estas horas, todas la línea estaría en curso de ser investigada y sus estaciones tomadas por agentes. Acertó por segundos. Nada más traspasar la puerta del apeadero, vio llegar dos coches a toda velocidad. Eran vehículos de la policía camuflados.
Caminó a buen paso por la Morgan St. con dirección sur, aunque se vio obligado a abandonar su primera idea de llegar hasta centro de Brooklyn: quedaba demasiado lejos para andar a pie por aquel barrio de industrias abandonadas y en semi ruina, sin levantar sospechas. Por suerte, uno de los lofts disponibles como refugio se hallaba a solo un par de cuadras de allí. Otro día con poca o ninguna cena, se dijo. Y aunque ya estaba acostumbrado a comer cualquier cosa, a horas por demás extrañas, y solía pasar días durmiendo mal y poco, empezaba a odiar aquella aperreada vida y a desear que aquella historia acabara de una vez por todas.
De repente, al llegar a la esquina con Bogart St, se topó con un raro local.
Fachada principal de Roberta´s Pizza en Brooklyn
Tenía aspecto de un miserable chamizo, pero al leer el rótulo que lucía sobre la puerta de la extraña fachada principal, Roberta´s, recordó haber oído hablar de las famosas pizzas de Roberta. ¿Sería posible que aquel antro fuera el renombrado y popular lugar de peregrinación de los amantes de este plato y cita obligada para los visitantes internacionales de Brooklyn?
Lo era. Lo supo nada más traspasar la puerta de entrada. Se trataba de una antigua nave industrial reconvertida en restaurante con un perfil desenfadado y hippy. El local estaba abarrotado de gente con los pelajes más variados y pintorescos, entre los que Pieterf, con toda seguridad, podría pasar desapercibido sin ningún problema, Acomodados en largas mesas de madera, los bullangueros clientes consumían los apetitosos platos que tres magos de los fogones cocinaban en presencia de su clientela. Estaban separados de ella por otra espaciosa mesa que cruzaba el ancho de la nave, de lado a lado, y servía de mostrador, mesa de trabajo, barra, ordenador de demandas y caja de cobro.
Pieterf dudó qué pedir, ante la solicitud de una de las camareras que, en ropa normal de calle y sin ningún aditamento propio del gremio, se acercó a ofrecer el servicio de la casa. Tras un corto titubeo, y después de pasear la vista por los multicolores carteles con ofertas y sugerencias, la fijó en un ingenioso y atrayente grabado. En él, un mago, revestido con todos los atributos de su oficio, aparecía mostrando una reluciente pizza, con la misma expresión de haberla hecho brotar de la nada. Sea pues, se dijo, comamos esa pizza y veamos si es tan mágica como anuncian.
Cartel anunciador de las famosas pizzas de Roberta.
En eso andaba, cuando un nuevo sobresalto echó por tierra el disfrute de aquel buen momento que el excelente plato le estaba deparando: dos hombres, con un evidente aspecto de policías de paisano, entraron en el local echando miradas a diestro y siniestro.
Mal asunto. A estas horas, todos sus perseguidores disponían de  su actual descripción. Era cosa de tiempo, y no demasiado, que estos tipos consiguieran descubrirle. La tela de araña tejida por el odioso general O´Connell se estaba cerrando sobre él.
Así era. Al poco tiempo, uno de los policías salió a la calle. No se trataba de un movimiento extraño para Pieterf. Era evidente que lo hacía para pedir refuerzos de una manera discreta, sin producir alarma en el sospechoso. Estaba claro que le habían localizado, a pesar de sus esfuerzos por pasar inadvertido. O, al menos, tenían fundadas sospechas de que se había refugiado allí y planeaban realizar un registro en toda regla.
Si pretendía salir de aquel atolladero, debía adelantarse a la llegada de más efectivos de la policía, tomar la iniciativa y deshacerse de estos dos tipos.                              
 
 
  
 
 
 

 
 
 

 
    
 

 
 
         
 
 



 

 
 

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