sábado, 8 de enero de 2022

San Jorge en la Batalla del Alcoraz

51.- SAN JORGE EN LA BATALLA DEL ALCORAZ

 


Era el año 1094 y reinaba en Aragón Sancho Ramírez I, tras haber heredado el Reino, a la muerte de su padre Ramiro I en el sitio de Graus. Este había heredado el Condado de Aragón de Sancho Garcés III el Mayor, rey de Pamplona.

Ramiro se había autoproclamado Rey de Aragón, después de anexionarse los Condados de Sobrarbe y Ribagorza, una vez muerto, por asesinato, su hermanastro Gonzalo, propietario de los dos condados.

Sin embargo, el Papa Alejandro II no aprobó su coronación como Rey. Poderosas razones lo impedían. Ramiro era hijo ilegítimo, fruto de los amoríos juveniles del Rey con la noble Sancha de Aibar. No disponía, por tanto, de título adecuado para acceder a un trono. Tampoco el testamento de su padre se lo otorgaba Por si fuera poco, existían fundadas sospechas de su participación intelectual en el asesinato de su hermanastro Gonzalo.

Sancho Ramírez se vio obligado a emplear mucho esfuerzo, tiempo y dinero para conseguir la aprobación de la Santa Sede a su dinastía, sin la cual su título real no era más que un castillo en el aire.   

Consideró que una decidida ofensiva contra la morisma ayudaría a lograr sus fines ante el Papa y decidió tomar la plaza mora de Huesca.

Ocupó las alturas que rodeaban a la ciudad e invadió las almunias de sus alrededores, donde, según se dice, se cultivaban exquisitas verduras, hortalizas y legumbres, además de ricos frutales, gracias a los muchos pozos y fuentes existentes y a las aguas que tomaban del río  Isuela.

El asedio se prolongó varios meses. Sancho no ignoraba que disponía de un tiempo limitado para tomar la ciudad, ya que era seguro que Al-Mustain II, rey de Zaragoza, acudiría en ayuda de Huesca. Además, este había aumentado su poder al lograr la alianza de Alfonso VI. Doblándole el pago de parias, obtuvo su ayuda, olvidando el castellano su deuda de honor con Sancho, que le había socorrido ante los almorávides.

Cierto día en el que Sancho inspeccionaba las defensas de la ciudad, un rammah, arquero de mucha pericia, le metió una flecha por el costado hiriéndole de muerte.

Así lo relata la crónica de San Juan de la Peña:

“...Et un día, él, andando en rededor de la ciudad comidiendo por do se podría entrar, vio un flaco lugar en el muro forano et cavalgado sobre su caballo con la mano dreita designando con el dedo, dixo: por aquí se puede entrar Huesca- et la manga de la loriga se abrió, et un moro ballestero que estaba en aquel, con una sayeta por la manga de la loriga firiolo en el costado; et él non dixo res, mas fuese por la huest et fizo jurar a su fillo don Pedro por rey, et las gentes se maravilloron de aquesto, et jurado por rey fizole prometer que non se levantasse del sitio entro que avies Huesca a su mano.”  

Sancho Ramírez murió el día 4 de junio de 1094, a la edad de 50 años. Su cuerpo fue llevado a la abadía del castillo de Montearagón, donde permaneció durante seis meses y medio.

Después fue trasladado al monasterio de San Juan de la Peña con gran ceremonial. “...et soterraronlo denant el altar de San Johan...” El cuatro de diciembre del mismo año fue celebrado un sepelio regio que presidió su hijo Pedro I y en el que participaron el arzobispo de Burdeos, los obispos de Montpellier y Jaca, el abad de Leyre, el de Thomieres y legado pontificio Frotardo y el abad de San Juan de la Peña, Aimerico.

Dejó Sancho a su muerte un  hijo  ilegítimo,  Don  Vela  de Aragón, y tres legítimos: Pedro su heredero -ya que Fernando el primogénito había fallecido algunos años antes-, Alfonso y el monje Ramiro. Gracias a esos caprichos del destino los tres reinaron sucesivamente.

Pedro I siguió la recomendación de su padre Sancho y tomó el  firme  propósito  de  conquistar  Huesca, como principal objetivo de su reinado.

Deberían transcurrir dos años más antes de conseguirlo. En tanto llegaba ese momento, preparó concienzudamente el ejército y los medios de asalto a la doble muralla que rodeaba a la ciudad, así como la forma de evitar cualquier ayuda exterior.

Fortificó un pueyo situado al sur de la ciudad, que hoy lleva el nombre de San Jorge, con el fin de entorpecer la llegada de fuerzas de socorro desde Zaragoza. El castillo de Montearagón y las posiciones emplazadas en los altos del Estrecho Quinto cerraban toda posibilidad a la entrada de cualquier ayuda proveniente de la plaza mora de Barbastro.

En 1096 el rey Pedro I tenía ya  sus tropas dispuestas, con los planes de combate bien meditados y los lugares de asalto y defensa muy definidos.

Había llegado el momento más deseado y buscado. Era la ocasión de poner en marcha el ataque que le diera la posesión de Huesca.

La ciudad se defendió con denuedo durante seis meses, y este tiempo dio lugar a que de nuevo al-Mustain II preparara  un gran ejército de socorro, al que se le unieron  tropas castellanas al mando del conde de Nájera, García Ordóñez.

Pedro estaba advertido, gracias a la experiencia obtenida en el anterior asedio realizado junto a su padre Sancho, que el rey zaragozano trataría de impedir por todos los medios la toma de Huesca y se hallaba bien dispuesto para enfrentarse a él.

Conocía el avance y composición de las tropas expedicionarias, por medio de la información que puntualmente obtenía de sus espías, estratégicamente situados en las aldeas tributarias de Torres, Formiñena y Almudévar.

En el momento preciso, Pedro situó su primera línea de combate en unos altos situados a media legua al sur del pueyo y desde ese lugar avistaron la llegada del ejército musulmán, el 19 de noviembre de 1096.

De un lado las tropas moras  y  castellanas  y  de  otro  las navarras, aragonesas y francas de Aquitania y Bretaña que habían acudido en ayuda del rey Pedro, en respuesta a su llamada de apoyo.

Las filas cristianas estaban nutridas, además de las tropas del Rey  por gran parte de los varones de las familias, a veces completas, que acudieron al combate desde todas las aldeas del norte. Nadie capaz de sostener un arma faltó a aquel trascendental encuentro.

Bajaron de Biescas los Aznárez, Ximeno, Casal, Oliván, Dieste, Garín, Aso, Piedrafita y los Azcín, junto con los de la Garcipollera.

No faltaron los Garcés de Ayera, el Serrablo y el val de Gorga; ni los Forto y Ortiz del val de Nocito; ni tampoco los Alastrué de Boltaña, y los Lanuza de Sallent y de Basa.

Firmes en sus puestos de combate, aguardaban, con dientes y puños apretados, y las armas prestas, los Banzo y Blanco del val de la Fueva.

Junto a ellos, hombro con hombro, esperaban las órdenes para la batalla los Grasa, Nasarre, Bailo, Villacampa, Vallés, Blasco y Bellostas de Bara, con los Arnal a su frente.

Llegaron de Ribagorza los leales y valientes Bardaxí, Azara, Mur, Abella, Camporrels, Baldellou y Ravidats.

Galíndez de la Garcipollera se presentó conduciendo bajo su mando a los Bescós, Jiménez, Ariol, Calvo, Lalaguna y Danoria y muy cerca de ellos podían verse a los Allué, Alcázar, Orús y Osán del val de Basa, preparando sus armas y dándose ánimos antes del combate.

En las primeras filas, ocupando el lugar más destacado y peligroso tal como lo habían hecho siempre sus antecesores, se situaron los descendientes de los primeros luchadores del Sobrarbe. Allí estaban los Escuaín, Porto, Escal, Ligüerri, Aguirre, Atiart, Arro y Azlor que traía con él un grupo de montañeses almogávares. Con ellos estaban los Bistué de Troncedo y Torre de Obato.

Integrado en las huestes del abad Aimerico llegó también Bernardo de Bistué y desde Navarra no quisieron dejar de acudir al gran combate  los  descendientes  de  Fierro, Arroaga, Galíndez y García, en  la  tropa del conde de Navarra, deseosos de emular las gestas de sus mayores.

Pero eran tantos los que allí se habían congregado con el firme propósito de servir al rey y vengar la muerte del buen monarca Sancho, que nombrarlos a todos resultaría tarea imposible. No habría lugar ni tiempo suficiente para hacerlo.

Fue el ejército moro quien rompió las hostilidades. Su caballería se lanzó contra las primeras filas cristianas, seguidos por los infantes que corrían enardecidos mientras lanzaban grandes voces de aliento y clamaban invocando a su Dios.

Las tropas cristianas cedieron terreno, hasta llevar la contienda a unos estrechos llanos usados como avenida, cañada o cabañera, llamados de Alcoraz. Era una maniobra muy bien estudiada por el rey Pedro, ya que al avanzar las tropas musulmanas por estos llanos se colocaron entre el fortificado pueyo y un denso carrascal elevado, donde aguardaban, emboscadas, más tropas cristianas que atacaron sus flancos con flechas, venablos y a espada cuando vaciaron sus aljabas.

En ese momento de la batalla, entró en acción la potente caballería franca. Sus aguerridos jinetes, montados en vigorosos caballos protegidos por aceradas mallas y gruesas corazas, constituían una fuerza de choque muy difícil de frenar.

Los francos cargaron contra el centro de las tropas moras, abriendo una brecha en ellas con sus largas y poderosas lanzas, por la que penetraron los peones cristianos.

Con esta maniobra el ejército enemigo quedó partido en dos, viéndose atacado por dos nuevos flancos, lo que suponía en la práctica quedar en una grave desventaja estratégica.

Esta situación de inferioridad se agravó más, cuando la caballería ligera navarra atacó la retaguardia mora por el sur, tras rodear el pueyo.

La superioridad estratégica cristiana llegó a ser tan acusada que, a pesar de que las tropas moras les doblaban en número y aun más, y que los cristianos apenas podían cubrir  todos los frentes abiertos con sus  tropas, poco a poco, el resultado de la batalla se fue inclinando a su favor.

Ya los moros flaqueaban y comenzaban los cristianos a celebrar la victoria con gritos de júbilo, cuando de improviso una muchedumbre armada, mandada por el emir Abderramán, salió por la puerta sur de la ciudad y atacó la retaguardia cristiana.

El rey Pedro había previsto esta contingencia y mantenía un destacamento de aragoneses vigilando la posible salida de los asediados, pero no imaginó que el jefe cercado pudiese reunir tan numerosas huestes. El destacamento fue arrollado y el sorpresivo ataque sembró la confusión en el campo cristiano.

Aragoneses y navarros peleaban con inusitado ardor, fiereza y valor, produciéndose innumerables actos de heroísmo. Pero las filas se habían roto y la misma situación estratégica que antes era favorable, ahora se había vuelto en su contra y les obligaba a contender rodeados de enemigos por todas partes, con riesgo de sufrir una estrepitosa derrota.

En esa apurada situación se hallaban cuando, providencialmente, aparecieron nuevas tropas cristianas procedentes de los baluartes del norte, que desde sus alturas observaron la maniobra de los sitiados y se apresuraron a acudir en apoyo de los suyos.

No eran muchos, pero atacaron con tal decisión y arrojo, que las tropas salidas de Huesca -en buena parte formadas por paisanos armados, de escasa preparación militar- al verse atacados, a su vez, por la espalda, cundió el pánico entre ellos y ya solo trataron de salvarse en desbandada.

Entre las tropas cristianas de refresco apareció un singular caballero sin más distintivo que la cruz roja sobre pecho y escudo, característico de los cruzados de Tierra Santa, llevando a su grupa a otro caballero ataviado del mismo modo.

Nadie les conocía ni sabía cómo, cuándo y por dónde habían aparecido.

Metidos ya en el combate, el cruzado de la grupa echó pie a tierra y se puso a luchar al lado del caballero. Ambos  arremetieron con tal brío y coraje que solo ellos se bastaban para hacer retroceder a todo el frente enemigo.

Al ver los demás soldados cristianos aquel prodigioso y heroico proceder, tomaron ejemplo y redoblaron sus esfuerzos.

No faltaban los gritos de ánimo de sus mandos.

Entre ellos, por encima del fragor del combate, se podía escuchar la potente voz de Bernardo alentando a los suyos:

-¡Apretad, apretad soldados, que Dios está con nosotros!

O la del rey Pedro arengando a las tropas:

-¡Adelante mis leales! ¡Adelante, adelante por Aragón!

 Y estos, sacando fuerzas de flaqueza, continuaron el combate con más ahínco, hasta derrotar por completo al ejército musulmán.

Fue una gran victoria y una gran carnicería, la mayor acontecida hasta entonces en aquellas tierras. Cuentan los cronistas moros que perdieron la vida en la batalla más de diez mil de los suyos. El mismo conde castellano, García Ordóñez, cayó prisionero durante la contienda.

Ocho días después, la ciudad se rindió y las tropas cristianas entraron victoriosas en ella.

Cuando buscaron a los dos caballeros cruzados para agradecer su inestimable ayuda y enaltecer la magna proeza realizada, no los hallaron. Habían desaparecido tan misteriosamente como habían llegado.

Alguien pensó que aquel suceso tenía todas las apariencias de ser un hecho prodigioso y sobrenatural. Cuando así lo manifestó a las autoridades eclesiásticas presentes, estos le dieron la razón, añadiendo que solo San Jorge podría ser capaz de semejante portento.

Por aquel tiempo se tenían por ciertos algunos detalles sobre la vida de San Jorge. Se decía que nació en Capadocia. Recibió las enseñanzas de la fe cristiana y se dedicó a la milicia. Llegó a ser un alto mando en el ejercito de Diocleciano, pero se negó a perseguir a los cristianos y sufrió martirio por esa causa. Hecho ocurrido el octavo día antes de las calendas de mayo a la hora sexta, es decir, el 23 de abril al mediodía.

Años más tarde surgió la leyenda y en ella se relataba cómo un   caballero alemán, encontrándose en Antioquia combatiendo a los moros, fue descabalgado y quedó rodeado de enemigos. Al verse en trance de muerte se encomendó con tanta fe a San Jorge que este le escuchó. Apareció en la refriega montando un caballo de inmaculada blancura y lo subió a su grupa desapareciendo con tanto misterio como había empleado en su llegada.

En ese momento, escuchó el Santo implorar su ayuda desde el Alcoraz, y así fue como el santo Jorge y el caballero alemán intervinieron en la batalla, hasta hacer que las tropas cristianas lograran una gran victoria sobre sus infieles enemigos.

Como quiera que este hecho, o parecido, se repitiera en otras ocasiones, en las que el Santo se apareció para defender las armas aragonesas en situaciones de grave riesgo o amenazador apuro, se llegó a considerar San Jorge protector de la casa de Aragón, como lo había sido San Millán, y más tarde Santiago, con la de Castilla.

Para celebrar tan importante victoria, Pedro I ordenó construir una ermita dedicada al culto de San Jorge en lo alto de aquel cerro, próximo a los llanos de Alcoraz, que fue testigo mudo y notario inmóvil de la hazaña del Santo.

Sin entrar en la discusión de quién fuese aquel misterioso caballero, ni de cómo se produjeron los hechos, es obligado conceder que algo muy grande e inexplicable debió suceder aquel día 19 de noviembre de 1096, para que el pueblo conservara su devoción al Santo hasta nuestro tiempo.

No hay otra explicación para que, desde entonces, cada 23 de abril, fecha del martirio de San Jorge, se celebre una multitudinaria romería protagonizada por las gentes de Huesca, para recordar aquella remota gesta y agradecerle su ayuda protectora.

La tradición ha hecho que en tan señalado día, año tras año, acudan al cerro los descendientes de aquellos que, otro día, se reunieran por familias, armas en mano, para luchar contra los enemigos de su fe y vengar la muerte de su buen rey Sancho.

Desde entonces las familias han venido haciéndolo en paz, alrededor de cestas, ollas y fuentes, a cobijo de la buena sombra de su arbolado, para degustar el sencillo yantar de ensalada  y  huevo duro, tal vez unas chuletas empanadas de cordero, o quizás algún guiso de pollo para las familias más voraces, todo ello bien regado, eso sí, por el excelente vino del Somontano -hay que alabar las milenarias viñas de Bespén- o por el no menos excelso de la región de Almudevar o Robres.

Concluida la campaña de Huesca, algunos de los combatientes se quedaron en la ciudad y otros regresaron a las tierras altas de su procedencia, pero unos y otros sabían que el reino de Aragón había dejado de ser un incipiente estado, para convertirse en una monarquía asentada y madura, y que la legitimidad de su dinastía era ya un hecho incontestable.

Con broche de oro, se celebró el fin de siglo, ya que en el año 1100, se conquistó Barbastro.

El XI fue un siglo turbulento, donde germinó la buena mies y la cizaña; el fruto sustentador y la mala hierba; la fe de Cristo y su utilización hipócrita e interesada; la lealtad y la traición; la generosidad y la más abyecta ambición. Pero, sobre todos los eventos producidos, el mayor y más importante fue el  nacimiento del Reino de Aragón.