lunes, 19 de junio de 2023

60.- El Castillo de Montearagón


60.- EL CASTILLO DE MONTEARAGÓN.



 

           Corría el año 1086 y las huestes de Sancho Ramírez I, segundo Rey de Aragón, habían conquistado todas las tierras situadas al norte de la Olla de Huesca. Habían caído en su poder las importantes plazas fuertes de Alquezar, El Grado, Estada, Monzón y Graus. En esta última, en 1063, había perdido la vida su padre, Ramiro I, al recibir un golpe de venablo en un ojo que le partió la crisma, durante un fallido intento de conquistar la plaza. Tras estos logros, Sancho se adueñó de todas las aldeas del Somontano de Guara, hasta  Loporzano, Siétamo, Quicena y Tierz, las más cercanas a la capital oscense, gobernada por el Valí Muhamad.

Asomado a los altos que limitan, por el norte, al feraz valle donde se encuentra la importante ciudad musulmana de Wasqa, el Rey discurre la mejor manera de conquistarla. Decidió construir, en ese año y a toda prisa, una fortaleza, que diera cobijo y apoyo, tanto a él, como a las tropas destinadas a su conquista.

Sancho Ramírez había heredado, de su padre Ramiro I, un reino sin legitimar. Ramiro, que era hijo ilegítimo de Sancho Garcés III, rey de Pamplona, Había recibido el condado de Aragón, con capital en Jaca, a la muerte de su padre. Tras la muerte de su hermanastro Gonzalo, que fuentes autorizadas le señalan como presunto autor intelectual de su asesinato, se anexionó los condados de Sobrarbe y Ribagorza. Los tres condados eran dependientes del reino de Pamplona, cuya corona era ceñida por el hermano mayor legítimo, García Sánchez. A la muerte de este, en la batalla de Atapuerca contra su hermano Fernando, rey consorte de Castilla, Ramiro se autoproclamó rey de Aragón.

Pero en aquella época, nadie podía ser rey legítimo, sin ser investido por el Papa. Y su condición de hijo ilegítimo le inhabilitaba para obtener dicha dignidad.

Por esta razón, Sancho Ramírez viajó a Roma, en 1068, para postrarse ante el Papa Alejandro II y establecer las condiciones necesarias para obtener el reconocimiento a su titulación.

A tal fin, además de una generosa donación, acometió la reforma al rito romano del mozárabe, sucesor del rito visigodo, tanto en Aragón como en Navarra. Reforma impulsada por Alejandro II y sus sucesores,  Gregorio VII y Urbano II. Además, potenció los privilegios a iglesias, abadías y obispados.

Es, también por aquel motivo, por lo que construyó una iglesia y abadía en el interior de la fortaleza militar. No dudaba Sancho que esta acción agradaría al Papa e inclinaría su voluntad hacia su real interés.      

El monarca eligió un descollante tozal, situado a poco más de dos leguas, al norte de la ciudad. Además de las estancias militares propias para la defensa y acomodo de las tropas de guarnición, constaba de una iglesia de estilo románico, bajo la advocación de Jesús Nazareno, anexa a una abadía, con el palacio del abad y las habitaciones de canónigos, monjes y sirvientes. Contaba, también, de claustro y sobreclaustro y aljibes para la tropa y la abadía. El castillo-abadía recibió el nombre de Montearagón, para resaltar la importancia que el Rey otorgaba a esta construcción


Recreación del castillo, antes de su derrumbe y ruina. Dibujo de V. Carderera.

El conjunto se construyó rodeado por una poderosa muralla de piedra con una altura de unos 90 pies y un ancho de 6 a 9 pies, destacándose sobre ella, diez torres de unos 30 pies de alto. Hacia el centro del recinto, se alzaba sobre las demás alturas, otra torre, de las llamadas “de homenaje” que sirvió, más tarde, de campanario. Una segunda muralla exterior servía de primera línea defensiva y barbacana, separada a unos tres metros y medio de la muralla interior.

En las cercanías del castillo fundó el Rey una aldea, llamada de Montearagón, para dar cobijo a las numerosas tropas que fue disponiendo, con el fin de materializar su gran sueño, consistente en ensanchar el reino hacia el sur, con la conquista de Huesca como el primer paso de una ofensiva general contra el reino musulmán de Zaragoza. La aldea fue abandonada hacia el siglo XV.   

Según Santiago Broto (Nuestras Raíces, 2006) Pascual de Bistué, de la villa de Perarrúa, e hijo de Gonzalo de Bistué, que guerreó en varias cabalgadas y combates contra la morisma, a las órdenes de Ramiro I, sirvió en Montearagón durante aquellos primeros años, aunque no se puede precisar si en calidad de soldado o de monje.

Una vez tomada la ciudad de Huesca, tras la batalla del Alcoraz, en 1096, el castillo abandonó el empleo militar y se dedicó por entero a la función eclesiástica.

La comunidad estaba organizada de acuerdo con la regla de la orden de San Agustín. Dependientes de la abadía y, por tanto, bajo la potestad del abad, hubo seis priores, regidores de otros tantos prioratos, distribuidos a lo largo y ancho del Reino de Aragón. El Abad disponía de un adjunto, el prior de claustro, encargado de la economía de la abadía y la recta observancia del claustro, además del preboste, que administraba las rentas, los capellanes dedicados al culto de la iglesia, el bibliotecario y el maestro de capilla. Cuatro dignidades atendían otras tantas tareas de la abadía. Eran la de enfermero, limosnero, sacristán y chantre. La abadía llegó a contar hasta con ocho canónigos, en sus mejores tiempos, mientras que, en su desaparición tras la desamortización de Mendizábal, solo quedaba uno.   

Desde su fundación, los sucesivos reyes de Aragón desearon que la Abadía pudiera codearse con las más importantes centros religiosos de de la cristiandad, dotándola de grandes propiedades y privilegios. Su fundador, Sancho Ramírez, fijó su residencia en el castillo, junto a su familia y corte. No cabía mayor dignidad para la nueva comunidad eclesial.

Este segundo rey de Aragón, concedió a la abadía el “Privilegio Magno”, que sus sucesores ratificaron, en la que se otorgaba los diezmos, primicias, derechos y beneficios de hasta 180 aldeas, iglesias y pardinas, situadas en Aragón y Navarra.

Además, en el real documento, se concretaban otros privilegios, como el de poder hacer leña en todo soto o monte, apacentar a los animales del castillo en todos los prados y montes del rey, así como, una generosa cuota para la práctica de la caza y pesca.

La historia del castillo-abadía correrá paralela a la de Aragón, primero, y a la de España después, en el devenir de los siglos, hasta su desaparición como entidad religiosa, al producirse la desamortización decretada por el gobierno de Mendizábal en 1836. Además de afrontar los tumultuosos sucesos de nuestra Historia, hubo de mantener un constante conflicto con los obispados y demás abadías que fueron creándose, más adelante, por el dominio sobre las aldeas e iglesias pertenecientes al abadiado de Montearagón.

Pero el monasterio, como la mayoría de los de su época, fue un admirable lugar de paz, estudio y conocimiento, durante grandes períodos de tiempo.

Esa situación se mantuvo en mayor o menor medida, de acuerdo con el abad  que ejerció su mandato. Pues, entre los 45 abades que pisaron las losas de la abadía, no todos fueron elegidos por su santidad, sus conocimientos o sus méritos eclesiales en la enseñanza y evangelización de los fieles. Hubo también, quienes ostentaron dicha dignidad por su pertenencia a casa noble o pudiente, a la familia real o, simplemente, por prebenda, no faltando la sospecha, o certeza, de simonía en algún nombramiento.   

Fue Simón el primer abad del monasterio. La iglesia de Jesús Nazareno, así como la abadía, fueron puestas al cuidado de la hermandad de San Agustín. Fue nombrado en el año 1089 y ostentó el cargo hasta el 1097. Durante su mandato, hubo de intervenir en eventos de suma importancia para la Historia del Reino de Aragón.

Una vez juntadas las tropas necesarias para la conquista de Huesca, Sancho Ramírez puso cerco a la ciudad, defendida por gobernador Al.Hakim. Era el principio de la primavera del año 1094. El sitio se prolongó durante varios meses y tanto el rey como su tropa fueron asistidos espiritualmente por el abad Simón y sus monjes, que portaban  el arca con la milagrosa reliquia de San Victorián, con el fin de lograr la victoria con su ayuda. Esta milagrosa reliquia, que consistía en el cuerpo del santo excepto un brazo, llegó a Montearagón tras un azaroso periplo, desde su muerte en el monasterio de San Martín de Asán, donde era abad, en el año 561, Sus restos permanecieron en el monasterio hasta el año 1000, en el que Abd-Raman realizó una cruenta razzia que obligó a los monjes a huir al monasterio de las Santas Justa y Rufina en Ainsa, llevando consigo la reliquia del Santo. Permaneció en aquel lugar hasta 1044 en el que fue llevado de regreso a San Martín de Asán. Sancho Ramírez, que le tenía gran devoción y lo llevaba consigo en todas las batallas que emprendía, lo trasladó a Alquezar tras su conquista y después a Montearagón, una vez construido.     

Pero cierto día, en el que Sancho inspeccionaba las defensas de la ciudad. Un rammah, arquero especializado de mucha pericia, logró meterle una saeta por el costado, que le arrebató la vida. Así lo relata la Crónica de San Juan de la Peña:

“... Et un dia, el, andando en rededor de la ciudad, comidiendo por do se podría entrar, vio un flaco lugar en el muro forano et cabalgado sobre su caballo, con la mano dreita designando con el dedo, dixo: -por aquí se puede entrar Huesca- et la manga de la loriga se abrió, et un moro ballestero, que estaba en aquel, con una sayeta por la manga de la loriga firiolo en el costado, et el non dixo res, mas fuese por la huest et fizo jurar a su hijo Pedro por Rey, et las gentes se maravilloron de aquesto, et jurado por Rey, Pedro, fizole prometer que non se levantasse del sitio entro que avies Huesca a su mano… “               

Dicho esto murió. Era el 4 de junio de 1094. El cuerpo fue llevado a Montearagón, donde el Abad Simón ofició los ritos de funeral y enterramiento. Seis meses después, los reatos de Sancho fueron trasladados al monasterio de San Juan de la Peña, donde se celebró un solemne funeral real “… et soterraronlo denant el altar de San Johan… “

Pedro I, siguió el deseo de su padre Sancho, pero consciente de que nunca lograría tomar la ciudad sin derrotar antes al rey moro de Zaragoza, pues este jamás permitiría perder tan importante ciudad sin defenderla, involucró en el empeño al conde de Navarra Sancho Sánchez y consiguió la ayuda por parte de los condes de Aquitania y Bretaña.

Como era de esperar, al-Mustain II preparó un gran ejército y lo lanzó contra las tropas cristianas que asediaban Huesca, Los dos ejércitos se encontraron a las puertas de la ciudad, en los llanos del Alcoraz, una irregular llanura situado entre un frondoso carrascal y una alta loma. En la cima de esta colina, seguían el desarrollo de la batalla, orando juntos, el abad de San Juan de la Peña, Aymerico, con su escolta y el de Montearagón, Simón, con la suya, sin olvidar el arca donde se guardaban los restos del Santo Victorián.

La batalla evolucionaba con diversas alternativas, hasta que llegó un momento en el que la tropa cristiana parecía flaquear, encontrándose en situación cierta de ser derrotada por la musulmana. Sobrecogidos los abades ante tal contingencia, se encomendaron a San Jorge, con toda la exaltación y fervor de que eran capaces.

Sucedió que, de pronto, apareció un resplandeciente jinete, portando en su pecho la cruz de los cruzados. Cabalgaba sobre un caballo de inmaculada blancura y llevaba en la grupa a otro caballero, luciendo similar atavío.

Llegados a la primera línea de combate, saltó a tierra el caballero de la grupa y ambos arremetieron contra la vanguardia mora con tal empuje que solo ellos dos se bastaban para hacerla retroceder.

Alguien grito: ¡San Jorge, San Jorge! Y los combatientes cristianos, enardecidos por el ejemplo de aquellos desconocidos caballeros y los  gritos de ánimo de sus mandos, reanudaron el combate con tal ahínco que la batalla concluyó con la derrota total del ejército musulmán.

Los dos asombrosos caballeros desaparecieron de la misma forma misteriosa con que llegaron, una vez terminada la batalla. Y aunque se les buscó con empeño, para agradecer la ayuda prestada, no los hallaron.

Tanto el abad Aymerico, como el abad Simón, convinieron que sus oraciones habían sido escuchadas y el misterioso jinete no podía ser otro que San Jorge. Desde entonces, este Santo ha sido considerado por los aragoneses como su Santo Patrón y su Protector y Guía.

Era el 19 de noviembre de 1096. Ocho días después, las tropas aragonesas entraban en Huesca, precedidas por los abades Aymerico y Simón, junto a sus monjes portando las sagradas enseñas de Cristo.

A partir de la conquista de Huesca, el castillo-abadía de Montearagón abandonó su carácter cortesano y militar, para dedicarse a la función eclesiástica de abadía.

El abad Simón era entonces muy mayor y los agitados sucesos que le tocaron vivir mermaron su salud, hasta el punto de que unos meses más tarde entregó su alma al Señor Dios.

Le sucedió el abad Ximeno, que rigió la abadía desde 1097 a 1118. Durante su mandato mantuvo continuos conflictos con el recién nombrado obispo de Huesca, a cuenta del enorme patrimonio de Montearagón y la escasa dotación del obispado. Algo similar sucedió al producirse la conquista de Barbastro y Sariñena en 1101 por Pedro I. Se creó el obispado de Barbastro y, aunque se le añadió el rico obispado ribagorzano de Bara, el barbastrense solicitó propiedades de la abadía de Montearagón.

El desencuentro más sonado tuvo lugar en Huesca. Sancho Ramírez había documentado la cesión de la mezquita mayor a Montearagón, en cuanto se tomara la ciudad. Pero el obispo Pedro la reclamó para su diócesis, argumentando que antes que mezquita había sido templo godo.

El rey Pedro tuvo que impartir justicia, llegando al compromiso de que la mezquita se convirtiera en catedral, cediendo a Montearagón la bella iglesia románica de San Pedro el Viejo.

El segundo obispo de Huesca, Esteban, no cejó en solicitar al rey propiedades y prebendas, hasta conseguir del rey Pedro un reparto de iglesias y rentas, de tal manera que, de las 180 villas e iglesias, regidas por la abadía, quedaron bajo la jurisdicción de Montearagón solo 92. Era este obispo de condición muy guerrera, hasta el punto de perder la vida combatiendo a los almorávides en el sureste del reino, junto al vizconde del Bearn, Gastón IV. Sus cabezas fueron enviadas a Córdoba, para satisfacer al emir Alí ben Yusuf

El rey Pedro murió sin descendencia en el año 1104 en algún lugar del valle de Arán. Le sucedió su hermano Alfonso I, llamado el Batallador, por los muchos combates que realizó, sin dar tregua ni descanso, contra los musulmanes.

El rey Alfonso, conquistó Ejea en 1105 y poco después Tudela y Tarazona. En 1110 ganó la batalla de Valtierra, donde perdió la vida el fiero enemigo del reino de Aragón, al-Mustain II, rey de la Taifa de Zaragoza. Esta victoriosa acción sirvió para facilitar la toma de Zaragoza en 1118. Dos años después, añadió al reino de Aragón las plazas de Calatayud y Daroca, entre otras muchas acciones guerreras. En la última contienda, el sitio de Fraga, fue sorprendido por una fuerza musulmana de almorávides llegada de Valencia. Fue derrotado y herido de gravedad. Murió a causa de las heridas en 1134. Fue enterrado en Montearagón, por el abad Fortún.

Alfonso había testado a favor de las órdenes religiosas, pero los nobles aragoneses y navarros no lo aceptaron. Los aragoneses eligieron a Ramiro, su hermano, como rey. Los navarros, por su parte, decidieron desgajarse del reino de Aragón y nombraron rey al conde García Ramírez, llamado el Restaurador.  

La guerra se fue alejando de Huesca y Montearagón, circunstancia que permitió a la abadía mantener una existencia dedicada a la oración, la práctica monacal, el estudio y elaboración de abundantes textos teológicos, junto a numerosos tratados sobre la enseñanza y defensa de la Fe.

Al primer abad, Pedro, le siguieron Ximeno (1097 – 1118), Fortún (1119 – 1169) y Berenguer (1170 – 1204) Este último era hijo natural del conde Ramón Berenguer IV, que era ya Príncipe de Aragón, gracias a su matrimonio con Doña Petronila, hija de Ramiro II. Fue un eclesiástico notable. Ostentó el obispado de Tarazona, Lérida y el arzobispado de Narbona. Participó en el Concilio de Letrán, aunque mantuvo graves conflictos con el Papa Inocencio III. Este le destituyó de abad de Montearagón y le declaró indigno. En 1149 se suprimió el obispado de Roda-Barbastro y se trasladó a Lérida.

Durante este largo período la abadía recibió nuevos privilegios, a la vez que fueron confirmados los que ya poseía. Destacan las importantes donaciones que Alfonso II concedió a su hermano, el abad Berenguer.

De tiempo en tiempo, los conflictos con el obispado de Huesca renacían, rompiendo la paz monacal de la abadía. El obispo García de Gudal presentó una reclamación sobre 15 iglesias, pertenecientes a la abadía, ante el rey Pedro II. El rey resolvió conceder al obispado dichas iglesias, a cambio de otorgar a la abadía, regentada por Fernando de Aragón, la cuarta episcopal de 12 lugares.

El abad Frenando (1205 - 1248) era hermano de Pedro II y hombre poco dado a la vida monacal. Durante su mandato guerreó más que oró. Participó en varios combates contra los musulmanes. Entre ellos, el más importante fue la batalla de las Navas de Tolosa. A la muerte de su hermano Pedro, en la batalla de Muret, intentó hacerse proclamar rey de la Corona de Aragón, en litigio con su sobrino Jaime, No lo consiguió, aunque, una vez proclamado rey Jaime I, llamado el Conquistador, le sirvió con lealtad, participando en el sitio de Burrana, la toma de Valencia y el asedio a Játiva. Murió en el año 1248 y fue enterrado en la abadía de Montearagón, siendo oficiado su funeral por el obispo de Huesca, Vidal de Canellas. Más tarde, tras la desamortización, sus restos fueron trasladados a San Pedro el Viejo.

El abad Sancho (1252 – 1258) sucedió al abad Fernando, ocupándose de la reorganización de la abadía que su antecesor había descuidado en exceso, debido a su incansable afición política y guerrera.

Especialmente fructífera fue la labor de su sucesor Juan Garcés de Orís, durante su largo mandato (1258 – 1284)). A pesar de coincidir con el tumultuoso reinado de Pedro III el Grande, en el abadiado reinó la paz.

Fuera del monasterio, no hubo lugar para el descanso entre guerra y guerra, La Corona de Aragón se extendió por el Mediterráneo, con la conquista de Sicilia, Cerdeña, la guerra contra Túnez y las batallas contra la flota de la coalición marsellesa y angevina. En el interior, el rey Pedro hubo que afrontar revueltas en Cataluña, Valencia y calmar el descontento de Aragón. El abad acudió a las cortes de Tarazona, de 1283, en el que se consiguió del rey el Privilegio General, que garantizaba los fueros y privilegios de Aragón.

Dos hechos vinieron a romper la calma monacal de Montearagón. En 1282, el Papa Martin IV emitió bula de excomunión contra el rey Pedro III, cediendo la propiedad de su reino a Carlos de Valois, hijo segundo del rey de Francia, Felipe III. Esta acción del Papa provocó un grave conflicto de  en el clero, al tener que optar por la obediencia al Papa o al Rey.

La consecuencia del anterior hecho provocó el segundo: Un importante ejército francés, mandado por Felipe III y su hijo, ungido rey de Aragón por el Papa,  invadió el reino desde Navarra, Jaca, Arán y, con el grueso del ejército, por el Rosellón.

Tropas aragonesas, llegadas de Jaca y Huesca, detuvieron el avance francés en Bailo y, también, en la misma capital jaquense. Por otro lado, los efectivos franceses que atacaron Arán fueron derrotados por tropas de los condados de Ribagorza y Urgel y los señoríos de Monzón y Barbastro. Por tanto, Montearagón, cuyo abad, Ximeno Pérez de Gurrea (1284 – 1306), acababa de iniciar su mandato, apenas  se vio envuelto en el conflicto bélico, salvo la natural zozobra que provoca toda guerra, y pudo continuar inmerso en su labor religiosa.

El 6 de junio de 1285, un poderoso ejército francés, compuesto por 18.600 jinetes, 150.000 peones, 17.000 ballesteros y 50.000 servidores de las máquinas de guerra y de la impedimenta, penetraba en Cataluña por el Rosellón. Una flota compuesta por 150 galeras y 60 taridas de transporte doblaban el cabo de Creus, con la intención de atacar todos los puertos catalanes.

La ofensiva francesa terminó en una catastrófica derrota, ocasionada por las tropas catalano-aragonesas y una fulminante peste, declarada en el asedio a Gerona, que diezmó a las tropas y se llevó la vida del rey francés. Al mismo tiempo, el almirante Roger de Lauria, derrotó y aniquiló a la escuadra francesa, a la altura de Palamós. El día 5 de octubre de 1285 moría en Perpigñan el rey Felipe III de Francia,

Al abad Ximeno le correspondió el honor de ser el primer abad de Montearagón de poder usar la mitra, por concesión del Papa Clemente V, para él y sus sucesores, en el año 1305.

Pocos hechos significativos caben señalar en el devenir de la historia de Montearagón, durante la primera mitad del siglo XIV. Cabe destacar el fructífero mandato del abad Pero López de Luna (1306 – 1317) que dio un fuerte impulso a la actividad intelectual de la abadía. También la honrosa elección del infante Juan de Aragón, como abad con 16 años de edad, durante el breve período de 1317 a 1320.

Juan era hijo de Juan II y su segunda esposa Doña Blanca de Nápoles. Su corta edad y el alto rango de su estirpe, por fuerza habría de llevarle pronto a cotas más altas de poder y dignidad. Fue Arzobispo de Toledo y canciller mayor de Castilla, obispo de Lérida, administrador apostólico de Tarragona y patriarca de Alejandría. Autor de numerosos tratados teológicos, se dice de él que fue uno de los mejores predicadores de su tiempo.

Al abad Ximeno Pérez de Gurrea (1327 – 1353), que ya había ejercido en la abadía en 1284, le correspondió el penoso deber de afrontar la primera epidemia de peste en Huesca, declarada en 1348.

El terrible mal apareció por Huesca en 1348, causando una gran mortandad. La peste se llevó la vida de, entre otras bajas ilustres, el obispo, Gonzalo Zapata, tres dignidades y varios canónigos. En cambio, pasó de largo ante el monasterio de Montearagón, debido a la rápida acción del abad Ximeno, ordenando el inmediato y total aislamiento de la abadía. El hermano que llevó la funesta noticia fue confinado durante un tiempo, hasta demostrar la ausencia de cualquier señal de peste en él.

Durante el extenso mandato del abad Ramón de Sellan, (1359 – 1391) se produjeron varios desencuentros con la autoridad real y la eclesiástica. Con toda seguridad, cabría señalar el origen de estos conflictos en la apetencia, en ambas instituciones, que provocaban las ricas propiedades y los  importantes privilegios que gozaba la abadía,.

Durante el reinado de Pedro IV el Ceremonioso, (1336 – 1387) se había producido el llamado Cisma de Occidente, al reclamar la condición de Papa dos candidatos, Urbano y Clemente. Fue una época de enorme confusión en la Iglesia. Ambos pretendientes excomulgaron a los seguidores de su oponente, con el resultado de que toda la cristiandad fue excomulgada. Idéntica confusión se produjo entre los reinos cristianos, de modo que hubo un reparto de preferencias entre ellos. Castilla y Francia eligieron a Clemente. El rey Pedro optó por la neutralidad, de igual modo que el rey Carlos II de Navarra, al no poder precisar con claridad la legalidad de los dos pretendientes, tras múltiples asambleas de prelados y eclesiásticos, Malas lenguas difundieron, ante la autoridad religiosa y el mismo rey, que el abad Ramón mantenía contactos con partidarios franceses del pretendido Papa Clemente.

Costó al abad convencerles de la falsedad del insidioso infundio, aunque lo consiguiera al final, pues, según manifestó Ramón, “aquel conflicto no les iba ni les venía, ya que su vida estaba dedicada a servir a Cristo y a Nuestro Señor Dios con la oración y el recogimiento”.

Años más tarde, fue el rey Juan I, el Cazador, quien puso en aprietos al buen abad Ramón, a cuenta de los derechos reales sobre 27 lugares dependientes del abadiado, Tras muchos debates y audiencias, el rey se avino a ceder sus derechos, a cambio del pago de 1.000 florines de oro.

Siendo abad Johan Martínez de Murillo, (1395 – 1420), se produjo el doloroso hecho de la revuelta del conde de Urgel, Jaime II, alzado en armas contra el rey Fernando I, en 1413, al no reconocerlo como rey y optar a obtener el cetro de la Corona de Aragón.

La gran mayoría del reino apoyaba a Fernando, por lo que la pretensión del de Urgel era poco menos que ilusoria. Intentó tomar Lérida, pero fue rechazado. Contraatacó Fernando y arrinconó al rebelde en Balaguer, hasta rendir la plaza. Jaime fue capturado y condenado a muerte por traición, aunque se le conmutó la pena por prisión perpetua.

Tropas mercenarias gasconas, junto a Antón de Luna, señor de Loarre y de su castillo, al servicio del conde de Urgel, atacaron los alrededores de Huesca, tomando el castillo de Montearagón. El abad y los monjes fueron apresados y vejados, al negarse a rendir pleitesía al conde rebelde. Un mes más tarde, el castillo fue liberado por el rey Fernando.

Pocos sucesos de importancia se produjeron durante el mandato de los abades Sanxo de Murillo (1420 – 1445), Carlos de Urriés (1445 – 1462) y Pedro Santangel (1462 – 1464). Coincidieron con el reinado de Alfonso V el Magnánimo, que se ocupó más en los asuntos de Sicilia y Nápoles, con un sinfín de combates y enredos, que en el gobierno de Aragón.

Los elevados gastos provocados por las campañas militares del rey en Italia, condujeron a una notable elevación de los impuestos, con la consiguiente dificultad para el abadiado en el cobro de los suyos a una población previamente esquilmada.

Otra fuente de preocupación para el abad Sanxo fue la adhesión del rey Alfonso al depuesto Papa aragonés Benedicto XIII, en contra del Papa Martín V. ¿A qué representante de Cristo había que obedecer? Fieles y prelados se hallaban perplejos y desorientados.

Sucedió en el dominio de Montearagón Juan de Aragón (1464 – 1472) Era hijo bastardo de Juan II. Con 18 años fue nombrado Arzobispo de Zaragoza, en 1458, con el propósito del rey de mantener en su mano la máxima autoridad eclesiástica de Aragón.

Obtuvo de su padre otras importantes responsabilidades, como el dominio de la  abadía de Montearagón, siendo, poco después, nombrado Lugarteniente General del Reino de Aragón. Pero Juan, que no estaba ordenado y era de condición más guerrera que eclesiástica, dejó los asuntos religiosos en manos de adjuntos e intervino, activamente, en apoyo de su padre en las guerras civiles de Navarra y Cataluña. Murió pronto, con 36 años, sin haber dejado demasiada huella de su persona en Montearagón.

Durante el mandato de su sucesor en la abadía, Joan de Rebolledo (1473 – 1490) se produjo, en el año 1477, un devastador incendio que redujo a cenizas todo lo que podía arder en la iglesia, incluido el magnífico retablo del altar mayor, el coro y el órgano.

El triste suceso se agravó con la muerte del sacristán Pero de Lecina y la de un monje que trató de ayudarle en el rescate de algunos enseres sacros. En cambio, de verdadero milagro, se salvó la reliquia del santo Victorián y el cuadro de Jesús Nazareno, El retablo fue repuesto por otro de alabastro, atribuido a Damián Forment, en el año 1495.

Tras Joan de Rebolledo, fue nombrado abad Alfonso de Aragón,  ostentando el cargo desde 1490 hasta su muerte, producida en 1520. Alfonso era hijo natural de Fernando el Católico y la dama Aldonza Ruiz de Iborra, perteneciente a una familia noble aragonesa, Siguiendo la táctica de mantener el control sobre la Iglesia aragonesa, el rey Juan II, a la muerte de Juan de Aragón, le nombró Arzobispo de Zaragoza, con solo 5 años de edad. El Papa Sixto IV no lo aprobó y nombró a otro prelado de su confianza, el valenciano Ausias, pero, al renunciar este, presionado por el rey, consintió en el nombramiento tres años más tarde, en 1501. En ese mismo año recibió la ordenación sacerdotal y episcopal, antes de tomar posesión de la sede zaragozana,

Alfonso se ocupó muy poco de Montearagón y algo más de la catedral de Zaragoza, la Seo, donde ordenó realizar importantes obras y mejoras. En realidad, su actividad principal fue política y militar, En 1507 fue nombrado Lugarteniente General de Nápoles y cinco años más tarde recibió la mitra del Arzobispado de Valencia,

En ese mismo año, protagonizó una rocambolesca acción bélica, Su padre, Fernando II, estaba dispuesto a anexionar Navarra a la Corona, pero los nobles dilataban la convocatoria de las Cortes, que debían aprobar la operación. Consideraban que las guerras en Italia y Francia suponían ya una carga considerable y abrir un nuevo frente resultaría insoportable para sus economías.

Decidido el rey a forzar esta situación, maquinó una estratagema, por medio de su hijo Alfonso. Este, al mando de una pequeña tropa, compuesta por huestes de nobles afines, y sin empleo de fuerzas reales, atacó Tudela, plaza bien defendida, y la rindió. De este modo los nobles, ante hechos consumados, se vieron obligados a consentir la campaña.

Fernando el Católico murió en el año 1516. En su testamento, dejó ordenado que Alfonso fuese nombrado Lugarteniente General del reino de Aragón, así como de las tierras pertenecientes a la Corona de Aragón. Sin embargo, los nobles, molestos todavía por el ardid de Tudela, no lo respetaron. Fue Carlos I quien, tras jurar los fueros en 1518, respetara la voluntad del rey Fernando y le concediera dicho cargo. Alfonso lo mantuvo hasta su muerte en 1520. Dejó siete hijos engendrados con su cónyuge Ana de Gurrea y Gurrea. Fue enterrado en la Seo del Salvador de Zaragoza.

Fue sucedido por Alonso de So, Castro y Pinós (1520 – 1527) un anciano de gran saber y religiosidad, pero de escasa salud. Murió a los siete años de su nombramiento, tras padecer la animosidad del obispo de Huesca, Juan de Aragón y Navarra (1484 – 1526), hijo natural de Carlos de Viana. La condición de su cuna y la merma producida por una cierta debilidad mental, le proporcionaban un carácter irascible y errático, que envenenaron las relaciones entre Huesca y Montearagón

El siguiente abad, Pedro Jordán (1528 – 1532) se vio envuelto en un feo asunto con el Tribunal del Santo Oficio, creado por los Reyes Católicos. No pudo probarse ninguna desviación de la Fe por parte de algún miembro de la comunidad, pero la simple sospecha obligó al abad a dejar Montearagón.

Por esa causa, fue elegido para la abadía Juan de Quintana, (1532 – 1534) fraile franciscano y eminente teólogo de intachable reputación. Estudió en la Universidad de La Sorbona las doctrinas de Erasmus, recibiendo el doctorado en 1510. Perteneció al consejo de los reyes Fernando II y Carlos I, actuando como inquisidor en contra de iluminados y protestantes. Enseñó en la facultad de artes libres de Universidad de Zaragoza, donde eligió como secretario a Miguel Servet, en quien influyó notablemente. En 1530, Carlos I le nombró confesor privado y poco después abad de Montearagón, Murió en 1534.

Le siguieron en el cargo de abad de Montearagón, Juan de Urrea (1536 – 1546) procedente de una de las familias más influyentes de Aragón y Alonso de Aragón (1547 – 1552), este último, hijo del que fue abad de Montearagón en tiempos de Fernando II. En 1546 se produjo el desmembramiento del priorato de Sariñena del abadiado de Montearagón. Comenzó, de este modo, su decadencia, que se agudizó durante el reinado de Felipe II´.

Tras Alonso, fue nombrado abad Pedro de Luna (1554 – 1572) Era hijo de Pedro Martínez de Luna y Urrea, Conde de Morata de Jalón y Virrey de Aragón, perteneciente a una de las familias más influyentes del reino. Fue ordenado y nombrado rector de la Universidad de Salamanca con 22 años, en 1554. Ese mismo año fue elegido nuevo abad del monasterio de Montearagón.

Temo no haber resaltado lo debido la importancia que, en aquel tiempo, ostentaba la abadía de Aragón y el gran honor y prestigio que representaba para todo aquel llamado a regentarla. A pesar de los desmembramientos habidos de aldeas, tierras y dominios, todavía mantenía la jurisdicción sobre docenas de pueblos e iglesias que le aportaban más de 30.000 ducados de oro anuales.

El abad Pedro provechó su estancia en Montearagón, para doctorarse en cánones en la Universidad de Huesca, simultaneando sus obligaciones pastorales con las de Diputado del reino de Aragón.

Durante su mandato, y siendo obispo de Huesca Pedro Agustín (1545 – 1572), sucedió un hecho que llenó de expectativas e interrogantes ambas instituciones. Al realizar unas obras en la catedral, descubrieron un amplo pasadizo que enfilaba con toda claridad a Montearagón. Lo exploraron, pero debieron de abandonar, tras un derrumbe producido cuando ya habían recorrido más de 300 metros.  

En esto, el Papa Pio V, a instancias de Felipe II, promovió, en 1571, una importante reestructuración episcopal. En Aragón, creó el obispado de Jaca, mediante la anexión de pueblos y tierras pertenecientes a la jurisdicción del de Huesca. Para compensar a este, se desmembraron un notable número de posesiones, rentas y derechos de la abadía. Al mismo tiempo, se volvió a instituir el obispado de Barbastro, mientras que el de Bara se repartió entre Lérida y Barbastro,

Para no agraviar a la familia Luna, nombraron a Pedro obispo de Tarazona en 1572, donde murió, poco después, en 1574.

De este modo, Felipe II, a quien le molestaba la existencia de centros de poder incontrolados, podía realizar las reformas precisas para realizar sus fines centralistas, evitando enemistades con quien necesitaba para sus operaciones expansionistas. El alto precio de la reforma lo pagaron los monjes de la abadía, que se vieron esquilmados de gran parte de las rentas y privilegios que habían gozado hasta entonces.

A fin de calmar los ánimos de la gente de la abadía, Felipe II mantuvo Montearagón bajo su mandato, sin abad ni canónigos durante el período de 1574 a 1587, nombrando gobernador, ecónomo y seis capellanes.

En 1576, se produjo un lamentable suceso. Cierto monje, de nombre Pero López de Valenjuanes, molesto, al parecer, por un supuesto mal trato del gobernador, se hizo con los haberes de la abadía y huyó hacia las montañas, seguido de cerca por los aguaciles. Por fin, el monje llegó a Francia, sin que se volviera a saber nada de él ni del dinero robado.

En 1587, fue nombrado nuevo Abad, el eminente clérigo, doctor y catedrático en cánones, Marco Antonio Reves. Durante todo su mandato, hubo de luchar con denuedo para recomponer la estructura del abadiado, conseguir nuevas rentas, pues estas habían quedado reducidas a unos 1.000 escudos al año y lidiar con los cargos nombrados por Felipe II, que mantuvo hasta 1598, año en el que permitió la completa autonomía del abad, tras asignar tres nuevos canónigos a la abadía.

No pudo el buen abad, gozar de la nueva situación, ni recoger los frutos de los muchos pleitos emprendidos, para tratar de recuperar parte del patrimonio perdido, tanto con el Papa como con el monarca y siempre en oposición con el obispo de Huesca, Martín Cleriguech. Murió en noviembre de ese mismo, 1598, en Zaragoza.

Su sucesor Juan López (1600 – 1614) heredo todos los problemas y pleitos de su antecesor. Los batalló como bien pudo, sin conseguir remediar la penuria que se cernía sobre el poderoso, en otro tiempo, abadiado de Montearagón. Los problemas económicos se recrudecieron al final de su mandato. En los años 1614 y 1615 se produjo una persistente sequía que arruinó las cosechas, ocasionando una acusada ola de empobrecimiento y hambre. A pesar de que el cobro de las rentas se resintió en gran manera, la abadía ayudó en lo que pudo a los ciudadanos de Huesca, llegando al extremo de vender parte del tesoro abadial, para disponer de más medios de ayuda.

En 1615, el abad organizó una solemne rogativa, para pedir al Santo Victorián la tan deseada y necesaria lluvia. A tal fin, sacaron el arca que cotonía sus reliquias y, tras mojarlo, para que el Santo supiera lo que se esperaba de él, lo llevaron en procesión hasta la ermita de Salas, donde se les juntó el cabildo de Huesca y muchos fieles con cruces e imágenes,

Se atribuye al santo una leyenda, según la cual, unos fuertes golpes que sonaban en el interior del arca donde se guardaban sus reliquias, anunciaban la inminente muerte del abad o de algún monje.  

No le cupo mejor suerte a su sucesor, Martín Carrillo (1616 – 1630), aunque éste abandonó toda suerte de querellas y se refugió tras los muros de la abadía para dedicarse a la oración y a la escritura de numerosas obras de contenido religioso e histórico. Entre ellas, una que hoy haría las delicias de cierto colectivo caracterizado por su beligerancia. Llevaba por título: “Elogios de Mugeres Insignes del Viejo Testamento”

Antes de ser nombrado abad de Montearagón fue párroco de Velilla, canónigo de la Seo, catedrático de Decretos en la universidad de Zaragoza y rector de la misma. Murió en Montearagón en 1630, donde fue enterrado.

Poco se conoce de vida conventual  de su sucesor, Jaime Ximénez de Ayerbe (1631 – 1648). Pertenecía a una familia de renombre de Tauste. Su abuelo Francisco ayudó a Antonio Pérez del Hierro, Secretario de Estado de Felipe II, a eludir la justicia real, que le acusaba de traición  y del asesinato de Francisco Escobedo, propiciando su huida a Francia, por lo que fue procesado y condenado a muerte, en 1592.

Sin embargo, sus hijos consiguieron forjarse una sólida posición, llegando a ser la familia más influyente de la ciudad de Tauste, Consta que en 1644, siendo ya abad Jaime, recibió la visita en Montearagón de su hermano Agustín que, al mando de una compañía de taustanos, se dirigían a combatir a los franceses en Monzón y Estadilla, durante la guerra de Cataluña. Jaime bendijo a la tropa y asignó un capellán a la compañía.

Durante su mandato, se publicó el libro “Tribunal de supersticiones ladinas”, escrito por el canónigo Gaspar Navarro. Es un manual donde se describen y condenan toda clase de supersticiones, manifestaciones y ritos contrarias a la doctrina católica, por estar inspiradas por el diablo.    Murió en Montearagón en 1648.

Francisco Rodrigo (1648 – 1662) fue nombrado sucesor tras la muerte de Jaime Ximénez. Aunque nacido en Aranda de Moncayo, era descendiente de una conocida familia del Somontano de Guara. Fue doctor en teología y Calificador del Santo Oficio. En 1632, fue nombrado canónigo del monasterio de Montearagón, y alcanzó, en 1645, el rango de coadjutor o abad auxiliar con derecho a sucesión, que ocurrida en 1648.

 Por tanto, fueron 30 años de intensa labor conventual, dedicada a la obligada labor de organización, dada la notable pérdida de rentas.

En 1651, siendo obispo de Huesca Esteban de Esmir, se produjo una terrible epidemia de peste en la capital. Aunque la enfermedad se extendió por toda la ciudad, fue en los barrios de Población y Barrio Nuevo donde les efectos del espantoso mal fueron más devastadores. Se tardaron dos meses en identificar el alcance de la epidemia, aunque gracias a la contundente actuación de las autoridades sanitarias, encabezadas por el eminente doctor Diego Salvador, la epidemia fue vencida en un año.

No solo provocó de muerte en gran parte de la población –murieron más de 1.400 personas, la cuarta parte del censo-,  sino que también se vieron afectadas muchas de las personas que se ocuparon de cuidar de los enfermos, de retirar los cadáveres y desinfectar sus alojamientos. La lista de servidores fallecidos fue extensa y variada. Desde clérigos, monjas, médicos, cirujanos, boticarios, sirvientes, limpiadores y lavanderas, hasta enterradores y porteadores de las carretas que retiraban los cuerpos de los muertos habidos durante el día.

No llegó la pestilencia a Montearagón, Tan pronto se tuvo conocimiento de lo que sucedía en la capital, el abad Francisco ordenó el completo aislamiento de la abadía. Hizo colocar un Cristo en la entrada y ordenó aumentar el tiempo de rezos para implorar el fin de la epidemia.

El abad murió en 1662, a consecuencia de la caída desde la mula que le traía al monasterio, tras una visita a Huesca.

Fue fugaz el mandato de su sucesor, Pantaleón Palacio y Villacampa pues fue nombrado en 1662 y murió tres años después, durante el año 1665, en Huesca, en una de las casas que la abadía poseía en la ciudad, empleadas como residencia del abad, cuando se hallaba en Huesca, además de enfermería para los miembros enfermos de la abadía.

Nació en Agüero, en 1612. Estudió en el colegio de Santiago de la universidad de Huesca. En ella fue catedrático de tres disciplinas, canónigo de la catedral de Huesca y del Pilar de Zaragoza.

Los siguientes abades se caracterizaron por su larga permanencia en el cargo. No es extraño. Montearagón había perdido su pasado esplendor y su mandato ya no resultaba tan apetecible como lo fuera en los dorados años de antaño. No merecía la pena conspirar, buscar influencias o deber favores por alcanzar un puesto con tan poco beneficio. No había problema en dejar a segundones, tanto como quisieran, el gobierno de la abadía

Fueron sucesores Felipe Pomar y Cerdán (1666 – 1678) y Joseph Panzano (1680 – 1708)  entroncado, el segundo, con una conocida familia del somontano oscense y el primero perteneciente a una ilustre familia zaragozana. Un hermano suyo, José Lupercio, fue escritor de importantes obras de contenido histórico, consejero real en el Consejo Superior de Aragón y cronista oficial del reino. Es muy posible que la influencia de su hermano, y de la familia en general, facilitaran el acceso de Felipe all cargo de abad de Montearagón

Durante el mandato del abad Joseph, la abadía y también Huesca y su provincia, se vieron envueltas en las turbulencias que ocasionaron, durante la Guerra de Sucesión, los combates entre las tropas de los dos pretendientes al trono de España, Carlos III y Felipe V. El conflicto se mantuvo durante el período comprendido entre el año 1701 hasta la firma del Tratado de Utrecht, en 1713. Las operaciones militares y los cambios políticos afectaron a Huesca entre los años 1705 y 1711.

Las consecuencias de este conflicto, además de los rigores propios de la guerra, el paso de las tropas por pueblos y ciudades, con sus desmanes, apropiaciones y recaudaciones, tuvieron una gran repercusión política y administrativa en el reino de Aragón. Felipe V  abolió los Fueros las Cortes, el Justicia y Diputación. En Huesca, suprimió el ancestral sistema de gobierno, el concejo, y lo sustituyó por un ayuntamiento, similar a los que existían en Castilla, con un corregidor a la cabeza y 12 regidores, afines al rey.

Para Montearagón supuso la pérdida de los últimos privilegios y cargos honorarios con que contaba. Debido a las alternancias en las victorias entre los dos pretendientes, en Huesca hubo cuatro reinados durante el tiempo que duraron las confrontaciones. Esta situación ocasionó que, tras la muerte del abad Joseph, en Montearagón no fuera nombrado nuevo abad hasta cuatro años más tarde.

Fue Pedro Cayetano Nolibós (1712 – 1731) el siguiente abad de Montearagón. Mientras la abadía mermaba en poder e influencia, Huesca crecía en población y potencial económico. El cierre de las universidades catalanas, decretado por Felipe V, hizo acudir a la sertoriana muchos alumnos de aquellas provincias. La creación de una guarnición militar estable contribuyó, en buen grado, a la revitalización de su economía.

Al tiempo que Montearagón se encerraba tras sus muros y sus monjes se dedicaban a la recoleta actividad monacal de oración, estudio y escritura de textos religiosos, en Huesca, surgían nuevas construcciones y viviendas. A la construcción de las iglesias de San Lorenzo, Santo Domingo y la reforma de la Catedral, siguió la de San Vicente, conocida también como La Compañía, ocupada por los jesuitas. Cabe señalar aquí, la importante construcción, para su época, de la presa de Arguis.

El obispado de Huesca también creció en importancia e influencia religiosa y política, durante el largo mandato del animoso y capaz obispo, Pedro Gregorio Padilla (1714 - 1734)

Tras la muerte de Pedro Cayetano, fue nombrado abad Francisco Gamboa y Tamayo (1732 – 1746), nacido en Cifuentes, provincia de Guadalajara. Tras ser ordenado sacerdote, solicitó, y obtuvo, plaza en el Tribunal de la Santa Inquisición de Zaragoza, Cinco años más tarde fue nombrado canónigo de la Catedral de Huesca. En 1734, Clemente VII le nombró abad de Montearagón, asignándole un sueldo de 200 florines, durante 14 años. Al término del contrato, se retiró a Huesca donde ejerció de coadjutor en San Pedro el Viejo, hasta su muerte.

Francisco Herrero (1747 – 1764) y Miguel Asín (1765 – 1791) cubrieron casi medio siglo con su mandato. El primero provenía de una familia noble de Fortanete (Teruel). El segundo, natural de Zaragoza, de padres humildes, estudió y ejerció su labor sacerdotal en dicha ciudad. Fue nombrado abad de Montearagón, tras ejercer de canónigo en la Seo.

Mientras España y Aragón se debatían en una época especialmente borrascosa de su Historia, sobre todo, durante el mandato de Miguel Asín, el abadiado de Montearagón era una isla de paz y recogimiento. También de penuria y escasez de medios. Y dado que la nómina monacal se había reducido drásticamente, el hermano preboste se las veía oscuras para administrar los escasos haberes, y lograr que no faltara el alimento necesario para los monjes. El Conde Aranda, nacido en Siétamo, trató de suavizar, en lo que pudo, la penuria del abadiado, durante su mandato en el Consejo de Castilla

La participación española en la guerra de los 7 años había comenzado en 1761, vaciando de liquidez las arcas reales e incrementando los impuestos. En 1766 se produjo el motín de Esquilache y un año más tarde la expulsión de los jesuitas. En 1768 se realizó el primer censo en España, ordenado por el Conde Aranda que intentaba la entrada de España en la modernidad, entre grandes tensiones de liberales y conservadores. En 1783 se publicó el Real Decreto de igualdad de los gitanos. En 1749, Fernando VI había ordenado una gran redada de gitanos, por considerarlos gente vil y de mal vivir.

El abad Herrero ejerció una encomiable labor humanitaria durante la persecución de 1749, dando cobijo a cuantos gitanos llamaron a las puertas de la abadía.

El siguiente abad fue Joseph Castillón y Salas (1792 – 1814). Era natural de Ponzano de familia acomodada, Su padre, José de Castillón era infanzón y diputado. Estudió en la universidad de Huesca, donde alcanzó el título de doctor y el empleo de catedrático de decretales. Fue capellán militar y vicario general en la diócesis de Barbastro.

Fue elegido abad de Montearagón en 1792, en una época de especial penuria y riesgo, ya que durante su mandato se produjo la encarnizada guerra de Independencia, que asolaría el país y lo llenaría de miseria y muerte. Las rentas provenían, únicamente, de los seis pueblos más próximos a la abadía y ya solo quedaban dos canónigos en su nómina.

El 27 de mayo de 1808, Palafox se hace con el poder en Zaragoza, crea la Junta de Defensa y ordena la movilización general en contra del ejército francés. El 6 de junio, convocó las anteriormente eliminadas Cortes de Aragón. A la convocatoria acudieron el abad de Montearagón y el obispo de Huesca, Joaquín Sánchez, entre otras autoridades de la ciudad. El obispo Joaquín demoró la vuelta a la ciudad oscense y quedó atrapado en el Primer Sitio de Zaragoza, donde perdió la vida. Por esta razón, la sede episcopal de Huesca estuvo vacante hasta 1815.

Casi al mismo tiempo que en Zaragoza, en Huesca se produjo una insurrección popular contra la la invasión francesa y la ocupación armada de Madrid. Hubo una violenta persecución contra todos aquellos ciudadanos tenidos por afrancesados. Los desmanes culminaron con el asesinato del regidor, el coronel Antonio Clavería, al que dieron muerte y arrastraron su cadáver por las calles.

Palafox consideró que no convenía defender Huesca y que resultaría más adecuado dedicar las fuerzas que hubiera en organizarse en guerrillas, a fin de combatir con más eficacia al poderoso ejército francés. Así se hizo. En febrero de 1809, las tropas francesas entraron en Huesca. En marzo se rindió la ciudadela de Jaca sin combatir y, poco después, Benasque, como plazas más importantes. En teoría, los franceses dominaban el Altoaragón, aunque, en la práctica, solo lo hacían en las ciudades. Las partidas de guerrilleros campaban a sus anchas en el campo y montaña, contando con el apoyo logístico de los numerosos pueblos de la provincia.

Los habitantes de Huesca no se libraron de los abusos y rapiña de los soldados franceses, lo que obligó a muchos ciudadanos a huir a los pueblos circundantes, hasta la liberación de la ciudad, en 1813. Fue expoliada la catedral, el palacio episcopal y la Universidad Sertoriana.

Antes de la llegada de los franceses y al tener conocimiento del especial mal trato que sus tropas infringían a los miembros del clero, el abad ocultó la mayor parte de los objetos de valor y culto y se retiró a Ponzano. Al mismo tiempo, su gente fue acogida y ocultada por varios pueblos del Somontano, hasta la expulsión de los invasores.

Mientras duró la contienda, Montearagón fue ocupada, tanto por soldados franceses, que esquilmaron todo lo que no pudieron ocultar los monjes,  como por guerrilleros de las diversas partidas. Sobresalieron en la lucha contra el invasor las partidas de Perena, Sarasa, Malcarado, Villacampa y sobre todo Espoz y Mina, que liberó Ayerbe, en 1811.

A partir de esta fecha, el Altoaragón se convirtió en un peligroso y dañino avispero para las tropas francesas. Los guerrilleros les atacaban, sin descanso, en todas partes y momentos, en cuanto abandonaban la protección de las ciudades. Los convoyes de abastecimiento eran asaltados y los correos eran capturados en su mayoría.

En estas condiciones, la situación del ejército francés se hizo insostenible. En julio de 1813 fue liberada Zaragoza y Huesca, En febrero de 1814, se vieron libres Jaca y Monzón  y en abril Benasque. La guerra en Huesca había terminado,

En este mismo año, murió en Huesca el abad Castillón. Había acudido a la ciudad para reunirse con su hermano Jerónimo y celebrar la liberación de todo el Altoaragón. Fue enterrado en la catedral

Le sucedió José María González (1815 – 1837), que tuvo el triste privilegio de ser el último abad de Montearagón. Su labor fue abnegada y oscura, mientras sufría  la inexorable decadencia de la abadía.

A pesar de los esfuerzos realizados por el buen abad para mitigar su galopante penuria, ante las autoridades civiles y eclesiásticas, nada positivo obtuvo y todos sus esfuerzos acabaron siendo vanos.

No eran buenos tiempos. La terrible guerra contra las tropas de Napoleón había arruinado a España, condenándola a una no menos pavorosa posguerra. Y cuando lo sensato y provechoso hubiera sido mantener la unión demostrada por los españoles, para combatir y vencer al poderoso ejército invasor, y emplearla en acometer juntos la reconstrucción del país, ocurrió todo lo contrario.

Algunos de los aguerridos guerrilleros que combatieron con valentía, pero también con crueldad y saña, a las tropas invasoras, se integraron en el ejército regular. Otros prestaron sus armas y efectivos a combatir el absolutismo de Fernando VII, en favor de la irrefrenable corriente liberal, emanada de la Revolución Francesa. El resto se dedicó al bandidaje, mientras que políticos y ciudadanos se enfrentaban, formando dos grupos irreconciliables: absolutistas y constitucionalistas.

Los conflictos, de gran violencia en algunos casos, entre liberales y fernandinos, ensombrecieron a España, durante los casi 30 años que duró el reinado de Fernando VII (1814 – 1833)

En 1833, fue proclamada reina de España Isabel II, a la edad de 3 años, gracias a la Pracmática Sanción de 1830, por la que se derogaba la conocida como Ley Sálica, que prohibía la subida al trono de las mujeres. Esta circunstancia provocó la protesta del hermano de Fernando VII, Carlos María Isidro y daría lugar a las guerras carlistas, entre los partidarios de Carlos e Isabel. Esta reinó hasta la mayoría de edad bajo la regencia de su madre, María Cristina de Borbón y DosSicilias.

El 25 de septiembre de 1834, fue nombrado Presidente del Consejo de Ministros, Juan Álvarez Méndez. (Cambió su segundo apellido por el de Mendizábal, para ocultar, presuntamente, su ascendencia judía) Era un hombre que había luchado con decisión e intensidad por la causa liberal. Tan pronto llegó a la presidencia, se ocupó de poner en marcha su operación estrella: la desamortización de los bienes y propiedades de las llamadas “manos muertas”, es decir en manos de instituciones religiosas, civiles y militares de bajo, o nulo, rendimiento para la nación.

En octubre de 1835, firma el decreto de supresión de todas las órdenes religiosas y militares, titulando sus propiedades como “bienes nacionales”. El 19 de febrero de 1836, se decreta la venta de todas sus propiedades e inmuebles, publicando el reglamento de aplicación el 24 de marzo del mismo año. Las juntas diocesanas se encargarían de cerrar los conventos y las comisiones municipales de organizar las ventas.

Cundió el pánico entre los miembros de la abadía. Se dice que los monjes se descolgaron por las murallas y se distribuyeron por los pueblos de alrededor, portando las innumerables reliquias que se veneraban en la abadía, así como iconos y objetos de culto y oración.

Nada resultó como había sido previsto en esta magna operación, como suele suceder cuando se gobierna a golpe de decreto ministerial. La realidad es muy tozuda y muy difícil de moldear. Los bienes confiscados fueron mal vendidos, casi regalados a familiares y amigos de los responsables en subastarlos, o vendidos formando grandes lotes que solo la gente pudiente pudo adquirir.

Montearagón fue vendido por casi nada a Jaime Agustí, un acomodado comerciante oscense, en 1843. Este hombre arrambló con todo lo que consideró de algún valor. Se desmontaron sillares, estucados y maderamen, además de todos aquellos materiales capaces de ser reutilizados en otras construcciones.

Durante  el año siguiente, se produjo un gran incendio que redujo a escombros la mayor parte del monasterio. Los habitantes de Huesca pudieron contemplar, con alarmada expectación y doloroso asombro, cómo el famoso y, en otro tiempo, importante y rico castillo-abadía, iluminaba el nocturno panorama como una inmensa tea fantasmal.

Poco se pudo salvar del terrible incendio. Por fortuna, se recuperó con bien el segundo retablo, obra del gran escultor Gil de Morlanes, nacido en Daroca, que sustituyó al original, desaparecido al ser  consumido por las llamas, en el anterior incendio de 1477.

No se pudieron determinar las verdaderas causas del incendio. Algunos fieles lo interpretaron como un castigo divino al haber sido expropiado. Otros lo atribuyeron a una venganza de aldeanos, debido a las implacables cargas que imponía la abadía. Más allá de estas hipótesis, cabe pensar en la posibilidad de que fuese el mismo propietario quién prendiera fuego al castillo. Durante algún tiempo, Agustí buscó afanosamente un imaginario tesoro que, al decir de las gentes, guardaba el monasterio. Cavó, derribó paredes y levantó losas sin éxito alguno. Se cree que, despechado y para que nadie pudiera encontrar lo que él no había sabido hallar, decidió destruirlo.

Más tarde, se cedió el castillo a Isabel II, la monarca reinante en aquel tiempo. Pero ni la reina, ni sus descendientes, incluidas las dos repúblicas y las dictaduras, se preocuparon lo más mínimo de la suerte y conservación del monumental conjunto de históricos edificios. Había en España demasiadas ruinas, escasos dineros y muy pocas ganas de emprender obras de las que poco beneficio se pudiera esperar.

La subida al trono de España de Isabel II había provocado unas guerras civiles, conocidas como las  Guerras Carlistas, años antes de la amortización de Mendizábal, pero esta pugna poco afectó a la ya desventurada vida monástica de la abadía, hasta que en el mes de mayo de 1837, la guerra asomó su sombría faz por las cercanías del monasterio.

Tras el fracaso del 2º sitio de Bilbao, Carlos María Isidro de Borbón, trató de buscar una solución pactada, en el matrimonio de su hijo Carlos Luis con Isabel. Como las negociaciones no avanzaban en Madrid, decidió acelerarlas, marchando con su ejército, sobre la capital de España.

Disponía de una tropa de 12.000 infantes y 720 jinetes, estacionada en Estella. Antes de emprender la marcha hacia Madrid, quiso asegurar el dominio de las regiones afines a su causa, Aragón, Cataluña y Valencia, con el fin de acumular intendencia y engrosar su ejército con más efectivos.

Condujo sus tropas hacia Huesca, donde fue recibido con honores reales. Ocupó el cerro y ermita de San Jorge, dejando cuatro batallones entre este y la ciudad. Además estableció fuerzas en la carretera de Ayerbe, para proteger la retirada, y tomó posiciones en el castillo de Montearagón y en la angostura del Estrecho Quinto, a fin de prevenir la llegada de fuerzas enemigas desde Barbastro.

Por otra parte, el general Miguel Iribarren que mandaba las tropas isabelinas, con efectivos similares, además de 14 piezas de artillería de montaña y seguía los movimientos del ejército carlista, estableció su base de operaciones en la localidad de Almudévar.   

 El 24 de mayo de 1837, se produjo el encuentro de las tropas carlistas con las isabelinas, que pasó a la Historia con el nombre de la Batalla de Huesca.

Un insistente cañoneo de las baterías del general Iribarren rompió la quietud del alba y dio inicio a las hostilidades. A continuación, la infantería isabelina realizó una operación envolvente por el oeste, para impedir la retirada carlista. La ofensiva fue rechazada por los defensores.

Por otra parte, la caballería isabelina lanzó una carga sobre el flanco este de las posiciones carlistas. Por desgracia para ellos, era una zona de huertas, que habían sido regadas el día anterior. Los jinetes vieron frenado su galope en aquel fangal, quedando a merced de la fusilería carlista que los diezmó. El brigadier que los mandaba perdió la vida en la desdichada operación.

El contraataque carlista fue fulminante y decidió el fin de la batalla.

La victoria carlista fue completa y definitiva. El mismo general Iribarren resultó herido de gravedad y murió al día siguiente. Y si no se produjo un mayor descalabro isabelino, fue porque el pretendiente Carlos dio la orden de no perseguirles, avituallarse bien y continuar el avance hacia Barbastro. Allí, volvió a vencer a las tropas isabelinas estacionadas en aquella ciudad.

Montearagón no tuvo una intervención activa en el teatro de operaciones, pero sufrió los inconvenientes de la ocupación de la tropa: cavado de trincheras, formación de parapetos y apertura de troneras.

Tras la amortización, la venta y el posterior incendio. Montearagón quedó definitivamente esquilmada,  abandonada y en ruinas.  

Durante muchos años, Montearagón fue acumulando deterioro, sin que las autoridades competentes, ni siquiera los mismos ciudadanos oscenses, para su vergüenza, movieran un dedo para evitarlo, a pesar de que en 1931 fue declarado Monumento Nacional.

El último golpe destructor sufrido por el castillo se produjo durante la Guerra Civil de 1936. He conocido los hechos que lo ocasionaron por boca de gentes que los vivieron.

Muchas de las imágenes, lienzos de carácter religioso, reliquias y objetos de culto, que los monjes de Montearagón lograron salvar del despojo de la amortización, fueron distribuidos por las iglesias de los pueblos cercanos. Aconteció que los brigadistas libertarios, procedentes de Cataluña, ocuparon toda la parte de provincia al este de la ciudad de Huesca.

Debido a la histérica fobia iconoclasta de esos combatientes, con todo lo relacionado con lo religioso, muchos de esos preciosos objetos fueron destruidos o robados, al mismo tiempo que la mayoría de los pertenecientes a las iglesias de todo el territorio ocupado. De este modo, innumerables obras de arte de incalculable valor fueron destruidas. Algunas de ellas aparecieron más tarde en manos de anticuarios y museos catalanes.  

Al estallar la contienda, tropas de Huesca ocuparon Montearagón y los altos del Estrecho Quinto, a fin de frenar allí la ofensiva de la columna libertaria organizada en Cataluña.

En Siétamo, localidad situada a 11 kilómetros de Huesca, varios civiles, hombres, mujeres y niños, junto a los miembros del puesto de la Guardia Civil, se refugiaron en la antigua residencia de Joaquín Costa, conocida en el pueblo como “el castillo”. Temían los excesos que, según se decía, provocaban los brigadistas en los pueblos que ocupaban.

Allí resistieron un tiempo los ataques anarquistas, esperando la llegada de tropas de Huesca que les liberaran. Hacia la mitad de septiembre, convencidos de que los auxilios no iban a llegar, una noche, practicaron un boquete en el muro que deba a la carretera y huyeron por él, en dirección a Huesca,

Llegados al Estrecho Quinto, recibieron fuego de fusil del enemigo que ya había tomado esa cota, provocando algunos heridos. Al no poder atravesar el Estrecho, se desviaron hasta Montearagón que se mantenía en poder de los nacionales.

En aquel lugar se defendían bien, pero sin agua, víveres, ni repuestos de munición, su suerte estaba echada.

Sin embargo, durante la noche del 30 de septiembre, un audaz golpe de mano de las tropas sitiadas de Huesca, liberó a los refugiados de Montearagón, conduciéndolos a la ciudad sin sufrir una baja, Eran 600 personas entre militares, guardias civiles, y paisanos, algunos de ellos heridos.

Montearagón quedó en poder de los anarquistas, que no dudaron en darse un festín destructivo, arrasando lo poco que quedaba en pie.

Y aquí se acaba la desdichada historia del castillo-abadía de Montearagón, que pasó del esplendor a la ruina. De las manos que lo  encumbraron a las manos de quienes lo destrozaron. ¿Será posible que otras manos mejores lo reconstruyan? Ojalá.

Pero no parece que ese venturoso futuro se haga realidad. Es cierto que se han hecho actuaciones y que ha habido gentes que se han preocupado por mejorar la situación del castillo y tomar iniciativas para lograr interesar a las autoridades en su reconstrucción, pero los resultados han sido escasos y, en el mayor de los casos, inútiles.

Consta que se hicieron trabajos de restauración en 1972, por desgracia, con poca fortuna, al emplear materiales impropios, como hormigón o brea. Durante la década de los 80, se iniciaron trabajos de consolidación en el exterior y los 90 se realizaron trabajos de consolidación en el interior del recinto.

Ya, en los años 2000 a 2011, se produjeron diversas actuaciones y estudios arqueológicos y topográficos, así como realización de catas y consolidación urgente de algunas partes en estado de ruina.

Sin embargo, todo lo hecho no pasa de ser un inconexo y tímido intento de mejorar la situación ruinosa del castillo. La reconstrucción de Montearagón requiere una decidida movilización de voluntades y recursos de los oscenses. Y es a nosotros a quienes corresponde hacerlo

En la A3 de la TV francesa, se ofrece un programa de carácter semanal, titulado “Des Racines et des Ailes”. En él exponen la riqueza monumental y paisajista de las diversas regiones de su país. Es admirable el amor y respeto que manifiestan en la descripción de tan profusa variedad de iglesias, catedrales, monasterios, castillos y palacios que siembran las tierras de Francia,

Muchos de estos monumentales edificios han sido reconstruidos, o están en trance de hacerlo, ya que, además de las pérdidas que ocasionó la Revolución Francesa, han tenido que soportar los innumerables destrozos de las dos terribles guerras mundiales.

He tenido la gran suerte de ver, en este programa, cómo, pequeños pueblos reconstruían su ajado castillo, abadía o palacio, con el admirable afán, empeño, dedicación y cariño de todos sus habitantes. Cada gremio aportaba su especialidad en la reconstrucción fidedigna del maderamen de cubierta, muros, vitrales, restauración de cuadros, imágenes, retablos y estancias, hasta el más pequeño detalle. Y quienes no disponían de conocimientos, ayudaban en cuanto podían a la labor de aquellos. Era el trabajo de todo un pueblo, sin distinción de clase, posición, labor o haberes.

Y esto me trasmitía un fuerte sentimiento de admiración, envidia y vergüenza, al mismo tiempo, al pensar en nuestro olvidado y ruinoso Montearagón, anclado en el infortunio, debido a la indiferencia con la que los habitantes de Huesca, contemplaron siempre las ruinas del castillo,  como un panorama típico, natural e intranscendente.

Por eso, desde mi humilde tribuna, lanzo esta proclama a todos los ciudadanos oscenses: ¡RECUPEREMOS MONTEARAGÓN! Nuestra historia lo exige y nuestro orgullo de pertenecer a una ciudad bimilenaria, que protagonizó con hechos heroicos la consolidación del primitivo Reino de Aragón, nos lo demanda.

Mientras, el castillo sigue allí, en ruinas pero altivo, erguido sobre el monte que le sustenta, desafiando, valiente, tormentas, hielos, cierzos y soles abrasadores, Orgulloso como un viejo infanzón caído en desgracia: magro y sarmentoso, vestido con antiguas y raídas prendas, debido a los escasos haberes que le restan, pero sereno, paciente y altanero, porque nadie conoce como él la gloria que un día protagonizó, en bien de su Rey y de su Patria,   

   

 

     

 

      

 

 

 

    

 

     

      

      

  

     

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario