53.-
La Historia siempre acaba repitiéndose.
Parte
I
Mis lectores saben de sobra, porque me
he referido a ello en varias entradas de este mismo blog, que durante más de
treinta años fui Director Técnico de la filial española de una multinacional
alemana muy conocida.
Hoy he recordado las frecuentes
conversaciones que tuve la oportunidad y fortuna de mantener con uno de mis
Directores Generales, sobre varios aspectos de la vida e idiosincrasia de los
alemanes, en especial, durante el azaroso mandato de Hitler, la Guerra Mundial
y la postguerra.
Konrad R. K., así se llamaba, era un
alemán simpático, amable, capaz y muy pragmático. Estaba perdidamente enamorado
de España, hasta tal punto que, cierto día, me confesó ese íntimo e irrealizable
sueño o deseo que muchos llevamos dentro, a pesar de estar convencidos de que
nunca se hará realidad. Su mayor ilusión era que le tocara la lotería para
comprar un cortijo en el sur, con una ganadería de reses bravas. Dejaría, de
buen grado, su profesión de ingeniero, y se dedicaría de lleno a los trabajos
de campo en el cuidado y cría de los bravos animales.
Antes de incorporarse a nuestra
Compañía, había trabajado para otra, también alemana y multinacional, en
Madrid. Añoraba los años en los que vivió en la capital de España. Allí se casó
con una madrileña y allí también nacieron sus hijas que, por entonces, eran ya
dos niñas creciditas. Y sobre todo, echaba en falta las gratas y sugestivas
tertulias diarias celebradas en la rebotica de un farmacéutico amigo.
Llegamos a ser buenos amigos, tanto
durante su mandato, como después de él, cuando abandonó España para hacerse
cargo de la filial de Reino Unido.
Solíamos tener largas conversaciones
sobre los más variados temas, tanto terrenales como divinos. Aunque yo, en
cuanto podía, trataba de tirarle de la lengua sobre la siniestra figura del
Führer y de su régimen. Siempre me ha
parecido enigmático que un hombre, que al parecer no era ninguna lumbrera,
hubiera podido encadenar la voluntad de la inmensa mayoría de los alemanes a la
suya propia y conducirles a perpetrar, de buen grado, la gran locura que
sobrevino con su mandato.
-Es muy sencillo de entender, Guillermo
-explicaba con tono pausado y afable-. Él decía en voz muy alta lo que todos
los alemanes tenían en la mente y deseaban escuchar: la expiración de las
humillaciones y las costosas reparaciones de guerra exigidas por las potencias
ganadoras de la Iª Gran Guerra, el fin de la penuria económica provocada por
ellas y la terrible crisis del 29, el desencanto de la gente en los partidos
tradicionales, incapaces de dar soluciones a sus problemas, así como la
ferviente esperanza de ver a su país tan grande como lo había sido en el
pasado.
-Lo entiendo, pero me sigue admirando
que lograra promover tanto entusiasmo a su persona y sus acciones entre la gran
mayoría de la población alemana.
-Sí, sorprende, pero solo a quienes no
conocieron la dura posguerra de la Iª Guerra Mundial. Y sobre todo, los años de
la temible crisis económica del 29.
-Mira –continuó-, no te puedes ni
imaginar la dureza de aquellos años. Mi padre era ingeniero y dirigía una
azucarera en Baja Sajonia. Vivíamos relativamente bien, pero pronto empezaron a
escasear los alimentos de primera necesidad. El dinero, poco a poco al
principio y de manera galopante después, fue perdiendo su valor de manera
escandalosa. El día de cobro, la gente salía corriendo hacia las tiendas,
porque los precios subían por minutos. Con decirte, que mi abuela guardaba un
gran baúl lleno de miles de millones de marcos en billetes, con la esperanza y
convencimiento de que llegaría un tiempo en el que recobrarían el valor
perdido.
-Sí, sí, me estoy haciendo una idea
–reconocí.
-Claro, mi padre cobraba un buen sueldo,
pero pronto se igualo a los de los demás, es decir, a nada. Mi familia fue
intercambiando joyas y objetos de valor por bonos de pan y leche y así fuimos
tirando. Tanto la panadería como la vaquería eran propiedad de judíos, por lo
que ellos eran cada vez más ricos y nosotros cada vez más pobres.
-Ya empiezo a comprender el rencor que
levantaron allí los judíos.
-Así fue. Por suerte, la azucarera tenía
unos terrenos sin ocupar y mi padre ordenó plantar verdura y montar un
gallinero junto a una pequeña granja, con guardia las 24 horas del día. Gracias
a esto, nosotros y los empleados fijos teníamos algún extra de alimento. La
inmensa mayoría de la población de nuestra región solo disponía de patatas y
remolacha cocidas. Patatas para desayunar, patatas para comer y patatas para
cenar. Además, el paro alcanzó cifras escandalosas ¿Te vas haciendo una idea de
la situación?
-Claro, era una situación insostenible,
capaz de generar una explosión social de proporciones inimaginables.
-Eso es. Era una inmensa olla a presión
a punto de reventar. Y, de pronto, apareció un sujeto que clamaba ideas y
conceptos que la mayoría deseaba escuchar. Pero además, con su llegada al
poder, las cosas comenzaron a cambiar de manera casi mágica. De repente, el
paro se esfumó. Los artículos de primera necesidad aparecieron en abundancia.
La industria dio un salto cuantitativo y cualitativo espectacular. Los
trabajadores obtuvieron ventajas y beneficios impensables para aquellas épocas.
Había estudios y vacaciones pagadas, representaciones artísticas y culturales
gratuitas y promoción y apoyo de toda clase de actividades deportivas. Era el
comienzo de una época floreciente de esplendor nacional con la que todo alemán
había soñado y deseado.
-Todo esto –continuó Konrad, tras una
breve pausa-, bien arropado por una masiva y eficaz campaña propagandista,
junto a un total e intenso adoctrinamiento de niños y jóvenes en escuelas y
colegios, dio lugar a un seguimiento mayoritario de los alemanes a su Führer,
aún por aquellos que no tenían muy claro que era aquello del “Nacional
Socialismo” Te aseguro que logró provocar un auténtico fervor en torno a su
figura en muchos de sus seguidores.
-¿Hasta el punto de seguirle en todas
aquellas barbaridades que cometió?
-Mira, hasta que terminó la guerra no
tuvimos constancia de la enorme dimensión de la tragedia que provocó. Había
rumores del mal trato que recibían judíos y otros grupos étnicos y políticos,
pero lo achacábamos a propaganda enemiga. Hoy día, todavía hay alemanes que
creen que el llamado “exterminio” es un invento de los judíos y una
exageración. Dicen que no es posible matar a tanta gente en el corto espacio de
tiempo en el que se dice que se produjo.
-¿Y tú, como lo ves? ¿Crees que exageran
en el número de muertos?
-No, no. Hombre, no puedo discutir la
cantidad de millones de gentes que fueron asesinadas, no solo judíos, pero que
fueron muchísimos, eso es seguro. Hay que tener en cuenta que en el 1942, la
población ya sufría de falta de alimentos, así que piensa en las carencias
de los prisioneros.
Y
muchas más para los judíos, que eran odiados. El que no acabara en la cámara de
gas moriría de hambre… o ambas cosas, primero esto y después lo otro.
-¡Qué horror! ¡Y vosotros tan frescos!
-Lo ignorábamos o queríamos ignorarlo. La
intensa propaganda y el adoctrinamiento de los niños y jóvenes era tal que estábamos incapacitados para aceptar nada negativo de
nuestro gobierno. Voy a hacerte una confesión: Yo, como todos los chicos
decentes de mi pueblo, pertenecíamos a las “juventudes hitlerianas” y te
aseguro, que si yo hubiera conocido alguna actividad o reacción de mis padres
en contra del régimen, no hubiera dudado lo más mínimo en denunciarles. Hasta
este punto llegó la cosa. Esa era la realidad de la situación de entonces.
-Me dejas de piedra. Jamás lo hubiera
supuesto en ti. ¿Cuándo llegaste a abrir los ojos y darte cuenta de la
dimensión de la tragedia en la que estabais metidos?
-Muy poco a poco. En realidad, solo
cuando ya finalizaba la guerra, y durante la dura posguerra, fue cuando supe lo
ciego que había estado. Yo y casi todos los alemanes.
-¡Es increíble! –no pude evitar
pronunciar este exclamación.
-Sí, sí. Mira, hacia el 39, llegó a
nuestro pueblo un convoy de camiones con un grupo bien armado de guardias.
Reunieron a todos los judíos en la plaza, frente a la iglesia, los montaron en
los camiones y se los llevaron. Nadie movió un dedo por ellos y muy pocos se
apenaron.
-¡Qué barbaros! –volví a exclamar.
-Hombre, nadie pensó que los llevaban al
matadero. Ellos tampoco, supongo. En caso contrario se habrían resistido o
intentado fugarse. El caso es que, como te digo, aquel episodio fue acogido en
el pueblo, no me atrevería a decir con regocijo, pero si con total indiferencia.
Había mucho resquemor y animadversión contra ellos, porque mientras la gente
del pueblo las había pasado moradas, ellos vivieron bien y seguían viviendo
mejor. Además hubo también una buena dosis de envidia, claro.
-¿Hubo alguno que regresó después de la guerra?
-Nadie apareció por allí. Tampoco hubo
ninguna reclamación sobre las propiedades que tuvieron que abandonar. Si alguno
se salvó, prefirió comenzar una nueva vida en otro país. Quizás Israel.
-Y… ¿Cómo fue vuestra vida durante la
contienda? –seguía yo tirándole de la lengua.
-Al comienzo bien. Inglaterra y Francia
nos habían declarado la guerra, pero no había inquietud. Estábamos seguros de
vencerles.
Konrad continuó relatando las diversas
sensaciones percibidas por la gente corriente en el transcurso de la guerra.
Desde el comienzo, nada había que reprocharse. El ejército no podía hacer otra
cosa que repeler la agresión aliada. La invasión de Polonia, al contrario del
pretexto esgrimido por ellos para declarar la guerra, estaba más que
justificada. Alemania pedía algo muy justo: la concesión por parte de los
polacos de un pasillo que comunicara Alemania con la región hermana de Danzig.
En ningún momento, según el gobierno
alemán, los mandatarios polacos se prestaron a acceder a una negociación que
pudiera resolver el conflicto de manera pacífica, a pesar de lo mucho que lo
intentó. En cambio, se dedicaron a acosar a la población de Danzig y a hacer la
vida imposible a los ciudadanos alemanes y germano parlantes de Polonia.
En definitiva, se había actuado en
defensa de nuestros compatriotas residentes en Polonia. La reacción de los
aliados respondía solo al deseo de evitar que Alemania volviera a ser la gran
nación que había sido. Temían que pudiera llegar a disputarles las colonias
africanas y asiáticas, de las que obtenían enormes beneficios en materias
primas y otros recursos naturales. Era evidente. Rusia también había invadido
Polonia y, sin embargo, no hubo ninguna reacción contra ella. ¿Por qué?
-A cada hora y día, la prensa y radio
alemanas nos ofrecían las gloriosas victorias de nuestro ejército sobre
ingleses y franceses. Era lo esperado. Toda Europa aprendería a respetarnos.
Era la confirmación de que Alemania había vuelto a ser la más importante
potencia europea.
-¿Nunca dudasteis en alcanzar la
victoria total? –quise tentarle así.
-Al principio no. En un año, se produjo
la derrota de las tropas expedicionarias aliadas en Dunkerque, la invasión, sin
apenas esfuerzo militar, de Dinamarca, Noruega, Bélgica, Holanda y Francia, que
hubo de capitular en junio de 1940. Inglaterra, que había quedado arrinconada
en su isla y sufría el bombardeo diario de nuestra aviación, pronto pediría la
celebración de conversaciones para finalizar la guerra.
-¿Ni siquiera cuando Hitler ordenó la
invasión de Rusia? –insistí.
-Menos aun. No se podía comparar la
eficacia y potencia de nuestro ejército con el de Rusia, compuesto por tropas
mal entrenadas y peor dotadas. Solo había que ver que, en unos pocos meses del
41, nuestras tropas estaban a las puertas de Moscú.
-¿Tampoco cuándo entró Estados Unidos en
la contienda?
-Mira, eso nos sorprendió. No entendimos
por qué nos declararon la guerra después de que los japoneses les atacaran en
Pearl Harbor ¿Qué teníamos que ver nosotros con eso? De todas formas no le
dimos demasiada importancia. América estaba muy lejos y sus transportes de
tropas y material se hallaban a merced de nuestros submarinos.
-Y bien que os equivocasteis, porque la
ayuda americana resultó decisiva para la derrota de Hitler, tanto en el frente
del este como en el del oeste de Europa –aseguré.
-Tienes razón. Pronto habríamos de
aterrizar en la triste y dura realidad y nuestros aires y deseos de grandeza se
volatilizaron. A principios del 43, nuestro imbatible ejército se rindió en
Stalingrado y allí comenzó nuestra decadencia y calvario. Los dos años que
siguieron, hasta la firma de la rendición, fueron de creciente sufrimiento y
angustia. Los artículos alimenticios y de primera necesidad comenzaron a
escasear hasta agotarse. Los bombardeos de la aviación fueron aumentando.
Nuestra región y, en concreto, nuestro pueblo no tenía importancia estratégica,
pero los aviones aliados descargaban las bombas sobrantes al regresar de las
misiones contra las ciudades y objetivos importantes. Y desde el aire las instalaciones
de la azucarera debían parecer un objetivo apetecible, así que al final solo
quedaron cascotes de ella, Te aseguro que te puedo contar todo esto de puro de
milagro.
-Lo pasasteis mal ¿eh?
-Mal es muy poco. Por suerte, a nuestro pueblo llegaron los
ingleses que, aunque no se privaron de alguna violación y de algún robo, no se
podía comparar con las tropelías de otros, sobre todo por parte de los rusos.
Imposible justificar la enorme brutalidad y ensañamiento que protagonizaron sus
tropas, pero se comprende. Habían muerto demasiados millones de rusos, tanto
civiles como soldados y tampoco el trato que recibieron de nuestras tropas fue
demasiado ejemplar. Llegaban con una inmensa sed de venganza y la aplicaron
siempre que pudieron.
-¿Y la posguerra?
-¡Uf! Fue dura, aunque relativamente
corta. Los primeros meses fueron terribles, no solo por la absoluta escasez de
todo, sino por la angustiosa incertidumbre de qué iba a ser de nosotros o qué
iban a hacer con nosotros los vencedores. Recuerdo aquellos días como si fuera
ayer. El bombardeo, que acabó con la fábrica de azúcar, se llevó de paso
nuestra vivienda que estaba anexa. Perdimos todo, salvo unas pocas prendas de
vestir. Pronto llego el invierno y
apenas teníamos con qué cubrirnos. A mí me tocó una vieja levita de mi abuelo
que me sobraba por todos los lados. Yo entonces era larguirucho y delgado como
un palillo. Imagina mi aspecto: Era una cabeza flotando sobre una fantasmal
túnica que me llegaba casi a los pies, ocultaba mis manos y en ella tenían
cabida, al menos, cuatro como yo. Y no quiero hablarte del hambre tan atroz que
tuvimos que sufrir. Me acostumbré a comer de todo, hasta las cosas más
inverosímiles. Hoy día puedo decir que no le tengo manía a ningún alimento y
puedo comer hasta piedras hervidas si es necesario.
-Pero, hasta donde yo sé, los aliados se
portaron bien –afirmé.
-Sí, sí. De inmediato, los ingleses
organizaron una administración mandada por militares y llegaron toda clase de
ayudas. Pronto, también, dio comienzo un ambicioso plan de reconstrucción, el
Plan Marshall.
-¿Y hubo represión? Porque tú eras de
las Juventudes Hitlerianas…
-Sí, claro. Era natural. Se buscaron
culpables hasta debajo de las piedras y hubo de todo. Alguna venganza y algún
inocente que pagó los platos rotos. A mí no me hicieron nada. La mayoría de los
chavales pertenecíamos a esa organización, que era casi obligatoria, ¡Qué nos
iban a hacer! En cambio, a un tío mío un tribunal militar le condenó a seis
años de trabajos forzado por ser sargento de las SS.
-¿Le probaron algún delito?
-¡Qué va! ¡Pero si mi tío era un hombre
buenísimo, incapaz de matar una mosca! Le condenaron porque, siendo sargento,
prejuzgaron que habría mandado cometer alguna fechoría. Pero mi tío había
ascendido por méritos de combate y porque ya no quedaban mandos en su unidad.
El caso es que fue enviado a una mina de carbón en Francia. Lo liberaron a los
cuatro años, pero llegó hecho una lástima. El hombre no estaba acostumbrado a
trabajos tan duros y logró sobrevivir de puro milagro.
-Las guerras son duras para todos, pero
sobre todo para los perdedores.
-Así es. Por suerte, entre los
vencedores de las potencias occidentales, había estadistas de muy alto nivel
político que habían hecho un acertado diagnóstico de la principal causa del
origen de aquella enorme catástrofe mundial. No estaban dispuestos a repetir
los errores que cometieron los países vencedores de la I Gran Guerra, tras la
capitulación de Alemania. En vez de fijar unas indemnizaciones enormes, que nos
mantuvo en la ruina más negra durante años, promovieron un ambicioso plan de
reconstrucción que, en pocos años, propició que las cotas de bienestar que se
habían obtenido con Hitler fueran superadas con creces. Se probaba, de esta
manera, que el camino de la paz y de la colaboración producía mejores
resultados que el de la guerra y la confrontación.
-¿Y no quedaron rescoldos de rencor
hacia los vencedores e, incluso pienso yo, gentes nostálgicas de los antiguos
modos militaristas, que todavía rumiaran un desquite por la humillación y demás
secuelas que conlleva la derrota?
-Mira, hay gente para todo, pero el
batacazo fue tan grande, que la inmensa mayoría de la gente solo deseaba
olvidar cuanto antes aquel horror y trabajar con ahínco para mejorar su
posición personal y la de Alemania entera. La frase más repetida por los
alemanes, durante la posguerra fue: “Nie wieder”
-Nunca más-.
De vez en cuando, Konrad recordaba alguna anécdota o situación jocosa
y también trágica. Aunque él, poseedor de un fino sentido del humor y de un
gracejo impropio de un ciudadano alemán, trataba de suavizar, a fin de quitarle
hierro, o para evitar mi desazón o molestia.
No es algo casual que estos recuerdos
hayan llegado a mi mente, tras más de 30 años de producirse. Hoy, se han dado
una serie de hechos en Europa muy semejantes a los descritos en aquellas
inefables conversaciones con mi jefe y amigo Konrad, sobre los prolegómenos del
conflicto que ensangrentó a Europa, entre los años 1939 y 1945.
¿Será posible que esta triste historia
vuelva a repetirse?