En
el Red Lion, un lujoso antro nocturno donde se consumía alcohol, sexo y droga a
partes iguales, el ambiente se hallaba en pleno apogeo, animado por el
estridente sonar de una machacona música rítmica, el resplandor de las
innumerables luces que iluminaban el local, el brillo de los reflectantes y
multicolores decorados, y la circense exhibición de una variada gama de
sensuales danzas, realizadas por strippers de prodigiosa anatomía. Se
completaba la lujuriosa escenografía con el servicio de unas hermosas y bien
dotadas camareras en topless, que serpenteaban por entre las abarrotadas mesas
con ágil contorneo, moviendo sonrientes y desinhibidas su singular anatomía,
ante la admiración y requiebros de la eufórica y alumbrada clientela.
Era
éste uno de los ocho clubes nocturnos que Franky Rossano mantenía
estratégicamente situados en la ciudad de N. Y. y el más rentable. Estaba
ubicado en el Bronx, junto a Melrose, donde el malvado capo almacenaba el
producto de todos sus negocios sucios en aquel distrito, usándolo como eventual
depósito bancario.
Estos cuantiosos fondos eran enviados con regularidad hasta su cuartel general en
Little Italy mediante correos fuertemente protegidos por miembros de la banda,
armados hasta los dientes con un auténtico arsenal. Desde este siniestro cubil,
una potente e inexpugnable fortaleza, defendida por un ejército de pistoleros y
una tupida red de informadores, Rossano movía los hilos del crimen organizado
en la mayor parte de la gran ciudad y ejercía su canallesca labor en otras
muchas, situadas a lo largo de la Costa Este de los Estados Unidos. Al mismo
tiempo, el fruto de sus fechorías afluía hasta aquel maligno lugar, de manera
imparable, en forma de caudalosos ríos de dinero.
De
repente, el tableteo ensordecedor de una ráfaga de metralleta barrió la
acristalada barra del bar y acabó con la mayoría de las botellas que allí
había, haciéndolas saltar en mil pedazos. El caos se apoderó del Red Lion y, en
un instante, aquel bullicioso y despreocupado ambiente festivo se convirtió en
un terrorífico tumulto de caídas, gritos y carreras.
Nuevas
ráfagas de proyectiles, disparadas desde lugares desconocidos para los
aterrorizados clientes, sobrevolaron sus cabezas, provocando que el
desconcierto inicial se convirtiera en un auténtico maremágnum de agitación y
pánico. Mientras tanto, los pistoleros del local intentaban desesperadamente
imponerse a la confusión general, arma en mano, tratando de averiguar el origen
del asalto para repelerlo.
Varios
disparos fueron a impactar sobre la mesa que ocupaban cinco malencarados
sujetos, que se apresuraron a buscar refugio entre las mesas y sofás más cercanos,
mientras empuñaban sus armas y las apuntaban en todas direcciones, aprestándose
a la defensa.
Pero
en aquel tremendo desbarajuste, tampoco ellos conseguían apreciar de donde
venían los disparos.
-¡Maldita
sea! -grito uno de ellos- ¡Esto es una trampa de Rossano! ¡Tenemos que abrirnos
paso a tiros hasta la salida!
Desde
ese momento, se estableció un vivo intercambio de disparos entre los hombres
del Red Lion y los pistoleros de la mesa atacada, produciéndose una nueva y
formidable ensalada de tiros.
De
pronto, cuando la situación comenzaba a tomar tintes de tragedia, todas las
luces se apagaron. A pesar de que las detonaciones fueron espaciándose hasta
llegar a cesar por completo, los gritos de la gente que, aterrada, buscaba
desesperadamente la salida o era atropellada y pisoteada durante su alocada
estampida, aumentó en intensidad y frecuencia hasta formar un ambiente infernal.
Cuando
por fin, los hombres de Rossano lograron normalizar la situación del Red Lion,
pleno de animado resplandor poco antes del ataque, un escenario desolador se
presentó ante ellos. Mesas, sillas, platos, botellas y copas, junto a las más
variadas prendas de los clientes, llenaban los suelos, esparcidos en completo
desorden. Todavía algunos heridos yacían semiinconscientes sobre los
damasquinados divanes o trataban de incorporarse del enmoquetado piso,
aturdidos aun por los golpes y pateos recibidos en el tumulto.
-¡Cómo
que habéis tenido un asalto! -gritó Rossano, a través del teléfono, al escuchar
la noticia de lo sucedido en su club más querido por boca de uno de sus
sicarios- ¡No, no! ¡No me digáis nada ahora! Marko va para allá con refuerzos.
Explicadle lo que ha sucedido y limpiad bien todo aquello antes de que llegue
la policía y encuentre lo que no debe.
Marko,
uno de los lugartenientes de Rossano y el más siniestro y sanguinario de todos,
entro en el Red Lion como una tromba, seguido por cuatro secuaces más.
-¡Qué
demonios ha pasado aquí! -masculló el enviado de Rossano, encarándose a los
hombres del Red Lion,
-Aun
nos lo estamos preguntando -respondieron los matones del club, todavía
desorientados-, pero algo ha tenido que ver en esto el capo Danny Grosseto.
Cinco de sus hombres se hallaban en el local y, tan pronto sonaron las primeras
detonaciones, se liaron a tiros con nosotros.
-Ese
hijo de perra lleva tiempo tratando de meter su hocico en alguno de nuestros
negocios. Estoy harto de decirle al jefe que debe cuidarse de este buey...
Aunque esta vez se la ha buscado y lo pagará con creces.
-¿Pero,
qué está haciendo Oscar? ¿Por dónde anda? -preguntó Marko, extrañado de que el
encargado del club no se hubiera presentado ante él para darle a conocer los
detalles del ataque.
-Lo
siento Marko, pero Oscar ha desaparecido -respondió el sicario que parecía
llevar la voz cantante- Poco antes de que comenzaran los tiros, subió al
despacho y ya no lo volvimos a ver.
-¡Diablos!
¿Habéis mirado bien? No estará entre los heridos ¿eh?
Ante
la negativa del hombre, subieron al despacho de Oscar. No había nadie. Una
silla caída en el suelo, junto a varios papeles y carpetas, además de cierto
desorden sobre la mesa, indicaban que allí había tenido lugar algún tipo de
altercado.
Marko
ordenó registrar el club de arriba abajo, hasta el último rincón del edificio.
En un pequeño cuarto, destinado a archivo, apareció por fin el encargado,
amordazado y atado de pies y manos como el arco de una morcilla calabresa. En
su frente lucía un enorme chichón azulado del que manaba un hilillo de fluido
sanguinolento que recorría su cara resbalando por su enrojecida nariz.
-¡Por
todos los demonios! ¿Quién te ha hecho esto? -Exclamó Marko.
-Nadie
-contestó abatido Oscar.
-¡Cómo
que nadie! ¡Qué joder está pasando aquí! ¿Se te ha ido la bola o qué? -gritó
Marko exasperado- ¡Explícate de una jodida vez!
-Te
digo que nadie. Estaba preparando el envío de fondos de la semana cuando
empezaron a ocurrir cosas muy raras. No había nadie en el despacho y, de pronto,
esa pared de allí enfrente se movió. Me levanté asustado y, al mismo tiempo que
esta silla caía al suelo, recibí un golpe en la frente que me dejó
semiinconsciente. Casi sin conocimiento, noté que me ataban, pero allí seguía
sin haber nadie.
-¡Me
cago en tu alma, Oscar! ¿Qué historia me estás contando?
-Te
juro por Nuestra Señora de la Falconara, que todo sucedió tal como te lo estoy
diciendo. Y te digo más: lo que ha pasado me lo estaba temiendo desde que
mandasteis al otro mundo a aquel soplón, en este mismo lugar, por meter la mano
donde no debía. No se puede vivir en sitios donde has matado. Te arriesgas a
sufrir la venganza de su espíritu errante. ¡Mirad, la caja está vacía y
falta todo el dinero! ¡Esa es su venganza.!
-¡Joder,
joder, joder! ¿Te imaginas qué va a decir Rossano cuando le cuentes esta
historia? ¡La madre que te parió! No va a quedar títere con cabeza. ¿Has oído hablar de
algún fantasma que ate a la gente y se lleve la pasta?
CAPÍTULO XXVII
Los
hombres de Grosseto huyeron del Red Lion como alma que lleva el diablo,
celebrando la suerte de haberlo conseguido con solo pequeños rasguños y
convencidos, al mismo tiempo, de haber sido objeto de una traicionera trampa
urdida por el capo Rossano.
A
Tony Capello, uno de los lugartenientes de Grosseto y encargado de sus negocios
en New York, le faltó tiempo para comunicar los hechos a su jefe, que se encontraba
en la sede central de la banda, en Philadelphia.
-¿Cómo
ha ido la reunión? -preguntó Grosseto, en cuanto recibió la llamada de Tony.
Desde
que recibió la invitación de Rossano para hablar de negocios, a través de un
sospechoso e-mail, en el que precisaba lugar, día y hora, Danny se hallaba
expectante, con sus orejas de lobo estepario bien tiesas, cavilando sobre la
proposición de su rival y las verdaderas intenciones que le habían movido a
organizar aquel encuentro. A última hora, decidió enviar a Tony Capello en su
lugar, protegido por cuatro de sus hombres, en previsión de alguna desagradable
sorpresa.
-Era
una trampa, jefe, y hemos salido de ella de puro milagro. Tenía razón cuando
nos advirtió que tuviéramos cuidado.
-Bueno, esto tenía que llegar. Rossano ha decidido declararnos la guerra y la va a tener como no imagina. Él es más fuerte allí, pero también está más expuesto, debido a su mayor volumen de negocio. Es hora de estar vigilantes. Debemos replegarnos y hacernos fuertes en los lugares de mejor defensa para estudiar sus puntos débiles. Le daremos fuerte en donde produzcamos más daño. El próximo golpe corre de nuestra cuenta.
Grosseto dominaba el delito organizado en varios Estados del centro de EE. UU, aunque sus negocios más rentables se hallaban en Pensilvania, distribuidos entre su capital, Harrisburg, y Philadelphia. En el South Philly de esta última ciudad, donde habitaba el mayor núcleo de población italiana de la nación, después de N. Y., reinaba Grosseto, sin competencia ni nadie que osara hacerle frente.
Había modernizado sus estructuras, al estilo de la Camorra napolitana, y se servía de una tupida red de colaboradores, muchos de ellos sin sospechar que trabajaban para la mafia, en todos los estamentos del Estado. Esta estrategia le permitía licitar con ventaja en los proyectos de construcción, obras públicas, transportes, basuras y residuos tóxicos.
Sin embargo, desde la llegada de la profunda crisis económica de 2008, el transporte, la construcción y las obras públicas habían sufrido una notable reducción en su volumen de negocio, por lo que el astuto capo trataba de intervenir con nuevos negocios en otros Estados de la Unión.
-Bueno, esto tenía que llegar. Rossano ha decidido declararnos la guerra y la va a tener como no imagina. Él es más fuerte allí, pero también está más expuesto, debido a su mayor volumen de negocio. Es hora de estar vigilantes. Debemos replegarnos y hacernos fuertes en los lugares de mejor defensa para estudiar sus puntos débiles. Le daremos fuerte en donde produzcamos más daño. El próximo golpe corre de nuestra cuenta.
Grosseto dominaba el delito organizado en varios Estados del centro de EE. UU, aunque sus negocios más rentables se hallaban en Pensilvania, distribuidos entre su capital, Harrisburg, y Philadelphia. En el South Philly de esta última ciudad, donde habitaba el mayor núcleo de población italiana de la nación, después de N. Y., reinaba Grosseto, sin competencia ni nadie que osara hacerle frente.
Había modernizado sus estructuras, al estilo de la Camorra napolitana, y se servía de una tupida red de colaboradores, muchos de ellos sin sospechar que trabajaban para la mafia, en todos los estamentos del Estado. Esta estrategia le permitía licitar con ventaja en los proyectos de construcción, obras públicas, transportes, basuras y residuos tóxicos.
Sin embargo, desde la llegada de la profunda crisis económica de 2008, el transporte, la construcción y las obras públicas habían sufrido una notable reducción en su volumen de negocio, por lo que el astuto capo trataba de intervenir con nuevos negocios en otros Estados de la Unión.
Como
el norte, con Chicago y Detroit, y el sur, con Nueva Orleans y Miami eran
territorios prohibidos al estar ocupados por bandas de excepcional poderío,
Grosseto decidió intervenir en la cercana ciudad de N. Y. con la esperanza de
que la enorme dimensión de la urbe enmascarara su labor, hasta lograr un
asentamiento potente y consolidado.
Además necesitaba hacerse con urgencia de lavanderías -así llamados los lugares donde se blanqueaba el dinero negro- en un lugar mayor y menos expuesto que Philadelphia. A tal fin, había ido adquiriendo algunos bares, heladerías, pequeños restaurantes y hoteles, estratégicamente asentados en la periferia de la Gran Manzana, tras situar su central de operaciones en un modesto Night-club, el Black Pearl, en Mamaroneck Ave. En aquel lugar, Grosseto había colocado a Tony Capello al frente de su nuevo tinglado.
Pero Rossano ya había detectado la intrusa actividad de los hombres de Grosseto y los tenía bajo estrecha vigilancia, dentro del punto de mira de sus armas. El desconcertante e inesperado asalto y robo del Red Lion había provocado en el todo poderoso capo toda clase de sensaciones, desde alarma y recelo, hasta rabia e incontenibles deseos de venganza.
Además necesitaba hacerse con urgencia de lavanderías -así llamados los lugares donde se blanqueaba el dinero negro- en un lugar mayor y menos expuesto que Philadelphia. A tal fin, había ido adquiriendo algunos bares, heladerías, pequeños restaurantes y hoteles, estratégicamente asentados en la periferia de la Gran Manzana, tras situar su central de operaciones en un modesto Night-club, el Black Pearl, en Mamaroneck Ave. En aquel lugar, Grosseto había colocado a Tony Capello al frente de su nuevo tinglado.
Pero Rossano ya había detectado la intrusa actividad de los hombres de Grosseto y los tenía bajo estrecha vigilancia, dentro del punto de mira de sus armas. El desconcertante e inesperado asalto y robo del Red Lion había provocado en el todo poderoso capo toda clase de sensaciones, desde alarma y recelo, hasta rabia e incontenibles deseos de venganza.
Al
mismo tiempo, también en Macdonall St. de Hempstead se estaba produciendo una
animada y esclarecedora conversación sobre los sucesos acaecidos en el Red
Lion.
-¡Ja,
ja, ja! -reía con ganas Margaret- Esta vez nos hemos divertido a lo grande ¿eh
Bob?
-Apuesta
todo tu dinero al sí -asintió Bryant- En toda mi puñetera vida de agente
especial, jamás había intervenido en algo tan cómico, desbaratado y
esperpéntico. ¡Qué gozada! Fue un desconcierto total: nadie sabía lo que estaba
ocurriendo y, menos aun, de dónde venían los tiros. Desde luego, estos equipos
de ocultación de William son una maravilla. ¡Vaya logro! Lástima que no le
dieran tiempo para utilizarlos.
-Nosotros
lo haremos por él -afirmó decidida Margaret, aunque en seguida continuó su
charla con un tono de voz algo menos rotundo- El caso es que, en cuanto entré
en el despacho del encargado del local, tuve la impresión de que me veía. Giró
su mirada hacia mí y puso unos ojos como platos. Fue como si viera llegar a un
fantasma.
-No,
no te pudo ver. Él notó esa ligera distorsión de la imagen que se produce en el
holograma con nuestro movimiento. Sobre todo a tan corta distancia. Pero seguro
que todavía se está preguntando qué es lo que vio. Y...¡oye! me acabas de dar
una idea genial: con lo supersticiosos que son estos latinos y un poco de arte,
bien podríamos pasar por fantasmas.
-¿Estás
de broma? ¡Vaya ocurrencia! Tengo la impresión de que la juerga de tiros de hoy
han despertado en ti algún escondido y olvidado deseo de diversión. Recuerda
que estamos metidos en un asunto muy serio y nos enfrentamos a gente muy
peligrosa, que no suele andarse con bromas a la hora de resolver sus problemas
por la vía rápida.
-Todo
eso es cierto, pero ahora mismo gozamos de una posición estratégica envidiable.
La jugada de enfrentar a los dos clanes nos ha salido perfecta y así hemos
logrado encender la mecha de una dura y explosiva guerra de desgaste que nos
evita cargar con el penoso trabajo de hacer sangre. Sin embargo, necesitaremos
seguir interviniendo para mantener el actual desconcierto y, al mismo tiempo,
debemos evitar que puedan identificarnos.
-¿Y
pretendes que ese papel lo asuma tu "fantasma"?
-¡Correcto!
-afirmó Bob Bryant, rotundo- Te repito que esta gente es capaz de creer en
cualquier cosa. Son tan supersticiosos e imaginativos que cuanto más extraño
sea un suceso, más inclinados están en creer en su origen sobrenatural. Te lo
aseguro: con nuestros equipos y un poco de teatro por nuestra parte, podemos
llevar a cabo nuestro plan de castigo a Rossano a la perfección y, de paso,
divertirnos como nadie.
-Me
acabas de convencer -concedió Margaret, dando fin a la discusión.
Durante
el resto del día, ambos amigos emplearon su tiempo en planear el próximo paso
en su lucha contra el sanguinario capo, responsable del infame asesinato del
hijo de Margaret, Joe Foster, más conocido como Christopher Keane y, también,
como Joan Cockoyster.
Era
tarde ya, cuando sonó la alarma instalada en el sótano donde tenían recluido a Homer,
el siniestro sicario del general O´Connell.
-¡Vaya,
el pájaro ha decidido cantar! -exclamo Bob- Avisa a Pieterf.
CAPÍTULO XXVIII
-¡Bueno,
bueno, amiguito! Por fin te has decidido a cantar. Me alegro, has tomado una
sabia decisión -rompió así Pieterf el silencio que inundaba el lóbrego recinto,
donde un Homer, semi desfallecido, hambriento, cercano a la deshidratación,
enflaquecido, maloliente y mostrando un aspecto general lamentable, había
resistido una semana entera, colgado de un gancho del techo por las muñecas,
con un mínimo apoyo de sus pies en el suelo.
Ante
el prisionero se hallaba Pieterf, a cara descubierta y despojado del disfraz -uno
de los mejores entre los muchos que poseía, por cierto- con el que había dado
caza a Homer. A su lado, presenciaban la escena Bob y Margaret, encapuchados
ambos por recomendación de Pieterf.
-¡Eres
tú, hijo de la gran zorra! -gritó Homer al reconocer a Pieterf.
-¡Claro!
¿Qué esperabas? ¿Pensabas que era fácil librarte de mí? Deberías haber echado
una ojeada a mi expediente antes de intentar acabar conmigo. Lo que me extraña
es que el cerdo de tu jefe no te haya informado del peligro que encierra
acosarme. Eso me pone de muy mal humor y cuando yo me enfado mis enemigos
corren el riesgo de acabar muy mal.
-Yo
solo era un mandado que debía cumplir las órdenes del general -se justificó
Homer, algo más amansado.
-Bien,
pues ahora vas a cumplir las mías. Cuéntame todos los planes de O´Connell y las
acciones delictivas que haya ordenado, y tú conozcas, desde la A a la Z.
-Sí,
claro ¿Y qué voy a ganar yo con eso? -preguntó Homer, mostrando un último rasgo
de su perdida arrogancia.
-Tu
asqueroso pellejo -contestó Pieterf, escupiendo sus palabras, para hacer bien
patente el desprecio que sentía por aquel mal bicho- Mira, de la cárcel no te
salva nadie, pero si colaboras puede que hagamos la vista gorda en alguno de
tus delitos y te libres de la perpetua. Pero, allá tú. Ya has conocido en esta
semana lo qué te espera si te niegas.
Convencido
Homer de haber perdido aquella partida, sin ninguna carta más que jugar, ni
esperanza de recibir ayuda exterior, rindió por entero su voluntad a sus
captores y durante dos largas horas estuvo vomitando los oscuros e inmundos
tejemanejes de su infame jefe. Hecho esto, permitieron que se adecentara algo
y, tras proporcionarle comida y bebida, le facilitaron un
sencillo catre, donde acostarse bien amarrado a él, mediante seguros grilletes y fuertes cadenas
Más
tarde, Pieterf, Margaret y Bob discutían los resultados de la sesión.
-¿Estáis
seguros de que este bestia estará de acuerdo en ir a la Corte para declarar?
-preguntó Margaret.
-Su
declaración no es suficiente -aseguró Bob- Deberemos encontrar pruebas que
confirmen su testimonio. Sin ellas es inútil presentarlo a la fiscalía, pero
una vez que las obtengamos no le quedará más remedio que declarar contra su
jefe. Será su única oportunidad de salvar la piel.
-Sin
duda -asintió Pieterf-. Lo malo es que esas pruebas se encuentran en la sede
del SSD en Grymes Hill. Para hacernos con ellas tendríamos que asaltar sus
oficinas y eso no es asunto fácil. La anticuada apariencia del edificio
envuelve y oculta a un moderno y sofisticado complejo de estancias, corredores,
elevadores y despachos, fuertemente protegidos con las últimas técnicas de
vigilancia.
-Pero
tú conoces bien todo eso -insinuó Margaret-, algo se te ocurrirá para poder
entrar allí.
-No
sé...Lo ideal sería acudir de noche y reducir a los vigilantes, pero aun así no
dispondríamos de las claves de entrada a los departamentos y despachos. Las de
Homer no sirven. Habrán sido desactivadas al hallarse desaparecido y de las
mías para qué contaros. Además, por lo que yo sé y Homer ha confirmado, la información sensible
o clasificada se encuentra en la cámara acorazada instalada en el despacho de
O´Connell y recuerdo que éste se ufanaba de que no había hombre en la tierra
capaz de abrir su caja fuerte.
-¿Y
no habría modo de desconectar los módulos de apertura y cierre de comunicación
interior? -preguntó Bob, al que no le eran extrañas situaciones como esta, debido a sus muchos años de intenso servicio como agente especial del gobierno.
-¡Uff!
-resopló Pieterf- La seguridad en las puertas de los departamentos, ascensores
y despachos está establecida mediante la combinación de teclados, tarjetas
magnéticas y lectores de huellas digitales en uno o los cinco dedos, según los
distintos niveles de protección requeridos. Todo esto está complementado con
varios sistemas de alarma operados por sensores térmicos, de movimiento,
electrónicos contra la manipulación de los aparatos, cámaras y rayos laser.
-¡Vamos,
dilo de una vez! -exclamó Margaret- Es imposible entrar allí ¿no?
-No
diré tanto. Imposible es una palabra que no me gusta, aunque hay que reconocer
que es una misión muy complicada. Sin embargo, tenemos que idear la forma de
hacerlo. Sin conseguir pruebas sólidas que incriminen al general y a sus
poderosos compinches, de nada nos sirve este animal de Homer. Dejadme unos días
para pensar en algo viable. Luego hablamos.
En
cuanto Pieterf abandonó la casa de Bob, este no perdió tiempo en comunicar a
Margaret las negativas sensaciones que había percibido durante la anterior conversación. En realidad, seguía manteniendo un cierto resquemor o desconfianza hacia él,
alimentado más por los celos que le producía la impresión personal de un presunto y
progresivo acercamiento afectivo entre Margaret y Pieterf, que por cualquier
otra causa real
-Sospecho
que Pieterf no está por la labor de asaltar la sede de la SSD.
-¿Por
qué dices eso? -replicó Margaret, sorprendida- No me parece que sea el tipo de
hombre que se arrugue ante cualquier dificultad.
-Llámalo
intuición, si quieres, pero esa fue la impresión que saqué al oírle acumular
tantas trabas y dificultades en la descripción que hizo de las oficinas del
SSD.
-Mira
Bob, conozco a los hombres mejor que nadie y te aseguro que si no asaltamos el
cubil de O'Connell, será porque tiene un plan mejor, no porque no se atreva.
Así que esperaremos sus propuestas tal como hemos acordado.
-Como
quieras, pero ya verás como ese trabajo acabaremos por tener que hacerlo tú y
yo -termino así la discusión Bob, que no estaba dispuesto a dar su brazo a
torcer.
Al
día siguiente, las noticias de la mañana en la NYC TV daban cuenta de un
enfrentamiento armado entre dos bandas rivales en el Distrito 5º. Tres muertos y
cuatro heridos de diversa gravedad había sido el resultado de la pelea.
Informaciones
posteriores obtenidas por Bob Bryan entre sus amplios contactos, tanto en la policía como en los
bajos fondos, les dieron a conocer los detalles de la refriega.
Varios
pistoleros de Danny Grosseto habían tendido una emboscada a un transporte de
dinero sucio, cuando se dirigía al cuartel general de Franky Rossano en Little
Italia. Tanto los muertos, como los heridos, eran gente de Rossano. Los hombres
de Grosseto habían desaparecido tras apoderarse del botín, sin que se
conocieran sus bajas, en el caso de que las hubieran tenido.
-Nuestro
trabajo comienza a dar sus frutos. ¡Ojala no quede ni rastro de esa gentuza en
la ciudad! -exclamó complacido Bob, al tiempo que, a su lado, Margaret asentía.
CAPÍTULO XXIX
El
comisario Casado revisaba, aburrido, expediente tras expediente con tediosa
parsimonia. Desde que Rodríguez abandonó el cuerpo, aquella comisaría ya no era
la misma. Le faltaba la sal y pimienta que su buen subalterno imprimía en el
cotidiano desempeño detectivesco, sin que nunca faltaran en sus acciones el
desenfado, la gracia y el acierto que le caracterizaban. Echaba en falta, sobre
todo, su inagotable y contagioso buen
humor, cualidad escasa en aquellas severas y adustas estancias de la comisaría
No
era extraño, por consiguiente, que el comisario recibiera con agrado el anuncio
de la visita de Rodríguez.
-¡Coño
Rodríguez, dichosos los ojos! -exclamó, al tiempo que estrechaba su mano con
verdadera efusión y afecto- Pero,
siéntese hombre y dígame: ¿Qué es de su vida?
-Pues
por allí andamos, jefe -para él, el comisario Casado sería siempre su jefe-,
haciendo lo que se puede -contestó, alargando un brazo para dejar al alcance
del comisario una tarjeta de visita.
El
comisario la tomó y pudo leer:
Agencia
Rohen
Luis
Rodríguez y Helen MacAdden
Detectives
privados
(Direcciones
y teléfonos)
-¡Estupendo! ¡Cuánto me alegro! Pero
oye, esta tal Helen...no será tu enlace en Nueva York ¿eh?
-En efecto, jefe: la misma que viste y
calza. Vino de vacaciones a verme y le gustó tanto España que decidió
quedarse...Entre nosotros, y sin presunción por mi parte, le diré que también
yo algo tuve que ver en su decisión.
-¡Ja, Ja! -rió de buena gana el
comisario- de eso tampoco yo tengo la menor duda. Pero, cuéntame cómo fue que
montasteis este negocio y qué tal os va.
-Pues todo vino rodado. Helen es una
excelente detective y yo...¡pa qué decirle! Ya me conoce. El caso es que
hablamos, discutimos y después de pensarlo mucho, nos establecimos.
Sopesamos las opciones de hacerlo en los
EE.UU o en España y por fin decidimos abrir la agencia en Madrid. De momento el
negocio nos va bien aquí. No sé...quizás más adelante hagamos una prueba en
América, pero por el momento estamos contentos de cómo se va desarrollando el
negocio en España.
-Muy bien, Rodríguez, aunque tendrás que
advertir a tu socia que aquí las cosas de la profesión son bastante diferentes
a las de su país. Por cierto, noto que vas armado. Ten mucho cuidado con soltar
un tiro porque te puedes meter en un lío enorme.
-¡Qué me va a contar, jefe! En este
puñetero país las armas solo están bien vistas en las manos de los bandidos. Y
la gente decente que se fastidie y quede a su merced. Pero no se preocupe:
tengo licencia de armas, aunque ésta -dijo mostrándola- es simulada, solo para
impresionar
-Haces bien. Pero dime ¿qué clase de
clientes tienes?
-De todo un poco. Trabajamos mucho con
las compañías de seguros, bancos, laborales, e informes personales. Nada
importante. Pero escuche jefe, si Vd. tiene algún caso que le trae de
coronilla, llámeme que yo se lo resuelvo.
-¡Ay Rodríguez! Si mis jefes se enteran
que he dado un caso a una agencia privada, me echan de aquí a patadas. Dirían:
¡Privatizar un servicio público como este! ¡A dónde vamos a parar!
-¡Ah, no! Eso sería entre Vd. y yo. A
los demás les pueden dar mucho por donde Vd. ya sabe. No, no. Mire, de verdad,
con toda confianza, en cuanto tenga un caso que le escueza, me llama que yo le
ayudo a resolverlo.
-Bueno, bueno. agradezco tu ofrecimiento.
Lo que me extraña que no te hayas decidido a marchar a Nueva York, con lo bien
que te lo pasaste allí.
-Pues mire jefe, tentaciones no faltaron,
pero la verdad es que como en España no se vive en ningún sitio, a pesar de que
haya tantos hijos de mala madre que traten de estropearla. Esta mañana, sin ir
más lejos, pasaba por delante de "El
Brillante" de Atocha y se me ha ocurrido entrar. Me he arreado un
bocata de calamares que no se lo salta un gitano ¡Divino, oiga: una gozada! ¡Cosas
como estas, de verdad, no las hay en el mundo entero! Y no le cuento el gustazo
que se dio Helen, hace poco, ante el maravilloso espectáculo de un monumental
cocido de tres vuelcos en "La
Taberna". Se puso como el hijo del esquilador de mi pueblo.
Rodríguez y su antiguo jefe continuaron
con su animada charla durante una hora, bien cumplida, antes de afrontar la
inevitable despedida. Lo hicieron con la misma efusión e idéntico afecto con
que se saludaron en su reencuentro. Quizás el caprichoso destino les obligue a
unirse de nuevo en algún futuro episodio, atrapados ambos en el misterio de un
enrevesado y peligroso lance. ¿Quién sabe...?
Mientras, New York ardía a causa de una cruenta
guerra entre clanes del crimen.
Franky Rossano se hallaba a punto de
reventar de ira, tras recibir la noticia del asalto a su transporte de dinero.
Era el segundo ataque directo que recibía, antes de darle tiempo a dar adecuada
respuesta al primero, y algo así no le había sucedido nunca en su larga vida de
matón. Franky se había encumbrado en el oscuro mundo de la prostitución, la
droga y el juego, apoyándose en la fuerza bruta, la represión más sanguinaria y
el crimen, mucho más que en otras
cualidades más sutiles, como la astucia o la inteligencia, habilidades de las
que andaba bastante escaso.
Su fiel compinche y lugarteniente Marko
no le iba a la zaga, en cuanto a crueldad y salvajismo.
-Jefe, no podemos dejar sin castigo este
nuevo ataque de los hombres de Grosseto. Y tenemos que hacerlo ya, sin pérdida
de tiempo, si queremos que se nos respete.
-¡Maldita sea tu estampa, Marko! ¡Solo
me faltas tú para encenderme aun más! -gritó Rossano- ¡Pero estás seguro de que
todo esto es obra de Grosseto!
-¿Quién si no? Aquí ya no queda nadie
más que pueda hacernos sombra.
-¡Joder, joder! ¡No, joder! En el Red Lion, la mayor parte de los disparos
partieron de los balconcillos de arriba y los hombres de Grosseto se hallaban
en las mesas de abajo. ¡Te dije que investigaras ese asunto del fantasma que
vio Oscar!
-Mire jefe, hay que dejarse de
historias. Estoy seguro que todo esto es cosa de Grosseto. Lo primero es acabar
con estos hijos de perra y luego ya se verá.
A Marko le costó muy poco convencer a
Franky para organizar una expedición de castigo al cubil de Grosseto en New
York: el Night-club The Black Pearl,
en Mamaroneck, regentado por Tony Capelo.
Sin embargo, en este caso, la fuerza
bruta no iba a ser suficiente. La oronda figura de Grosseto -era poseedor de
una hermosa panza que hacía buen honor a su nombre- enmascaraba a una
personalidad colmada de astucia, viveza e ingenio, que le habían conducido a
moverse con soltura por entre las intrincadas sendas de los negocios al margen
de la ley, o en su frontera, hasta llegar a dominarlos. Y su acólito Capelo era
un alumno muy aventajado.
CAPÍTULO XXX
Cuatro
potentes y veloces automóviles partieron de Little Italy y enfilaron la FDR
Drive. Estaban ocupados por los doce pistoleros más fieros y sanguinarios del
capo Rossano, además de los cuatro conductores y su lugarteniente Marko al
mando.
Llegados
al Bronx, tomaron la Bronx River Pkwy que habría de conducirles, directamente,
hasta White Plains, donde Grosseto había instalado su central neoyorkina de
negocios: el Night-club The Black Pearl,
en el 107 de Mamaroneck.
El
astuto Danny Grosseto no había elegido este local al azar. Muy al contrario, lo
había seleccionado en una zona muy próxima a los límites de los Estados de New
Yersey y de Connecticut. Esta situación le proporcionaba un buen escape, en
caso de necesidad, además de una aceptable conexión con Philadelphia, a través
de la Interestatal 95, una ruta segura, rápida y discreta.
Era
temprano, las siete de la mañana, cuando la tropa de Marko llegó a las
inmediaciones del Black Pearl. Era una buena hora para sorprender a los
sicarios de Capelo, uno de los lugartenientes de Grosseto y el encargado de sus
negocios en la ciudad de los rascacielos. En aquel momento las puertas de
servicio se abrirían al personal de limpieza, mientras que los pistoleros de guardia
estarían desperezándose. El resto continuaría durmiendo aun, arrullados por el exceso
de alcohol en su cuerpo, debido a los reiterados tragos ingeridos durante su
bronca labor de vigilancia y mantenimiento del orden, en las locas noches del
Night-club. Además, habría que añadir, sin duda, el probable sueño perdido en
atender los favores de una o varias de las golfas que revoloteaban por el
local.
El
Pearl disponía de un amplio parquin en una plazoleta interior, pero su entrada
y salida se realizaban por un mismo estrecho callejón lateral, muy fácil de bloquear,
por lo que decidieron dejar los coches aparcados en las dos calles trasversales
anteriores al club, por seguridad y para no llamar la atención: dos en Martine
Ave. y otros dos en Michel Pl.
Hecho
esto, los trece hombres se fueron acercando al local enemigo en grupos de dos o tres individuos, con precaución y sigilo, tratando de pasar inadvertidos,
tanto a los hombres del club como a los transeúntes. Aunque estos, en aquella
hora y dado lo alejado del lugar, con muy pocas casas de vecinos, eran escasos
o inexistentes en la práctica.
Dos
de los asaltantes se colaron con rapidez por una estrecha puerta de servicio
que permanecía abierta del todo. No tardaron en aparecer para indicar que
habían encontrado vía libre y, en cuanto vieron la señal, los restantes miembros de la banda
descubrieron sus armas y se introdujeron en el edificio con la ferocidad y virulencia de
fieras sedientas de sangre.
Aquella
entrada conducía a tres puertas, a través de un estrecho pasillo. Dos de ellas
estaban cerradas y daban acceso a la bodega y a la cocina, lugares donde la
actividad comenzaría mucho más tarde. Con toda seguridad, no antes del mediodía. La
tercera comunicaba con un amplio y alargado hall, donde estaba situado el
guardarropa y un pequeño puesto para la venta de tabaco, algunos complementos
para fumadores y unos cuantos objetos variados para recuerdo de turistas. En él se hallaba la
puerta principal, adornada con abundante neón multicolor, que en ese preciso
momento se encontraba cerrada y con sus llamativas luces apagadas. Al fondo,
otra amplia puerta de batientes daba paso al salón principal.
Ya
en el salón, una escalera descendía hacia el sótano, donde se hallaba instalada
una discoteca con pista de baile, bar, algunas mesas y varios reservados. Otra
escalera ascendía hasta la planta superior. En ella se encontraba la dirección
del local y las habitaciones de los empleados, además de algunas otras
estancias destinadas a distintos usos para el mantenimiento y adecuado
funcionamiento del local.
Rossano
había enviado varios hombres a espiar el Black Pearl la noche anterior, con el
fin de conocer con detalle la distribución del local. Había que pillar
desprevenidos a aquellos hijos de perra, condición primordial para conseguir
dar el escarmiento que merecía el traidor y descarado Grosseto y frenar su atrevimiento, de
manera tal, que nunca jamás lo pudiera olvidar.
Sus
secuaces, con Marko a la cabeza, se deslizaron con sigilo por el hall. Dos de
ellos quedaron guardando la pequeña puerta de entrada, mientras otros dos se
apostaron en la puerta de batientes que conducía al salón principal. Los nueve
restantes se fueron introduciendo en él, portando potentes linternas con las que alumbrarse, en
busca de los previsibles pistoleros de guardia, para neutralizarlos y acceder,
sin ruido, a la planta superior donde acabar con el resto de la banda.
Avanzaban
despacio, silenciosos y con extrema cautela por entre unas cuantas mesas que
rodeaban a un escenario lateral, cuidando de no tropezar con ningún obstáculo
que pudiera alarmar a sus contrincantes.
Se
hallaban ya en el centro de la extensa sala, cuando, de pronto, varios potentes
focos se encendieron a la vez, convergiendo sus deslumbrantes luces sobre los
asaltantes. Al mismo tiempo, una nube de proyectiles cayó sobre ellos, provocando
un infernal estruendo con el estampido de sus detonaciones, portadoras de un
aterrador mensaje de muerte.
Con
la primera descarga, 4 ó 5 intrusos cayeron al suelo muertos o heridos de
gravedad. El resto trató de hallar, con frenética desesperación, algún cobijo
que les protegiera de aquella implacable ensalada de tiros.
Pero
no era tarea fácil. Tony Capelo, tan astuto o más que su jefe Grosseto, sabía
que los hombres de Rossano vendrían a por él y tenía preparado el lugar del
encuentro con esmerado detalle. Había permitido la llegada de los asaltantes
hasta el lugar dispuesto para la encerrona y allí, en el salón, instaló cuatro
potentes focos para cegarles, mientras sus hombres, parapetados, les esperaban
con sus armas automáticas listas. Además, había ordenado retirar la mayor parte
del mobiliario, dejando solo el imprescindible para no levantar sospechas
entre los asaltantes.
-¡Disparad
a los focos! -ordenó Marko a sus hombres, con un potente grito.
Poco
caso pudieron hacerle. Los disparos llegaban desde todas direcciones y,
aquellos que habían logrado parapetarse detrás de alguna mesa, notaban tan cerca el roce
de las balas, que estaban obligados a pegarse al suelo como lapas y agachar la cabeza
contra él, al tiempo que trataban de protegerla con sus brazos.
Era
un esfuerzo inútil. Uno a uno fueron cayendo muertos o malheridos. Solo Marko
quiso vender cara su vida. Dio un salto fuera de la somera protección donde
había hallado refugio y, dando un poderoso rugido, se lanzó a ciegas contra los
pistoleros que tenía en frente. Disparaba como enloquecido su metralleta,
mientras avanzaba con el ímpetu y la fiereza de un toro de lidia. Consiguió
llegar hasta escasos metros de donde estaban parapetados sus enemigos, pero
allí cayó acribillado a balazos.
Los
cuatro pistoleros que habían quedado protegiendo la retirada de los suyos en
las puertas fueron atacados por varios hombres de Capelo, que surgieron de improviso
por las otras dos puertas que habían hallado cerradas. Solo uno de ellos
pudo eludir la agresión. A pesar de estar herido, corrió hacia los coches aparcados
en Michel Pl., perseguido por dos contrarios. Estos llegaron antes de que
pudieran escapar y acabaron a tiros con el herido y los dos chóferes.
Los
dos conductores que esperaban en Martine Ave., al oír los disparos tan cerca y
no ver aparecer a ninguno de los suyos, pusieron los coches en marcha y
salieron de aquel lugar a todo el gas que daban sus máquinas. Rossano supo por
ellos del nefasto resultado de aquella malograda incursión. En ella había
perdido a sus mejores hombres.
Bob
conoció la terrible contienda y el luctuoso resultado al finalizar la mañana de
ese mismo día y le faltó tiempo para llamar a Margaret.
-Ha
llegado el momento de que intervengamos también nosotros -dijo Bob, después de
informar a Margaret con el mayor detalle que pudo.
CAPÍTULO XXXI
Bob
Bryan regresó a toda prisa al refugio de Hempstead, donde esperaba Margaret.
Tan pronto llegó a la casa, ella le apremió para que detallara su propuesta de
intervenir contra Rossano.
-¡Por
fin! Estaba deseando entrar en acción de nuevo. Pero dime: ¿Qué propones?
-Vamos
a dar un buen susto a ese bestia de Rossano. Es el momento ideal para
aprovechar su merma de efectivos y sacar partido a su desastre en el Black
Pearl. Hoy es nuestro día. Nunca será más vulnerable.
-De
acuerdo -asintió Margaret- ¿Cuándo vamos a por él?
-Ahora
mismo, antes de que se reponga del descalabro de esta mañana. Revisamos a fondo
los equipos de ocultación y nos largamos para allá a continuación.
Rossano
se hallaba en una amplia, aunque algo destartalada, estancia de su cubil en
Little Italy, en la que tenía instalado algo parecido a un despacho, uso que
compartía con alguna que otra inconfesable actividad. A pesar de que disponía
de una gran mansión en Sands Point, cerca de Port Washington, en Long Island,
lugar donde residía gran parte de la gente con mayor fortuna de N.Y., era allí,
en aquel abigarrado barrio, donde se sentía más a gusto y seguro.
Era
su barrio, el lugar donde nació, protagonizó sus primeras pillerías y donde
creció hasta llegar a reinar, con absoluto dominio, sobre las vidas y haciendas
de sus habitantes. Gozaba con el ejercicio de aquel ilimitado poderío que le
permitía experimentar una sensación tan intensamente embriagadora, como ninguna
otra. No era mucho menor el placer que sentía al manejar con mano dura sus criminales
negocios, empleándose con la misma férrea determinación del capitán de barco que dirige su
arbolado navío, desafiando huracanes, bajíos, escollos y encalmadas, sin trabas
que le frenaran, ni arredro por el daños sin cuento que ocasionaba.
Caminaba
a grandes pasos por la habitación, nervioso y sofocado, hablando por teléfono a grandes voces, adornadas de gruesos improperios y airados aspavientos. La fallida
expedición de castigo contra Grosseto le había dejado sin sus mejores hombres y
trataba de reclutar nuevos pistoleros entre las "sucursales" de la
Costa Este. Debía reforzar su tropa en la ciudad, a la mayor brevedad, antes de
que aquel gordo del demonio intentara golpearle de nuevo, aprovechando su actual
debilidad.
De
vez en cuando, empleaba el corto tiempo entre llamada y llamada para secarse el
sudor de su frente y cuello, mediante bruscos y apresurados gestos, con el
inmaculado pañuelo blanco asomado al bolsillo superior del impecable traje que vestía, demasiado
ajustado para resultar elegante.
Justo
en el preciso momento, en el que Rossano alzaba, acalorado, sus voces más
gruesas y una catarata de improperios caía sobre su interlocutor telefónico,
tal vez por haberle contrapuesto algún "pero" a su demanda, algo muy
extraño sucedió en aquella habitación.
De
improviso, la base del inalámbrico que estaba usando salió disparado de la mesa
en la que se asentaba y fue a estrellarse contra la pared de enfrente. La
comunicación se interrumpió al hacerse añicos el aparato en cuestión.
-¡Pero
que jo...! -el desconcierto impidió a Rossano concluir la frase.
Se
acercó, indeciso, hasta donde habían quedado los restos de su flamante artefacto
-el más caro que había en el mercado- y quedó allí, durante unos segundos,
contemplándolos sin entender nada de lo que había sucedido.
En
esa actitud se hallaba, cuando algo parecido a un velo le rozó el cogote. Se
volvió, sobresaltado, pero allí no había nada ni nadie.
Su
corazón, que ya había alterado su ritmo a causa de las anteriores broncas,
comenzó a latir fuerte en sus sienes. Se dirigió hacia la mesa escritorio e,
instintivamente, abrió el cajón donde guardaba una reluciente pistola
automática. La empuñó, pero volvió a dejarla en el cajón. ¡Qué podía hacer con
ella, si no había nadie en la estancia!
De
pronto, unos toscos trazos de pintura roja, que asemejaba sangre, fueron
apareciendo misteriosamente en la pared que había frente a él, hasta componer
la palabra MURDERER.
Ahora
sí. Aterrado, echó mano a la pistola y dio un salto atrás, haciendo caer la
silla al suelo, mientras apuntaba su arma en todas direcciones. Duró poco en su
mano. Un fuerte golpe en ella le obligó a soltarla, arrancándole, a su vez, un
grito de dolor.
-¡Maldita
sea! ¡Quién eres y qué diablos quieres de mí! -exclamó Rossano, al sospechar
que aquellos misteriosos hechos estaban provocados por un mismo extraño ser, de
índole sobrenatural y quizás de otro mundo.
En
la misma pared, con idénticos trazos e igual pintura, fue apareciendo, letra a
letra, este otro mensaje: REMEMBER CHRISTOPHER KEANE
Era
ese el falso nombre que Joe Foster, el asesinado hijo de Margaret, usaba en New York.
Difícil
recordar en ese momento a uno de los muchos tipos que había hecho matar, además
de tantos otros que él mismo envió al otro barrio, pero una inmediata y copiosa
corriente de adrenalina le ayudó a evocar la ejecución de aquel jovenzuelo que
se pasó de listo y trató de engañarle.
No
había duda. Se trataba de la misma ánima errante que presintió Oscar, el encargado
del Red Lion. Ahora venía a por él con la intención de vengar su muerte.
Pero
¿por qué? -su cerebro trabajaba a la máxima presión y actividad- Sí, le había
hecho matar, pero él se hizo merecedor de aquel castigo por su deslealtad y
exceso de ambición. Además había sido una muerte rápida, sin causarle el más
mínimo sufrimiento. ¿Qué podía tener este hombre contra él, para que quisiera
vengarse, cuando no lo habían hecho ninguna de sus otras muchas víctimas?
Estos
pensamientos le ocuparon apenas un par de segundos, porque, de repente, un
chorro de pintura roja, la misma con la que se escribieron los dos rótulos y
con su mismo aspecto de sangre humana, cayó sobre su pecho. Apareció de ningún
sitio, de la nada, como por una aparente generación espontanea. Cubrió por
completo la pechera de su traje, le salpicó el rostro y fue escurriéndose hasta
caer goteando al suelo.
Horrorizado,
trató de pedir auxilio a grandes voces, pero estas se quebraban en su garganta,
atenazada por el terror que sentía, y no pudieron ser oídas por sus hombres. Y
si las escucharon no hicieron caso. No era extraño. Durante toda la tarde, Rossano
había estado dando gritos por teléfono y sus sicarios sabían muy bien que,
cuando su jefe levantaba la voz de aquella manera, la prudencia aconsejaba
guardar la mayor distancia posible con él.
Intentaba
dirigirse hacia la puerta del despacho para huir por ella, cuando sintió como
si un acerado puño le estrujara el pecho y un vivísimo e insoportable dolor se
instaló en él. El espanto se adueñó de su rostro. Sus ojos se agrandaron hasta
alcanzar un desmesurado tamaño y abrió su boca tanto como pudo, en un
desesperado intento de aspirar el aire que faltaba en sus pulmones. Todavía trastabilló
unos pasos en dirección a la puerta. Por fin, tras producir un ronco estertor
de moribundo, dobló sus rodillas y cayó al suelo fulminado.
-¡Oye,
este tío se ha muerto! -la voz de Margaret, que se mantenía por completo
invisible, sonó en la estancia, revelando la identidad humana de aquella
fantasmal ánima vengadora.
-Sí,
sí -asintió Bob, poseído con la misma
invisibilidad que Margaret, después de un breve reconocimiento del cadáver-
Está frito del todo. Parece que ha sufrido un infarto agudo de miocardio y ha
palmado.
-Bien
-concluyó Margaret- Su muerte ha evitado manchar mis manos con la sangre de
este asesino. De cualquier forma, Joe, mi querido hijo, ha sido vengado.
CAPÍTULO XXXII
Cuando
uno de los secuaces de Rossano entró en el despacho de su despótico jefe, un
par de horas más tarde, una inmensa sorpresa le aguardaba. Gritó,
alarmado, pidiendo ayuda, al ver a su jefe caído en el suelo y tieso más que un
palo, pero nada pudo hacer el resto de pistoleros que acudieron a sus voces,
salvo solicitar la ayuda de las asistencias.
Los
médicos del Emergency Response diagnosticaron muerte natural, aunque
condicionaron su dictamen al resultado de la reglamentaria autopsia, ante las
extrañas circunstancias que rodeaban la muerte del capo. En efecto, nadie podía
explicar el desorden que imperaba en la estancia, ni el origen de las pintadas
que aparecían en la pared. Mucho menos, el motivo por el cual, el cadáver
aparecía rebozado de pintura roja. Sobre todo, tras la declaración de varios
testigos, asegurando que nadie había entrado en la habitación. En esto no cabía
duda alguna, ya que la entrada, y todos los accesos posibles hasta llegar a la
estancia, habían estado fuertemente vigilados durante todo el tiempo.
Nadie
podía sospechar que hubiera alguien, como Bob y Margaret, capaces de entrar y
salir de allí, sin ser vistos, con la mayor tranquilidad del mundo, gracias a
los sofisticados equipos de ocultación que poseían.
La
muerte de Rossano supuso un periodo confuso en el hampa de NY. agravado por la
intervención de las autoridades de la City, que se vieron obligadas a tomar
drásticas medidas en contra de la mafia, espoleadas por la prensa y la opinión
pública, tras la escabechina en el Black Pearl,
Pero
no duró mucho esa situación. Pronto los negocios mafiosos volvieron a su
criminal normalidad, a pesar de que, tanto el alcalde, como el gobernador del
Estado, trataron de impedir su actividad, aplicando en su acción todos los
medios policiales y jurídicos a su alcance.
En
efecto, la desaparición de Rossano encumbró a varios otros jefecillos que, tan
pronto los luctuosos sucesos acaecidos en la ciudad perdieron actualidad, se
repartieron más o menos amigablemente el negocio, al beneficiarse de que las
redes de distribución y acopio de droga, así como las demás infraestructuras
del crimen, se mantuvieron casi intactas.
El
mismo Grosseto apenas se vio importunado por sus sangrientas maniobras. Cuando
la policía llegó al Black Pearl, solo encontró muertos y moribundos de Rossano.
Toda su gente había desaparecido, incluidos tres empleados que, aun sin
conocer, ni tener nada que ver con los manejos ilegales de su patrón, salieron
huyendo de allí y no se les ocurrió aparecer por aquel barrio en su vida, al no
saber bien a quién temer más, si a los pistoleros del local, a sus enemigos o a
la propia policía. Así, Grosseto halló vía libre para la expansión de sus negocios
ilícitos en NY.
Fue,
sin duda, el mayor beneficiado por la muerte de Rossano. La ciudad se hallaba
"virgen" en el campo de algunos negocios ilegales, tales como el
amaño de presupuestos en toda clase de obra pública, su adjudicación
fraudulenta, el tratamiento ficticio y doloso de las basuras y residuos
industriales, la coacción y fraude en los transportes, el blanqueo de dinero y
otras muchas actividades económicas, situadas a caballo de la fina e imprecisa
frontera que separa lo legal de lo ilegal, donde Grosseto se movía con
admirable soltura y destreza.
Hasta
entonces, esta peculiar labor venía siendo realizada por políticos venales o poco escrupulosos, comisionistas,
promotores y hombres de negocios dedicados a la especulación, todos ellos de
forma limitada e inconexa y sin la conciencia de estar cometiendo un delito y
sí un pingüe negocio, lógica consecuencia de su estimable habilidad y
perspicacia.
Cuando
Grosseto aterrizó en New York con toda su "tropa" y se vio libre de
molestas rivalidades, le costó muy poco hacerse con el control de todos estos
negocios. Creó una tupida red de colaboradores, al estilo de la que había
organizado en Philadelphia, copiada de los nuevos sistemas impuestos por la
camorra napolitana en sus ilegales trapicheos, y se apartó de las acciones
violentas y criminales, tales como la extorsión, la droga, el juego y la prostitución,
el violento campo de acción de Rossano. No es que le repugnara la violencia,
solo que consideraba que debía aplicarse únicamente en casos muy concretos e
inevitables.
Contaba
con una gran experiencia y un buen entrenamiento en el manejo de toda clase de
negocios ilícitos y clandestinos, al haberlos introducido, con buen éxito y durante años, en
el Estado de Pensilvania. Era por esto, por lo que poco le apuró
la resistencia inicial que halló en algunos "peces gordos" de NY.
para cederle sus irregulares ganancias. Sabía muy bien cómo hacer frente a esas
contingencias y de qué manera había que tratar esos casos y a esas personas.
-¿Qué
noticias me traes de la Big Apple?
-Grosseto estaba de muy buen humor cuando recibió la visita de Tony Capelo, su
hombre de confianza en NY City, y no se recató un ápice en demostrarlo con
efusión, mediante una amplia sonrisa, un alegre tono de voz y un afectuoso
abrazo.
-Todas
buenas. O casi todas. Seguimos avanzando en la implantación de nuestros
intereses en la ciudad a un ritmo muy satisfactorio y, poco a poco, se va
consolidando nuestra posición allí. Sin embargo, no todo rueda como deseamos. Hemos
hallado alguna resistencia en ciertos estamentos de la administración municipal
y estatal.
-Bueno,
es natural. No esperaba otra cosa. Sin embargo, con la muerte de Rossano se fue
nuestro mayor obstáculo. Cuéntame lo que haya.
-Hay
un concejal del Borough de Brooklyn que nos esquiva y presiona a nuestros
hombres del Council para que voten en contra de nuestros presupuestos. He probado
a "entrarle" de varios modos sin éxito y ya no sé qué hacer.
-¡Ay
Tony, Tony! ¡Cuánto tienes que aprender todavía! Atiende: Vas a enviarle un
buen regalo. Pero un buen regalo de verdad ¿eh? Uno que no baje de 100.000 $.
Si lo acepta ya es tuyo. Pero si lo rechaza, olvídate de él y busca aliados
entre sus subordinados. ¿Está claro?
-Sí,
sí, jefe. Pero así hice con un Senador y el fulano se quedó con el regalo y
sigue sin favorecernos.
-¡Ojo!
¿Ese Senador es del Estado o Federal?
-¡Cielos,
no! Pertenece al Senado del Estado de NY. Tengo muy presente que Vd. no quiere
que nos metamos en asuntos federales.
-Bueno,
no te preocupes. Ese tío es un cabrón ambicioso incapaz de mantener la palabra
dada. No es de fiar y hay que neutralizarlo. Investiga sus puntos débiles, que
seguro los habrá. Pero si no los encuentras, no hay cuidado, los fabricaremos
hasta conseguir su descrédito. ¿Qué más?
-Tengo
a dos asambleístas en el bolsillo, aunque poco negocio hemos conseguido a
través de ellos.
-Y
seguirás sin obtenerlo. Esos pájaros pintan poco. Céntrate en el Council de la
ciudad. El presupuesto de la Alcaldía ronda los 78 mil millones de dólares y de
ellos tenemos que llenar nuestro saco. Pero no te olvides de aquello que no
dejo de repetiros. No queráis llevaros todas las ganancias. Dejad lo suficiente
para que nuestros colaboradores estén satisfechos. La excesiva ambición acaba
por resultar un mal negocio.
Con
este paternal talante, continuó Grosseto aleccionando a su pupilo. Nadie diría
que estaban tratando asuntos fuera de la ley. Muy al contrario, el orondo capo,
dueño de una beatífica imagen, más propia de un experto y honrado repostero,
daba la impresión de estar instruyendo a uno de sus allegados más queridos en
los principios del buen transitar por el recto sendero de la vida.
-¿Y
qué tal con la nueva sede? -acabó por preguntar a Tony Capelo.
-Muy
bien. Fue una magnífica idea continuar en White Plains. A nadie se le ocurrirá
buscarnos a tres cuadras del Black Pearl. El edificio es mucho mejor y las
comunicaciones siguen tan apropiadas como antes.
CAPÍTULO XXXIII
Era
noche cerrada. Pieterf alzó las solapas de su raido gabán, parte del habitual
disfraz que usaba para representar a un tipo anodino y vulgar. Argucia esta que
le permitía pasar inadvertido en la mayoría de los ambientes urbanos de la
ciudad. Hacía frío. El húmedo aliento del Hudson le obligó a arrebujarse entre
la gruesa ropa que vestía, mientras aceleraba el paso, intentando paliar los
continuos escalofríos que le asaltaban.
En
realidad, se hallaba completamente aterido de frío. Había permanecido varias
horas vigilando la sede del SSD y ahora regresaba a pie hacia uno de sus
refugios, después de haber dejado Staten Island en el último ferry.
Caminaba
pensativo por Whitehall St. Por más vueltas que le daba al asunto, no lograba hallar
las claves necesarias para elaborar un plan medianamente viable, que le
permitiera llegar hasta el despacho del general O´Connell. Eran demasiados los
obstáculos que había que superar en aquel edificio, convertido en un auténtico
fortín inexpugnable.
Decidió
cruzar por Stone St. y entrar en la Taberna de Murphy, con la intención de
templar un tanto su entumecido cuerpo, con la ayuda de unos cuantos tragos de Whisky.
Fue un acierto. El caldeado ambiente de su interior no tardó en reconfortar
tanto su cuerpo, como su decaída moral.
Tras
un par de vasos bien cumplidos del ardiente licor, reparó que su vecino de
banqueta, un enorme negro, tan ancho como alto, se afanaba en devorar un
hermoso pollo asado, bien servido con una abundante guarnición de magnífico
aspecto.
Aquella
visión le hizo sentir un profundo hueco en sus tripas y recordó, entonces, que
durante todo el día, solo un perrito caliente, tomado con prisa al mediodía,
había entrado en su estómago. Echó un vistazo a la pizarra donde estaba escrito a
mano el menú de la casa y comprobó lo poco que había allí para elegir: Chicken cocinado de tres maneras
distintas, Cheese and Vegetable Soup,
Grilled Steak o Fish and Chips.
Decidió
imitar a su vecino y pidió el pollo asado. Aquello tenía una pinta inmejorable
y no era sensato arriesgarse a un fallo con alguno de los demás platos.
Mientras
consumía la sabrosa ave con buen apetito, no dejaba de pensar en el arduo
problema que atormentaba su mente. Sabía que entrar en el despacho de O'Connell
era indispensable para obtener las pruebas que necesitaba y, con ellas, poder
acusar al general de los delitos que le había endosado a él. Solo así podría
librarse de la persecución de todas las policías del Estado. Por fortuna, la
extraña muerte del capo Rossano le había liberado de la amenaza que pendía
sobre su cabeza, desde la muerte de dos de sus pistoleros, en el tiroteo
provocado por los hombres de Homer, el esbirro de O´Connell, a buen recaudo en
el refugio de Bob.
Pero...¿Cómo
hacerlo? Tenía que descartar un ataque frontal a la sede del SSD. No contaban
con el personal preciso, pues se necesitaría no menos de un par de docenas de
hombres bien entrenados para intentarlo. La otra opción, realizar el asalto
durante la noche, era más factible, pero ¿cómo evitar los numerosos controles
dispuestos hasta llegar al despacho de O´Connell, aun contando con la forzada
colaboración de Homer? Y una vez allí ¿quién abriría su infranqueable cámara
acorazada?
Imposible
raptar al general como lo había hecho con Homer: Jamás salía a la calle sin una
fuerte escolta y su coche era indestructible, al estar provisto de un poderoso
blindaje. Por otro lado, su casa se había construido, también, como un bastión
impenetrable.
Podía
matarle, claro, pero eso, que quizás contara con la aprobación y el
agradecimiento de Margaret, tampoco resolvía su problema personal. Cada vez
estaba más convencido de que jamás encontraría una solución acertada trabajando
por ese lado. Quizás fuera necesario replantear de nuevo el asunto y atacar por
otro flanco menos protegido, investigando a sus compinches en las altas esferas del poder.
Tan
enfrascado estaba en sus pensamientos, que se sorprendió al ver el plato vacío
y advertir de que, casi sin enterarse, había dado buena cuenta de la comida.
Pagó y salió a la calle.
De
no estar tan absorto por todas aquellas reflexiones, quizás se hubiera
percatado de que dos tipos de aspecto sospechoso no dejaban de observarle. Tan
pronto Pieterf dejó la taberna, ellos salieron tras él.
Pieterf,
que mantenía ese sexto sentido de superviviente aun en los momentos de mayor
relax, se dio cuenta de que era seguido, tan pronto dobló la esquina de Stone
con Broad St. Siguió por esta calle, en dirección a Beaver St., importunado al comprobar que parte de ella se hallaba con deficiente iluminación, debido a varias obras que se estaban realizando en algunos edificios de
sus dos aceras. Era evidente que iban tras él con la intención de aprovechar la
oscuridad y la soledad que envolvían la calle para asaltarle. Quizás eran solo
una pareja de rateros que habían estimado tarea fácil atracar a aquel insignificante
hombrecillo.
Se
volvió al sentir la cercanía de los dos hombres detrás de él.
-¿Qué
quieren? -dijo Pieterf con voz temblorosa.
-¡Venga
viejo, la pasta! ¡Rápido! -exclamó uno de ellos, empuñando un largo cuchillo.
-¡No,
por favor! ¡No me hagan daño! ¡Les daré lo que quieran! -La voz de Pieterf sonó
impregnada de angustia y temor, mientras retrocedía un par de pasos.
El
tipo del cuchillo insistió en su demanda, al tiempo que adelantaba el brazo que
portaba el arma, acercándola al cuello de su víctima.
En
ese instante, Pieterf agarró por la muñeca el brazo en el que su agresor
portaba el cuchillo y dando un veloz giro lo volteó sobre su hombro. El codo
del asaltante emitió un siniestro crujido, acompañado por el grito de dolor de
su dueño.
-¡Ay,
ay, ay! -se quejaba a grandes gritos, mientras se agarraba el antebrazo
convertido en un colgajo- ¡Este cabrón me ha roto el brazo!
El
otro agresor, tras unos segundos de vacilación, avanzó hacia Pieterf blandiendo
una porra, con ánimo de terminar la faena que su compañero no había logrado ni
siquiera empezar.
Una
fuerte patada de Pietref, diestramente dirigida a los tobillos del segundo
asaltante, le hizo caer al suelo. Otra, enviada a sus costillas con aun más
violencia, le rompió varias. A continuación, un violento pisotón sobre una de
sus rodillas le hizo revolcase por el pavimento, incapaz de soportar el castigo
recibido. Sus gritos de dolor se unieron a los gemidos de su compañero.
-Qué,
amiguitos ¿necesitáis más pasta? -preguntó Pieterf burlón- Si os apetece
continuamos la sesión.
Pocas
ganas tenían ambos de pelea. Pieterf ayudó a levantarse al caído y después
contempló cómo se alejaban renqueantes.
-Esos
se lo pensaran mucho antes de volver a intentar desbalijar a otro anciano -se
dijo, esbozando una amplia sonrisa.
Caminó
una milla más hasta su refugio en Chinatown, aunque lo hizo a través de calles
algo más transitadas para evitar otro desagradable encuentro. No era problema.
Manhattan es una de esas zonas de Nueva York de la que se dice que nunca
duerme. Salvo unas pocas travesías, la mayor parte de las avenidas están
concurridas por gentes que van o vienen a distintas ocupaciones unos, y a los
más diversos y festivos entretenimientos otros. Las infinitas luces de sus
edificios, siempre encendidas, lo confirman.
Pero
no por eso dejó de cavilar sobre aquel tremendo problema que martirizaba su
mente. Al día siguiente debía hablar con Margaret y Bob Bryan, pero aun no
sabía qué decirles.
CAPÍTULO XXXIV
Por
fin, después de muchos días de continua preocupación, sobresaltos y de sufrir
situaciones peligrosas sin cuento, Margaret pudo gozar de un tiempo de calma y
solaz. Respiró al fin tranquila: Había cumplido la firme promesa que formuló al
dejar España, con el propósito de esclarecer y vengar el asesinato de su hijo Joe.
La
muerte de Rossano, el hombre que ordenó aquel despiadado crimen, había colmado
su sed de revancha y, en aquel momento, se hallaba con el ánimo sosegado, plena
de calma, ante una caja que contenía algunos recuerdos personales de Joe. Fue
un afortunado hallazgo, descubierto junto al resto de papeles, durante el asalto
nocturno al apartamento de su hijo en Los Cloisters, sin que hubiera tenido la
oportunidad de revisarlo desde entonces.
Hacía
menos de una hora que Pieterf le había llamado para anunciarle su llegada y
mataba el tiempo de la espera, revisando su emotivo contenido. En su interior
había cartas, fotografías, videos y los más variados objetos, recuerdos, quizás,
de viajes o, también, de momentos felices vividos, merecedores de ser
recordados y atesorados.
De
pronto, reparó en una hoja manuscrita. La leyó y no pudo reprimir que un
torrente de lágrimas inundara sus ojos y los desbordara, para resbalar por sus mejillas hasta
rociar su regazo.
En
ese momento, el timbre de la puerta sonó anunciando la llegada de Pieterf.
Margaret ahogó un suspiro e intentó borrar precipitadamente las huellas de
su conmovedora evocación antes de franquearle la entrada.
Pero
sobre su humedecido rostro quedaban sin restañar los restos de su anterior
llanto y a Pieterf no le pasaron desapercibidos.
-¿Qué
ha pasado, Margaret? -preguntó, preocupado- Noto que has tenido un disgusto.
-No
ha sido un disgusto. He llorado, sí, pero ha sido de emoción. Toma. Lee esto -Margaret
le entregó el escrito y él lo leyó en silencio. Decía así:
To
Mum On Her Birthday
On your happiest day,
The day of your Birth,
A poem to you will be
My best possible gif:
I woke up early today
To meet a shiny ligth.
It was the rising sun
That came to greet you, mum.
Me too I want to express
How much I love you, mum,
Because you gave me life
And everything I possess.
I promise I´ll always love
you, mummy!
This is true as the sky is
starry!
J. F.
El
pequeño había querido expresar algo parecido a esto:
A mami en el día de su
cumpleaños
En
este tu feliz día - día de tu cumpleaños - quiero escribirte un poema - como mi
mejor regalo.
Hoy
me levanté temprano - y encontré una luz radiante - era el sol que amanecía - y
venía a saludarte.
Yo
también quiero decirte - ¡Oh mami, cuánto te quiero! - porque me diste la vida
- y todo lo que yo tengo.
Mami,
mami, te prometo - quererte tanto y tan cierto- como estrellado está el cielo.
-Bonitas
palabras -afirmó Pieterf- Son de tu hijo Joe ¿eh?
-Sí,
me las escribió cuando apenas contaba con nueve años. No podía imaginar que
después de tanto tiempo guardara todavía este infantil poema. A pesar de tener
el corazón endurecido por tantos penosos avatares como la vida me ha obligado a
superar, no he podido retener las lágrimas -reconoció Margaret, al tiempo que
su voz se quebraba al pronunciar estas últimas palabras.
Pieterf
apoyó su brazo sobre los hombros de Margaret, en una clara actitud de ofrecerle
su aliento y su amigable apoyo. Y durante ese mutuo contacto, sin proponérselo,
ambos sintieron la misma mágica sensación que experimentaron al estrechar sus
manos por primera vez. Se miraron durante unos segundos con expectante sorpresa,
envueltos en una fascinante percepción, a la vez que presos de una muda emoción
sin nombre.
Pero
no hubo más. La emotiva escena quedó interrumpida por la aparición de Bob Bryan,
que acudía a la llamada que le hizo Margaret para anunciarle la llegada de Pieterf, para deliberar sobre el pendiente ataque al general O´Connell.
Pronto
se hallaban inmersos en la discusión de cómo afrontar el reto de acabar con su
peligroso enemigo.
-Por
más vueltas que le doy a este asunto -confesó Pieterf-, no consigo ver la forma
de acceder a la documentación secreta de O´Connell. He pensado en olvidarnos de
él y trabajar sobre sus compinches en las altas esferas. Ellos serán mucho más
permeables y podremos obtener con mayor facilidad la información necesaria
sobre sus asuntos ilegales comunes. Hecho esto, lo tendremos en nuestras manos,
bien agarrado.
-¡Ni
hablar! -exclamó Bob- Eso nos llevaría meses de nuevas pesquisas. Sería como
partir de cero. Te recuerdo que tanto tú, como Margaret estáis amenazados de muerte
por este cerdo y ella está mucho más expuesta. Debemos actuar sin demora e ir
directamente contra el general. Si otros caen con él, será un valor añadido,
pero nada más.
-Creo
que Bob tiene razón -terció Margaret.
-Lo
entiendo -concedió Pieterf- pero ya me diréis cómo hacerlo. Tal como yo lo veo,
ir de frente contra el general es una misión imposible. Nos estrellaríamos
contra el muro impenetrable de su poderosa organización.
-Eso
habrá que verlo -aseguró Bob, que todo lo que fuera contradecir a Pieterf le
hacía crecerse, más aun estando Margaret presente- He obligado a nuestro
cautivo Homer a colaborar para levantar un plano completo de la sede del SSD.
Quiero que lo revises y corrijas o completes todo lo que creas conveniente. Indícame
en él, por favor, todos los elementos de seguridad que conozcas.
-No
hay problema, aunque me temo que de poco te va a servir.
-Yo
espero que sí. Estoy elaborando un buen plan y pronto te lo haré saber -terminó
así Bob la discusión.
CAPÍTULO XXXV
El
teléfono del general O´Connell echaba humo debido a un uso tan prolongado como frecuente. Apenas habían
transcurrido unos instantes desde que la áspera voz del general dejara de
escucharse tras su última comunicación, cuando una nueva llamada reclamaba, con
insistente repiqueteo, la necesidad de volver pegar de nuevo su oreja al
auricular del bullanguero aparato.
Aquel
era un agitado día en la sede del SSD. de Staten Island en New York. La
desaparición de Homer y el nulo éxito alcanzado en la localización de Margaret
Foster, así como la sospecha, confirmada ya, de estar siendo ayudada por el
ex-agente secreto Robert Bryan y por el "hijo de mil perras" de
Pieterf, habían equipado al general con el peor humor del planeta.
Y
cuando el general estaba de mal humor, hasta los cimientos del potente edificio
temblaban.
Mucho
más en este día, en el que O´Connell había recibido la llamada de un senador,
dos oficiales de altísimo rango y un miembro del gobierno. Esta gente,
impacientada ante la continua dilación en la resolución de aquel "problema"
que afectaba peligrosamente a sus intereses, acuciaba al general para exigirle su pronta
resolución. No entendían como una indefensa viuda pudiera tener en jaque a toda
una poderosa organización como la que mandaba O´Connell.
-Amigo,
despabila, que tienes tanto que perder como nosotros, o más -le habían dicho, y
aquello le sentó como una coz en la parte más baja de su vientre.
Solo
faltó la desaparición de su mano derecha, Homer, para que la exasperación de
O´Connell fuese total. No es que sintiera un gran aprecio por su hierático
subordinado, a pesar de su probada fidelidad. El enojo del general radicaba en
el hecho de que su fiero sicario era conocedor de muchas de las "irregularidades
reglamentarias" practicadas u ordenadas por él y no se podía permitir el
riesgo de que estas fuesen reveladas o llegadas a conocer por quién menos
conviniera.
Por
fin, el teléfono le dio un respiro y enmudeció. De inmediato, ordenó la urgente
presencia en su despacho de todos los jefes de departamento.
-¡Es
una auténtica vergüenza lo que está ocurriendo aquí! -clamó el general,
dispuesto a fustigar a sus hombres hasta hacerles reaccionar y obligarles a dar
el cien por cien de su potencial investigador-. Tres peligrosos enemigos de
nuestra nación andan libres por la ciudad, mientras Vds., los hombres elegidos
para defenderla, se limitan a calentar los asientos de los departamentos con
sus grasientas posaderas.
Y
ahogando alguna aislada y tímida protesta de sus oyentes, continuó:
-Lo
más decepcionante es que haya transcurrido ya un par de semanas sin haberme
presentado la más mínima pista sobre la desaparición de su camarada Homer.
¿Creen que todavía puede quedar alguien capaz de confiar en Vds.? ¿Consideran
posible que el alto mando esté dispuesto a afrontar el alto costo de nuestra
organización para cosechar tan exiguo resultado? Sinceramente, estoy seguro que
todos Vds. harían mucho mejor papel dirigiendo el tráfico en las calles. ¿Les
apetece el plan? -y tras una breve pausa que a varios de sus hombres se le hizo
eterna, continuó- Pues ese es el destino a donde se dirigen como no espabilen.
-Señor,
estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos y esperamos obtener
resultados muy pronto -se atrevió a manifestar uno de los convocados.
-¡Basta
de promesas! ¡Quiero resultados, y los quiero ya! -gritó O´Connell.
-Mire,
general -terció otro de los presentes-, seguimos manteniendo una minuciosa
vigilancia sobre la totalidad de la ciudad, gracias a que contamos con la
estrecha y total colaboración de la policía metropolitana y la estatal. El
análisis de las llamadas telefónicas, correos electrónicos y WhatsApps han
acotado un área de unas cuatro millas cuadradas en el noreste de Long Island.
Ahora mismo se está investigando a cada propietario e inquilino de cada casa de
esa zona. Estimamos que en diez días habremos descubierto el refugio de
Margaret Foster.
-Diez
días es demasiado tiempo. Cuando lo encuentren lo hallarán vacio como ocurrió
con su anterior refugio. Salgan a por él y hagan lo necesario para acortar el
plazo en no menos de la mitad. Y háganme el favor de no abandonar la búsqueda
de Homer.
Con
esta severa recomendación del enojado O´Connell se dio por finalizada la
reunión y sus componentes salieron como balas para tratar de cumplir las
órdenes del general.
Mientras,
Margaret y Bob conversaban en Hempstead sobre la forma de meterle mano al
general, una vez que Pieterf dejara la casa después de su pesimista informe.
-Has
dicho que tenías un plan -recordó Margaret.
-Bueno...he
de confesarte que era un farol -replicó Bob. Y ante el mohín de disgusto de
Margaret continuó-. Estaba Pieterf tan desanimado que me pareció oportuno
aportar un poco de optimismo a la reunión.
-Sabes muy
bien que no era por eso. ¡Cuándo acabará esa condenada manía que le tienes!
-No,
no. No es manía. Lo que pasa es que tantos años de trabajo en ese despiadado
mundo del espionaje me han enseñado a no fiarme de nadie. Me parece que con eso
no hago ningún mal y, en cambio, protejo nuestros asuntos.
-Bien,
pues sigue así si te place, pero me gustaría que confiaras un poco más en él.
En realidad, se ha limitado a presentarnos las dificultades, casi insalvables,
que representa un asalto a la sede del SSD. y, no lo olvides, nadie mejor que
él para conocerlas.
-Mira
Margaret, en este negocio no hay nada imposible. Y otra cosa que he aprendido
en mi profesión es que, cuanto más complicado es el problema al que te
enfrentas, más sencillo debe ser el procedimiento que necesitas aplicar para
resolverlo.
-Lo
que tú quieras. Pero dime: tienes pensado algo, sí o no.
-Algo
sí, pero necesito organizar mis ideas y madurar un plan que funcione. Tampoco
tú debes olvidar que contamos con una ventaja decisiva, al poder contar con un
arma tan poderosa como son los equipos de ocultación de William.
-No
me olvido -replicó Margaret, con un ligero gesto de fastidio- Lástima que
nuestros equipos no nos permitan evitar los sofisticados sistemas de seguridad
del edificio.
-Esa
es la cuestión. Tenemos la oportunidad de pasar inadvertidos a la observación
de cámaras y personas, pero aun así, debemos solventar estas dificultades: Cómo
burlar los sistemas de control de tránsito y de qué manera lograremos acceder a
la cámara acorazada de O´Connell. Además hay una consideración previa: ¿Qué es
más conveniente, un asalto nocturno o una operación realizada a plena luz del
día?
-¿Y
qué propones?
-Mi
plan consiste en afrontar el problema de forma gradual: paso a paso. Estas tres
preguntas representan tres fases de estudio a superar. Solo alcanzaremos el
éxito si somos capaces de dar respuesta a las tres, en caso contrario tendré
que rendirme a la evidencia y dar la razón a Pieterf.
-Mira
Bob, no me descubres nada con esto. Yo sigo viéndolo igual de negro que Pieterf. Aunque...,bueno, quiero confiar en ti. Lo necesito.
CAPÍTULO XXXVI
-¡Caray,
Margaret! Cualquiera diría que estamos en cueros en esta historia. No partimos
de cero -aseguró, rotundo, Bob Bryan- Gracias a los datos facilitados por
Pieterf, además de los que hemos obtenido de ese canalla de Homer, junto a los
seguimientos efectuados, hoy conocemos mucho mejor a nuestro enemigo.
-No
deja de ser un consuelo, porque por lo demás...-fue el desalentado comentario
de Margaret.
-Bueno,
bueno. Has dicho que ibas a confiar en mí. ¿no? ¿Acaso te he defraudado alguna
vez? ¿O era tan inconsistente tu promesa que unos minutos han bastado para
olvidarla? -así reprochó Bob el frío comentario de Margaret.
-¡Oh,
Bob, mi fiel amigo del alma! Me tienes que perdonar. Te confieso que, desde que
Pieterf nos presentó su informe, me encuentro abatida ante tantas dificultades.
Cada vez me siento más intranquila por el resultado de este peligroso asunto.
-¡Bah!,
no debes preocuparte por lo que diga Pieterf. Si algo he de admitir, es que se
trata de un hombre de recursos. No tengo la menor duda de que, llegado el
momento, sabrá estar a la altura de su enorme experiencia. Además, yo todavía
dispongo de muy buenas ayudas en mi antiguo departamento. Te propongo que tú y
yo dediquemos un tiempo a pensar en esas dificultades que te inquietan y tratar
de despejar alguna incógnita del problema.
-Como
tú digas.
-Bien.
Conocemos de primera mano las principales costumbres y buena parte del carácter
del general O´Connell. Es un hombre austero, casi espartano, metódico
compulsivo, del que no se le conocen vicios o costumbres licenciosas. Tampoco
aficiones costosas, a excepción del gusto por la buena mesa que practica en los
mejores restaurantes de la ciudad, en una o dos ocasiones al mes. Misógino y
desconfiado hasta la exageración, parece que su única ambición está determinada
por una exacerbada ansia por el ejercicio del poder. La riqueza o las bellas
mujeres le traen sin cuidado, pero daría uno de sus brazos por mandar o influir
en las más altas esferas del poder político o financiero de la Nación
-Eso
dicen, pero... ¿crees que sirve de algo esa detallada descripción?
-¡Claro
que sirve! El más pequeño detalle del enemigo puede ser vital para lograr una
victoria decisiva sobre él. El conocimiento de la personalidad del general nos
proporciona datos sobre sus futuras reacciones ante nuestras acciones de
ataque. Podremos preverlas y mantenernos siempre varios pasos por delante de
él.
-Está
bien. Entendido. Continúa por favor -concedió Margaret, que comenzaba a interesarse
por las explicaciones de Bob.
-De
acuerdo. Como bien dijo Pieterf, es casi imposible asaltar al general, a pesar
de sus invariables hábitos diarios, que traen de cabeza a su escolta. Cada día
sale de su exclusivo y blindado apartamento de la 5th Avenue, en el límite de
Central Park y muy cerca del Metropolitan Museum of Art. Acompañan a su coche
otros dos vehículos, todos ellos blindados, con un total de siete
guardaespaldas. El cortejo desciende por Park Avenue y se detiene en The Towers
of Waldorf Astoria, en el 100 East 50th Street, en cuyo salón Astoria desayuna.
En el vestíbulo del edificio Waldorf existe una entrada privada que le conduce
directamente al salón donde ya tienen preparada su mesa. Mientras, parte de su
escolta le espera en el vestíbulo y el resto cuida de los coches.
-¿Y
todos los días hace lo mismo?
-Con
puntualidad matemática, salvo algunos sábados y domingos. No todos, porque no
es raro verle llegar al trabajo alguno de esos días de fin de semana.
Finalizado su breakfast, siguen por Park Avenue hasta llegar a Broadway por Union
Square, y lo recorren hasta desembocar en Delancey St. por Bowery. A
continuación cruzan por el Williamsburg Bridge para entrar en Long Island. Lo
atraviesan de arriba a abajo y entran en Staten Island por el Verrazano-Narrows
Bridge, para llegar a la sede del SSD. en Grymes Hill, a las siete y media en
punto.
-¿De
verdad repite cada día el mismo trayecto con la misma puntualidad?
-Así
es. Es un auténtico maniático de la puntualidad. Llueva, nieve o se produzca el
mayor atasco del mundo, él llegará a su despacho a idéntica hora cada día. Y su
regreso a casa será igual, salvo que su parada en The Towers será para tomar
una copa en su afamado Bull & Bear Bar.
-Eso
quiere decir que es vulnerable al menos en dos ocasiones al día -dijo Margaret.
-No
lo creas. Los accesos están estrechamente vigilados por sus hombres y los de la
seguridad del Waldorf. Nada se puede hacer contra él, pero tienes razón, es un
buen momento que debemos aprovechar.
-¿Cómo?
-Verás
lo que tengo pensado. Recientemente, y de forma muy restringida, se ha dotado a
ciertos agentes especiales de un novísimo sistema de escaneado de tarjetas de
seguridad. Tengo la posibilidad de hacerme con uno de ellos, gracias a la buena
amistad que mantengo con un antiguo colega, y aquí entras tú.
-¿Yo?
¡Pero si no entiendo nada de esos chismes tan complicados!
-No
hace falta entender. Verás: Este aparato está capacitado para captar las
emisiones de cualquier instrumento de activación electrónica o tarjeta de
seguridad, por muy débiles que sean. Una vez conocidas sus características,
duplicarlos es un juego de niños. Su efectividad decrece con la distancia al
objetivo y, a su vez, aumenta el tiempo necesario para efectuar el escaneado.
Más allá de un metro de separación, el aparato resulta ineficaz, y para esta
distancia límite se necesita no menos de 5 minutos de funcionamiento sin interrupciones.
-¡Es
increíble! ¿Y ese sistema es capaz de analizar los dispositivos, aun estando en
reposo? Quiero decir... apagados.
-Claro.
Lo primero que hace el sistema es activarlos.
-¡Cielos,
me dejas asombrada! -exclamó Margaret- Pero sigo sin saber qué demonios pinto
yo en todo eso.
-Muy
sencillo. Tú estarás en el salón Astoria desayunando a menos de un metro de la
mesa donde O´Connell estará dando buena cuenta del suyo. Esta operación debe
hacerse en no más de dos días. El primero dedicado a ver y solicitar la
situación más favorable de cara al buen funcionamiento del aparato y el segundo
para realzar la operación. Emplear más tiempo despertaría las sospechas del
general.
-¿Y
si no puedo acercarme tanto?
-Tendrás
que improvisar, pero ha de hacerse en tu segundo día de estancia en The Towers
sin falta. Para que te hagas una idea, el escáner necesitaría 5 segundos si la
posición de ambos, tú y O´Connell, fuese de mutuo contacto. Ingresarás mañana, es decir que pasado mañana
será tu primer desayuno allí. Controlarás el tiempo exacto de llegada del
general y la posición que ocupe. Al día siguiente, bajarás al salón antes de su
llegada, habrás reservado la mesa adecuada y estarás sentada en el lugar
preciso, a poder ser, de espaldas a él. Tan pronto llegue activaras el
dispositivo y, en cuanto hayas acabado, saldrás disparada de allí.
-De
acuerdo -afirmó Margaret- ¿Pero ya estás seguro de obtener alojamiento en un lugar tan exclusivo con
tanta precipitación? Tengo entendido que hace falta reservar con meses de
antelación.
-Estoy absolutamente seguro.
Ahora mismo me pongo a trabajar en la reserva. Estos sitios alardean de ocupación, pero siempre hay
huecos entre las suites más caras. Sobre todo para "la excéntrica
millonaria Muriel Dallamore"
CAPÍTULO XXXVII
Aquella
noche Margaret durmió mal. Y no fue a causa de alguna carencia o defecto del
lecho donde se acostó. En realidad, este era magnífico. Se podría calificar de
inmejorable, sin necesidad de recurrir a ninguna exageración. Bob le había
conseguido la coquetona, además de lujosa, suite Penthouse en el The Towers of
Waldorf Astoria y su dormitorio principal poseía una monumental cama, bajo un
fino y elegante dosel, que le hacía sentir la misma confortable sensación que
pudiera percibir acostada sobre una vaporosa nube celestial.
Pero
la preocupación por enfrentarse a su porfiado enemigo en la mañana siguiente le
tenía desvelada. Este obsesivo y fastidioso desasosiego le obligó a levantarse
varias veces durante la noche, interrupciones que aprovechó para prepararse una generosa infusión en la
súper equipada cocina de la suite y leer algo con lo que facilitar la llegada
del esquivo sueño.
Sin
embargo, tras aquella mala noche, a las 6 y 10 de la mañana, Margaret se hallaba
fresca, fragante, acicalada y vestida con su más elegante atuendo, que le
otorgaba una look distinguida, en perfecta armonía con el refinado y selecto
salón Astoria de la planta 26.
Aceptó
la mesa ofrecida por el estirado Maître que le salió al paso. Nadie podía
sospechar el nerviosismo que recorría su interior. A pesar de todo, su imagen
se mantenía serena y firme, como correspondía a una mujer de mundo, dueña de
poder y riqueza, acostumbrada a lograr sus objetivos y a disputarlos con
fiereza a quienes trataran de arrebatárselos.
Diez
minutos más tarde apareció O´Connell. Lanzó una mirada entre distraída e
indiferente a su alrededor, sin detenerla en las cinco mesas ocupadas en aquel
momento, y se dirigió a la suya. Estaba situada cerca de uno de los amplios
ventanales del fondo, bellamente enmarcados por rojos cortinajes con suaves
decorados de finos brocados en oro. La propia Margaret notó que la mirada del
general pasaba sobre ella con el mismo desinterés que pudiera sentir por los
muebles de la elegante estancia, harto de contemplarlos en sus diarias asistencias.
En
ese momento, los nervios de Margaret desaparecieron y fueron sustituidos por un
fuerte sentimiento de curiosidad y asombro. ¿Cómo era posible que aquel hombre
menudo, hosco y gris, sin ningún atractivo personal, hubiera alcanzado tanto
poder en un estamento oficial tan influyente y, sobre todo, fuese capaz de
haber ocasionado tantos hechos delictivos, incluida la muerte de su marido,
William, y de representar una segura e inmediata amenaza de muerte para su
persona?
Pocas
horas más tarde, comentaba su experiencia con Bob, arrellenados en el
confortable sofá del Living de su encantadora Suite, rodeados por relucientes
muebles de estilo y un suave decorado blanco, crema y azul.
-La
primera etapa está cumplida sin novedad -afirmó Margaret, aunque sin demasiada
rotundidad y, desde luego, sin ninguna jactancia. Su timbre de voz delataba en
ella una cierta vacilación o reparo.
-¿Algún
problema? -preguntó Bob, que captó, de inmediato, aquella leve indecisión de
sus palabras.
-No,
ninguno. Tengo la hora exacta de su llegada al lounge, así como el lugar que
ocupa cada día. He reservado la mesa que está a su lado, con la excusa de que
me apetece desayunar contemplando el atractivo panorama que ofrece el Midtown.
Estaré de espaldas a la parte lateral izquierda del asiento del general, para
que ambas posiciones formen un ángulo recto. Así situados, la distancia entre
el escáner y sus dispositivos de seguridad tendrá una longitud inferior al
metro. Es nuestra única opción, cualquier otra posición me alejaría del
recorrido útil del aparato.
-¿Entonces?
-insistió Bob, que seguía intuyendo alguna duda en su amiga.
-No,
no es que vea ningún problema, solo que me parece demasiado sencillo todo esto.
Estoy preocupada ante la posibilidad de que, de repente, todo se complique o de
que haya levantado sus sospechas. Además, ¿Estamos seguros de que no me
reconocerá o de que ya me haya identificado? ¿No crees posible que ahora mismo
esté maquinando mi muerte, de alguna refinada forma que parezca accidental?
-Olvídalo.
Él te conoció hace veinte años, seguro. Pero puedes tener la completa certeza
de que no dispone de una fotografía actual tuya. Han pasado muchos años, tú has
cambiado y con los arreglos que te has hecho para esta operación, puedes estar
bien segura de que no te va a identificar. De todas formas, estos dos días
vamos a estar muy alertas. Ahora, más que nunca, debemos mantener la guardia
bien alta.
-Bueno,
eso espero. Dios quiera que estés en lo cierto.
Durante
un tiempo, los dos amigos continuaron su discusión sobre algunos otros detalles
de la delicada actuación, que Margaret debía llevar acabo al día siguiente y,
más tarde, acudieron a su refugio en Hempstead, no sin tomar mil y una
precauciones a lo largo de todo el recorrido.
De
nuevo, Margaret volvió a dormir en The Towers. Y de nuevo tuvo que sufrir los
mismos inconvenientes de la noche anterior. De poco le sirvió la experiencia
adquirida ese día: sus nervios no solo se rebelaban contra su voluntad, sino
que además crecían, conforme se acercaba el momento de su delicada
intervención. Solo entonces, al descender las 15 plantas que le separaban del
Astoria Lounge, y entrar en él, echó mano de su firme carácter y logró
dominarlos.
Tomó
asiento en la mesa elegida y solicitó un abundante full English breakfast al
amable camarero que le atendió. El lounge disponía de un variado, selecto y
apetecible buffet, pero Margaret necesitaba disponer del mayor tiempo posible,
además de darse un toque de distinción, alejándose de los habituales desayunos
neoyorquinos.
A
las 6 y veinte, en punto, apareció el general O´Connell por la puerta del
Astoria lounge. Allí le aguardaba otro servicial camarero, impecablemente
vestido como todos ellos, que le acompañó a su mesa, mientras le saludaba con
sumo respeto y le hacía la misma pregunta de cada día: "¿Tomará lo de siempre el señor?"
Margaret
siguió, con oído atento, el movimiento de ambos hombres sin desviar la mirada del plato, en donde
consumía unos apetecibles huevos revueltos. Así pudo sentir cómo el general se
acomodaba a su espalda y cómo el camarero iba sirviéndole lo acostumbrado y le
proveía de varios diarios.
Había
llegado el momento y no había tiempo que perder. Puso en marcha el dispositivo
de copia escondido en su bolso y prosiguió con su desayuno.
De
pronto, algo raro notó que le obligo a girar ligeramente la cabeza y mirar de
reojo hacia la situación del general. Y...¡Horror! ¡O´Connell se había sentado
en el asiento opuesto al de su habitual posición! ¡El aparato estaba fuera de
alcance! Todo el plan se venía abajo. Quizás el hosco y misógino militar había
considerado un ataque a su intimidad la cercanía de aquella impertinente señora
y había decidido cambiar de asiento, con sumo fastidio, sin duda, al ver
alteradas sus costumbres.
Margaret
trataba de encontrar, desesperadamente, una solución sin hallarla. Cualquier
intento de acercamiento sería interpretado por el desconfiado general como algo
sospechoso. ¡Ni siquiera podía intentar el femenino recurso de la seducción!
De
repente, vio llegar al waiter que servía al general. Era un auténtico armario
con brazos, de 1,90 de alto y no menos de 280 libras de peso. No lo pensó más.
Margaret se levantó al llegar a su lado y se interpuso en su majestuosa marcha.
El buen hombre, que ni la vio, tropezó con ella y le propinó tal empellón que
la hizo volar hasta aterrizar en el aterrado regazo de O´Connell. La fuerza del
impacto volcó su asiento y ambos dieron con sus cuerpos en el suelo, revueltos
y doloridos.
"Uno,
dos, tres..." contaba los segundos Margaret, mientras apretaba su
brillante bolso de mano azul contra su pecho y se agarraba al general con la
otra. "Cuatro, cinco, seis.." seguía calculando, al tiempo que el
fornido camarero, el maître y algunos de los presentes acudían en su ayuda.
Cuando,
por fin, lograron levantarles, Margaret había alcanzado su objetivo.
CAPÍTULO XXXVIII
A
pesar de que, en efecto, Margaret había recibido unos cuantos golpes más de los
deseados, en su desesperado intento por acercarse al general O´Connell, no eran
tan fuertes ni dolorosos como ella trataba de hacer creer. Sus exagerados
gestos de dolor, bien aderezados con algunos tenues gemidos, que aunque
apagados, emitía con un aire ciertamente lastimero, tenían por objeto facilitar
su salida del lounge, liberada de la más leve sospecha.
Fue
así como abandonó el Astoria Lounge, cojeando y sostenida por el descomunal
waiter que le había atropellado, mientras el solemne maître les abría paso,
componiendo ostensibles gestos de pesar, al tiempo que salmodiaba una
interminable letanía de disculpas.
La
operación fue llevada con tal maestría, por parte de Margaret, que el general
no sospechó nada, aunque su innata desconfianza le llevó a palparse los
bolsillos hasta asegurarse de que todas sus pertenencias seguían en ellos.
Poco
después, tras recomponer su elegante figura, alterada por el accidentado
encuentro con O´Connell, anunció su repentina marcha a la conserjería. De inmediato, unos discretos golpes en la
entrada de la suite anunciaron la llegada de la directora de relaciones
públicas del Hotel. Venía para ofrecerle sus más fervientes disculpas y, sobre
todo, para asegurarse de que el abandono de The Towers, por parte de aquella
distinguida señora, no se producía a causa del enojoso incidente sufrido.
Margaret
justificó su precipitada marcha asegurando que un importante e inesperado evento
reclamaba su presencia en Paris. Al mismo tiempo, restó relieve al incidente,
asegurando que era ella quien había provocado aquel enojoso percance, a causa
de una imperdonable falta de atención. Además de asumir toda la responsabilidad
del suceso, tuvo la delicadeza de ensalzar el impecable trabajo del servicio y
rogarle que transmitiera a sus componentes su gratitud por las numerosas
atenciones recibidas.
En
el espléndido Hall del Waldorf le esperaba el director de The Towers portando
un monumental ramo de flores y una invitación VIP para la exclusiva fiesta de
The Spring Party of Waldorf Astoria. También Bob le aguardaba con una
impresionante limusina y un chofer ataviado con tan refulgente uniforme que
para sí lo deseara el almirante más laureado.
Cuando,
por fin, se halló en el interior del lujoso automóvil, a solas con Bob,
Margaret emitió un profundo suspiro y respiró tranquila.
-¡Al
fin solos, Bob! -exclamó aliviada y sonriente.
-Y
a salvo, Margaret -prosiguió él, con su misma sensación de alivio, ante el
final de la exitosa actuación de su amiga.
-¿Y
ahora qué? ¿Cuál es el siguiente paso de tu plan? -preguntó Margaret
-Antes
que nada, llevaré el escáner a mis amigos para que materialicen los datos
obtenidos en el soporte adecuado. Después, sin pérdida de tiempo, deberemos
ocuparnos en obtener la combinación de la cámara acorazada de O´Connell.
-¡Vaya,
y lo dices así, tan tranquilo! ¡Cómo si fuera la cosa más sencilla del mundo!
-exclamó Margaret, entre sorprendida y disgustada.
-¿He
dicho que fuese fácil? No, no lo es, pero lo haremos -aseguró Bob con firmeza-
Verás: Con nuestros equipos de ocultación y los duplicados de los dispositivos
de seguridad de O´Connell podemos llegar hasta su mismo despacho.
Aprovecharemos una ausencia del general para instalar una micro cámara en él,
de manera que podamos visualizar la apertura de la sala acorazada y copiar sus
claves. Cuento con la colaboración de Pieterf para alejar de allí a O´Connell,
durante el tiempo necesario.
-¡Eres
sorprendente, Bob! ¡Hay qué ver lo fácil que ves todo! ¿Ya estás seguro de que
podrás colocar la cámara en el sitio adecuado para que se vea la operación de
apertura por completo, sin ningún obstáculo de visión y sin que nadie la
descubra?
-¡Ja,
ja! -rió Bob, ante la incredulidad de Margaret- Eso espero, porque si no podemos instalar la cámara, este
asunto se va a poner muy desagradable. Imagina lo que nos espera si falla esta opción: Deberemos permanecer en el despacho, con él dentro,
sin rechistar, sin hacer el menor ruido, ni satisfacer ninguna necesidad fisiológica, si queremos pasar desapercibidos. Y eso, tanto tiempo como
tarde el señor general en decidirse a abrir su inexpugnable cámara acorazada.
-Estas
de broma ¿no?
-Míralo
como quieras, pero solo tenemos esas dos alternativas. Y ruega por que podamos
resolverlo con la primera de ellas.
Margaret
recibió las palabras de Bob con un abatido gesto de desánimo. Empezaba a sentir
un abrumador cansancio por todo aquello. Sus antiguas y vigorosas ansias de
venganza comenzaban a flaquear ¿Cuándo acabaría aquella interminable sucesión
de episodios, a cual más agitado y penoso? Y, sin embargo, Pieterf estaba en lo
cierto cuando aseguraba que se hallaban ante un lance a vida o muerte, del que
ninguno de sus protagonistas podía retirarse: ellos acababan con O´Connell, o
este acabaría con ellos. En ese momento, Margaret suspiró y recordó con
añoranza los felices años vividos en España, contrariados apenas por la vorágine
de los negocios arriesgados, en los que ella sabía moverse con admirable
soltura y total eficacia y en los que poder quemar adrenalina representaba su
mayor gozo.
Ambos
dejaron la limusina en el Aeropuerto Internacional J.F. Kennedy y se
trasladaron a Hempstead en uno de los coches de Bob.
-Mira
Bob: Si hay algo que me revienta de este asunto es tener que alimentar a este
bestia de Homer -dijo Margaret nada más llegar a su refugio donde le tenían
prisionero- ¡Dios, qué ganas tengo de perderlo de vista!
En
ese preciso instante, a varios miles de Kilómetros de allí, en el castizo
barrio de Chamberí de la capital de España, el flamante detective Luis Rodríguez
-Agencia Rohen: Detectives Privados- se
disponía a realizar una visita de cortesía a su antiguo jefe, el comisario
Casado.
-¿Qué
hay de bueno, comisario? -saludó Rodríguez, inundando de cordialidad el
despacho del funcionario.
-¡Hombre,
Rodríguez! ¡Qué bueno volverle a ver! -exclamó el comisario, mientras se daban
la mano con verdadera efusión -¿Cómo le va el negocio?
-No
nos podemos quejar, la verdad. Al principio tuvimos que apretarnos el cinturón,
pero ya nos hemos hecho un huequecillo en el negocio y ahora la cosa ya marcha
como debe. Pero...cuénteme: ¿Qué tal por aquí?
-Pues
a medias, como siempre. Unas veces mal, otras regular y muy pocas bien. Ahora
mismo me pillas en un momento malo. Tengo entre manos un caso que no me deja
dormir.
-¡No
me diga, jefe! ¿De qué se trata...si no es indiscreción?
-¡Qué
va! Seguramente habrás oído hablar de él, porque ha salido en toda la prensa.
Se trata del asesinato de los Marqueses de Puente Cerro.
-¡Joder,
menudo muerto le ha caído! -exclamó Rodríguez- Claro que lo conocía, pero no
sabía que hubiera sucedido en su jurisdicción.
-Sí,
sí. Su residencia, donde se produjo el asesinato, se halla a cuatro manzanas de
aquí. Dada la resonancia del caso me han enviado tres detectives de la Central
como refuerzo, pero a mí me ha caído de lleno la responsabilidad de la
investigación. Muñoz Alonso dirige las primeras diligencias.
-¡Me
cagüen la leche! ¡Pues va Vd. listo con este elemento! Es un artista del bla
bla, pero inepto como él solo. Aparte de gorrino, que apesta a tabaco barato,
coñac de garrafón y mayonesa.
-Ya,
ya, Rodríguez, pero es lo que hay -respondió el comisario resignado.
-Bueno,
mire. No se apure, jefe. Vd. y yo vamos a resolver este caso.
CAPÍTULO XXXIX
-Te
lo agradezco de veras, Rodríguez, pero ya te dije que no puedo admitir ayudas
privadas. Esto es un organismo oficial y si llegara a oídos de las altas
esferas que, en esta investigación, había intervenido un detective privado, ten
por seguro que acabaría crucificado y con el cese en el bolsillo.
-¡Venga,
jefe! Este asunto quedará entre Vd. y yo, además de Helen, claro. No creerá que
el caso se va a resolver gracias al "parla puñaos" de Muñoz y su
cuadrilla de zoquetes. Y con el revuelo que se ha levantado con esta historia,
Vd. va a quedar con el ala bien tocada como no se aclare.
-¡Sí,
sí. Si ya sé lo que me espera, pero no puedo saltarme las normas!
-¿Las
normas? ¡Qué normas! ¿Las que machacaron mi investigación en Nueva York para
proteger a unos cuantos peces gordos? ¡Se vayan a hacer puñetas todos! -clamó
Rodríguez, enfadado de veras- Aquí cada uno va a lo suyo y el que no está en
esa dinámica hace el primo.
-Vaya,
Rodríguez. ¿Has desayunado tigre hoy o qué?
-¡Pero
si es verdad, comisario! ¿O todavía no se ha enterado de que este es un país de
chapuceros, caraduras, chorizos y gilipollas? Mire, jefe: no voy a permitir que
le machaquen. De todas maneras, yo voy a investigar, pero lo haríamos antes y
mejor si Vd. me acompañara.
-¡Uf!
¡Cuidado que eres pesado! Mira...no sé cómo te hago caso -dijo al fin el
comisario Casado, después de un buen rato de vacilaciones- De acuerdo, pero me
tienes que prometer que no te vas a pasar ni un milímetro de donde yo te
indique.
-¡Hecho,
jefe! ¿Por dónde empezamos?
-Lo
primero será ir a revisar el escenario del crimen por si los encuestadores se
han pasado algo por alto. Durante el trayecto te iré poniendo al corriente de
los detalles del crimen y la situación actual de la investigación.
Dicho
y hecho, allá se fueron los dos amigos, el comisario y su fiel antiguo
ayudante, dispuestos a desentrañar el misterio del asesinato de los renombrados
Marqueses de Puente Cerro.
-¡Coño,
menuda choza! -exclamó Rodríguez ante la residencia de los marqueses.
-Pues
ya verás por dentro. Es un auténtico palacio, repleto de obras de arte, muebles
de estilo, construidos con las maderas más nobles, junto a toda clase de
complementos ornamentales de un valor incalculable. Todo eso debe valer una
auténtica millonada -aseguró el comisario.
-¿Qué
hay de los familiares más allegados? -preguntó Rodríguez- Me refiero a los que
salen beneficiados con la muerte de los marqueses.
-Hay
dos hijos y un sobrino que heredan. Los estamos investigando, pero de momento
no se ha visto nada sospechoso en ellos. Los tres tienen coartada y no hay
antecedentes delictivos ni de vida irregular en ninguno.
-¿Y
el servicio? -insistió Rodríguez.
-También
se ha investigado sin ningún resultado positivo. Solo el mayordomo, que vive en
un anexo de la mansión principal, es el único que no tiene coartada.
-¡Caray,
jefe! No me irá a decir que, justo el mayordomo, es el único sospechoso que
tiene -comentó Rodríguez con cierta guasa.
-No,
no. Sospechosos tenemos todos y ninguno. Hemos interrogado al mayordomo, que
por cierto es un poco raro, y parece que no sabe nada.
-¡Uy,
uy, uy! Es cierto que los mayordomos solo en muy rara ocasión han resultado ser
culpables de asesinar a sus patronos. Ellos viven muy bien con ese trabajo y
con las sisas que quedan a sus alcances. Si los amos mueren, el chollo se les
acaba. Pero, desde luego, lo saben todo...y lo que no saben se lo imaginan.
Tendremos que hablar con él en cuanto terminemos el registro de la casa.
Durante
más de tres horas, Rodríguez y el comisario inspeccionaron la casa palmo a
palmo sin encontrar nada reseñable. Estaban dando ya fin al examen del teatro
del crimen, cuando Rodríguez acertó a ver una bolita de papel, arrugado y
repleto de manchas, debajo de una de las butacas de la biblioteca. Lo desplegó
con sumo cuidado y, al ver su contenido, soltó una sonora exclamación:
-¡La
leche! ¡Fíjese en esto, comisario!
Era
un nota escrita en un idioma oriental que apenas podía leerse, de tantas
manchas y arrugas como tenía. Pero el comisario no le dio importancia.
-Bueno,
parece chino. Será la etiqueta de algún producto de por allá -dijo.
-Eso
ya se verá -aseguró Rodríguez- A mi no me parece una etiqueta. Sacaré una copia
y se la daré a Helen para que la haga traducir. Vd. guarde el original, por si
acaso. Ahora sería bueno hablar con el mayordomo.
Tan
pronto Rodríguez vio llegar al estirado sirviente, se apresuró a lanzar un
jocoso comentario al oído del comisario.
-¡Ostras!
¡Este tío es bujarreta! ¿No?
-¡Chisst,
calla! No se te ocurra decir eso delante de nadie. Ahora este gente está de
moda y goza de consideración, prestigio y del respaldo de las autoridades.
-No,
ya. Ya sé. Así es como marcha todo -rezongó Rodríguez en voz baja, meneando la
cabeza- Pero, venga: apriétele las tuercas de una vez.
Casado
lo intentó, pero por más esfuerzos que hacía, no lograba que aquel hombre, de
gestos y habla manifiestamente amanerados, mostrara la más mínima intención de
recordar nada de nada.
-Bueno,
bueno,..No sabes nada ¿eh? Vaya, vaya ¿Y qué me dices de los chinos? -soltó
Rodríguez de improviso.
El
mayordomo abrió los ojos como platos al escuchar la pregunta de Rodríguez. Era evidente
que no esperaba ninguna interpelación sobre ese tema y, desde luego, estaba muy
claro que el detective había dado de lleno en la diana.
-¿Los
chinos? No, no. Yo...yo no sé nada de ningún chino -balbució, asustado.
-Mira
majo -insistió Rodríguez, ante el espanto del comisario Casado, que veía como
su compañero se adentraba por la senda del desmadre, alejándose a marchas
forzadas de las normas establecidas-, necesitamos un culpable y tú nos vienes
de perilla. No tienes coartada, cuentas con inmejorable oportunidad para
cometer el crimen y tengo la impresión de que nos va a resultar muy sencillo
hallar un móvil convincente en cuanto echemos un vistazo a tus cuentas.
-¡Soy
inocente, lo juro! -exclamó el mayordomo con desesperación- ¡Yo soy incapaz de
matar a una mosca!
-Bueno,
quizás sea verdad que eres inocente y consigas salvarte de la acusación, pero
con esa mancha en tu expediente, ya me dirás quién te va a contratar luego. ¡Se
te acabó la buena vida y el chollo este de empleo! Así que ya puedes empezar a cantar,
si no quieres comenzar a pasarlas canutas desde ahora mismo.
CAPÍTULO XL
Rodríguez
había tomado la iniciativa en el interrogatorio al mayordomo de los difuntos
marqueses y ya no había quien le frenara. El comisario le veía hacer, apurado
por las heterodoxas formas de su compañero, pero lo cierto era que estaba
realizando un excelente trabajo, al apretar las clavijas al sujeto con muy buen
oficio. En aquel momento, ya lo tenía acorralado y a punto de hacerle cantar
hasta la copla de "La Lola se va a los Puertos" si se lo pidiera.
-¡Por
favor, créanme! -suplicó- Yo soy un mayordomo decente y cumplidor. Hago mi
trabajo con absoluta profesionalidad y no me ocupo de las actividades de mis
jefes.
-¡Venga
ya! ¡Menuda pieza estás tú hecho! ¿Me vas a decir que no has visto nada raro en
esta casa? ¡A ver: qué hay de los chinos! Y no me vayas a contar milongas, ¿eh?
-Pueden
creerme. Les aseguro que no tengo nada que ver con los posibles líos del
marqués. Es verdad que por aquí pasa gente muy rara...y también chinos, pero
ignoro por completo lo que se traen entre manos.
-Bueno,
ya nos vamos entendiendo. Ahora dime: ¿Qué clase de gente rara es esa y con
quién se entienden? ¿Les has visto traer algo sospechoso?
-Pues
aquí llega de todo: personas trajeadas y zarrapastrosas. Y, sobre todo, mucho
extranjero, tanto rubios y blanquiñosos europeos, sobre todo de Holanda, como
anglos renegridos por el sol de África. Todos con aspecto de amigos del riesgo. Y no, nunca
les he visto traer paquetes.
-¿Y
los chinos? -insistió Rodríguez, impacientándose.
-¡Ah,
esos! Esos son los que tienen peor pinta. Dan miedo, de verdad. Siempre llegan
con dos coches. Dos o tres se quedan en los vehículos y el resto sube a tratar
con el jefe.
-Y,
naturalmente, nunca se te ha ocurrido pegar la oreja a la puerta para saber qué
negocian ¿no?
-¡Por
Dios! ¡Jamás se me ocurriría! A parte de que soy un empleado fiel y discreto, como
ya les he dicho, no quieran saber Vds. el respeto que me producían con su
tremenda catadura de mafiosos, además de los nervios que me hacían padecer cada
vez que aparecían por aquí.
-Bien,
tendremos que creerte por esta vez. ¿Y quién les atendía? ¿Estaba con el
marqués alguno de sus hijos? -terció el comisario.
-No,
no. Sus hijos no intervenían en nada. De hecho, solo aparecen por aquí muy de
tarde en tarde. Era el señorito Roberto, su sobrino, el que le ayudaba en todo.
Por cierto que estuvo aquí la tarde antes del asesinato.
-Vaya,
eso es muy interesante...-murmuró Rodríguez pensativo, aunque de inmediato
volvió a la carga con el interrogatorio- Y no sabrás el motivo de la visita,
claro.
-¡Cómo
saberlo! Aunque algún motivo muy importante le debió traer, porque al momento
se enzarzaron en una bronca tremenda. Parece ser que el Sr. Marqués recriminaba
a su sobrino sobre alguna actuación mal hecha y el señorito Roberto se defendía
muy enfadado de la acusación, atribuyendo al marqués la responsabilidad del
desaguisado.
-¿Hubo
amenazas? -preguntó el comisario.
-Hubo
de todo. ¡Como que yo me apresuré a presentarme en el despacho del Sr. Marqués,
pensando que podían llegar a las manos!
-¿Y
cómo terminó la cosa? -insistió el comisario.
-Por
fin, cuando yo llegué, seguido por el chofer y una sirvienta, el Sr. Marqués le
ordenó callar muy serio y el señorito Roberto salió de la casa terriblemente
enojado y echando pestes.
-¿A
qué hora? -preguntó Rodríguez.
-Se
había hecho tarde ya. No serían menos de la ocho y media.
Después
de esta última declaración del mayordomo, el comisario Casado y su fiel amigo y
antiguo agente Rodríguez abandonaron el escenario del misterioso crimen,
convencidos de que allí no había más tela que cortar y de que habían logrado
saber todo cuanto se podía averiguar.
-Bueno,
jefe. Parece que al fin tenemos un sospechoso -insinuó Rodríguez.
-En
efecto. Ahora mismo voy a ordenar que interroguen al sobrinito este. Sería
conveniente que mañana nos viéramos de nuevo. Yo tendré lista la declaración de
este caballerete y tú te traes la traducción de la nota china, a ver si sacamos
algo en claro de todo esto.
-Hecho,
comisario. -contestó Rodríguez, despidiéndose de su antiguo jefe con un
afectuoso y fuerte apretón de manos.
En
la mañana siguiente, Helen llegaba, triunfante, a la oficina de la Agencia
Rohen, con la traducción de la nota china en su cartera.
-Parece
ser que está escrito en chino tradicional. Según me han dicho en el tugurio
donde me lo han traducido, si hubieran empleado caracteres actuales la nota
estaría escrita así:
Zuì
hӑo de shāokӑo jiàng. Gĕi lӑobӑn.
-¡Caray!
¡Mira qué bien!. Así ya es otra cosa -exclamó, burlón, Rodríguez.
-¡Muy
gracioso! -prosiguió Helen con un mohín de disgusto- Pero querrás saber qué
significa ¿no? Pues agárrate bien al asiento, porque dice así la nota: "La
mejor salsa para asados. Entregar al jefe."
-¡Me
cagüen la leche! ¡Va a tener razón el comisario que es una simple etiqueta!
Pero no... no puede ser. Aquí hay algo que no cuadra.
-¡Y
tanto! -afirmó Helen- Luis, cariño, parece que hoy no te has despertado del
todo. ¡Claro que no es una etiqueta! ¿Qué hace la etiqueta de una salsa china
en la biblioteca de un marqués? Porque si de verdad fuera salsa ¿la entregarían
al jefe -el marqués-, o al cocinero? Sabemos que este Sr. tenía frecuentes
negocios con individuos chinos de una marcada catadura de mafiosos. ¿No podría
ser droga esa dichosa salsa?
-¡Pues
tienes razón! Eso debe estar escrito en clave. No van a poner: "Aquí le
enviamos opio de la mejor especie. Saludos a su señora" ¡Venga! Hay que
moverse rápido. Localízame a algún jefecillo de la comunidad china de Madrid. Si
trafican con droga, ellos lo tienen que saber.
Se
cumplía la media tarde ya, cuando Rodríguez pudo reunirse con el comisario
Casado en su despacho.
-Problemas,
Rodríguez -le espetó nada más verle- Ayer mi gente estuvo todo el día buscando
al sobrino del marqués sin poder dar con él: había desaparecido. Sin pérdida de
tiempo, emití una orden de busca y captura. Por desgracia, acabo de recibir la
noticia de que han hallado su cadáver en un descampado. Tenía signos de mal
trato y cuatro balas en el cuerpo.
-Me
lo estaba temiendo. Esta gente estaba metida en lío gordo de tráfico ilegal y
parece ser que algo les salió mal. Tan mal que desataron las iras de sus
compinches y el entuerto les costó la vida. Así se explica que no faltara nada de valor en la casa.
En
esto, Rodríguez recibió una llamada de Helen en la que le informaba de haber
conseguido la cooperación de un confidente, capaz de ponerles en contacto con
un importante empresario e importador chino, dueño de múltiples negocios, entre
ellos, una cadena de restaurantes y otra de tiendas de bajo precio. Había
concertado ya una cita y les esperaba en el cubil del notable negociante
oriental en una hora.
Cuando
llegaron allí el comisario y Rodríguez, hallaron a un trajeado, sonriente y
ceremonioso, aunque hermético, auténtico chino de la China. Solo cuando el
comisario le hizo ver las ventajas de colaborar con la justicia, se avino a
satisfacer un tanto las demandas de los detectives.
-Bien,
señores. No puedo decirles lo que sé, solo aquello que me está permitido decir.
CAPÍTULO XLI
Rodríguez
torció el gesto tras la esquiva respuesta del magnate chino a sus preguntas.
Aquel tipo era un auténtico hueso y daba la impresión de que no iba a resultar
nada fácil sacarle algo útil.
-Mire,
sabemos muy bien cómo funciona esto y no vamos a pedirle que nos diga nada que
afecte a su seguridad personal, pero necesitamos de Vd. alguna información de
carácter general que nos permita avanzar en nuestra investigación -aseguró el comisario
Casado- ¿Qué nos puede decir del tráfico de droga desde China Continental a
España?
-Muy
poco. El comercio ilegal del opio con Occidente acabó hace años y en la
actualidad se puede decir que es inexistente. Vds., mejor que nadie, saben que
en su país confluyen las dos vías más importantes de penetración de la droga en
Europa: la africana y la americana.
Los
dos detectives se miraron un tanto decepcionados por la respuesta de su
interlocutor, pero Rodríguez no estaba dispuesto a abandonar su teoría al
primer tropiezo e insistió.
-Sabemos,
sin ningún género de duda, que existe un comercio ilegal con China y Vd. debe
estar al corriente de esta realidad, dada su destacada posición en el trafico
de importaciones y exportaciones entre China y España.
-Estoy
seguro de que han investigado mis negocios antes de venir a verme y de que
habrán comprobado que todos ellos se realizan bajo la más estricta legalidad.
Por tanto, no voy a considerar sus palabras como la sombra de una duda a mi
honorabilidad -advirtió con gran ceremonia aquel hombre singular, de rasgados
ojos y sonrisa esculpida en un rostro azafranado e impenetrable.
Durante
un momento observó los inmediatos gestos, tanto de negación como de disculpa,
de los dos investigadores y, en seguida, reanudó su discurso con la misma digna
parsimonia oriental que hasta entonces.
-Esto
es solo una hipótesis: Si yo quisiera dedicarme a realizar un tráfico ilegal de
alguna mercancía valiosa, elegiría los diamantes. El consumo de estas piedras
preciosas se incrementa año tras año en China y la cifra de importación en mi
país ya ha superado a la de Japón, para colocarse en el segundo puesto del
ranking mundial, tras los EEUU. Se espera que en el año 2016, China le superará
para alcanzar el primer lugar. Este floreciente negocio ha generado un
constante alza de precios, con gran regocijo de las compañías que, como De
Beers, dominan el comercio mundial. Pero al mismo tiempo, esta situación ha
dado lugar a un próspero negocio de tráfico ilegal. Gemas procedentes de robos
o depósitos incontrolados entran y se venden ilegalmente en China con pingües
beneficios.
-Y,
siguiendo con esas suposiciones -se apresuró a intervenir Rodríguez con
renovado interés, ante el nuevo cariz que tomaba el asunto tras las palabras
del potentado chino-, ¿cómo procedería Vd. para llevar a cabo ese comercio?
-¡Bien!
Si yo fuera un comerciante ilegal de diamantes, ¡Kŏngzǐ -traducido Maestro Kong
o Confucio- no lo permita!, reuniría en España, quizás en Madrid, las vías de
tráfico provenientes de las extracciones ilegales de África y también de las
ocasionadas por "extravíos" en los depósitos europeos, sobre todo de
los Países Bajos. En España hay una importante colonia china, que goza de unas
leyes bastante permisivas y pueden camuflar la valiosa mercancía entre el
comercio de menudeo, cada vez más intenso aquí. La ruta de entrada ilegal de
los diamantes en China es conocida por todas las autoridades: Entran por Hong
Kong para llegar a Cantón con absoluta facilidad. Desde allí, se distribuyen
por toda China.
-Naturalmente,
Vd. no tiene ni la más remota idea de quién realiza este tráfico en España
-dejó caer Rodríguez la frase, como quien no está demasiado interesado en
recibir una respuesta precisa.
-¡Ah,
señores! Por nada del mundo les privaría del placer de averiguarlo por Vds.
mismos -dijo el astuto chino con la mejor de sus sonrisas.
"Menudo
cabronazo está hecho el chino este" pensaba Rodríguez mientras se
despedían de él con la mayor cordialidad del mundo. Sin embargo, la reunión no
podía haber sido más fructífera. Gracias a las explicaciones del comerciante,
ahora ya disponían de una pista consistente.
-¡Claro!
Ahora me explico la variedad de razas y aspecto de los visitantes de la casa.
Unos, los blancos, traían la mercancía y otros, los chinos, la trasladaban a su
país -aseguró Rodríguez- Por eso, el mayordomo nunca pudo observar movimiento
de paquetes: una bolsa de diamantes se lleva en cualquier bolsillo -y añadió-
Jefe, tenemos que volver a la casa. Allí tiene que haber, por fuerza, un buen
escondite para las piedras.
-De
acuerdo -aceptó el comisario Casado-, pero tengo que hacerme con otro
mandamiento. Sin él, lo que hallemos allí no servirá como prueba.
Así
lo hicieron. De nuevo les recibió el mayordomo, a pesar de que ya estaba
haciendo las maletas, preparándose para abandonar la casa. Los herederos habían
rescindido su contrato, con la intención de encargar el cuidado de la finca a una agencia.
-No
se le ocurra dejar la ciudad hasta que la encuesta esté terminada por completo
-se apresuró a advertir el comisario, al tiempo que anotaba su nueva dirección-
Ahora necesitamos que nos diga el lugar donde el marqués guardaba sus efectos
más reservados.
-Hasta
donde yo sé, el Sr. Marqués guardaba sus papeles en la caja fuerte. Si buscan
algo concreto, lo podrán ver en la lista del contenido que hizo el notario al
proceder a su apertura.
-No,
no. Nos referimos a algún lugar secreto, capaz de ocultar productos o
documentos de excepcional importancia, que no quisiera dar a conocer ni a su
misma familia -precisó Rodríguez.
-Si tenía algo así, lo desconozco, la
verdad. Pero...sí, algo muy sorprendente había en aquellas extrañas visitas. En
cada ocasión, tras despedir a los visitantes, el Sr. Marqués se encerraba con
llave en la biblioteca y no permitía que nadie le molestara. Ahora pienso que si
disponía de algún sitio oculto y desconocido para el resto de la familia, tenía
que ser allí, en la biblioteca.
-¡Tiene razón, jefe! ¡Es allí donde
encontramos la nota china! -exclamó Rodríguez.
Llegado a este punto, los dos hombres se
aprestaron a realizar un minucioso registro de la habitación. Indagaron con
ahínco por muebles, suelos, techos y paredes. Sin embargo, a pesar del
entusiasmo y esfuerzo con que ambos se emplearon en la búsqueda, esta se mostró
baldía, aun después de más de tres horas de ininterrumpido trabajo.
Desanimados por el fracaso, estaban ya
dispuestos a tirar la toalla y abandonar la investigación, cuando a Rodríguez
se le ocurrió llamar a su compañera Helen. Fue un acierto. En cuanto ella llegó
y se puso al corriente de la actuación de los dos hombres, tomó una cinta
métrica y fue anotando medidas de la biblioteca y de las salas contiguas.
Pronto descubrió que detrás de una enorme estantería repleta de libros de todo
tipo, había un desfase de más de medio metro. Allí estaba el escondrijo.
Pero había que encontrar el sistema de
apertura, porque ya los dos hombres habían sospechado esa posibilidad y
tenían escudriñada hasta la más mínima
rendija, sin hallarlo.
-¡Nada, hay que hacer astillas este
mueble! -exclamó decidido Rodríguez.
-No seas bárbaro, hombre -replicó el comisario-
Este mueble debe costar un ojo de la cara. No podemos hacer eso: los herederos
se nos iban a echar encima. Y con razón.
Al final tuvieron que hacer algún
destrozo parcial en el mueble, ya que, por más intentos que hicieron, les fue
imposible dar con el sistema de apertura del secreto hueco. Mereció la pena el
esfuerzo: allí, en aquella oculta cavidad, encontraron dos bolsas con unos
trescientos diamantes, además de un raro objeto, dentro de un delicado
envoltorio de terciopelo.
Se trataba de una hermosa máscara hecha
con brillantes piezas de jade multicolor, unidas entre sí mediante un grueso
hilo de oro. La relumbrante finura de la primorosa pieza hizo proferir una cadena
de exclamaciones de admiración y sorpresa al bueno de Rodríguez:
-¡Madre mía! ¡Qué maravilla! ¿Se da
cuenta, jefe, del descubrimiento que hemos hecho? Ahora mismo tiene que llamar
al comerciante chino para que nos proporcione un experto en piezas antiguas de
su país.
Así se hizo. Al día siguiente se
presentó en la comisaría de Chamberí el dicho comerciante, acompañado por un
anciano compatriota. Este, tan pronto vio la máscara, lanzó un gemido de
angustia, dio dos pasos atrás, mientras extendía sus brazos como si tratara de
defenderse de un terrible mal, al tiempo que un torrente de voces, totalmente
ininteligibles para los dos detectives, se escapaba de su boca.
-¡Coño! ¡Qué leches dice este tío!
-exclamó, sorprendido, Rodríguez.
El comerciante estuvo dialogando durante
un tiempo con el aterrado anciano y después se avino a traducir sus palabras
con un marcado tono de preocupación.
-Dice que esta máscara, que tiene un
valor incalculable, es parte del sudario de jade del emperador Zhao Mo que
murió 211 a. C. Su tumba fue descubierta en el año 1983. Junto a él se
enterraron a 15 servidores vivos para que le cuidaran, ya que existía la
creencia de que el sudario de jade aseguraba la inmortalidad. Al mismo tiempo
se propagó la existencia de una terrible maldición, que aseguraba una horrible
muerte para quien profanara la tumba, como también para quienes tuvieran en su
poder alguna de las piezas despojadas. Hace tres años, se produjo el robo de la
máscara en el mausoleo de Nanyue en Guangzhou y, desde entonces, agentes del
Gobierno Chino la están buscando por todo el mundo. Asegura que deben
desprenderse cuanto antes de la máscara, si no quieren sufrir los terribles
daños de la maldición. En cualquier caso, no desea estar aquí por más tiempo y ruega
que se le deje marchar de inmediato, pues quiere evitar que la maldición le
alcance también a él.
En cuanto los dos chinos abandonaron la
comisaría, el comisario Casado se apresuró a tomar las medidas pertinentes a la
gravedad del asunto.
-Bueno Rodríguez, esto se escapa de
nuestra competencia. Ahora mismo me voy a la Dirección General con la dichosa
pieza y una buena escolta. Ya te diré en qué queda todo este lío.
-Macanudo, jefe. Lléveles la máscara a
los jefazos, a ver si la maldición "cuaja" a unos cuantos de ellos
-insinuó Rodríguez con tono socarrón, provocando en Casado un resignado meneo
de cabeza, como reprimenda.
Unos días más tarde, el comisario pudo
relatar a su fiel ex agente el final de la historia.
-Por fortuna, el caso ha quedado resuelto.
La más alta instancia de la policía ha ordenado su cierre y mantener todas las
diligencias dentro del más estricto secreto, para evitar posibles
conflictos diplomáticos. El gobierno chino había guardado en secreto el robo de la máscara y hacerlo público ahora, sería considerado como un acto hostil a la República Popular. La valiosa pieza se entregó a la Embajada de la
República Popular China, con enorme satisfacción por parte de todo el personal de la legación. Gracias a la
colaboración de sus agentes, pudimos conocer la historia completa: La máscara
fue robada por los contrabandistas chinos de diamantes. Estos la trajeron a
España y entraron en tratos con Roberto, el sobrino de los Marqueses de Puente
Cerro, socio y mano derecha de su tío en el negocio ilegal de los diamantes,
sin su conocimiento. El marqués, que no tenía un pelo de tonto, lo supo y envió
a un par de sicarios para apoderarse de la valiosa pieza. Cuando los contrabandistas
exigieron a Roberto el dinero acordado, este les confesó que le habían robado
la máscara y que, por tanto, la operación quedaba anulada.
-No siga, jefe. Los "pájaros"
se cabrearon y le dieron matarile, después de hacerle cantar sobre la identidad
de la persona que le había robado. Hecho esto, fueron a casa de los marqueses y
se los cargaron. Pero...oiga jefe. ¿Por qué no pusieron la casa patas arriba,
en busca de la máscara?
-Muy fácil. Los agentes del gobierno
chino les seguían los pasos. Llegaron poco después de haber liquidado a los
marqueses, pero los asesinos les vieron llegar y salieron huyendo a toda prisa,
sin tiempo para nada.
CAPÍTULO XLII
Conforme
Rodríguez iba recibiendo la información sobre el resultado oficial del
enrevesado caso del asesinato de los marqueses de Puente Alto, por boca de su
antiguo jefe, el comisario Casado, su interés crecía en intensidad, Al mismo
tiempo, sin embargo, podía apreciarse cómo un velo de contrariedad iba
cubriendo su ánimo, plasmando en su rostro un claro y marcado ceño de
decepción y hasta de disgusto.
-Pero,
por fin...¿cómo ha quedado reflejado el asesinato de los marqueses en el
informe oficial de la encuesta? -preguntó Rodríguez, muy escamado.
-Ni
más, ni menos de como la superioridad ordenó que se hiciera. Como había que
tapar todo lo referente a la máscara y sus ladrones, se dispuso una historia
medianamente creíble: el sobrino hizo matar a sus tíos, con el propósito de
heredarles, mediante la ayuda de unos sicarios. Estos no quedaron satisfechos
con el pago, al no ajustarse a lo prometido y acabaron también con él. Lo
importante para nosotros es que la red de contrabando ha sido desmantelada y ya
no tenemos que preocuparnos por los asesinos chinos: Los agentes de su Gobierno
van tras ellos y...francamente, no doy un ochavo moruno por su piel.
-De
todas formas, ¡hay que fastidiarse, jefe! Para dos casos de verdadera
importancia que tenemos la suerte de intervenir y resolver, llegan los
señorones de arriba y nos los capan. ¡Y con el mismo descaro que si lo hubieran
resuelto ellos! ¡Así se escribe la historia!
-Claro,
Rodríguez, ¿Qué esperabas? ¿Una medalla, tal vez? ¿Por qué crees que hay más
subordinados que jefes? Los que mandan saben muy bien cómo proteger sus
intereses y limitar la competencia.
-¡Ah,
comisario! Eso me lo sé yo de corrida. Hace poco pude leer las declaraciones de
un Premio Nobel a la salida de una reunión de grandes "cerebros", en
no sé qué ciudad, de un país que no recuerdo. Venía a decir que habían estado discurriendo
sobre la reprobable situación en la que
se halla el mundo, en el que, a pesar de existir tantos gobiernos diferentes,
tantas diversas ideologías políticas y teorías económicas, nadie ha podido
evitar que haya muchos más pobres que ricos. Trataban de encontrar el motivo,
antes de enunciar sus recomendaciones de cara a resolver la situación ¡Pero no
lo hallaban! Pensé que sabrían mucho de lo suyo, pero en cosas de la vida real
y corriente estaban "pez"
-¡Vaya
por Dios, Rodríguez! ¡No me irás a decir que tú sí lo sabes!
-Elemental,
querido jefe. No hay que rascarse mucho el cogote para saberlo: Hay más pobres
que ricos, por la sencilla razón de que, por lo general, es mucho más fácil ser
pobre que rico. Así que aplíquese esta misma regla al motivo por el que hay más
subordinados que jefes.
La
ocurrente salida de Rodríguez fue acogida por su antiguo jefe con abundantes y
sonoras carcajadas, además de alguna que otra chirigota. Dejaron así a un lado
los sinsabores propios de la profesión y encaminaron su charla por sendas mucho
más animadas y placenteras.
-Por
cierto, jefe ¿Qué fue de la orden internacional de búsqueda de la señora Márgara
Fuster, alias Muriel Dallamore? -preguntó Rodríguez, al recordar de pronto a la
protagonista de su anterior éxito internacional.
-Se
anuló, al mismo tiempo que se echaba tierra sobre tu expediente. Ya sabes:
había demasiado pez gordo envuelto en él.
En
aquel preciso momento, al otro lado del proceloso Océano Atlántico, Margaret
Foster, el verdadero nombre de Márgara, y Bob Bryant conversaban en su refugio de
Hempstead. Planeaban su próximo movimiento en la batalla planteada para escapar
de las temibles garras del general O´Connell.
-No
podemos perder más tiempo -aseguró Bob- He recibido el soplo de que los
esbirros del general están peinando, casa por casa, todos los barrios de
Queens. Tarde o temprano llegarán hasta aquí y tenemos que adelantarnos.
-Lo
que tú digas -replicó Margaret- Yo estoy preparada.
-Bien.
Haremos que esta misma noche, Pieterf vuelva a interrogar a nuestro prisionero
Homer, para confirmar los datos que nos suministró sobre la disposición de las
estancias y sistemas de seguridad de la sede de la SSD. Estudiaremos los
itinerarios más adecuados y mañana entraremos allí con nuestros equipos de
ocultación y los duplicados de los dispositivos de pase y apertura de O´Connell
-¿Sigues
con la idea de no revelar nuestro secreto a Pieterf?
-Así
es. De momento no lo considero conveniente. Tiempo habrá para hacerlo, si llega
el caso. Seguro que sospecha que le ocultamos algo. Es demasiado astuto como
para que no se dé cuenta, pero ya se me ocurrirá algo que explique nuestra
facilidad para movernos en territorio enemigo. Cuento con él para hacer salir
al general de su despacho, citándole en un lugar convenientemente apartado, con
el pretexto de arreglar la situación entre ellos. O´Connell irá, seguro,
acompañado por una fuerte escolta, con la intención de eliminarle. Así podremos
acceder al despacho del general y, al mismo tiempo, movernos por el edificio
con mayor facilidad, al faltar el personal movilizado para su encuentro con
Pieterf.
-De
acuerdo -concedió Margaret- me parece que es un buen plan. Solo necesitaremos
que haya un poco de suerte y consigamos encontrar un lugar adecuado donde colocar
nuestra cámara espía.
A
media mañana del día siguiente, Margaret y Bob se hallaban en las inmediaciones
de la entrada a la sede del SSD. Esperaban el aviso de Pietref en el interior
del potente automóvil de Bob, enfundados ya en sus equipos de ocultación y
dispuestos a poner en práctica el plan que habían estudiado, hasta el último
detalle, el día anterior. El objetivo era muy claro: conseguir las claves de
apertura de la cámara acorazada del general. Cualquier otro resultado sería un
rotundo fracaso difícil de enmendar, pero estaban decididos a que esto no
sucediera, aun en el peor de los supuestos.
Unos
minutos más tarde, recibieron la comunicación de Pietref: la acción se había
puesto en marcha.
Casi
de inmediato, los dos amigos observaron un agitado movimiento de coches y
personas en la entrada del SSD. Era su turno, pensaron. Pieterf había
llamado al general desde el punto de encuentro solicitado y, en su diálogo con
O´Connell, concedió justo el tiempo necesario para su localización. De ese modo,
reforzaba su imagen de sincera disposición para llegar a un acuerdo conciliatorio con el
general, que solventara sus diferencias.
Margaret
y Bob pudieron observar como cuatro coches, repletos de agentes, salían
disparados en dirección a Bayonne Bridge. Desde ese momento disponían de una
hora, como mínimo, para completar la operación, pero la tenían que aprovechar
hasta el último segundo.
-¡Rápido,
apresúrate! ¡Tenemos que entrar antes de que vuelvan a cerrar la verja de
entrada! -urgió Bob a Margaret.
Aunque
disponían del dispositivo de apertura, estimaba Bob que no era conveniente
usarlo en un principio. De hacerlo, podrían levantar las sospechas de los
guardias de la entrada, al ver abrirse la verja sin su intervención, con el
consiguiente riesgo de que, inquietos ante ese extraño hecho, pusieran el edificio en estado de
alerta.
-¡Espera
Bob! ¡Algo no funciona! ¡Ahora mismo te estoy viendo! -exclamó Margaret,
alarmada.
-¡Tranquila,
Margaret! Yo también, pero no te preocupes -trató de calmarla Bob-, estamos al
aire libre y los reflejos del sol producen esos raros efectos en las cámaras.
Pero esas difusas imágenes son suficientes para permitirnos pasar
desapercibidos. Pégate a la pared y así el impacto visual será menor.
A
pesar de este inconveniente, los dos amigos lograron introducirse en la guarida
de su encarnizado enemigo sin más complicaciones.
CAPÍTULO XLIII
Los
dos amigos iniciaron una lenta progresión hacia el despacho del general
O´Connell. A estas alturas, ambos sabían que sus equipos de ocultación distaban
mucho de ser elementos de absoluta invisibilidad. En realidad, no podían
ignorar que la esencia del fantástico invento de William no era más que un
ingenioso juego de luces, junto a un adelantado y novedoso sistema de
transmisión de imágenes. Y, a pesar de la sofisticación del concepto general de
los dispositivos y la concienzuda e ingeniosa elaboración de sus componentes,
cualquier foco luminoso incontrolado podía delatarles, haciendo visible su
presencia.
Habían
planificado el método que deberían emplear durante su avance por la intrincada
sede del SSD. Era necesario: el más pequeño fallo provocaría la alarma general,
el edificio quedaría sellado y ellos se verían atrapados en el siniestro cubil
de su encarnizado enemigo.
Por
tanto, avanzaban despacio, en absoluto silencio. Se movían con precaución, solo
cuando no había nadie que pudiera alarmarse por las fluctuaciones visuales que,
aunque débiles, se producían con su movimiento. Tampoco podían abrir puertas en
presencia de alguna persona y, sobre todo, debían evitar tropezarse con algo o
alguien.
Fue
así como accedieron hasta la tercera planta, en la que estaba ubicado el
despacho del general. Habían atravesado la planta baja, donde se hallaban los
servicios de seguridad, con el puesto de observación permanente de las cámaras,
dispuestas a lo largo y ancho de todo el edificio. Superaron el primer piso,
ocupado por las oficinas de acopios, administración y documentación, y también
el segundo, donde tenían instalada la central de comunicaciones, junto a los
servicios de información. Llegados, por fin, a la tercera planta, lograron
entrar sin dificultad en el despacho de O´Connell, no sin antes sortear la
animada concurrencia de los agentes especiales que componían las distintas
secciones de la central de operaciones, alojada en este mismo piso.
Pronto
advirtieron la inviabilidad de instalar la cámara espía que llevaban: era imposible camuflarla en el lugar adecuado,
con el enfoque necesario para observar la apertura de la cámara acorazada.
-¡Maldita
sea! -susurró Bob al oído de Margaret- Vamos a tener que esperar a la llegada
del general y rezar para que se le ocurra abrir pronto la cámara.
-Bueno
-replicó Margaret-, habrá que armarse de paciencia.
No
tenían otra opción. Puestos a esperar, aprovecharon el tiempo para efectuar un
minucioso registro de toda la estancia, aunque no hallaron nada aprovechable.
Era evidente que O´Connell era un tipo cuidadoso.
Por
suerte, el general apareció pronto, aunque portando un humor de mil diablos.
Pieterf no se había presentado a la cita y él estaba convencido de que la
operación había fallado a causa de que algún maldito soplón, perteneciente a su mismo
departamento, había alertado a la presa.
-¡He
de acabar con ese asqueroso traidor! -mascullaba entre dientes, al tiempo que
repartía órdenes a diestro y siniestro, con grandes voces, llenando la estancia de imprecaciones
y juramentos.
En
realidad, tanto aquella pétrea firmeza suya de siempre, como la despótica
determinación que le habían acompañado en todas y cada una de las circunstancias
de su larga carrera, se estaban resquebrajando por momentos. La desaparición de
Homer, así como los continuos fracasos cosechados en sus intentos de acabar con
Pieterf, Margaret y Bryant le tenían entre sorprendido e inquieto. ¡Jamás le
había ocurrido cosa igual!
Era
como si una mano invisible, negra, opresiva y misteriosa moviera en su contra
los hilos motrices de aquellos frustrados acontecimientos, para guiarlos hacia
el fracaso. No creía en fantasmas, ni en nada que no se pudiera tocar, pero
tantos reveses cobrados en tan poco tiempo le estaban conduciendo a una
situación incomprensible.
Poco
a poco fue calmándose. Sacó de un armario un vaso y una botella de coñac
francés y se sirvió un largo trago. Hecho esto, fue hacia la cámara y la abrió,
para suerte de Margaret y Bob, que presenciaban la escena inmóviles, pegados a
una de las paredes y en el más riguroso silencio. Temían, y trataban de evitar,
que hasta el rumor de su agitada respiración y el rítmico golpeteo de su
acelerado corazón, provocados por aquel tenso trance, les delataran.
Pero
valía la pena soportar aquel agobio. Gracias a la paciencia y osadía mostrados
por ambos amigos, pudieron conocer las claves de apertura de la cámara blindada
del general. Consistían en una combinación de letras y números, la introducción
de su tarjeta personal en la ranura de control, y algo más con lo que no contaban: una sofisticada llave
que ocultaba en un lugar secreto del despacho y la huella dactilar de su dedo
pulgar, colocada sobre un sensor del dispositivo de apertura.
A
Margaret se le vino el cielo encima al ver esto último. Todo lo que habían
planeado y hecho hasta el momento no había servido de nada. ¡Sin la huella del
general, era imposible acceder a la cámara!
Pero
Bob anduvo listo y en un momento, mientras el general reunía los documentos que
había ido a buscar en la cámara, se hizo con el vaso usado para su trago de
coñac, lo guardó e hizo una seña a Margaret para salir huyendo de allí a toda
prisa.
Algo
notó O´Connell porque volvió la cabeza y alcanzó a ver cómo la puerta de su
despacho se cerraba sola.
-¿Qué
demonios...? -masculló.
Sorprendido
fue hasta la puerta, la abrió y miró hacia fuera. Pero en el corredor no había
nadie y, aunque algo intrigado por la falta de una explicación coherente,
retornó a su tarea en el interior de la cámara. Más tarde, se rompería la
cabeza para tratar de recordar qué diablos había hecho con el vaso que faltaba
y dónde demonios lo habría metido.
La
retirada de Margaret y Bob no resultó tan "limpia" como su arribada.
A la precipitación lógica por salir cuanto antes de aquella complicada y
peligrosa madriguera, se le unió un desagradable defecto en el sistema de
ocultación de Margaret: de repente, una de las cámaras dejó de emitir
correctamente al producirse intermitencias en la emisión de las imágenes.
-No
te preocupes. Pégate a mí -aconsejó Bob a Margaret, cuando ésta solicitó su
ayuda, asustada ante aquel imprevisto. Más tarde sabrían que estaba ocasionado por una baja carga de la
batería-, aunque noten algo, mi equipo les despistará.
Consiguieron
salir de allí con mucha suerte, sin que les descubrieran y sin que los pequeños
percances que se produjeron, debido a los fallos en el equipo de Margaret,
dieran lugar a que cundiera la alarma en el edificio.
Como
dijo un agente a otro, al comentar alguna de las extrañas visiones que había
presenciado:
-Se
diría que un fantasma ha pasado por aquí. Pero si le digo esto al general me
envía a barrer las cuadras de la policía metropolitana a caballo...en el mejor
de los casos y si le pillo con buen humor.
-¡Ya
le tenemos cogido! -exclamó Bob, tan pronto se vieron a salvo en su refugio
de Hempstead.
-Bueno,
me tendrás que decir cómo vas a resolver el problema de la huella del general.
Sin su dedo es imposible abrir la cámara.
-Eso
es pan comido para el laboratorio de mis amigos. Si hay suficiente huella
dactilar en el vaso que le hemos quitado, como espero, me fabricaran una
réplica de silicona sobre un dedil de látex.
-¿Y
si no hay suficiente huella -insistió Margaret.
-¡Caray,
Margaret! ¡No seas gafe! En ese caso lo volveremos a intentar mañana mismo en
The Towers of Waldorf ¿Te parece bien?
CAPÍTULO XLIV
Margaret
no las tenía todas consigo. No dejaba de ser curioso que, siendo tan buenos
amigos y llevándose ambos tan bien, mostraran tanta diferencia en sus
respectivos caracteres: Bob jamás, o en muy raras ocasiones, encontraba
dificultades insalvables en las acciones que planeaban, mientras que Margaret,
por el contrario, se debatía en un mar de dudas en cada una de ellas.
Pero
era esta una circunstancia natural. Bob Bryant había bregado con asuntos tanto
o más enrevesados que estos, desde que ingresó como agente secreto del gobierno
hasta su reciente jubilación. Y no solo estaba dispuesto a ayudar a Margaret
como pago o deber de amistad, sino que gozaba con ello y sentía rejuvenecerse
en cuerpo y espíritu.
-No
pretenderás que vuelva a representar la comedia de gran dama en The Towers -se
quejó Margaret-. De aquella historia todavía guardo algunos moratones en mi
cuerpo.
-Estoy convencido de que no será necesario -respondió Bob-, pero no temas, si
tuviéramos que volver por allí lo haríamos con mayor seguridad y con plena
garantía de éxito.
Por
suerte, no fue necesario recurrir a más andanzas para conseguir la huella del
pulgar de O´Connell, necesaria condición para completar las claves de apertura
de su cámara acorazada: el laboratorio de los amigos de Bob había logrado
reproducir la huella del general. Ya solo restaba poner en marcha el operativo
que permitiera acceder, cuanto antes, al lugar donde guardaba la documentación
secreta de sus fechorías, a fin de mostrarlas a la justicia y hacérselas pagar.
Tras
varias horas de conversaciones y alguna que otra discusión, ambos amigos llegaron
a un acuerdo en la forma de plantear el acceso a la sede del SSD y a la cámara
acorazada del general, situada en su despacho. Como ya había adelantado Bob, en
el plan previsto se hacía necesaria la activa colaboración de Pieterf, por lo
que se apresuraron a contactar con él y recabar su apoyo al proyecto.
-¡Uf!
Me ha costado llegar hasta aquí -dijo al aparecer por el refugio de Hempstead-
Ahora mismo, todo Queens está abarrotado de policía. Calculo que en menos de
una semana se presentarán por aquí. Resolvemos pronto este negocio o ya podéis
empezar a buscaros otro refugio.
-Por
eso te hemos llamado -aseguró Bob- La situación se está haciendo insostenible.
Y supongo que tú estarás en una posición parecida. Ya no podemos esperar más.
Tenemos que entrar en el SSD y sacar las pruebas que incriminen a O´Connell.
-My
God! ¡La verdad es que sois bien brutos! -exclamó Pieterf, realmente enfadado-
¿No os he dicho que eso es imposible? Hay que buscar una solución rápida y
contundente, porque también el cerco que han tendido sobre mí se va estrechando
día a día y no sé durante cuánto tiempo podré seguir evadiéndolo. Pero ha de
ser una acción realista, no una quimera como la que pretendéis.
-Escucha
a Bob, por favor -intervino Margaret-, luego das tu opinión.
-Dejaos
de historias -continuó Pieterf, sin dar su brazo a torcer- He llegado a la
conclusión de que va a resultar muy complicado resolver este asunto, a no ser
que liquidemos a O´Connell: muerto el perro, muerta la rabia. Y de esto puedo
encargarme yo sin ningún problema.
-Te equivocas -replicó Bob- Su muerte, nos vendría bien a Margaret y a mí, pero
para ti solo representaría un nuevo cargo que añadir a los que ahora acumulas.
Si ya ahora te persiguen como a un perro rabioso y te obligan a una existencia
de sobresalto y eterna huida, imagina después.
-O
quizás no. Muerto O´Connell se abrirá su cámara acorazada y aparecerá toda la
mierda que acumula en ella. Recordad que Homer nos confesó que allí conserva a
buen recaudo las grabaciones de todas las conversaciones que ha mantenido,
tanto telefónicas como las realizadas a viva voz en su mismo despacho.
-¿Y
estás seguro de que esas grabaciones saldrán a la luz, en el supuesto de que el
general muera? ¿Quién lo haría? ¿Sus hombres, que están tan involucrados como
él en esos delitos? ¿Los peces gordos que aparezcan implicados en ellas?
Olvídate. Si no somos capaces de rescatarla, toda esa información quedará enterrada en el más absoluto silencio.
-Bueno,
puede ser...aunque todavía nos quedará el testimonio de Homer.
-¡Ni
lo sueñes! -rebatió Bob al momento- Homer hablará ante un juez siempre que
pueda descargar su responsabilidad sobre otra persona: su jefe. Pero si acabas
con O´Connell y no consigues pruebas irrefutables de su culpabilidad, dejas a
Homer en la primera fila de la acusación y no le sacarás ni media palabra.
Recuerda que en un tribunal no podrás torturarle como has hecho aquí.
-¡Lo
que tú digas! -exclamó Pietref, molesto, encarándose a Bob- Si no me propones
algo mejor, me cargo al general, a Homer y a quien se me ponga por delante. Me
sobran recursos para escapar sin ser detectado de este jodido país. Y, además,
cuento con varios lugares, tan secretos como seguros, repartidos en cada uno de
los cinco continentes. En ellos podría refocilarme con una plácida jubilación
el resto de mis encabronados días.
-Desearía
que no llegáramos a ese extremo -intervino Margaret-. Cálmate, por favor, y
escucha, por un momento, el plan de Bob.
Todavía
hubo de transcurrir un tiempo para que Pieterf se calmara y atendiera el ruego
de Margaret. Pero, al fin, Bob pudo exponer su plan.
-Lo
haremos Margaret y yo, mañana, a plena luz del día. Durante la noche es
absolutamente imposible. En esto tienes razón: la enorme cantidad y variedad de
alarmas instaladas lo hacen inviable. En cambio, por el día es otra cosa: los sistemas de alarma deben desconectarse para permitir el desarrollo normal de los trabajos del personal.
-Estoy
deseando saber cómo diablos os las arreglaréis para operar dentro de aquel
avispero, sin que os den pasaporte para el otro mundo -dijo Pieterf, sin
renunciar a su escéptica posición ante aquel absurdo asunto que le proponían.
-Muy
sencillo -continuó Bob-. Tú te instalarás en una de las casas de enfrente al
edificio del SSD, donde hemos comprobado que hay un apartamento sin habitar.
Desde allí, provisto de un rifle con bocacha lanza granadas, dispararás un
proyectil incendiario sobre una de las ventanas del edificio que corresponde a
un archivo de poco movimiento. La distancia no pasará de 40 metros, así que no
puedes fallar el tiro. Dentro de ese cuarto se iniciará un incendio que
tardarán en descubrir. Cuando lo hagan ya habrá tomado cuerpo y tendrán que
evacuar el edificio. Llegarán los bomberos y entonces entraremos nosotros dos disfrazados
con el equipo al completo que ellos utilizan, máscaras incluidas. Nadie sabrá quienes somos.
Margaret
y Bob habían vuelto a discutir sobre la oportunidad de revelar su secreto
equipo de ocultación, pero, de nuevo, Bob impuso su criterio e inventó el ardid
de los bomberos para justificar ante Pieterf la facilidad con qué podían moverse por
el interior del edificio.
-No
está mal pensado -concedió Pieterf-, aunque os va a resultar bastante difícil
lograr abrir la cámara de O´Connell. Tened en cuenta que vais a disponer de muy
poco tiempo para esa complicada operación.
-No
hay cuidado -contestó Bob-. Tenemos las claves de apertura, aunque no me
preguntes cómo las hemos conseguido. Dispongo de muy buenos amigos que nos
ayudan, pero no puedo revelar su identidad.
Pieterf
tuvo que admitir que aquello que parecía imposible, tenía un cierto margen de
posibilidad y que, aunque con bastante riesgo, podría hacerse.
-Quizás
fuera bueno que esta noche durmieras aquí con nosotros -sugirió Margaret- Así evitaríamos
cualquier contingencia negativa que entorpezca la operación.
-Gracias
Margaret, pero soy un lobo libre y solitario que goza siéndolo. Y no
te preocupes por mí: sé cuidarme.
CAPÍTULO XLV
Pieterf
abandonó el refugio de Hempstead y se sumergió en el claroscuro ambiente de
aquel atardecer tempranero, que el precipitado comienzo de un húmedo otoño
amenazaba con entibiarlo, algo más de lo pertinente y deseable.
No
era un buen lugar, este de Hempstead, para caminar en solitario. Al renunciar
al uso del coche, por seguridad ante los rastreadores del SSD, se obligaba a
desafiar a un nuevo peligro: resultaría sospechoso para la primera
patrulla de policía que pasara por allí y sus agentes no durarían, ni por un
momento, en darle el alto, interrogarle y controlar su documentación.
Por
eso, buscó la parada de bus más cercana y montó en el primero que pasó en
dirección a Manhattan. No tenía la intención de llegar hasta allí, pues el paso
de los puentes era el lugar preferido por los investigadores para identificar a
cuantos fugitivos los cruzaran. Había previsto pernoctar esa noche en Brooklyn,
donde podría mezclarse sin peligro con la incesante y concurrida población que
abarrotaba, día y noche, la mayoría de sus calles y locales públicos. Además,
en la zona de antiguos almacenes, conocía un par de lofts abandonados que le servirían
de buen refugio para pasar esa noche sin demasiados sobresaltos.
Cambió
de autobús en Bellerose. A pesar de que iba caracterizado con su atuendo
favorito -el de hombre mayor, desaliñado y vulgar, jubilado de un empleo sin
lustre o a punto de serlo- y que había esquivado con habilidad las cámaras
camufladas del bus, en su prontuario de experimentado espía había unas normas
escritas con gruesas letras: no permanecer mucho tiempo en el mismo lugar,
tener ojos en el cogote y no fiarse de nadie.
Ahora
viajaba por el Down Queens, territorio declarado en estado de alerta máxima,
que estaba siendo peinado por toda clase de agentes de la Ley, dedicados en
exclusiva a su captura. Y, aunque acostumbraba a llevar sus orejas de lobo
estepario bien tiesas, obligó a mantener sus sentidos en una persistente y
total atención, tan pronto subió a este segundo autobús. Si la suerte no le
abandonaba, en menos de una hora se hallaría a salvo en medio del ajetreado
cogollo de Brooklyn.
Pero
los hados no habían dispuesto que aquel fin de jornada se celebrara en paz y
concordia. En la siguiente parada del bus, subieron dos tipos que olían a bofia
desde una milla de distancia. Recorrieron el autobús de una punta a otra,
escudriñando, con poco disimulo por cierto, el aspecto de los viajeros. Pieterf
notó que la mirada de uno de ellos se detenía en él, algo más de lo normal.
Desde ese momento sabía que se hallaba en peligro. Lo comprobó al ceder su
asiento a una vieja y acercarse a una de las puertas: los dos agentes iniciaron
un discreto acercamiento, sin que Pieterf les quitara ojo, ni dejar de empuñar su arma
oculta en el bolsillo del gabán.
Así
llegaron hasta Woodhaven. Las puertas del bus se abrieron una vez más, pero
Pietref no hizo el menor gesto por descender...hasta que iniciaron su cierre,
antes de arrancar y continuar la marcha por su recorrido habitual. En ese momento, Pieterf
dio un salto y se lanzó fuera, burlando con agilidad de felino, aunque a duras
penas, el apretón de las puertas al cerrarse.
Los
policías, pillados por sorpresa, urgieron a gritos al conductor para que
abriera las puertas de nuevo, pero cuando lo lograron, Pietref les había sacado
una preciosa ventaja. Corrió a todo lo que le daban las piernas en dirección al
Evergreen Cementery. Consiguió introducirse en él, cuando ya sonaban a su
espalda las detonaciones de las armas de sus perseguidores y los proyectiles
zumbaban a su alrededor, como mortales abejorros buscándole el cuerpo.
La
persecución continuó por entre tumbas, mausoleos y sepulturas, con abundante
intercambio de disparos, pero Pieterf había elegido un escenario ideal para
escapar de ella. El enorme cementerio -cuatro millas de los más variados obstáculos y
escondrijos- y la densa oscuridad que reinaba ya sobre aquel fúnebre escenario,
constituían unos aliados inmejorables.
Pronto
los agentes perdieron su pista. Tumbado tras un pequeño panteón y ahogando el
resuello para no delatarse, Pieterf les oyó pasar mientras avanzaban por entre
las blanquecinas lápidas, jadeantes también y desorientados por completo.
Después de un tiempo prudencial, volvió sobre sus pasos y tomó el primer metro
que llegó a la estación de Aberdeen St, justo en la entrada del cementerio. Iba
en dirección a Williamsburg East, en la parte norte de Brooklyn. No era lo que
hubiera deseado, paro le venía bien, pensó.
Dejó
el metro en la estación de Morgan St. Sabía que no podía ir mucho más allá. A
estas horas, todas la línea estaría en curso de ser investigada y sus
estaciones tomadas por agentes. Acertó por segundos. Nada más traspasar la
puerta del apeadero, vio llegar dos coches a toda velocidad. Eran vehículos de
la policía camuflados.
Caminó
a buen paso por la Morgan St. con dirección sur, aunque se vio obligado a
abandonar su primera idea de llegar hasta centro de Brooklyn: quedaba demasiado
lejos para andar a pie por aquel barrio de industrias abandonadas y en semi
ruina, sin levantar sospechas. Por suerte, uno de los lofts disponibles como
refugio se hallaba a solo un par de cuadras de allí. Otro día con poca o
ninguna cena, se dijo. Y aunque ya estaba acostumbrado a comer cualquier cosa,
a horas por demás extrañas, y solía pasar días durmiendo mal y poco,
empezaba a odiar aquella aperreada vida y a desear que aquella historia acabara
de una vez por todas.
De
repente, al llegar a la esquina con Bogart St, se topó con un raro local.
Tenía
aspecto de un miserable chamizo, pero al leer el rótulo que lucía sobre la
puerta de la extraña fachada principal, Roberta´s,
recordó haber oído hablar de las famosas pizzas de Roberta. ¿Sería posible
que aquel antro fuera el renombrado y popular lugar de peregrinación de los
amantes de este plato y cita obligada para los visitantes internacionales de
Brooklyn?
Lo
era. Lo supo nada más traspasar la puerta de entrada. Se trataba de una antigua
nave industrial reconvertida en restaurante con un perfil desenfadado y hippy.
El local estaba abarrotado de gente con los pelajes más variados y pintorescos,
entre los que Pieterf, con toda seguridad, podría pasar desapercibido sin
ningún problema, Acomodados en largas mesas de madera, los bullangueros
clientes consumían los apetitosos platos que tres magos de los fogones
cocinaban en presencia de su clientela. Estaban separados de ella por otra
espaciosa mesa que cruzaba el ancho de la nave, de lado a lado, y servía de
mostrador, mesa de trabajo, barra, ordenador de demandas y caja de cobro.
Pieterf
dudó qué pedir, ante la solicitud de una de las camareras que, en ropa normal
de calle y sin ningún aditamento propio del gremio, se acercó a ofrecer el
servicio de la casa. Tras un corto titubeo, y después de pasear la vista por
los multicolores carteles con ofertas y sugerencias, la fijó en un ingenioso y
atrayente grabado. En él, un mago, revestido con todos los atributos de su
oficio, aparecía mostrando una reluciente pizza, con la misma expresión de
haberla hecho brotar de la nada. Sea
pues, se dijo, comamos esa pizza y
veamos si es tan mágica como anuncian.
En
eso andaba, cuando un nuevo sobresalto echó por tierra el disfrute de aquel buen
momento que el excelente plato le estaba deparando: dos hombres, con un
evidente aspecto de policías de paisano, entraron en el local echando miradas a
diestro y siniestro.
Mal
asunto. A estas horas, todos sus perseguidores disponían de su actual descripción.
Era cosa de tiempo, y no demasiado, que estos tipos consiguieran descubrirle.
La tela de araña tejida por el odioso general O´Connell se estaba cerrando sobre él.
Así
era. Al poco tiempo, uno de los policías salió a la calle. No se trataba de un movimiento extraño para Pieterf. Era
evidente que lo hacía para pedir refuerzos de una manera discreta, sin producir
alarma en el sospechoso. Estaba claro que le habían localizado, a pesar de sus
esfuerzos por pasar inadvertido. O, al menos, tenían fundadas sospechas de que
se había refugiado allí y planeaban realizar un registro en toda regla.
Si
pretendía salir de aquel atolladero, debía adelantarse a la llegada de más
efectivos de la policía, tomar la iniciativa y deshacerse de estos dos tipos.
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