60.-
EL CASTILLO DE MONTEARAGÓN.
Corría el año 1086 y las huestes de Sancho Ramírez I, segundo Rey de Aragón, habían conquistado todas las tierras situadas al norte de la Olla de Huesca. Habían caído en su poder las importantes plazas fuertes de Alquezar, El Grado, Estada, Monzón y Graus. En esta última, en 1063, había perdido la vida su padre, Ramiro I, al recibir un golpe de venablo en un ojo que le partió la crisma, durante un fallido intento de conquistar la plaza. Tras estos logros, Sancho se adueñó de todas las aldeas del Somontano de Guara, hasta Loporzano, Siétamo, Quicena y Tierz, las más cercanas a la capital oscense, gobernada por el Valí Muhamad.
Asomado a los altos que limitan, por el
norte, al feraz valle donde se encuentra la importante ciudad musulmana de
Wasqa, el Rey discurre la mejor manera de conquistarla. Decidió construir, en
ese año y a toda prisa, una fortaleza, que diera cobijo y apoyo, tanto a él,
como a las tropas destinadas a su conquista.
Sancho Ramírez había heredado, de su
padre Ramiro I, un reino sin legitimar. Ramiro, que era hijo ilegítimo de
Sancho Garcés III, rey de Pamplona, Había recibido el condado de Aragón, con
capital en Jaca, a la muerte de su padre. Tras la muerte de su hermanastro
Gonzalo, que fuentes autorizadas le señalan como presunto autor intelectual de
su asesinato, se anexionó los condados de Sobrarbe y Ribagorza. Los tres
condados eran dependientes del reino de Pamplona, cuya corona era ceñida por el
hermano mayor legítimo, García Sánchez. A la muerte de este, en la batalla de
Atapuerca contra su hermano Fernando, rey consorte de Castilla, Ramiro se autoproclamó
rey de Aragón.
Pero en aquella época, nadie podía ser
rey legítimo, sin ser investido por el Papa. Y su condición de hijo ilegítimo
le inhabilitaba para obtener dicha dignidad.
Por esta razón, Sancho Ramírez viajó a
Roma, en 1068, para postrarse ante el Papa Alejandro II y establecer las
condiciones necesarias para obtener el reconocimiento a su titulación.
A tal fin, además de una generosa
donación, acometió la reforma al rito romano del mozárabe, sucesor del rito
visigodo, tanto en Aragón como en Navarra. Reforma impulsada por Alejandro II y
sus sucesores, Gregorio VII y Urbano II.
Además, potenció los privilegios a iglesias, abadías y obispados.
Es, también por aquel motivo, por lo que
construyó una iglesia y abadía en el interior de la fortaleza militar. No
dudaba Sancho que esta acción agradaría al Papa e inclinaría su voluntad hacia
su real interés.
El monarca eligió un descollante tozal,
situado a poco más de dos leguas, al norte de la ciudad. Además de las
estancias militares propias para la defensa y acomodo de las tropas de
guarnición, constaba de una iglesia de estilo románico, bajo la advocación de Jesús
Nazareno, anexa a una abadía, con el palacio del abad y las habitaciones de
canónigos, monjes y sirvientes. Contaba, también, de claustro y sobreclaustro y
aljibes para la tropa y la abadía. El castillo-abadía recibió el nombre de
Montearagón, para resaltar la importancia que el Rey otorgaba a esta
construcción
Recreación del castillo, antes de su derrumbe y ruina. Dibujo de V. Carderera.
El conjunto se construyó rodeado por una
poderosa muralla de piedra con una altura de unos 90 pies y un ancho de 6 a 9
pies, destacándose sobre ella, diez torres de unos 30 pies de alto. Hacia el
centro del recinto, se alzaba sobre las demás alturas, otra torre, de las llamadas
“de homenaje” que sirvió, más tarde, de campanario. Una segunda muralla
exterior servía de primera línea defensiva y barbacana, separada a unos tres
metros y medio de la muralla interior.
En las cercanías del castillo fundó el
Rey una aldea, llamada de Montearagón, para dar cobijo a las numerosas tropas
que fue disponiendo, con el fin de materializar su gran sueño, consistente en
ensanchar el reino hacia el sur, con la conquista de Huesca como el primer paso
de una ofensiva general contra el reino musulmán de Zaragoza. La aldea fue
abandonada hacia el siglo XV.
Según Santiago Broto (Nuestras Raíces,
2006) Pascual de Bistué, de la villa de Perarrúa, e hijo de Gonzalo de Bistué,
que guerreó en varias cabalgadas y combates contra la morisma, a las órdenes de
Ramiro I, sirvió en Montearagón durante aquellos primeros años, aunque no se
puede precisar si en calidad de soldado o de monje.
Una vez tomada la ciudad de Huesca, tras
la batalla del Alcoraz, en 1096, el castillo abandonó el empleo militar y se
dedicó por entero a la función eclesiástica.
La comunidad estaba organizada de
acuerdo con la regla de la orden de San Agustín. Dependientes de la abadía y,
por tanto, bajo la potestad del abad, hubo seis priores, regidores de otros
tantos prioratos, distribuidos a lo largo y ancho del Reino de Aragón. El Abad
disponía de un adjunto, el prior de claustro, encargado de la economía de la
abadía y la recta observancia del claustro, además del preboste, que administraba
las rentas, los capellanes dedicados al culto de la iglesia, el bibliotecario y
el maestro de capilla. Cuatro dignidades atendían otras tantas tareas de la
abadía. Eran la de enfermero, limosnero, sacristán y chantre. La abadía llegó a
contar hasta con ocho canónigos, en sus mejores tiempos, mientras que, en su
desaparición tras la desamortización de Mendizábal, solo quedaba uno.
Desde su fundación, los sucesivos reyes
de Aragón desearon que la Abadía pudiera codearse con las más importantes
centros religiosos de de la cristiandad, dotándola de grandes propiedades y
privilegios. Su fundador, Sancho Ramírez, fijó su residencia en el castillo,
junto a su familia y corte. No cabía mayor dignidad para la nueva comunidad
eclesial.
Este segundo rey de Aragón, concedió a
la abadía el “Privilegio Magno”, que sus sucesores ratificaron, en la que se
otorgaba los diezmos, primicias, derechos y beneficios de hasta 180 aldeas,
iglesias y pardinas, situadas en Aragón y Navarra.
Además, en el real documento, se concretaban
otros privilegios, como el de poder hacer leña en todo soto o monte, apacentar
a los animales del castillo en todos los prados y montes del rey, así como, una
generosa cuota para la práctica de la caza y pesca.
La historia del castillo-abadía correrá
paralela a la de Aragón, primero, y a la de España después, en el devenir de
los siglos, hasta su desaparición como entidad religiosa, al producirse la
desamortización decretada por el gobierno de Mendizábal en 1836. Además de
afrontar los tumultuosos sucesos de nuestra Historia, hubo de mantener un
constante conflicto con los obispados y demás abadías que fueron creándose, más
adelante, por el dominio sobre las aldeas e iglesias pertenecientes al abadiado
de Montearagón.
Pero el monasterio, como la mayoría de
los de su época, fue un admirable lugar de paz, estudio y conocimiento, durante
grandes períodos de tiempo.
Esa situación se mantuvo en mayor o
menor medida, de acuerdo con el abad que
ejerció su mandato. Pues, entre los 45 abades que pisaron las losas de la
abadía, no todos fueron elegidos por su santidad, sus conocimientos o sus
méritos eclesiales en la enseñanza y evangelización de los fieles. Hubo
también, quienes ostentaron dicha dignidad por su pertenencia a casa noble o
pudiente, a la familia real o, simplemente, por prebenda, no faltando la
sospecha, o certeza, de simonía en algún nombramiento.
Fue Simón el primer abad del monasterio.
La iglesia de Jesús Nazareno, así como la abadía, fueron puestas al cuidado de
la hermandad de San Agustín. Fue nombrado en el año 1089 y ostentó el cargo
hasta el 1097. Durante su mandato, hubo de intervenir en eventos de suma importancia
para la Historia del Reino de Aragón.
Una vez juntadas las tropas necesarias
para la conquista de Huesca, Sancho Ramírez puso cerco a la ciudad, defendida
por gobernador Al.Hakim. Era el principio de la primavera del año 1094. El
sitio se prolongó durante varios meses y tanto el rey como su tropa fueron
asistidos espiritualmente por el abad Simón y sus monjes, que portaban el arca con la milagrosa reliquia de San
Victorián, con el fin de lograr la victoria con su ayuda. Esta milagrosa
reliquia, que consistía en el cuerpo del santo excepto un brazo, llegó a
Montearagón tras un azaroso periplo, desde su muerte en el monasterio de San
Martín de Asán, donde era abad, en el año 561, Sus restos permanecieron en el
monasterio hasta el año 1000, en el que Abd-Raman realizó una cruenta razzia que obligó a los monjes a huir al
monasterio de las Santas Justa y Rufina en Ainsa, llevando consigo la reliquia
del Santo. Permaneció en aquel lugar hasta 1044 en el que fue llevado de
regreso a San Martín de Asán. Sancho Ramírez, que le tenía gran devoción y lo
llevaba consigo en todas las batallas que emprendía, lo trasladó a Alquezar
tras su conquista y después a Montearagón, una vez construido.
Pero cierto día, en el que Sancho
inspeccionaba las defensas de la ciudad. Un rammah,
arquero especializado de mucha pericia, logró meterle una saeta por el
costado, que le arrebató la vida. Así lo relata la Crónica de San Juan de la
Peña:
“...
Et un dia, el, andando en rededor de la ciudad, comidiendo por do se podría
entrar, vio un flaco lugar en el muro forano et cabalgado sobre su caballo, con
la mano dreita designando con el dedo, dixo: -por aquí se puede entrar Huesca-
et la manga de la loriga se abrió, et un moro ballestero, que estaba en aquel,
con una sayeta por la manga de la loriga firiolo en el costado, et el non dixo
res, mas fuese por la huest et fizo jurar a su hijo Pedro por Rey, et las
gentes se maravilloron de aquesto, et jurado por Rey, Pedro, fizole prometer
que non se levantasse del sitio entro que avies Huesca a su mano… “
Dicho esto murió. Era el 4 de junio de
1094. El cuerpo fue llevado a Montearagón, donde el Abad Simón ofició los ritos
de funeral y enterramiento. Seis meses después, los reatos de Sancho fueron
trasladados al monasterio de San Juan de la Peña, donde se celebró un solemne
funeral real “… et soterraronlo denant el
altar de San Johan… “
Pedro I, siguió el deseo de su padre
Sancho, pero consciente de que nunca lograría tomar la ciudad sin derrotar
antes al rey moro de Zaragoza, pues este jamás permitiría perder tan importante
ciudad sin defenderla, involucró en el empeño al conde de Navarra Sancho
Sánchez y consiguió la ayuda por parte de los condes de Aquitania y Bretaña.
Como era de esperar, al-Mustain II preparó
un gran ejército y lo lanzó contra las tropas cristianas que asediaban Huesca,
Los dos ejércitos se encontraron a las puertas de la ciudad, en los llanos del
Alcoraz, una irregular llanura situado entre un frondoso carrascal y una alta
loma. En la cima de esta colina, seguían el desarrollo de la batalla, orando
juntos, el abad de San Juan de la Peña, Aymerico, con su escolta y el de
Montearagón, Simón, con la suya, sin olvidar el arca donde se guardaban los
restos del Santo Victorián.
La batalla evolucionaba con diversas
alternativas, hasta que llegó un momento en el que la tropa cristiana parecía
flaquear, encontrándose en situación cierta de ser derrotada por la musulmana.
Sobrecogidos los abades ante tal contingencia, se encomendaron a San Jorge, con
toda la exaltación y fervor de que eran capaces.
Sucedió que, de pronto, apareció un resplandeciente
jinete, portando en su pecho la cruz de los cruzados. Cabalgaba sobre un
caballo de inmaculada blancura y llevaba en la grupa a otro caballero, luciendo
similar atavío.
Llegados a la primera línea de combate,
saltó a tierra el caballero de la grupa y ambos arremetieron contra la
vanguardia mora con tal empuje que solo ellos dos se bastaban para hacerla
retroceder.
Alguien grito: ¡San Jorge, San Jorge! Y
los combatientes cristianos, enardecidos por el ejemplo de aquellos
desconocidos caballeros y los gritos de
ánimo de sus mandos, reanudaron el combate con tal ahínco que la batalla
concluyó con la derrota total del ejército musulmán.
Los dos asombrosos caballeros
desaparecieron de la misma forma misteriosa con que llegaron, una vez terminada
la batalla. Y aunque se les buscó con empeño, para agradecer la ayuda prestada,
no los hallaron.
Tanto el abad Aymerico, como el abad
Simón, convinieron que sus oraciones habían sido escuchadas y el misterioso
jinete no podía ser otro que San Jorge. Desde entonces, este Santo ha sido
considerado por los aragoneses como su Santo Patrón y su Protector y Guía.
Era el 19 de noviembre de 1096. Ocho
días después, las tropas aragonesas entraban en Huesca, precedidas por los
abades Aymerico y Simón, junto a sus monjes portando las sagradas enseñas de
Cristo.
A partir de la conquista de Huesca, el
castillo-abadía de Montearagón abandonó su carácter cortesano y militar, para
dedicarse a la función eclesiástica de abadía.
El abad Simón era entonces muy mayor y
los agitados sucesos que le tocaron vivir mermaron su salud, hasta el punto de
que unos meses más tarde entregó su alma al Señor Dios.
Le sucedió el abad Ximeno, que rigió la
abadía desde 1097 a 1118. Durante su mandato mantuvo continuos conflictos con
el recién nombrado obispo de Huesca, a cuenta del enorme patrimonio de
Montearagón y la escasa dotación del obispado. Algo similar sucedió al
producirse la conquista de Barbastro y Sariñena en 1101 por Pedro I. Se creó el
obispado de Barbastro y, aunque se le añadió el rico obispado ribagorzano de
Bara, el barbastrense solicitó propiedades de la abadía de Montearagón.
El desencuentro más sonado tuvo lugar en
Huesca. Sancho Ramírez había documentado la cesión de la mezquita mayor a
Montearagón, en cuanto se tomara la ciudad. Pero el obispo Pedro la reclamó
para su diócesis, argumentando que antes que mezquita había sido templo godo.
El rey Pedro tuvo que impartir justicia,
llegando al compromiso de que la mezquita se convirtiera en catedral, cediendo
a Montearagón la bella iglesia románica de San Pedro el Viejo.
El segundo obispo de Huesca, Esteban, no
cejó en solicitar al rey propiedades y prebendas, hasta conseguir del rey Pedro
un reparto de iglesias y rentas, de tal manera que, de las 180 villas e
iglesias, regidas por la abadía, quedaron bajo la jurisdicción de Montearagón
solo 92. Era este obispo de condición muy guerrera, hasta el punto de perder la
vida combatiendo a los almorávides en el sureste del reino, junto al vizconde
del Bearn, Gastón IV. Sus cabezas fueron enviadas a Córdoba, para satisfacer al
emir Alí ben Yusuf
El rey Pedro murió sin descendencia en
el año 1104 en algún lugar del valle de Arán. Le sucedió su hermano Alfonso I,
llamado el Batallador, por los muchos combates que realizó, sin dar tregua ni
descanso, contra los musulmanes.
El rey Alfonso, conquistó Ejea en 1105 y
poco después Tudela y Tarazona. En 1110 ganó la batalla de Valtierra, donde
perdió la vida el fiero enemigo del reino de Aragón, al-Mustain II, rey de la
Taifa de Zaragoza. Esta victoriosa acción sirvió para facilitar la toma de
Zaragoza en 1118. Dos años después, añadió al reino de Aragón las plazas de
Calatayud y Daroca, entre otras muchas acciones guerreras. En la última
contienda, el sitio de Fraga, fue sorprendido por una fuerza musulmana de
almorávides llegada de Valencia. Fue derrotado y herido de gravedad. Murió a
causa de las heridas en 1134. Fue enterrado en Montearagón, por el abad Fortún.
Alfonso había testado a favor de las
órdenes religiosas, pero los nobles aragoneses y navarros no lo aceptaron. Los
aragoneses eligieron a Ramiro, su hermano, como rey. Los navarros, por su parte,
decidieron desgajarse del reino de Aragón y nombraron rey al conde García
Ramírez, llamado el Restaurador.
La guerra se fue alejando de Huesca y
Montearagón, circunstancia que permitió a la abadía mantener una existencia
dedicada a la oración, la práctica monacal, el estudio y elaboración de
abundantes textos teológicos, junto a numerosos tratados sobre la enseñanza y
defensa de la Fe.
Al primer abad, Pedro, le siguieron
Ximeno (1097 – 1118), Fortún (1119 – 1169) y Berenguer (1170 – 1204) Este último
era hijo natural del conde Ramón Berenguer IV, que era ya Príncipe de Aragón,
gracias a su matrimonio con Doña Petronila, hija de Ramiro II. Fue un
eclesiástico notable. Ostentó el obispado de Tarazona, Lérida y el arzobispado
de Narbona. Participó en el Concilio de Letrán, aunque mantuvo graves
conflictos con el Papa Inocencio III. Este le destituyó de abad de Montearagón
y le declaró indigno. En 1149 se suprimió el obispado de Roda-Barbastro y se
trasladó a Lérida.
Durante este largo período la abadía recibió
nuevos privilegios, a la vez que fueron confirmados los que ya poseía. Destacan
las importantes donaciones que Alfonso II concedió a su hermano, el abad
Berenguer.
De tiempo en tiempo, los conflictos con
el obispado de Huesca renacían, rompiendo la paz monacal de la abadía. El obispo
García de Gudal presentó una reclamación sobre 15 iglesias, pertenecientes a la
abadía, ante el rey Pedro II. El rey resolvió conceder al obispado dichas
iglesias, a cambio de otorgar a la abadía, regentada por Fernando de Aragón, la
cuarta episcopal de 12 lugares.
El abad Frenando (1205 - 1248) era
hermano de Pedro II y hombre poco dado a la vida monacal. Durante su mandato
guerreó más que oró. Participó en varios combates contra los musulmanes. Entre
ellos, el más importante fue la batalla de las Navas de Tolosa. A la muerte de su
hermano Pedro, en la batalla de Muret, intentó hacerse proclamar rey de la
Corona de Aragón, en litigio con su sobrino Jaime, No lo consiguió, aunque, una
vez proclamado rey Jaime I, llamado el Conquistador, le sirvió con lealtad,
participando en el sitio de Burrana, la toma de Valencia y el asedio a Játiva.
Murió en el año 1248 y fue enterrado en la abadía de Montearagón, siendo
oficiado su funeral por el obispo de Huesca, Vidal de Canellas. Más tarde, tras
la desamortización, sus restos fueron trasladados a San Pedro el Viejo.
El abad Sancho (1252 – 1258) sucedió al
abad Fernando, ocupándose de la reorganización de la abadía que su antecesor
había descuidado en exceso, debido a su incansable afición política y guerrera.
Especialmente fructífera fue la labor de
su sucesor Juan Garcés de Orís, durante su largo mandato (1258 – 1284)). A
pesar de coincidir con el tumultuoso reinado de Pedro III el Grande, en el
abadiado reinó la paz.
Fuera del monasterio, no hubo lugar para
el descanso entre guerra y guerra, La Corona de Aragón se extendió por el Mediterráneo,
con la conquista de Sicilia, Cerdeña, la guerra contra Túnez y las batallas
contra la flota de la coalición marsellesa y angevina. En el interior, el rey
Pedro hubo que afrontar revueltas en Cataluña, Valencia y calmar el descontento
de Aragón. El abad acudió a las cortes de Tarazona, de 1283, en el que se consiguió
del rey el Privilegio General, que garantizaba los fueros y privilegios de
Aragón.
Dos hechos vinieron a romper la calma
monacal de Montearagón. En 1282, el Papa Martin IV emitió bula de excomunión
contra el rey Pedro III, cediendo la propiedad de su reino a Carlos de Valois,
hijo segundo del rey de Francia, Felipe III. Esta acción del Papa provocó un
grave conflicto de en el clero, al tener
que optar por la obediencia al Papa o al Rey.
La consecuencia del anterior hecho
provocó el segundo: Un importante ejército francés, mandado por Felipe III y su
hijo, ungido rey de Aragón por el Papa, invadió el reino desde Navarra, Jaca, Arán y,
con el grueso del ejército, por el Rosellón.
Tropas aragonesas, llegadas de Jaca y
Huesca, detuvieron el avance francés en Bailo y, también, en la misma capital
jaquense. Por otro lado, los efectivos franceses que atacaron Arán fueron
derrotados por tropas de los condados de Ribagorza y Urgel y los señoríos de
Monzón y Barbastro. Por tanto, Montearagón, cuyo abad, Ximeno Pérez de Gurrea
(1284 – 1306), acababa de iniciar su mandato, apenas se vio envuelto en el conflicto bélico, salvo
la natural zozobra que provoca toda guerra, y pudo continuar inmerso en su
labor religiosa.
El 6 de junio de 1285, un poderoso
ejército francés, compuesto por 18.600 jinetes, 150.000 peones, 17.000
ballesteros y 50.000 servidores de las máquinas de guerra y de la impedimenta,
penetraba en Cataluña por el Rosellón. Una flota compuesta por 150 galeras y 60
taridas de transporte doblaban el cabo de Creus, con la intención de atacar
todos los puertos catalanes.
La ofensiva francesa terminó en una
catastrófica derrota, ocasionada por las tropas catalano-aragonesas y una
fulminante peste, declarada en el asedio a Gerona, que diezmó a las tropas y se
llevó la vida del rey francés. Al mismo tiempo, el almirante Roger de Lauria,
derrotó y aniquiló a la escuadra francesa, a la altura de Palamós. El día 5 de
octubre de 1285 moría en Perpigñan el rey Felipe III de Francia,
Al abad Ximeno le correspondió el honor
de ser el primer abad de Montearagón de poder usar la mitra, por concesión del
Papa Clemente V, para él y sus sucesores, en el año 1305.
Pocos hechos significativos caben
señalar en el devenir de la historia de Montearagón, durante la primera mitad
del siglo XIV. Cabe destacar el fructífero mandato del abad Pero López de Luna
(1306 – 1317) que dio un fuerte impulso a la actividad intelectual de la abadía.
También la honrosa elección del infante Juan de Aragón, como abad con 16 años
de edad, durante el breve período de 1317 a 1320.
Juan era hijo de Juan II y su segunda
esposa Doña Blanca de Nápoles. Su corta edad y el alto rango de su estirpe, por
fuerza habría de llevarle pronto a cotas más altas de poder y dignidad. Fue
Arzobispo de Toledo y canciller mayor de Castilla, obispo de Lérida,
administrador apostólico de Tarragona y patriarca de Alejandría. Autor de
numerosos tratados teológicos, se dice de él que fue uno de los mejores
predicadores de su tiempo.
Al abad Ximeno Pérez de Gurrea (1327 –
1353), que ya había ejercido en la abadía en 1284, le correspondió el penoso
deber de afrontar la primera epidemia de peste en Huesca, declarada en 1348.
El terrible mal apareció por Huesca en
1348, causando una gran mortandad. La peste se llevó la vida de, entre otras
bajas ilustres, el obispo, Gonzalo Zapata, tres dignidades y varios canónigos.
En cambio, pasó de largo ante el monasterio de Montearagón, debido a la rápida
acción del abad Ximeno, ordenando el inmediato y total aislamiento de la
abadía. El hermano que llevó la funesta noticia fue confinado durante un
tiempo, hasta demostrar la ausencia de cualquier señal de peste en él.
Durante el extenso mandato del abad
Ramón de Sellan, (1359 – 1391) se produjeron varios desencuentros con la
autoridad real y la eclesiástica. Con toda seguridad, cabría señalar el origen
de estos conflictos en la apetencia, en ambas instituciones, que provocaban las
ricas propiedades y los importantes
privilegios que gozaba la abadía,.
Durante el reinado de Pedro IV el
Ceremonioso, (1336 – 1387) se había producido el llamado Cisma de Occidente, al
reclamar la condición de Papa dos candidatos, Urbano y Clemente. Fue una época
de enorme confusión en la Iglesia. Ambos pretendientes excomulgaron a los
seguidores de su oponente, con el resultado de que toda la cristiandad fue
excomulgada. Idéntica confusión se produjo entre los reinos cristianos, de modo
que hubo un reparto de preferencias entre ellos. Castilla y Francia eligieron a
Clemente. El rey Pedro optó por la neutralidad, de igual modo que el rey Carlos
II de Navarra, al no poder precisar con claridad la legalidad de los dos
pretendientes, tras múltiples asambleas de prelados y eclesiásticos, Malas
lenguas difundieron, ante la autoridad religiosa y el mismo rey, que el abad Ramón
mantenía contactos con partidarios franceses del pretendido Papa Clemente.
Costó al abad convencerles de la
falsedad del insidioso infundio, aunque lo consiguiera al final, pues, según
manifestó Ramón, “aquel conflicto no les iba ni les venía, ya que su vida
estaba dedicada a servir a Cristo y a Nuestro Señor Dios con la oración y el
recogimiento”.
Años más tarde, fue el rey Juan I, el
Cazador, quien puso en aprietos al buen abad Ramón, a cuenta de los derechos
reales sobre 27 lugares dependientes del abadiado, Tras muchos debates y
audiencias, el rey se avino a ceder sus derechos, a cambio del pago de 1.000
florines de oro.
Siendo abad Johan Martínez de Murillo,
(1395 – 1420), se produjo el doloroso hecho de la revuelta del conde de Urgel,
Jaime II, alzado en armas contra el rey Fernando I, en 1413, al no reconocerlo
como rey y optar a obtener el cetro de la Corona de Aragón.
La gran mayoría del reino apoyaba a Fernando,
por lo que la pretensión del de Urgel era poco menos que ilusoria. Intentó
tomar Lérida, pero fue rechazado. Contraatacó Fernando y arrinconó al rebelde en
Balaguer, hasta rendir la plaza. Jaime fue capturado y condenado a muerte por
traición, aunque se le conmutó la pena por prisión perpetua.
Tropas mercenarias gasconas, junto a
Antón de Luna, señor de Loarre y de su castillo, al servicio del conde de
Urgel, atacaron los alrededores de Huesca, tomando el castillo de Montearagón.
El abad y los monjes fueron apresados y vejados, al negarse a rendir pleitesía
al conde rebelde. Un mes más tarde, el castillo fue liberado por el rey
Fernando.
Pocos sucesos de importancia se
produjeron durante el mandato de los abades Sanxo de Murillo (1420 – 1445),
Carlos de Urriés (1445 – 1462) y Pedro Santangel (1462 – 1464). Coincidieron
con el reinado de Alfonso V el Magnánimo, que se ocupó más en los asuntos de
Sicilia y Nápoles, con un sinfín de combates y enredos, que en el gobierno de
Aragón.
Los elevados gastos provocados por las
campañas militares del rey en Italia, condujeron a una notable elevación de los
impuestos, con la consiguiente dificultad para el abadiado en el cobro de los
suyos a una población previamente esquilmada.
Otra fuente de preocupación para el abad
Sanxo fue la adhesión del rey Alfonso al depuesto Papa aragonés Benedicto XIII,
en contra del Papa Martín V. ¿A qué representante de Cristo había que obedecer?
Fieles y prelados se hallaban perplejos y desorientados.
Sucedió en el dominio de Montearagón
Juan de Aragón (1464 – 1472) Era hijo bastardo de Juan II. Con 18 años fue
nombrado Arzobispo de Zaragoza, en 1458, con el propósito del rey de mantener
en su mano la máxima autoridad eclesiástica de Aragón.
Obtuvo de su padre otras importantes
responsabilidades, como el dominio de la abadía de Montearagón, siendo, poco después, nombrado
Lugarteniente General del Reino de Aragón. Pero Juan, que no estaba ordenado y
era de condición más guerrera que eclesiástica, dejó los asuntos religiosos en
manos de adjuntos e intervino, activamente, en apoyo de su padre en las guerras
civiles de Navarra y Cataluña. Murió pronto, con 36 años, sin haber dejado
demasiada huella de su persona en Montearagón.
Durante el mandato de su sucesor en la
abadía, Joan de Rebolledo (1473 – 1490) se produjo, en el año 1477, un
devastador incendio que redujo a cenizas todo lo que podía arder en la iglesia,
incluido el magnífico retablo del altar mayor, el coro y el órgano.
El triste suceso se agravó con la muerte
del sacristán Pero de Lecina y la de un monje que trató de ayudarle en el
rescate de algunos enseres sacros. En cambio, de verdadero milagro, se salvó la
reliquia del santo Victorián y el cuadro de Jesús Nazareno, El retablo fue
repuesto por otro de alabastro, atribuido a Damián Forment, en el año 1495.
Tras Joan de Rebolledo, fue nombrado
abad Alfonso de Aragón, ostentando el
cargo desde 1490 hasta su muerte, producida en 1520. Alfonso era hijo natural
de Fernando el Católico y la dama Aldonza Ruiz de Iborra, perteneciente a una
familia noble aragonesa, Siguiendo la táctica de mantener el control sobre la
Iglesia aragonesa, el rey Juan II, a la muerte de Juan de Aragón, le nombró
Arzobispo de Zaragoza, con solo 5 años de edad. El Papa Sixto IV no lo aprobó y
nombró a otro prelado de su confianza, el valenciano Ausias, pero, al renunciar
este, presionado por el rey, consintió en el nombramiento tres años más tarde,
en 1501. En ese mismo año recibió la ordenación sacerdotal y episcopal, antes
de tomar posesión de la sede zaragozana,
Alfonso se ocupó muy poco de Montearagón
y algo más de la catedral de Zaragoza, la Seo, donde ordenó realizar importantes
obras y mejoras. En realidad, su actividad principal fue política y militar, En
1507 fue nombrado Lugarteniente General de Nápoles y cinco años más tarde
recibió la mitra del Arzobispado de Valencia,
En ese mismo año, protagonizó una
rocambolesca acción bélica, Su padre, Fernando II, estaba dispuesto a anexionar
Navarra a la Corona, pero los nobles dilataban la convocatoria de las Cortes,
que debían aprobar la operación. Consideraban que las guerras en Italia y
Francia suponían ya una carga considerable y abrir un nuevo frente resultaría
insoportable para sus economías.
Decidido el rey a forzar esta situación,
maquinó una estratagema, por medio de su hijo Alfonso. Este, al mando de una
pequeña tropa, compuesta por huestes de nobles afines, y sin empleo de fuerzas
reales, atacó Tudela, plaza bien defendida, y la rindió. De este modo los nobles,
ante hechos consumados, se vieron obligados a consentir la campaña.
Fernando el Católico murió en el año
1516. En su testamento, dejó ordenado que Alfonso fuese nombrado Lugarteniente
General del reino de Aragón, así como de las tierras pertenecientes a la Corona
de Aragón. Sin embargo, los nobles, molestos todavía por el ardid de Tudela, no
lo respetaron. Fue Carlos I quien, tras jurar los fueros en 1518, respetara la
voluntad del rey Fernando y le concediera dicho cargo. Alfonso lo mantuvo hasta
su muerte en 1520. Dejó siete hijos engendrados con su cónyuge Ana de Gurrea y
Gurrea. Fue enterrado en la Seo del Salvador de Zaragoza.
Fue sucedido por Alonso de So, Castro y
Pinós (1520 – 1527) un anciano de gran saber y religiosidad, pero de escasa
salud. Murió a los siete años de su nombramiento, tras padecer la animosidad
del obispo de Huesca, Juan de Aragón y Navarra (1484 – 1526), hijo natural de
Carlos de Viana. La condición de su cuna y la merma producida por una cierta
debilidad mental, le proporcionaban un carácter irascible y errático, que
envenenaron las relaciones entre Huesca y Montearagón
El siguiente abad, Pedro Jordán (1528 –
1532) se vio envuelto en un feo asunto con el Tribunal del Santo Oficio, creado
por los Reyes Católicos. No pudo probarse ninguna desviación de la Fe por parte
de algún miembro de la comunidad, pero la simple sospecha obligó al abad a
dejar Montearagón.
Por esa causa, fue elegido para la
abadía Juan de Quintana, (1532 – 1534) fraile franciscano y eminente teólogo de
intachable reputación. Estudió en la Universidad de La Sorbona las doctrinas de
Erasmus, recibiendo el doctorado en 1510. Perteneció al consejo de los reyes
Fernando II y Carlos I, actuando como inquisidor en contra de iluminados y
protestantes. Enseñó en la facultad de artes libres de Universidad de Zaragoza,
donde eligió como secretario a Miguel Servet, en quien influyó notablemente. En
1530, Carlos I le nombró confesor privado y poco después abad de Montearagón,
Murió en 1534.
Le siguieron en el cargo de abad de Montearagón,
Juan de Urrea (1536 – 1546) procedente de una de las familias más influyentes
de Aragón y Alonso de Aragón (1547 – 1552), este último, hijo del que fue abad
de Montearagón en tiempos de Fernando II. En 1546 se produjo el desmembramiento
del priorato de Sariñena del abadiado de Montearagón. Comenzó, de este modo, su
decadencia, que se agudizó durante el reinado de Felipe II´.
Tras Alonso, fue nombrado abad Pedro de
Luna (1554 – 1572) Era hijo de Pedro Martínez de Luna y Urrea, Conde de Morata
de Jalón y Virrey de Aragón, perteneciente a una de las familias más
influyentes del reino. Fue ordenado y nombrado rector de la Universidad de
Salamanca con 22 años, en 1554. Ese mismo año fue elegido nuevo abad del
monasterio de Montearagón.
Temo no haber resaltado lo debido la
importancia que, en aquel tiempo, ostentaba la abadía de Aragón y el gran honor
y prestigio que representaba para todo aquel llamado a regentarla. A pesar de
los desmembramientos habidos de aldeas, tierras y dominios, todavía mantenía la
jurisdicción sobre docenas de pueblos e iglesias que le aportaban más de 30.000
ducados de oro anuales.
El abad Pedro provechó su estancia en
Montearagón, para doctorarse en cánones en la Universidad de Huesca,
simultaneando sus obligaciones pastorales con las de Diputado del reino de
Aragón.
Durante su mandato, y siendo obispo de
Huesca Pedro Agustín (1545 – 1572), sucedió un hecho que llenó de expectativas
e interrogantes ambas instituciones. Al realizar unas obras en la catedral,
descubrieron un amplo pasadizo que enfilaba con toda claridad a Montearagón. Lo
exploraron, pero debieron de abandonar, tras un derrumbe producido cuando ya
habían recorrido más de 300 metros.
En esto, el Papa Pio V, a instancias de
Felipe II, promovió, en 1571, una importante reestructuración episcopal. En
Aragón, creó el obispado de Jaca, mediante la anexión de pueblos y tierras
pertenecientes a la jurisdicción del de Huesca. Para compensar a este, se
desmembraron un notable número de posesiones, rentas y derechos de la abadía.
Al mismo tiempo, se volvió a instituir el obispado de Barbastro, mientras que
el de Bara se repartió entre Lérida y Barbastro,
Para no agraviar a la familia Luna,
nombraron a Pedro obispo de Tarazona en 1572, donde murió, poco después, en
1574.
De este modo, Felipe II, a quien le
molestaba la existencia de centros de poder incontrolados, podía realizar las
reformas precisas para realizar sus fines centralistas, evitando enemistades
con quien necesitaba para sus operaciones expansionistas. El alto precio de la
reforma lo pagaron los monjes de la abadía, que se vieron esquilmados de gran
parte de las rentas y privilegios que habían gozado hasta entonces.
A fin de calmar los ánimos de la gente
de la abadía, Felipe II mantuvo Montearagón bajo su mandato, sin abad ni
canónigos durante el período de 1574 a 1587, nombrando gobernador, ecónomo y
seis capellanes.
En 1576, se produjo un lamentable
suceso. Cierto monje, de nombre Pero López de Valenjuanes, molesto, al parecer,
por un supuesto mal trato del gobernador, se hizo con los haberes de la abadía
y huyó hacia las montañas, seguido de cerca por los aguaciles. Por fin, el
monje llegó a Francia, sin que se volviera a saber nada de él ni del dinero
robado.
En 1587, fue nombrado nuevo Abad, el
eminente clérigo, doctor y catedrático en cánones, Marco Antonio Reves. Durante
todo su mandato, hubo de luchar con denuedo para recomponer la estructura del
abadiado, conseguir nuevas rentas, pues estas habían quedado reducidas a unos
1.000 escudos al año y lidiar con los cargos nombrados por Felipe II, que
mantuvo hasta 1598, año en el que permitió la completa autonomía del abad, tras
asignar tres nuevos canónigos a la abadía.
No pudo el buen abad, gozar de la nueva
situación, ni recoger los frutos de los muchos pleitos emprendidos, para tratar
de recuperar parte del patrimonio perdido, tanto con el Papa como con el
monarca y siempre en oposición con el obispo de Huesca, Martín Cleriguech.
Murió en noviembre de ese mismo, 1598, en Zaragoza.
Su sucesor Juan López (1600 – 1614)
heredo todos los problemas y pleitos de su antecesor. Los batalló como bien
pudo, sin conseguir remediar la penuria que se cernía sobre el poderoso, en
otro tiempo, abadiado de Montearagón. Los problemas económicos se recrudecieron
al final de su mandato. En los años 1614 y 1615 se produjo una persistente
sequía que arruinó las cosechas, ocasionando una acusada ola de empobrecimiento
y hambre. A pesar de que el cobro de las rentas se resintió en gran manera, la
abadía ayudó en lo que pudo a los ciudadanos de Huesca, llegando al extremo de
vender parte del tesoro abadial, para disponer de más medios de ayuda.
En 1615, el abad organizó una solemne
rogativa, para pedir al Santo Victorián la tan deseada y necesaria lluvia. A
tal fin, sacaron el arca que cotonía sus reliquias y, tras mojarlo, para que el
Santo supiera lo que se esperaba de él, lo llevaron en procesión hasta la
ermita de Salas, donde se les juntó el cabildo de Huesca y muchos fieles con
cruces e imágenes,
Se atribuye al santo una leyenda, según
la cual, unos fuertes golpes que sonaban en el interior del arca donde se
guardaban sus reliquias, anunciaban la inminente muerte del abad o de algún
monje.
No le cupo mejor suerte a su sucesor,
Martín Carrillo (1616 – 1630), aunque éste abandonó toda suerte de querellas y
se refugió tras los muros de la abadía para dedicarse a la oración y a la
escritura de numerosas obras de contenido religioso e histórico. Entre ellas,
una que hoy haría las delicias de cierto colectivo caracterizado por su
beligerancia. Llevaba por título: “Elogios
de Mugeres Insignes del Viejo Testamento”
Antes de ser nombrado abad de
Montearagón fue párroco de Velilla, canónigo de la Seo, catedrático de Decretos
en la universidad de Zaragoza y rector de la misma. Murió en Montearagón en
1630, donde fue enterrado.
Poco se conoce de vida conventual de su sucesor, Jaime Ximénez de Ayerbe (1631 –
1648). Pertenecía a una familia de renombre de Tauste. Su abuelo Francisco
ayudó a Antonio Pérez del Hierro, Secretario de Estado de Felipe II, a eludir
la justicia real, que le acusaba de traición
y del asesinato de Francisco Escobedo, propiciando su huida a Francia,
por lo que fue procesado y condenado a muerte, en 1592.
Sin embargo, sus hijos consiguieron
forjarse una sólida posición, llegando a ser la familia más influyente de la
ciudad de Tauste, Consta que en 1644, siendo ya abad Jaime, recibió la visita
en Montearagón de su hermano Agustín que, al mando de una compañía de taustanos,
se dirigían a combatir a los franceses en Monzón y Estadilla, durante la guerra
de Cataluña. Jaime bendijo a la tropa y asignó un capellán a la compañía.
Durante su mandato, se publicó el libro “Tribunal de supersticiones ladinas”, escrito
por el canónigo Gaspar Navarro. Es un manual donde se describen y condenan toda
clase de supersticiones, manifestaciones y ritos contrarias a la doctrina
católica, por estar inspiradas por el diablo.
Murió en Montearagón en 1648.
Francisco Rodrigo (1648 – 1662) fue
nombrado sucesor tras la muerte de Jaime Ximénez. Aunque nacido en Aranda de
Moncayo, era descendiente de una conocida familia del Somontano de Guara. Fue
doctor en teología y Calificador del Santo Oficio. En 1632, fue nombrado
canónigo del monasterio de Montearagón, y alcanzó, en 1645, el rango de
coadjutor o abad auxiliar con derecho a sucesión, que ocurrida en 1648.
Por
tanto, fueron 30 años de intensa labor conventual, dedicada a la obligada labor
de organización, dada la notable pérdida de rentas.
En 1651, siendo obispo de Huesca Esteban
de Esmir, se produjo una terrible epidemia de peste en la capital. Aunque la
enfermedad se extendió por toda la ciudad, fue en los barrios de Población y
Barrio Nuevo donde les efectos del espantoso mal fueron más devastadores. Se
tardaron dos meses en identificar el alcance de la epidemia, aunque gracias a
la contundente actuación de las autoridades sanitarias, encabezadas por el
eminente doctor Diego Salvador, la epidemia fue vencida en un año.
No solo provocó de muerte en gran parte
de la población –murieron más de 1.400 personas, la cuarta parte del censo-, sino que también se vieron afectadas muchas de
las personas que se ocuparon de cuidar de los enfermos, de retirar los
cadáveres y desinfectar sus alojamientos. La lista de servidores fallecidos fue
extensa y variada. Desde clérigos, monjas, médicos, cirujanos, boticarios,
sirvientes, limpiadores y lavanderas, hasta enterradores y porteadores de las
carretas que retiraban los cuerpos de los muertos habidos durante el día.
No llegó la pestilencia a Montearagón,
Tan pronto se tuvo conocimiento de lo que sucedía en la capital, el abad
Francisco ordenó el completo aislamiento de la abadía. Hizo colocar un Cristo
en la entrada y ordenó aumentar el tiempo de rezos para implorar el fin de la
epidemia.
El abad murió en 1662, a consecuencia de
la caída desde la mula que le traía al monasterio, tras una visita a Huesca.
Fue fugaz el mandato de su sucesor,
Pantaleón Palacio y Villacampa pues fue nombrado en 1662 y murió tres años después,
durante el año 1665, en Huesca, en una de las casas que la abadía poseía en la
ciudad, empleadas como residencia del abad, cuando se hallaba en Huesca, además
de enfermería para los miembros enfermos de la abadía.
Nació en Agüero, en 1612. Estudió en el
colegio de Santiago de la universidad de Huesca. En ella fue catedrático de
tres disciplinas, canónigo de la catedral de Huesca y del Pilar de Zaragoza.
Los siguientes abades se caracterizaron
por su larga permanencia en el cargo. No es extraño. Montearagón había perdido
su pasado esplendor y su mandato ya no resultaba tan apetecible como lo fuera
en los dorados años de antaño. No merecía la pena conspirar, buscar influencias
o deber favores por alcanzar un puesto con tan poco beneficio. No había problema
en dejar a segundones, tanto como quisieran, el gobierno de la abadía
Fueron sucesores Felipe Pomar y Cerdán
(1666 – 1678) y Joseph Panzano (1680 – 1708) entroncado, el segundo, con una conocida
familia del somontano oscense y el primero perteneciente a una ilustre familia
zaragozana. Un hermano suyo, José Lupercio, fue escritor de importantes obras
de contenido histórico, consejero real en el Consejo Superior de Aragón y
cronista oficial del reino. Es muy posible que la influencia de su hermano, y
de la familia en general, facilitaran el acceso de Felipe all cargo de abad de
Montearagón
Durante el mandato del abad Joseph, la
abadía y también Huesca y su provincia, se vieron envueltas en las turbulencias
que ocasionaron, durante la Guerra de Sucesión, los combates entre las tropas
de los dos pretendientes al trono de España, Carlos III y Felipe V. El
conflicto se mantuvo durante el período comprendido entre el año 1701 hasta la
firma del Tratado de Utrecht, en 1713. Las operaciones militares y los cambios
políticos afectaron a Huesca entre los años 1705 y 1711.
Las consecuencias de este conflicto,
además de los rigores propios de la guerra, el paso de las tropas por pueblos y
ciudades, con sus desmanes, apropiaciones y recaudaciones, tuvieron una gran
repercusión política y administrativa en el reino de Aragón. Felipe V abolió los Fueros las Cortes, el Justicia y
Diputación. En Huesca, suprimió el ancestral sistema de gobierno, el concejo, y
lo sustituyó por un ayuntamiento, similar a los que existían en Castilla, con
un corregidor a la cabeza y 12 regidores, afines al rey.
Para Montearagón supuso la pérdida de
los últimos privilegios y cargos honorarios con que contaba. Debido a las
alternancias en las victorias entre los dos pretendientes, en Huesca hubo
cuatro reinados durante el tiempo que duraron las confrontaciones. Esta situación
ocasionó que, tras la muerte del abad Joseph, en Montearagón no fuera nombrado
nuevo abad hasta cuatro años más tarde.
Fue Pedro Cayetano Nolibós (1712 – 1731)
el siguiente abad de Montearagón. Mientras la abadía mermaba en poder e
influencia, Huesca crecía en población y potencial económico. El cierre de las
universidades catalanas, decretado por Felipe V, hizo acudir a la sertoriana
muchos alumnos de aquellas provincias. La creación de una guarnición militar
estable contribuyó, en buen grado, a la revitalización de su economía.
Al tiempo que Montearagón se encerraba
tras sus muros y sus monjes se dedicaban a la recoleta actividad monacal de
oración, estudio y escritura de textos religiosos, en Huesca, surgían nuevas
construcciones y viviendas. A la construcción de las iglesias de San Lorenzo,
Santo Domingo y la reforma de la Catedral, siguió la de San Vicente, conocida
también como La Compañía, ocupada por los jesuitas. Cabe señalar aquí, la
importante construcción, para su época, de la presa de Arguis.
El obispado de Huesca también creció en
importancia e influencia religiosa y política, durante el largo mandato del
animoso y capaz obispo, Pedro Gregorio Padilla (1714 - 1734)
Tras la muerte de Pedro Cayetano, fue
nombrado abad Francisco Gamboa y Tamayo (1732 – 1746), nacido en Cifuentes, provincia
de Guadalajara. Tras ser ordenado sacerdote, solicitó, y obtuvo, plaza en el
Tribunal de la Santa Inquisición de Zaragoza, Cinco años más tarde fue nombrado
canónigo de la Catedral de Huesca. En 1734, Clemente VII le nombró abad de
Montearagón, asignándole un sueldo de 200 florines, durante 14 años. Al término
del contrato, se retiró a Huesca donde ejerció de coadjutor en San Pedro el
Viejo, hasta su muerte.
Francisco Herrero (1747 – 1764) y Miguel
Asín (1765 – 1791) cubrieron casi medio siglo con su mandato. El primero
provenía de una familia noble de Fortanete (Teruel). El segundo, natural de
Zaragoza, de padres humildes, estudió y ejerció su labor sacerdotal en dicha
ciudad. Fue nombrado abad de Montearagón, tras ejercer de canónigo en la Seo.
Mientras España y Aragón se debatían en
una época especialmente borrascosa de su Historia, sobre todo, durante el
mandato de Miguel Asín, el abadiado de Montearagón era una isla de paz y
recogimiento. También de penuria y escasez de medios. Y dado que la nómina
monacal se había reducido drásticamente, el hermano preboste se las veía
oscuras para administrar los escasos haberes, y lograr que no faltara el
alimento necesario para los monjes. El Conde Aranda, nacido en Siétamo, trató
de suavizar, en lo que pudo, la penuria del abadiado, durante su mandato en el
Consejo de Castilla
La participación española en la guerra
de los 7 años había comenzado en 1761, vaciando de liquidez las arcas reales e
incrementando los impuestos. En 1766 se produjo el motín de Esquilache y un año
más tarde la expulsión de los jesuitas. En 1768 se realizó el primer censo en
España, ordenado por el Conde Aranda que intentaba la entrada de España en la
modernidad, entre grandes tensiones de liberales y conservadores. En 1783 se
publicó el Real Decreto de igualdad de los gitanos. En 1749, Fernando VI había
ordenado una gran redada de gitanos, por considerarlos gente vil y de mal
vivir.
El abad Herrero ejerció una encomiable
labor humanitaria durante la persecución de 1749, dando cobijo a cuantos
gitanos llamaron a las puertas de la abadía.
El siguiente abad fue Joseph Castillón y
Salas (1792 – 1814). Era natural de Ponzano de familia acomodada, Su padre,
José de Castillón era infanzón y diputado. Estudió en la universidad de Huesca,
donde alcanzó el título de doctor y el empleo de catedrático de decretales. Fue
capellán militar y vicario general en la diócesis de Barbastro.
Fue elegido abad de Montearagón en 1792,
en una época de especial penuria y riesgo, ya que durante su mandato se produjo
la encarnizada guerra de Independencia, que asolaría el país y lo llenaría de
miseria y muerte. Las rentas provenían, únicamente, de los seis pueblos más
próximos a la abadía y ya solo quedaban dos canónigos en su nómina.
El 27 de mayo de 1808, Palafox se hace con
el poder en Zaragoza, crea la Junta de Defensa y ordena la movilización general
en contra del ejército francés. El 6 de junio, convocó las anteriormente
eliminadas Cortes de Aragón. A la convocatoria acudieron el abad de Montearagón
y el obispo de Huesca, Joaquín Sánchez, entre otras autoridades de la ciudad.
El obispo Joaquín demoró la vuelta a la ciudad oscense y quedó atrapado en el
Primer Sitio de Zaragoza, donde perdió la vida. Por esta razón, la sede
episcopal de Huesca estuvo vacante hasta 1815.
Casi al mismo tiempo que en Zaragoza, en
Huesca se produjo una insurrección popular contra la la invasión francesa y la
ocupación armada de Madrid. Hubo una violenta persecución contra todos aquellos
ciudadanos tenidos por afrancesados. Los desmanes culminaron con el asesinato
del regidor, el coronel Antonio Clavería, al que dieron muerte y arrastraron su
cadáver por las calles.
Palafox consideró que no convenía
defender Huesca y que resultaría más adecuado dedicar las fuerzas que hubiera
en organizarse en guerrillas, a fin de combatir con más eficacia al poderoso
ejército francés. Así se hizo. En febrero de 1809, las tropas francesas
entraron en Huesca. En marzo se rindió la ciudadela de Jaca sin combatir y,
poco después, Benasque, como plazas más importantes. En teoría, los franceses
dominaban el Altoaragón, aunque, en la práctica, solo lo hacían en las
ciudades. Las partidas de guerrilleros campaban a sus anchas en el campo y montaña,
contando con el apoyo logístico de los numerosos pueblos de la provincia.
Los habitantes de Huesca no se libraron
de los abusos y rapiña de los soldados franceses, lo que obligó a muchos
ciudadanos a huir a los pueblos circundantes, hasta la liberación de la ciudad,
en 1813. Fue expoliada la catedral, el palacio episcopal y la Universidad
Sertoriana.
Antes de la llegada de los franceses y
al tener conocimiento del especial mal trato que sus tropas infringían a los
miembros del clero, el abad ocultó la mayor parte de los objetos de valor y
culto y se retiró a Ponzano. Al mismo tiempo, su gente fue acogida y ocultada
por varios pueblos del Somontano, hasta la expulsión de los invasores.
Mientras duró la contienda, Montearagón
fue ocupada, tanto por soldados franceses, que esquilmaron todo lo que no
pudieron ocultar los monjes, como por
guerrilleros de las diversas partidas. Sobresalieron en la lucha contra el
invasor las partidas de Perena, Sarasa, Malcarado, Villacampa y sobre todo
Espoz y Mina, que liberó Ayerbe, en 1811.
A partir de esta fecha, el Altoaragón se
convirtió en un peligroso y dañino avispero para las tropas francesas. Los
guerrilleros les atacaban, sin descanso, en todas partes y momentos, en cuanto
abandonaban la protección de las ciudades. Los convoyes de abastecimiento eran
asaltados y los correos eran capturados en su mayoría.
En estas condiciones, la situación del
ejército francés se hizo insostenible. En julio de 1813 fue liberada Zaragoza y
Huesca, En febrero de 1814, se vieron libres Jaca y Monzón y en abril Benasque. La guerra en Huesca
había terminado,
En este mismo año, murió en Huesca el
abad Castillón. Había acudido a la ciudad para reunirse con su hermano Jerónimo
y celebrar la liberación de todo el Altoaragón. Fue enterrado en la catedral
Le sucedió José María González (1815 –
1837), que tuvo el triste privilegio de ser el último abad de Montearagón. Su
labor fue abnegada y oscura, mientras sufría la inexorable decadencia de la abadía.
A pesar de los esfuerzos realizados por
el buen abad para mitigar su galopante penuria, ante las autoridades civiles y
eclesiásticas, nada positivo obtuvo y todos sus esfuerzos acabaron siendo
vanos.
No eran buenos tiempos. La terrible
guerra contra las tropas de Napoleón había arruinado a España, condenándola a
una no menos pavorosa posguerra. Y cuando lo sensato y provechoso hubiera sido
mantener la unión demostrada por los españoles, para combatir y vencer al
poderoso ejército invasor, y emplearla en acometer juntos la reconstrucción del
país, ocurrió todo lo contrario.
Algunos de los aguerridos guerrilleros
que combatieron con valentía, pero también con crueldad y saña, a las tropas
invasoras, se integraron en el ejército regular. Otros prestaron sus armas y
efectivos a combatir el absolutismo de Fernando VII, en favor de la
irrefrenable corriente liberal, emanada de la Revolución Francesa. El resto se
dedicó al bandidaje, mientras que políticos y ciudadanos se enfrentaban,
formando dos grupos irreconciliables: absolutistas y constitucionalistas.
Los conflictos, de gran violencia en
algunos casos, entre liberales y fernandinos, ensombrecieron a España, durante
los casi 30 años que duró el reinado de Fernando VII (1814 – 1833)
En 1833, fue proclamada reina de España
Isabel II, a la edad de 3 años, gracias a la Pracmática Sanción de 1830, por la
que se derogaba la conocida como Ley Sálica, que prohibía la subida al trono de
las mujeres. Esta circunstancia provocó la protesta del hermano de Fernando
VII, Carlos María Isidro y daría lugar a las guerras carlistas, entre los
partidarios de Carlos e Isabel. Esta reinó hasta la mayoría de edad bajo la
regencia de su madre, María Cristina de Borbón y DosSicilias.
El 25 de septiembre de 1834, fue
nombrado Presidente del Consejo de Ministros, Juan Álvarez Méndez. (Cambió su segundo apellido por el de Mendizábal,
para ocultar, presuntamente, su ascendencia judía) Era un hombre que había
luchado con decisión e intensidad por la causa liberal. Tan pronto llegó a la
presidencia, se ocupó de poner en marcha su operación estrella: la
desamortización de los bienes y propiedades de las llamadas “manos muertas”, es
decir en manos de instituciones religiosas, civiles y militares de bajo, o
nulo, rendimiento para la nación.
En octubre de 1835, firma el decreto de
supresión de todas las órdenes religiosas y militares, titulando sus
propiedades como “bienes nacionales”. El 19 de febrero de 1836, se decreta la
venta de todas sus propiedades e inmuebles, publicando el reglamento de
aplicación el 24 de marzo del mismo año. Las juntas diocesanas se encargarían
de cerrar los conventos y las comisiones municipales de organizar las ventas.
Cundió el pánico entre los miembros de
la abadía. Se dice que los monjes se descolgaron por las murallas y se
distribuyeron por los pueblos de alrededor, portando las innumerables reliquias
que se veneraban en la abadía, así como iconos y objetos de culto y oración.
Nada resultó como había sido previsto en
esta magna operación, como suele suceder cuando se gobierna a golpe de decreto
ministerial. La realidad es muy tozuda y muy difícil de moldear. Los bienes
confiscados fueron mal vendidos, casi regalados a familiares y amigos de los responsables en subastarlos, o vendidos
formando grandes lotes que solo la gente pudiente pudo adquirir.
Montearagón fue vendido por casi nada a
Jaime Agustí, un acomodado comerciante oscense, en 1843. Este hombre arrambló
con todo lo que consideró de algún valor. Se desmontaron sillares, estucados y
maderamen, además de todos aquellos materiales capaces de ser reutilizados en
otras construcciones.
Durante el año siguiente, se produjo un gran incendio
que redujo a escombros la mayor parte del monasterio. Los habitantes de Huesca
pudieron contemplar, con alarmada expectación y doloroso asombro, cómo el
famoso y, en otro tiempo, importante y rico castillo-abadía, iluminaba el
nocturno panorama como una inmensa tea fantasmal.
Poco se pudo salvar del terrible
incendio. Por fortuna, se recuperó con bien el segundo retablo, obra del gran
escultor Gil de Morlanes, nacido en Daroca, que sustituyó al original,
desaparecido al ser consumido por las
llamas, en el anterior incendio de 1477.
No se pudieron determinar las verdaderas
causas del incendio. Algunos fieles lo interpretaron como un castigo divino al
haber sido expropiado. Otros lo atribuyeron a una venganza de aldeanos, debido
a las implacables cargas que imponía la abadía. Más allá de estas hipótesis,
cabe pensar en la posibilidad de que fuese el mismo propietario quién prendiera
fuego al castillo. Durante algún tiempo, Agustí buscó afanosamente un imaginario
tesoro que, al decir de las gentes, guardaba el monasterio. Cavó, derribó
paredes y levantó losas sin éxito alguno. Se cree que, despechado y para que
nadie pudiera encontrar lo que él no había sabido hallar, decidió destruirlo.
Más tarde, se cedió el castillo a Isabel
II, la monarca reinante en aquel tiempo. Pero ni la reina, ni sus
descendientes, incluidas las dos repúblicas y las dictaduras, se preocuparon lo
más mínimo de la suerte y conservación del monumental conjunto de históricos
edificios. Había en España demasiadas ruinas, escasos dineros y muy pocas ganas
de emprender obras de las que poco beneficio se pudiera esperar.
La subida al trono de España de Isabel
II había provocado unas guerras civiles, conocidas como las Guerras Carlistas, años antes de la
amortización de Mendizábal, pero esta pugna poco afectó a la ya desventurada
vida monástica de la abadía, hasta que en el mes de mayo de 1837, la guerra
asomó su sombría faz por las cercanías del monasterio.
Tras el fracaso del 2º sitio de Bilbao,
Carlos María Isidro de Borbón, trató de buscar una solución pactada, en el
matrimonio de su hijo Carlos Luis con Isabel. Como las negociaciones no
avanzaban en Madrid, decidió acelerarlas, marchando con su ejército, sobre la
capital de España.
Disponía de una tropa de 12.000 infantes
y 720 jinetes, estacionada en Estella. Antes de emprender la marcha hacia
Madrid, quiso asegurar el dominio de las regiones afines a su causa, Aragón,
Cataluña y Valencia, con el fin de acumular intendencia y engrosar su ejército
con más efectivos.
Condujo sus tropas hacia Huesca, donde
fue recibido con honores reales. Ocupó el cerro y ermita de San Jorge, dejando
cuatro batallones entre este y la ciudad. Además estableció fuerzas en la
carretera de Ayerbe, para proteger la retirada, y tomó posiciones en el
castillo de Montearagón y en la angostura del Estrecho Quinto, a fin de prevenir
la llegada de fuerzas enemigas desde Barbastro.
Por otra parte, el general Miguel Iribarren
que mandaba las tropas isabelinas, con efectivos similares, además de 14 piezas
de artillería de montaña y seguía los movimientos del ejército carlista,
estableció su base de operaciones en la localidad de Almudévar.
El
24 de mayo de 1837, se produjo el encuentro de las tropas carlistas con las
isabelinas, que pasó a la Historia con el nombre de la Batalla de Huesca.
Un insistente cañoneo de las baterías
del general Iribarren rompió la quietud del alba y dio inicio a las
hostilidades. A continuación, la infantería isabelina realizó una operación
envolvente por el oeste, para impedir la retirada carlista. La ofensiva fue
rechazada por los defensores.
Por otra parte, la caballería isabelina
lanzó una carga sobre el flanco este de las posiciones carlistas. Por desgracia
para ellos, era una zona de huertas, que habían sido regadas el día anterior. Los
jinetes vieron frenado su galope en aquel fangal, quedando a merced de la
fusilería carlista que los diezmó. El brigadier que los mandaba perdió la
vida en la desdichada operación.
El contraataque carlista fue fulminante
y decidió el fin de la batalla.
La victoria carlista fue completa y
definitiva. El mismo general Iribarren resultó herido de gravedad y murió al día
siguiente. Y si no se produjo un mayor descalabro isabelino, fue porque el
pretendiente Carlos dio la orden de no perseguirles, avituallarse bien y
continuar el avance hacia Barbastro. Allí, volvió a vencer a las tropas
isabelinas estacionadas en aquella ciudad.
Montearagón no tuvo una intervención
activa en el teatro de operaciones, pero sufrió los inconvenientes de la
ocupación de la tropa: cavado de trincheras, formación de parapetos y apertura
de troneras.
Tras la amortización, la venta y el
posterior incendio. Montearagón quedó definitivamente esquilmada, abandonada y en ruinas.
Durante muchos años, Montearagón fue
acumulando deterioro, sin que las autoridades competentes, ni siquiera los
mismos ciudadanos oscenses, para su vergüenza, movieran un dedo para evitarlo,
a pesar de que en 1931 fue declarado Monumento Nacional.
El último golpe destructor sufrido por
el castillo se produjo durante la Guerra Civil de 1936. He conocido los hechos
que lo ocasionaron por boca de gentes que los vivieron.
Muchas de las imágenes, lienzos de
carácter religioso, reliquias y objetos de culto, que los monjes de Montearagón
lograron salvar del despojo de la amortización, fueron distribuidos por las
iglesias de los pueblos cercanos. Aconteció que los brigadistas libertarios,
procedentes de Cataluña, ocuparon toda la parte de provincia al este de la
ciudad de Huesca.
Debido a la histérica fobia iconoclasta
de esos combatientes, con todo lo relacionado con lo religioso, muchos de esos
preciosos objetos fueron destruidos o robados, al mismo tiempo que la mayoría
de los pertenecientes a las iglesias de todo el territorio ocupado. De este
modo, innumerables obras de arte de incalculable valor fueron destruidas.
Algunas de ellas aparecieron más tarde en manos de anticuarios y museos
catalanes.
Al estallar la contienda, tropas de
Huesca ocuparon Montearagón y los altos del Estrecho Quinto, a fin de frenar
allí la ofensiva de la columna libertaria organizada en Cataluña.
En Siétamo, localidad situada a 11
kilómetros de Huesca, varios civiles, hombres, mujeres y niños, junto a los
miembros del puesto de la Guardia Civil, se refugiaron en la antigua residencia
de Joaquín Costa, conocida en el pueblo como “el castillo”. Temían los excesos
que, según se decía, provocaban los brigadistas en los pueblos que ocupaban.
Allí resistieron un tiempo los ataques
anarquistas, esperando la llegada de tropas de Huesca que les liberaran. Hacia
la mitad de septiembre, convencidos de que los auxilios no iban a llegar, una
noche, practicaron un boquete en el muro que deba a la carretera y huyeron por
él, en dirección a Huesca,
Llegados al Estrecho Quinto, recibieron
fuego de fusil del enemigo que ya había tomado esa cota, provocando algunos
heridos. Al no poder atravesar el Estrecho, se desviaron hasta Montearagón que
se mantenía en poder de los nacionales.
En aquel lugar se defendían bien, pero
sin agua, víveres, ni repuestos de munición, su suerte estaba echada.
Sin embargo, durante la noche del 30 de
septiembre, un audaz golpe de mano de las tropas sitiadas de Huesca, liberó a
los refugiados de Montearagón, conduciéndolos a la ciudad sin sufrir una baja,
Eran 600 personas entre militares, guardias civiles, y paisanos, algunos de ellos
heridos.
Montearagón quedó en poder de los
anarquistas, que no dudaron en darse un festín destructivo, arrasando lo poco
que quedaba en pie.
Y aquí se acaba la desdichada historia
del castillo-abadía de Montearagón, que pasó del esplendor a la ruina. De las
manos que lo encumbraron a las manos de
quienes lo destrozaron. ¿Será posible que otras manos mejores lo reconstruyan?
Ojalá.
Pero no parece que ese venturoso futuro
se haga realidad. Es cierto que se han hecho actuaciones y que ha habido gentes
que se han preocupado por mejorar la situación del castillo y tomar iniciativas
para lograr interesar a las autoridades en su reconstrucción, pero los
resultados han sido escasos y, en el mayor de los casos, inútiles.
Consta que se hicieron trabajos de
restauración en 1972, por desgracia, con poca fortuna, al emplear materiales
impropios, como hormigón o brea. Durante la década de los 80, se iniciaron
trabajos de consolidación en el exterior y los 90 se realizaron trabajos de
consolidación en el interior del recinto.
Ya, en los años 2000 a 2011, se
produjeron diversas actuaciones y estudios arqueológicos y topográficos, así
como realización de catas y consolidación urgente de algunas partes en estado
de ruina.
Sin embargo, todo lo hecho no pasa de
ser un inconexo y tímido intento de mejorar la situación ruinosa del castillo.
La reconstrucción de Montearagón requiere una decidida movilización de
voluntades y recursos de los oscenses. Y es a nosotros a quienes corresponde
hacerlo
En la A3 de la TV francesa, se ofrece un
programa de carácter semanal, titulado “Des Racines et des Ailes”. En él
exponen la riqueza monumental y paisajista de las diversas regiones de su país.
Es admirable el amor y respeto que manifiestan en la descripción de tan profusa
variedad de iglesias, catedrales, monasterios, castillos y palacios que
siembran las tierras de Francia,
Muchos de estos monumentales edificios
han sido reconstruidos, o están en trance de hacerlo, ya que, además de las
pérdidas que ocasionó la Revolución Francesa, han tenido que soportar los
innumerables destrozos de las dos terribles guerras mundiales.
He tenido la gran suerte de ver, en este
programa, cómo, pequeños pueblos reconstruían su ajado castillo, abadía o
palacio, con el admirable afán, empeño, dedicación y cariño de todos sus
habitantes. Cada gremio aportaba su especialidad en la reconstrucción fidedigna
del maderamen de cubierta, muros, vitrales, restauración de cuadros, imágenes,
retablos y estancias, hasta el más pequeño detalle. Y quienes no disponían de
conocimientos, ayudaban en cuanto podían a la labor de aquellos. Era el trabajo
de todo un pueblo, sin distinción de clase, posición, labor o haberes.
Y esto me trasmitía un fuerte
sentimiento de admiración, envidia y vergüenza, al mismo tiempo, al pensar en
nuestro olvidado y ruinoso Montearagón, anclado en el infortunio, debido a la
indiferencia con la que los habitantes de Huesca, contemplaron siempre las ruinas
del castillo, como un panorama típico,
natural e intranscendente.
Por eso, desde mi humilde tribuna, lanzo
esta proclama a todos los ciudadanos oscenses: ¡RECUPEREMOS MONTEARAGÓN!
Nuestra historia lo exige y nuestro orgullo de pertenecer a una ciudad
bimilenaria, que protagonizó con hechos heroicos la consolidación del primitivo
Reino de Aragón, nos lo demanda.
Mientras, el castillo sigue allí, en
ruinas pero altivo, erguido sobre el monte que le sustenta, desafiando,
valiente, tormentas, hielos, cierzos y soles abrasadores, Orgulloso como un
viejo infanzón caído en desgracia: magro y sarmentoso, vestido con antiguas y
raídas prendas, debido a los escasos haberes que le restan, pero sereno, paciente
y altanero, porque nadie conoce como él la gloria que un día protagonizó, en
bien de su Rey y de su Patria,
No hay comentarios:
Publicar un comentario