martes, 25 de mayo de 2021

46.- El Inevitable Ocaso

46.- EL INEVITABLE OCASO.

 



        Hoy me apetece escribir sobre la muerte, ese ineludible ocaso. Es un tema tabú, lo sé, pero esa misma naturaleza suya me estimula a tratar sobre ella.

Hay quien lo considerará de mal gusto. Alguien opinará que nombrarla puede acarrear un mal fario. Más de uno creerá que debatir sobre ella ha de rozar la irreverencia. Otro aconsejará olvidar que existe.

No me parece que haya razón alguna para justificar ninguna de esas posturas. La muerte es un suceso tan natural y consustancial con todo ser vivo, como el propio hecho de su nacimiento. Tan natural, que la muerte es lo único seguro que hay en nuestra vida.

Alguien mucho más docto que yo dijo que la muerte es un hecho muy inoportuno para los ricos y bastante llevadero para los pobres.

Sin duda, acertaba en gran medida. Por mi parte, desearía añadir que es ignorada, despreciada y con frecuencia desafiada, por los jóvenes, pero recibida como una liberación por muchos ancianos.

Pero es bien cierto, que su evocación suscita un abanico de sensaciones y sentimientos de lo más variado.

Recuerdo con absoluta nitidez, cómo iba pensando en la muerte, en mi más tierna infancia, mientras subía los pocos escalones que daban entrada a la Escuela Normal de Huesca, junto al Parque, donde recibía enseñanza de primaria, supongo, con no más de seis años.

Me decía -recuerdo palabra por palabra-: "Sí, es cierto que todas las personas se mueren, pero yo...¿Yo? No, no es posible. Yo soy diferente. Yo no moriré."

Lamento no saber describir la sensación de singularidad que yo sentía en ese momento. Me veía, no solo único y diferente al resto de del mundo, sino, sobre todo, demasiado importante como para morir. Quizás, alguno de mis lectores haya tenido, en su juventud, ideas similares a las mías y pueda expresarlas mejor.

Crecí y, más pronto que tarde, supe que aquellos optimistas sentimientos no eran más que una de tantas ilusas fantasías que rondaban mi cabeza infantil.

Otro recuerdo, este en la época de estudios superiores: Un amigo y colega de clase me confesó que lo que más sentía de la muerte, era que le llegara antes de haberse acostado con una mujer. ¿Podéis creerlo?

Tengo otro amigo que asegura tener una obsesiva curiosidad por conocer qué sentirá unos minutos antes de ocurrir su muerte. Es decir, le interesa protagonizar y sentir, de manera consciente, la experiencia irrepetible del paso de la vida a la muerte.

Me temo que no lo logrará. Nadie conoce el momento exacto de su muerte. Ni siquiera durante esos momentos de extrema agonía, en el que uno puede sentir cómo se acerca su aliento. Nadie puede saber si esa agonía durará segundos, minutos u horas.

Esta oscura señora -falso. no tiene color ni género- se presenta sin avisar. Es un instante ¡Zas! Y antes de que puedas darte cuenta, ya te has ido. Por algo la pintan con una guadaña en las manos.

No hace mucho, asistía a un enfermo de cáncer, que estaba siendo tratado con pocas esperanzas de éxito, dado lo avanzado de la enfermedad. Era creyente y muy devoto. Me dijo que había puesto su destino en manos de Dios, "pero, no creas, que no por eso dejo de sentir miedo", me confesó.

-¡Pero hombre! - le contesté, empleando el tono de mayor tranquilidad que supe hallar, como quien habla de futbol-, ¿De qué tienes miedo? Aquí pueden ocurrir dos cosas: que los médicos te curen o que no puedan. Si lo hacen, bien; y si no, mejor. En este caso, te irás a gozar de un lugar muchísimo más atractivo. Se acabaron los problemas, las dolencias y tantas limitaciones humanas.

Creo que mis palabras lograron un efecto positivo. Supe que su familia notó una serena mejoría tras mi visita. Y  es que, como dije antes, la muerte es un hecho natural y se la debe despojar de dramatismo y rareza.

Conozco a personas de mi edad -soy octogenario- que se aferra a la vida como una lapa marina. Viven obsesionados por alargarla tanto como puedan y son capaces de soportar toda clase de privaciones y molestias con tal de "cuidarse" y, así, prolongarla.

He sido testigo de la terrible lucha protagonizada por algunas personas de mi entorno y edad, en el intento de sobrevivir a una grave enfermedad. Y he presenciado el cruel padecimiento que debían soportar ante los agresivos tratamientos a que fueron expuestos.

¿Merece la pena soportar tales sufrimientos, a cambio de alargar la vida tres o cuatro años más?

Yo me hice esta pregunta y me respondí de inmediato: ¡Ni hablar!

En el extremo opuesto se encuentra otro amigo. Este buen y querido amigo cuenta con 85 tacos y está gordo como un "trullo" -para aquel que ignore el significado de esta palabra, Trullo es un depósito redondo, en el que cae el mosto después de pisarlo-. Sin exagerar, es casi tan ancho como alto. Sufre de fuertes dolores de espalda y le cuesta caminar.

Cierto día que hablábamos sobre sus problemas en la columna vertebral, se me ocurrió recomendarle que tratara de adelgazar un poco. Él, rotundo, me contestó.

-Mira, con mi edad soy consciente que me quedan tres o cuatro primaveras, como mucho. Me gusta comer. Y me gusta comer bien -por mi parte, certifico que es un excelente cocinero-. Este es el único vicio que me queda y no voy renunciar a él por nada del mundo. Y mucho menos para alargar mi vida...¿cuánto?

No me quedó otra que asentir y darle la razón.

En fin, es posible que haya tantas formas de afrontar ese drástico final llamado muerte, como personas existen en el mundo. Corresponde a cada cual elegir, llegado el caso, su actitud ante él.

Sin embargo, no puedo resistir la tentación -o deseo, más bien- de vestirme con la bata a rallas de abuelete cebolleta, calar gafas y pantuflas, y enunciar unas sencillas reflexiones, sugerencias, consejos, o como quiera que se desee calificar lo que sigue:

Destaqué, al principio, la diferencia de actitud ante la muerte de ricos y pobres, así como de jóvenes y viejos -aprovecho para advertir que me gusta llamar las cosas por su nombre. Lo de "mayores", en vez de viejos o ancianos, me parece un eufemismo tonto. Se es lo que se es y punto-. Pero se debería considerar unos cuantos grupos más. Intentaré mostrarlos y definirlos mientras discurro algunas de mis reflexiones al respecto.

Los jóvenes, en efecto, ven a la muerte muy lejana. Tanto más, cuanto menor es su edad. Delante de ellos, en la fila que camina hacia ella, hay otros muchos candidatos, piensan. Consecuencia: tienden a ignorarla y, con frecuencia, a desafiarla, arriesgando su vida.

No os fiéis. Esta oscura señora, la tétrica y mitológica "Parca" -me tomo esta licencia literaria solo por una vez-, tiene muy mal humor y no admite bromas.

Es cierto que, en esta vida, es necesario arriesgar en muchas ocasiones, pero nunca, nunca, apostéis sobre el tapete de la vida, todo vuestro resto. La vida es un regalo tan maravilloso que despreciarlo, al ponerla en grave riesgo, además de una gran sandez, es una enorme ofensa al orbe, o a Dios si eres creyente.

Porque si han recibido la suerte, o el don, de existir, es grave ofensa a la humanidad comprometerlo en el efímero gozo de una aventura de riesgo insensato, sin provecho para nada ni nadie.

Y es que la vida, ese maravilloso don, solo se justifica, se hace fértil y otorga placentera satisfacción, cuando se emplea en procurar utilidad a algo o alguien.

Pero si la pierdes tontamente, antes de poder realizar todo aquello para lo que naciste, tu corta estancia en este mundo pasará sin dejar huella en él. Habrás sido poco más que una cosa, en vez del valioso ser  humano a que estabas destinado.

Hazme caso, joven. Diviértete, estás en edad de hacerlo, pero usa el sentido común y no arriesgues más de lo debido. Porque deberás tener muy en cuenta que la vida no solo es diversión. Vivirla con plenitud, de manera que al final de ella quedes satisfecho de ti mismo, requiere mucho esfuerzo y dedicación para que sea provechosa, no solo para quienes te rodean, sino, de alguna manera, a la sociedad en su conjunto.

¿Y qué decir de la eutanasia? Pues que toda persona es responsable de su propia vida y allá cada cual con la suya, pero considero que nadie, médico o persona alguna, por muy próxima que sea, puede disponer de la vida ajena. 

En relación con este asunto quiero exponer el caso sucedido a un pariente cercano,  que me fue relatado por él mismo. Sucedió que tuvo un ataque de apendicitis que, al no ser tratado con la celeridad necesaria, derivó en peritonitis. Por la causa que fuera, tras la operación quedó en coma. Los médicos le dieron unos pocos días de vida. Su padre, muy religioso, mandó traer al cura para que le diera la extremaunción. Llegó un viernes y los médicos, antes de irse el fin de semana, dieron orden a las enfermeras de que retiraran todos los cuidados porque no llegaría al lunes. Pero el paciente, en coma profundo, ¡oía todo!

Imagínate, me decía,  la desesperación y angustia que sentía, al pensar que aquella gente era capaz de enterrarme vivo. Yo creo que si, en aquellos terribles momentos, me ponen una pistola en la mano, me lío a tiros y no dejo a nadie con vida, incluido a mi padre. 

Con todo, llegó el lunes y el hombre no había muerto. Entonces sucedió que, estando su padre rezando al lado de la cama del enfermo,  escuchó como un murmullo procedente de éste. Sobresaltado, aplicó su oído a la cara de su hijo. 

-¡Qué quieres, hijo! -exclamó.

-Bo-ti-jo -dijo el enfermo, con vos quebrada y apenas audible. El hombre se estaba muriendo de sed.

El padre salió corriendo buscando las asistencias. A partir de ese momento, llegaron médicos y enfermeras a toda prisa y comenzaron a cuidarlo hasta que se repuso, aunque no se libró de que unas cuantas molestas secuelas le acompañaran a lo largo de toda su vida

Que cada cual extraiga las consecuencias que desee de esta historia tan real, como terrible.    

En fin, está claro que pensar, y hablar, de la muerte es cosa de viejos. Es lo natural. Si eres de mi quinta, debes asumir que estás viviendo en la segunda parte del descuento o, por decirlo de otro modo, con el depósito de la vida en zona avanzada de la reserva. Y si, a pesar de ser viejo, aun te sientes joven, no te ilusiones: antes de lo que esperas te darás de frente con esa realidad.

En estos casos, conviene que te prepares y cuando veas llegar lo inevitable no te amilanes. Mira a la muerte de frente y no sientas temor. No hay motivo. Al contrario, hazlo sereno y, a poco que puedas, con alegría.

Sí, sí, no te sorprendas. Si has llegado al final de tu vida, en la casual circunstancia de hacerlo de manera consciente, claro, y has tenido una vida en la que te has conducido de una forma medianamente recta y honrada, procurando hacer las cosas más bien que mal, ¿no crees que has de sentirte orgulloso de ti mismo, al llegar al final, tras el digno papel realizado en ella? Seguro. Y eso a pesar de esos "peros" que, en mayor o menor número e intensidad, arrastramos todos.

Y te digo más, a nada que te sea posible, intenta hacerlo con una sonrisa. Será el último regalo que hagas a tus próximos, a la gente que quieres y que te quiere. Sentirán el consuelo de saber que te has ido en paz, satisfecho y sereno.

Quienes no han sabido, o no han podido, igualar la recta conducta anterior y cargan en su mochila más hechos malos que buenos, habrá que decirles que espabilen. No es momento para dudas o dilaciones.

Les queda poco tiempo para aligerar su conciencia y reparar en lo que se pueda el daño hecho. Y si ya no es posible, al menos arrepentirse y ser capaz de solicitar las oportunas disculpas a quien proceda. Se trata de lograr el mismo objetivo: morir en paz.

Si además eres creyente ¿Qué puede haber en la muerte que te espante? Nada, por supuesto. Todo lo dicho en los 3 y 4 párrafos más arriba, es aplicable a este grupo de gentes, aunque corregido y aumentado.

Pero si eres creyente y has sido "malo", lo menos que puedo decir de ti es que eres tonto, pero tonto, tonto. Tonto a macha martillo, porque estás arriesgando, a sabiendas, el inmenso feliz futuro que te ofrece tu fe. Así que corre, no pierdas tiempo y limpia tu alma más rápido que veloz, porque ese tren no da aviso de salida.

Existe la posibilidad de que hayas sido "malo, malísimo" durante tu vida. Mira, en ese caso, lo siento. Me parece que no tienes remedio, por lo que voy a evitar darte ningún consejo.

Corrijo: no es que no tengas remedio, es que estoy convencido de que no lo vas a buscar. Los "malos, malísimos" formáis un grupo de gentes muy especial. Sois así porque no sois capaces de distinguir el bien del mal. Mejor dicho, tenéis una visión deformada de ambos conceptos y jamás reconoceréis vuestras fechorías.

Hábiles en justificar vuestros actos, siempre halláis razones para ello: La sociedad me lo debe. Tengo derecho para esto, aquello y a lo de más allá. Me he limitado a defenderme. Si no me lo llevo yo, se lo llevará otro cualquiera. Era un ....-escríbase lo que lo que se desee- y se merecía esto y mucho más. Al enemigo ni agua, solo palo y tentetieso. Qué pasa, no he matado a nadie. Soy mal enemigo, quien me busca me encuentra.

Estas son algunas de las muchas razones para justificar sus vilezas. Y como, al tiempo, suelen intercalar algunas acciones benéficas o filantrópicas, sirven estas últimas para anestesiar, aun más y mejor, a su laxa conciencia. Pero no te arriendo la ganancia.

Me temo que dichas excusas no serán suficientes para afrontar el último escalón de su vida con la misma paz y dignidad que en los casos anteriores. Ni tampoco, desde luego, la misma huella que dejarán en su paso por este mundo.

Bien, creo que se ha quedado en el tintero mucho más de lo dicho sobre este tema, pero hasta el "abuelo cebolleta" debe saber contenerse. Por ejemplo, he soslayado, a propósito, plantear la eterna duda de qué habrá después de la muerte. Me parece ocioso hacerlo. Lo que sea ya se verá...o quizás no.    

Lo dejo aquí. Hasta pronto amigos, os deseo lo mejor en este último trance. Pero tranquilos, es algo que hay que hacer y punto.

 

miércoles, 12 de mayo de 2021

45.- La Espada de San Cosme

45.- LA ESPADA DE SAN COSME.

 

San Cosme y San Damián debajo de una peña están. Sierra Guara.

 


 Espada de San Cosme. Museo catedralicio de Essen. Alemania.

 

Uno de los recuerdos más gratos de mi infancia lo compone la peregrinación, romería o simple excursión, al santuario de San Cosme y San Damián, situado en un imponente paraje rocoso de la Sierra de Guara, a unos 34 kilómetros de Huesca.

Cierto es, que yo era entonces muy niño e ignoraba a dónde íbamos, el por qué y hasta el para qué.

Desde los cuatro años, gozaba con los felices veranos vividos en Arbaniés, pueblo del Somontano cercano a la capital de Huesca.

Allí  residía mi abuela paterna Silveria, viuda con una hija, que había hecho de mí, más que su nieto preferido, su "ojito derecho".

De vez en cuando, mi abuela aparejaba su "burreta" -animal con el que ella se entendía mejor que con su hija-, me montaba encima de la albarda y allá marchábamos ambos a visitar a parientes y conocidos, diseminados por la mayoría de los pueblos de los alrededores. Más tarde supe que era una mujer muy respetada por su sabiduría y bondad, y que era mucha la gente de aquellos lugares que solicitaba su consejo o mediación en los más diversos conflictos familiares.

De este modo, tuve la ocasión de conocer los pueblos de Sipán, Ibieca, donde nació mi abuela, Coscullano, Loscertales, Aguas y Liesa.

Aquel año, habíamos ido a Aguas, quién sabe para qué, aunque puedo asegurar que lo pasé en grande las dos semanas que permanecimos en aquel lugar.

En efecto, El tío José, soltero, y su anciana madre Antonia, viuda, me trataron como a un "princés", lo que me permitía campar a mis anchas en el enorme caserón donde habitaban, frente a la iglesia del pueblo.

Uno de aquellos felices días. mi abuela decidió unirse a un grupo de personas del pueblo que habían preparado una visita al santuario de San Cosme y San Damián, distante de Aguas apenas doce kilómetros.

Y hacia aquel santo lugar, emprendimos la marcha ella, la "burreta", conmigo encima, además de unas diez o doce personas más.

No puedo precisar mi edad en aquella época, pero estoy seguro de no sobrepasar los diez años. Tampoco la fecha de la excursión, aunque es más que probable que fuera en septiembre. Era la época del año más adecuada, para que los muchos devotos de los pueblos circundantes acudieran al santuario, a fin de rezar a los santos y solicitar su ayuda y mediación en la prevención o curación de las abundantes enfermedades endémicas en esos tiempos. En aquellos pueblos, dejados de la mano de Dios, no había médico ni botica, entre otras numerosas carencias.

La presunción del mes de septiembre para este viaje está justificada: la mayor parte de las labores de recolección habían acabado, las fiestas patronales se habían celebrado ya y aun se gozaba de buen tiempo.

El viaje en sí, ya me pareció una apasionante aventura. Era el único "jinete" de la expedición, postura que me proporcionaba un extra de distinción y contento.

Anduvimos por sendas y veredas, siempre cara a la Sierra, por parajes cada vez más agrestes y bellos. Solo durante un corto tiempo transitamos por una carretera llana y bien cuidada, sin baches, algo insólito, pero sin asfaltar, sistema desconocido en aquella época y lugar. Allí sucedió un hecho que, aun lejano, recuerdo bien.

A poco de entrar en dicha carretera, nos alcanzó una pareja de la Guardia Civil. Uno de ellos era de edad media y el otro muy joven. Este apenas hablaba y concedía un trato de acusado respeto a su compañero.

Pronto se estableció un cordial coloquio entre los lugareños y el guardia veterano. El otro callaba. Como mucho asentía o sonreía.

De repente, la comitiva se dio de frente con un hombre con aspecto de vagabundo, que caminaba en sentido contrario.

Los guardias le pararon, le cachearon -eran tiempos en los que el maquis rondaba por estos parajes- y el mayor le quitó una caja de cerillas que llevaba.

-Es que hacen hogueras para calentarse y pasar la noche al raso, pero a poco que se descuiden pueden quemar medio monte -explicó, una vez se fuera el mendigo- Por lo demás, no hay que tener cuidado. No son gente peligrosa. Ellos viven así: pidiendo limosna de pueblo en pueblo.

Reanudamos la marcha y poco después dejamos la carretera, para introducirnos por sendas y atajos, bien conocidos por nuestros acompañantes, hasta llegar al final de nuestra andadura: la pequeña explanada anterior al Santuario.

Poca información puedo dar del santo lugar, ya que poco quedaba de su excelso pasado. Durante la Guerra Civil del 36, tropas milicianas esquilmaron el Santuario e hicieron desaparecer, en parte pasto de las llamas, los ricos objetos de culto de los cuatro altares existentes, así como imágenes, reliquias, archivos y seculares exvotos de peregrinos agradecidos por alguna dádiva alcanzada.

El Santuario estaba completamente vacío. Nada hacía pensar que alguna vez hubiera habido culto en aquel lugar.

Quedaban los edificios de la casa del conde, la antigua hospedería, ambas cerradas, y la Santa Fuente, donde manaba agua milagrosa, al decir de las gentes. Nada más.

Lo que nadie había podido destruir, de momento, era el maravilloso paisaje que se podía disfrutar desde allí. Hacia el sur se abría un extenso panorama que, desde el frondoso valle inmediato, a nuestros pies, se alargaba hasta "donde la vista alcanzaba". Hacia mi derecha, destacaban las airosas figuras de los "mallos" de Vadiello, imponente formación rocosa que habría de darme muy gratos momentos, en las frecuentes excursiones que años más tarde realizaría con verdadero gozo.

De su histórico pasado tampoco he podido conocer demasiado, oscurecido, quizás, por la quema de sus archivos. Se sabe que la devoción y culto a los dos Santos se realizó desde tiempo inmemorial. Hoy me maravilla que todavía recibiera peregrinos aquel vacío y destartalado santuario, cuando no quedaba ni rastro de su pasado esplendor en cuanto a ornamento y culto.

Las reliquias de los Santos debieron de llegar desde Francia, donde habían residido desde el año 800, tras haber sido cedidas a Carlomagno por el Papa León III. También consta que el Santuario y las tierras aledañas pertenecieron al linaje de los Azlor, al menos, desde el siglo XIV. Más tarde, los Condes de Guara, procedentes de la rama troncal de aquellos, heredaron el Santuario y sus tierras.

A cuenta del entonces Conde de Guara, recuerdo "como si fuera ayer" los jocosos comentarios de varios de los aldeanos presentes, durante la espontanea tertulia creada, al juntarnos para consumir los apetitosos víveres que cada cual traía.

Al parecer, el Conde era un tipo campechano que gustaba en refugiarse en aquel bello y solitario paraje, huyendo del ajetreo del tumultuoso Madrid, donde vivía.

-¡Dios, qué ganas tenía de venir aquí para poder tirarme a gusto un buen cuesco! -afirmaban que clamaba el buen hombre, regodeándose de la gracia pronunciada

Y aseguraban, que el eco de la potente ventosidad podía escucharse desde todos los rincones del valle.

Transcurrieron muchos años, mucho duro trabajo y muchos esforzados lances, tras esta feliz "aventura".

Me "bailan" las fechas, pero creo que debió ser por el año 1971 -por tanto contaría yo con la edad de Cristo al iniciar su vida pública-, cuando aterricé en la localidad de Essen en Alemania.

Era un viaje de trabajo. Debía recibir, en la central alemana, la información precisa para poner en marcha un nuevo y complicado proceso de fabricación en la filial española, donde trabajaba como director técnico.

Mi estancia estaba programada en tres semanas. Siempre me trataron con mucha consideración y deferencia. Era hecho habitual que algún colega me acompañara al finalizar la jornada, bien a cenar, a ver algún espectáculo o, incluso, tuvieran la amabilidad de invitarme a visitar sus casas y a conocer a sus familias.

Sin embargo, en el primer fin de semana, todos se excusaron. Tenían compromisos familiares que atender.

No me importaba demasiado. Hacía buen tiempo y pensé que lo habrían aprovechado para salir con la familia y gozar de los agradables parajes campestres de los alrededores. Aquel sábado, me levanté tarde, desayuné bien y salí a pasear por la larga avenida peatonal que discurre desde la plaza del ferrocarril, Hauptbahnhof, hasta Kennedyplatz, y sus calles transversales, que forman la zona comercial del centro.

Aquel día, radiante por cierto, había una excepcional afluencia de transeúntes inundando las calles. Las tiendas estaban abarrotadas de acuciantes compradores y, por todas partes, rondaban multitud de familias enteras, cargadas con bolsas y paquetes.

En ese día, me quedé sin comer. Cuando quise darme cuenta, todos los restaurantes de la zona estaban completos y sus puertas cerradas. Solo quienes disponían de reserva previa podían acceder a ellos.

Para mayor desgracia, en mi hotel, un pequeño establecimiento familiar, solo proporcionaban desayuno. Me tuve que conformar con un "perrito caliente" que cacé en un puesto ambulante, en la plaza de la estación, cuando ya la tarde oscurecía.

El lunes supe el motivo para ese extraño, comportamiento

Era el primer sábado de mes y la gente, con la paga recién cobrada, acudía a la zona comercial dispuesto a "fundirla", movidos por una frenética e insaciable ansia consumista. En aquella época, esta costumbre se había hecho tradición y, al parecer, no había quien se resistiera a esa inevitable atracción.

Pero el domingo todo volvió a su tranquilo cauce.

Sin nada mejor que hacer, decidí visitar la Catedral. Había pasado ante ella en varias ocasiones, pero aquel día me picó la curiosidad. Y me sobraba el tiempo. Estaba situada hacia la mitad de Kettwiger Strasse, la calle peatonal antes citada. No, no es que recuerde su nombre, no tengo tan buena memoria y menos con esos intrincados nombres alemanes. Confieso que la he buscado en el mapa de Google. Allí la calle se abre para formar Burgplazt. Esta plaza. en cambio, sí la recuerdo.

Entré con algún reparo. Era un edificio modesto, distinto al de las grandes catedrales católicas alemanas. y pensé que, quizás, se tratara de un templo protestante.

No era así. Acababa de comenzar la celebración de la Santa Misa y ¡oh sorpresa, la hacían en latín! Fue como un feliz salto a un tiempo pasado: me llevó a recordar la misas oídas en el colegio y las ayudadas en San Lorenzo como monaguillo, a las órdenes del buenazo de Mosén Félix, el párroco, y el cascarrabias de Mosén José Laviña. En cierta ocasión, este cura me echó tal bronca, en mitad de una misa en la que yo le ayudaba, que casi me hace apostatar. El pecado fue que tropecé al retirar las vinajeras y se derramó la del vino.

Bien, tras la anécdota retomo el relato. Ocupé un banco vacío de la parte trasera y ¡otra sorpresa! En el altar situado al frente de la nave principal había un retablo con las imágenes de los Santos Cosme y Damián, curando a varios enfermos caídos a sus pies.

¡Qué feliz encuentro! Quién me iba a decir que hallaría el rastro de estos Santos, tan venerados en el Santuario rupestre del Somontano oscense, justo en la ciudad líder de la fragorosa industria pesada alemana.

Seguí la ceremonia con agrado -la homilía no, que era dicha en alemán- y a la salida observé un cartel escrito con caligrafía gótica.

Anunciaba el museo catedralicio, a la vez que señalaba con una flecha el edificio colindante, además del horario de apertura y el precio: 2 DM.

Supuse que allí encontraría detalles de nuestros queridos Santos y acerté. Pagué religiosamente -nunca mejor empleada la expresión- el óbolo requerido y me dispuse a contemplar, con verdadero interés, lo que allí hubiera.

Lo que vi, me dejó maravillado. No solo por la valiosa información sobre la vida de Cosme y Damián, de la que desconocía todo, sino, además, por el cúmulo de preciosas reliquias de todo tipo depositadas en el museo, sobre todo las expuestas en la llamada Sala del Tesoro.

¡Qué paradoja: ir a conocer en Alemania lo que no pude saber de nuestros santos en nuestra propia tierra!

Recorrer aquellas salas, repletas de ricos objetos sacros, bien dispuestas y engalanadas, luciendo muebles y vitrinas de nobles maderas bellamente talladas, componía un autentico regalo para los sentidos.

La iluminación misma, estudiada a la perfección y personalizada, hacía resaltar, con sus brillos, la riqueza de las bellas reliquias, la mayoría de oro y plata.

Había muchas y muy bellas, pero resaltaban dos: Una hermosa figura de la Virgen María, la Goldener Madonna, tallada en madera y recubierta de oro y la espada con que fueron decapitados Cosme y Damián.

Así supe que la Catedral está consagrada a la advocación de la Virgen María y a los Santos Cosme y Damián. Fue una antigua Abadía, fundada en el año 845 y reconstruida tras la II Guerra Mundial.

Antes, durante el año 1248, la pequeña capilla de la abadía fue ampliada, adoptando el estilo gótico temprano imperante en la época, en su única nave central. No alcanzaría el rango de Catedral hasta la fundación de la Diócesis de Essen en 1958.

Así se explica mi extrañeza, en aquella primera visita, al contemplar su modesta construcción. Nada en su exterior, ni tampoco en su interior, revelaba su condición de Catedral, más parecida, en cambio, a una iglesia corriente de una pequeña ciudad.

Esta circunstancia, también se justifica porque la ciudad de Essen tuvo un crecimiento tardío. No lo hizo hasta bien entrado el siglo XX y, aun entonces, estaba sustentada por las poderosas empresas mineras del carbón, al ser cabecera de la Cuenca del Ruhr, así como las grandes acerías. Ellas hicieron de Essen una ciudad eminentemente industrial, compuesta por fábricas y por las modestas viviendas de sus trabajadores. Fue el feudo de la familia Krupp, con alrededor de 250.000 empleados en sus fábricas. Cuando yo entré en su nómina, todavía contaba con 175.000 asalariados.

La primera vez que viajé a esta ciudad, a finales de la década de los 60, tenía una población de quinientos mil habitantes, aunque todavía entonces rezaba un dicho: Essen para trabajar y Dusseldorf para divertirse.  

Además de la historia del santo recinto, encontré una extensa documentación sobre la vida de los Santos Hermanos y de la espada con que fueron decapitados. A pesar de que había allí auténticas maravillas, eran estos dos últimos temas lo que más me interesaba conocer.

Así supe que los dos hermanos eran gemelos nacidos en Arabia, en el siglo III d. C. De religión cristiana, ambos se dedicaron a la medicina y ejercieron su oficio, al parecer con mucha maestría, entre los más pobres de manera desinteresada y gratuita, aunque parece que no negaban su ayuda a nadie, aunque fuese rico y poderoso. Como ejemplo, se cita al emperador Justiniano I como beneficiario de una de sus curaciones.

Vivieron en Cilicia, Asia Menor, en el extremo sur de la costa turca, sobre el golfo de Alejandreta, situado éste frente a la isla de Chipre.

Según relata Teodoro de Ciro, en el siglo V, los dos hermanos hicieron multitud de curaciones y actos de caridad, entre las gentes pobres de aquellos territorios. Algunas de ellas, rozaron lo milagroso, como la reimplantación de la pierna a un desamparado que la había perdido en accidente.

Según Teodoro, ya en el siglo IV, el conocimiento de la santidad de los dos hermanos, y la  devoción hacia ellos, se había extendido por todo el Asia Menor. Así mismo, describió el martirio y muerte de los dos Santos:

Sucedió durante la terrible persecución que decretó el emperador Diocleciano contra los cristianos. Hacia el año 300 d. C., Lisias, gobernador de Cilicia, ordenó su prisión y, después, su tortura y muerte.

Les sometieron a los más espantosos tormentos con hierros y fuego, pero lograron sobrevivir gracias a la intervención divina.

Al comprobar los verdugos que los dos hermanos resistían con vida, por más torturas que les aplicaran, decidieron darles muerte cortándoles la cabeza.

Sus restos, junto a numerosas reliquias y enseres, fueron rescatados por sus hermanos en la Fe y enterrados en Cirro, Siria, donde más tarde se construiría una iglesia para su culto.

Fue tal la propagación de la devoción a los Santos Hermanos, que pronto llegó a Roma y, desde allí, se extendió a todo el orbe cristiano.

La espada, con la que decapitaron a los Santos, llegó a Roma, junto con otras reliquias. El Papa Juan XII la entregó a Otón I en el día de su coronación como Emperador del Sacro Imperio Romano. en el año 962.

En el 964, Otón la donó a la Abadía de Essen, habida cuenta la gran devoción con que contaban Cosme y Damián en aquella ciudad, y desde 1473, la espada figura en el escudo de la ciudad de Essen.

Salí del museo más que satisfecho y decidí acudir al restaurante Burgoff, situado en la misma plaza. Lo recomiendo, si todavía existe. Allí gocé, por primera y última vez, de una exótica y deliciosa sopa de tortuga.

Mientras comía, repensé mi visita al museo.

Al recordar aquellas preciadas reliquias, expuestas con tanto esmero, delicadeza y arte, no pude evitar que un sentimiento de envidia y vergüenza a la vez, embargara mi mente, al comparar su estado con la miseria que presentaba nuestro Santuario de Guara.

La guerra no es excusa. La Abadía había sufrido infinidad de sangrientos y devastadores conflictos armados, Durante el último, la II Guerra Mundial, la ciudad fue planchada literalmente por la aviación, pero allí seguían intactas y bien cuidadas las preciosas reliquias.

Me pregunto cuándo cesará en nuestro País ese espíritu cainita, iconoclasta y bárbaro, que nos persigue desde siglos y nos obliga a mostrar, con tanta frecuencia, lo peor de cada uno de nosotros.