viernes, 19 de marzo de 2021

43.- La Batalla de Moscú

43.- LA BATALLA DE MOSCÚ

 


Andaría el mundo por el año 1960. Más o menos.

Por aquellas fechas, era yo un estudiante dedicado más a la juerga y a vivir inmerso en el desorden y la despreocupación, que a consagrar mi tiempo y esfuerzo al estudio de las materias por las que mis padres me habían enviado a Valladolid, hermosa ciudad de pintores, carteristas y pillos universitarios.

La verdad, hoy quiero confesarme. En aquel tiempo era estudiante de profesión, pero ejercer, lo que se dice ejercer, ejercía poco. Digamos, en descargo, que mi actitud no era excepcional, correspondía a la de un chaval que, de pronto, se veía trasplantado a un mundo maravilloso de absoluta libertad, solo limitada por los escasos haberes que visitaban mis bolsillos. Aun así, me sentía fascinado por el brillo de una vida ignorada hasta entonces, al haberme educado en un colegio de frailes de una pequeña capital de provincia, donde nunca ocurría nada.

Esta animada vivencia era compartida, en mayor o menor medida, por un grupito de amigos que, aun siendo poseedores de diversos y abigarrados aspectos y caracteres, mantenían similares costumbres festivas, como la de frecuentar las más inmundas tascas y tahurerías, donde el vino y el mus reinaban, en tanto que la calderilla sonara en nuestras escuálidas bolsas.

El relato de aquellas dicharacheras, aunque inofensivas, aventuras de aquel tiempo daría para llenar unas cuantas páginas de jocoso sabor. Pero hoy, me voy a ocupar de una anécdota mucho más sería, acontecida en una de aquellas añoradas tabernas, que el imparable curso del tiempo y la constante muda de las costumbres sentenciaron a su desaparición, hace ya demasiado tiempo.

Recuerdo con nostalgia la cecina de la Bodeguilla de Teresa Gil, las sardinas "viejas, o de cubo" del Bodegón de San Benito y la tasca situada en un antiguo patio o corrala, de angosta estrada, casi al final de los soportales de la Plaza Mayor, camino a la Catedral, cuyo nombre no es que quiera olvidar, sino que la decencia me impide nombrarla, y donde servían un sabroso, y algo cabezón, vino de Cebreros.

He dejado para el último lugar de la lista, incompleta por supuesto, la descripción de otra simpática taberna, muy concurrida, tanto por nuestra pandilla como por otros muchos más parroquianos, merced a su ventajosa ubicación, en una estrecha trasversal de la concurrida calle Santiago. Y, sobre todo, por el apreciado y singular producto que expendían.

En este pintoresco lugar conocí la singular aventura que intentaré relatar con la mayor fidelidad posible.

El lugar era conocido como El Socialista, "el socia" para el común de las gentes. Extraño nombre para aquella época y aquella ciudad, cuando la uniformidad política distaba un mundo de aquel credo.

Era una pequeña tasca pintoresca y simpática, con solo dos productos que consumir: vino clarete en porroneta y cacahuetes. No se precisaba nada más para disfrutar de una velada amena, desenfadada, cálida y, sobre todo, económica.

Poco me cuesta describirla. Su aspecto y forma están grabadas a fuego en mi memoria, por tanta asistencia y consumo de sus delicias como protagonicé en aquella bendita época.

Una pequeña y sencilla puerta de entrada, dotada de seis cuarterones acristalados en su parte superior, se abría a una sala rectangular, ocupada por la bulliciosa clientela. A lo largo del lado derecho de dicho rectángulo se hallaba tabicado el almacén, con la parte más cercana a la puerta de entrada abierta al público.

 Tras un viejo y mugriento mostrador, que cerraba el hueco, dos o tres hombres con delantal de cuero se afanaban en atender las demandas de los sedientos parroquianos entrantes y las de los insatisfechos, o desmedidos,  repetidores.

En las horas punta, era frenético el laboreo de estos hombres. Tal era la acumulación de clientela. Uno llenaba los pequeños porrones en uno de los toneles amontonados contra la pared, a sus espaldas. Otro se encargaba en servirlos y cobrar la mercancía. El tercero lavaba los porrones devueltos, en un amplio recipiente con agua.

Los tres lados libres del rectángulo estaban ocupados por mesas alargadas, con bancos de madera sin respaldo, a lo largo de cada uno de sus lados más amplios. A pesar de la buena disposición del mobiliario, no era raro ver corros de cuadrillas tomando sus consumiciones de pie, ante el pleno en la ocupación de las mesas.

En una de ellas, se colocaba don Alejandro con una gran cesta de cacahuetes, producto fundamental como reclamo para la buena acogida de los clientes a la tasca, que el buen y culto vegete vendía a peseta la medida, siempre con generoso caramullo. El hombre era maestro en Asturias y durante la Guerra Civil fue cesado, debido a alguna denuncia falsa o inadecuada, pues él nunca se metió en política. Y así se ganaba la vida, complementando las 400 pesetas que le quedaron de pensión. 

Las cáscaras del maní colmaban mesas y suelos, por lo que, sobre el alboroto propio de las animadas conversaciones de las gentes, se podía escuchar el crujir de las cáscaras como una constante música de fondo. Aunque, cierto es, que uno de los mozos solía acudir de vez en cuando para retirarlas, lo cual proporcionaba una cierta decencia a la sala.

La clientela estaba formada por gentes de los más variados pelajes, aunque los jóvenes formábamos la mayoría, destacando de entre ellos, y con mucho, los estudiantes.

Además de estos, había un cupo casi fijo de viejos que ocupaban algunos de los bancos arrimados a la pared. He dicho viejos y he dicho bien. Se les veía gastados y vencidos por la dura vida soportada, fácil de adivinar al primer golpe de vista. La ajada vestimenta usada, el curtido, arrugado y marchito rostro de facciones sin apenas expresión, junto al sarmentoso aspecto de sus manos, lo delataban. Si a esto se añade una mirada triste, cansada y sin brillo, que ni la constante ingesta de vino podía animar, me parece que he resumido bien la impresión que sentía al contemplarlos.

Solía observarles con largas pero furtivas miradas y me preguntaba qué azarada senda les trajo hasta aquí.

Y como por aquel tiempo, me hallaba inmerso en esa inquietante crisis de personalidad que suele angustiar a muchos jóvenes de mi edad, la vista de aquellos ancianos me producía una sensación de malestar y zozobra. Su mísera existencia, sin sentido ni provecho para nada ni nadie, les habría conducido, sin duda, a buscar el aturdimiento que provoca la inmersión en el vino y olvidar, de este modo, pasadas penas, fatigas, decepciones y sufrimientos.

No podía alejar de mi pensamiento la turbadora idea de que yo mismo me pudiera ver, en cualquier rincón del mundo, hecho un guiñapo andante como aquellos viejos, de no encontrar pronto la senda que me apartara de aquel desolador destino.

Por suerte para mí, gracias también a la habitual inconsciencia y despreocupación de los jóvenes, el fantasma de estos negros e inquietantes pensamientos duraban lo que tardaba la "peña" en calentar la velada.

Aquel día hacía frío. Ese frío pucelano que, al rondar los cero grados, no hay prenda de abrigo capaz de evitar que cale hasta el mismísimo centro de cada uno de los huesos del cuerpo.

El gélido viento norteño obligó a la pandilla a renunciar al frecuente paseo vespertino de las siete: a saber, Soportales de Plaza Mayor-Santiago-Recoletos, para buscar cálido refugio en el "Socia".

Estaba de bote en bote, pero hubo suerte. En un rincón, quedaba una mesa libre, ocupada solo por uno de aquellos viejos solitarios. Este cubría la cabeza con una ajustada boina vieja y gastada, de un tono gris polvoriento y sucio, en vez del negro original de la prenda.

Por lo demás, el retrato genérico de los vejetes, que hice antes, le cuadraba a la perfección.

Tomamos la mesa al asalto, para evitar perderla, mientras tratábamos de entrar en calor resoplando y  frotando manos y caras, al tiempo que expresábamos la intensidad del inclemente frío exterior, con los más variados tacos.

-¡Bah, para frío de verdad, el que hacía en Rusia durante la guerra con los alemanes! -soltó el viejo de repente, acabando con nuestras quejas y aspavientos.

Siguieron unos breves momentos de sorpresa y desconcierto, pues estos hombres eran parcos en el hablar y no solían dar la menor conversación. Lo suyo era permanecer silenciosos, abstraídos en su peculiar mundo interior o alelados por los efluvios alcohólicos que les acompañaban como un permanente aura oloriento. Tras un corto paréntesis, uno de los integrantes del grupo preguntó:

-¿En la II Mundial?¿Estuvo Vd. allí con la División Azul, abuelo?

-Sí, estuve allí, pero con los rusos contra los alemanes -contestó el viejo, arrastrando las sílabas, en especial la última de cada palabra, pronunciadas con un acentuado balbuceo, causa de que, con frecuencia, fuera imposible entenderle.

Advertiré que he ordenado su relato, apasionante por cierto, para unos jovenzuelos como nosotros, usando la lógica de cómo debió suceder, pues el hombre perdía con frecuencia el hilo de la historia, se repetía, se liaba con el orden de los hechos y confundía fechas, hasta el punto de resultar penoso seguir su historia.

-¿En serio? -preguntó otro, admirado.

-Sí, sí, yo estuve en la batalla de Moscú, en el 41.

-Pero ¿cómo leches se le ocurrió meterse en ese endemoniado berenjenal? -volvió a insistir el mismo contertulio.

Meneó varias veces la cabeza y a continuación, el buen hombre se explayó cuanto quiso, en el relato de las andanzas que le llevaron a protagonizar el famoso combate entre alemanes y rusos, sucedido a las puertas de Moscú y en medio del rigor invernal propio de aquellas tierras.

Al estallar la Guerra Civil en España, el hombre se hallaba viviendo en un pequeño pueblo al sur de la ciudad de Valladolid. Era huérfano y su otro hermano había muerto a la edad de cinco años. Poseía un pequeño patrimonio agrícola que apenas le daba para ir tirando.

Cierto día, se corrió por el pueblo que llegaban los falangistas, lo que llenó de zozobra a buena parte de sus habitantes, de manera que varios de ellos huyeron. Él no tenía nada que temer, ya que jamás se había metido en ningún lío político, pero dos de sus amigos le infundieron tal espanto, que decidió seguirles en su huida hacia el otro bando de la contienda.

Durante los primeros días de la guerra, los frentes distaban mucho de estar definidos y consolidados. Reinaba un notable desbarajuste, que permitió a los fugados alcanzar, sin apenas dificultad, Ávila y más tarde la zona de Madrid. Ya en esta, los tres amigos se separaron y cada cual emprendió un diferente camino hacia un desconocido destino. Nunca volverían ya a encontrarse de nuevo.

A Severiano, así nos dijo el viejo que se llamaba, le pilló un grupo de milicianos, le dieron un "chopo" -un antiguo mosquetón- y le enviaron a un pelotón de entrenamiento en Getafe.

Allí comprobaron que el hombre no servía ni para carne de cañón y le trasladaron a la base de Cuatro Vientos como asistente de una escuadrilla de pilotos rusos.

-¿Qué tal le fue con aquella gente? -pregunté.

-Bien. Nos trataron mejor que los nuestros. Era gente simpática que adoraba las naranjas y el orujo gallego. Con la guerra encima, era difícil conseguir cualquier cosa, pero ellos disponían de un buen dinero y gracias a él siempre pudimos encontrarles las dos cosas. Bueno, y también cualquier otro suministro que se les antojara.

Pero ya a primeros de noviembre, la base se encontró a tiro de los cañones de los nacionales y fueron instalados en Barajas.

Poco antes de la caída de Madrid trasladaron la escuadrilla a Reus. Tras la batalla del Ebro, la mayor parte de los aviadores rusos fueron repatriados. Varios de ellos, agradecidos por los diligentes servicios prestados por nuestro protagonista, le propusieron acompañarles en su vuelta a Rusia.

Severiano pensó que pronto en España iban a pintar bastos para todo aquel que hubiera servido en el ejército republicano. Y a pesar de que él no había tenido ocasión de disparar ni un tiro, decidió acompañarles. Al fin y al cabo no lo había pasado mal con ellos. Todo lo contrario: siempre recibió un trato respetuoso y amable.

Durante algún tiempo, las cosas fueron bien para Severiano. Era verano, hacía buen tiempo y los pilotos se desvivían por hacerle la vida fácil y agradable.

Sin embargo, pronto la situación personal del "españoleto", como le llamaban cariñosamente, dio un giro de ciento ochenta grados.

Los pilotos fueron recibidos en Rusia como héroes,  pero los honores otorgados eran solo propaganda, para animar a las masas. De puertas a dentro, se les consideró perdedores, que no habían sabido cumplir, con dignidad y acierto, la misión que les habían encomendado.

Disolvieron la unidad y Severiano no volvió a saber nada de ellos. Sobre él mismo, pesó la consideración de sospechoso. Sabían que no había combatido y sin embargo había huido a Rusia, nada menos. Raro, muy raro. ¿Podría ser un infiltrado de los fascistas?

Una sospecha como aquella bastaba para perder del cuello para arriba o ir empaquetado a Siberia por la vía rápida. Algún Santo despistado, o el informe de la todopoderosa NKVD -Comisionado del Pueblo-, con sus millones de ojos y oídos, le libró de tan dañino final.

Fue destinado a un cuartel cerca de Moscú como pinche de cocina.

-En aquel cuartel me hicieron sudar lo que nadie sabe -prosiguió Severiano, que sorbo a sorbo había secado su porroneta y continuaba con la que nos sacó a nosotros, en pago, quizás, a su extenso relato. "Se le quedaba la boca seca", dijo-. Me hacían pelar montañas de patatas. Nunca había visto tal cantidad de patatas juntas. Y por más que pelaba y pelaba, aquellos  enormes montones nunca mermaban. Era un desespero.

-¿Y no encontró algún compatriota que le ayudara? Allí se refugiaron muchos españoles al finalizar la guerra de aquí -preguntó otro de la pandilla.

-Qué va. Todos eran políticos o gentes de letras. Pero, a quién le podía interesar un eborcio de pueblo sin oficio ni beneficio como yo. A nadie. Y la cosa fue a peor al llegar el invierno. ¡Menudo frío! Vivía en un barracón con solo una estufa de leña en el centro, A veces faltaba leña y entonces parecía haber más frío dentro que fuera. Al menos no me faltaba rancho, aunque solo hubiera patatas para almorzar, patatas para comer y patatas para cenar.

Poco a poco, el buen hombre se fue haciendo a aquella perra vida, más de desterrado que de asilado. Aprendió algunas palabras de ruso y a manejarse más o menos bien por el laberinto cuartelero. De este modo transcurrió la vida de Severiano durante los años 40 y parte del 41.

En junio del 41, Alemania declaró la guerra a la Unión Soviética, e inició la invasión de su territorio mediante una gran operación denominada Barbarroja. Sus tropas, mucho mejor equipadas y entrenadas en el combate que las rusas, avanzaron con rapidez por el territorio soviético, salvando con facilidad los obstáculos presentados por su desesperada defensa. Así, a finales de agosto, las divisiones acorazadas alemanas se hallaban a las puertas de Leningrado en el norte, de Moscú en el centro y Kiev en el sur.

-La invasión alemana pilló con los calzones bajados a los rusos. Quizás los jefes supieran algo, pero nosotros no recelábamos nada, y en el cuartel se armó el gran bochinche al conocerse la noticia.

Pero pasados los primeros días de nerviosismo y desconcierto, que incluso empujaron al mismo Stalin a refugiarse en su dacha del sur, por temor a ser detenido, al haber firmado el acuerdo de no agresión con Hitler, los jerarcas soviéticos olvidaron antiguas diferencias y se aprestaron a organizar la defensa.

Fueron días de enardecidas arengas, por parte de todos los mandamases, a fin de despertar en las gentes un fuerte sentir patriótico, algo ausente por entonces.

Los mítines debieron ser eficaces, pues cientos de miles de ciudadanos moscovitas se alistaron para participar en las obras de defensa de la ciudad. En muy poco tiempo, construyeron barreras antitanques, nidos de ametralladora, asentamientos para la artillería gruesa y kilómetros de trincheras escalonadas, rodeando Moscú.

-A nosotros nos retiraron hasta unos veinte kilómetros al oeste de la ciudad. En aquel lugar, el alto mando estaba preparando un poderoso ejército, a fin de parar el asalto a Moscú, mediante una poderosa contraofensiva -continuó su charla el viejo.

Trataban de que la defensa numantina de la capital fuese el símbolo que representara la indomable determinación del pueblo ruso a resistir ante el invasor.

Sin embargo, ya en octubre, la invencible máquina de guerra alemana estaba tocada del ala. Sus líneas de abastecimiento se habían alargado tanto que los suministros llegaban con cuentagotas. En ese contexto, asomó por el norte, la helada faz del "general invierno", y los problemas de las tropas alemanas se multiplicaron. La intendencia se perdía embarrada en el barro y hielo. Y para colmo ¡ni siquiera habían previsto ropa de abrigo!

En efecto, los generales habían planeado rendir a la Unión Soviética antes de la llegada del invierno, y el intenso frío ruso les sorprendió con los mismos uniformes de primavera con los que iniciaron la ofensiva. En realidad, Rusia era un bocado demasiado grande para el insaciable apetito de Hitler. Pronto lo sabrían.

-A nuestro campamento llegaron un montón de tropas desde Siberia. Eran gente con ojos de chino, pero no eran chinos. Les decían "mongoles". Estaban acostumbrados al frío y venían muy bien equipados. Mejor que nosotros.

Es cierto. Los estrategas rusos supieron, por sus espías, que los japoneses no pasarían de China y Manchuria. Era sencillo de adivinar, pues sus tropas se habían extendido por un territorio inmenso y eran incapaces, a todas luces, de abarcar más, a pesar de  que los alemanes instaran, con machacona persistencia, al gobierno japonés, sus aliados, para que abrieran un nuevo frente oriental en Siberia.

Se da por seguro que, gracias a esta circunstancia, los rusos pudieron rehacerse y evitar una más que probable derrota total. De esta forma, lograron reunir hasta 17 ejércitos, venidos de las guarniciones orientales, y una gran cantidad de los temidos carros de combate T34.

-El día 5 de diciembre -continuó Severiano-, se dio la señal para empezar la contraofensiva. Me dieron un fusil y munición ¡y hala, a tirar pa´lante! Nuestra unidad cruzó el río Moscova por un puente de tablas, pues la aviación alemana había roto la mayoría.

-No paramos de correr hasta llegar a las líneas alemanas, aunque la mayoría de nosotros no teníamos instrucción de combate -retomó su relato Severiano, tras un largo y lento paladeo del clarete manado por el fino pitorro de la porroneta, amorosamente agarrada con ambas manos-. Por suerte, los siberianos se batían el cobre como nadie y me parece que fue gracias a ellos que consiguiéramos parar a los alemanes.

-¿Mataste muchos alemanes? -preguntó alguien.

-Que yo sepa ninguno -contestó, con un extraño gorjeo que pretendía ser carcajada-. La verdad es que no vi a ningún alemán que no estuviera ya muerto. Igual me cargué algún ruso, De vez en cuando, pegaba unos tiros hacia alante. Había que hacerlo porque detrás venían los comisarios y si dudabas o retrocedías te dejaban tieso. ¿A dónde iba a parar mis balas? ¡A saber!

De nuevo otro trago antes de continuar.

-Teníamos una ventaja sobre los alemanes: sus fusiles se helaban y se atascaban, mientras que los nuestros funcionaban bien aun con mucho frío. En cambio sus ametralladoras eran una pesadilla. Nos hacían muchas bajas y los rusos caían como moscas. No sé cómo me pude salvar de aquella carnicería.

Tenía razón Severiano, su salvación fue de puro milagro. En aquella batalla, el ejército soviético perdió más de un millón de soldados, entre muertos, heridos o desaparecidos, mientras que las bajas alemanas se estimaron en unos cuatro cientos mil efectivos.

Sin embargo, las pérdidas alemanas, tanto en hombres como en material, afectaban mucho más a su ejército, debido a la imposibilidad de renovarlos. 

Poco a poco el empuje ruso fue cediendo y hacia el 7 de enero del 42, los frentes volvieron a estabilizarse. Había terminado la Batalla de Moscú. Todavía hubo alguna escaramuza en el frente norte, donde los alemanes reconquistaron algunas posiciones, pero el ejército ruso había logrado su objetivo de alejar a las tropas alemanas de Moscú y parar de manera definitiva su ofensiva general en los frentes norte y central

-Al considerar los jefes rusos que los alemanes habrían desistido tomar Moscú, enviaron varias divisiones, entre ellas la nuestra, a combatir en el frente sur. Allí el avance alemán continuaba, habían superado el mar Negro y ya estaban a las puertas de Stalingrado.

Era una situación estratégica extremadamente peligrosa para la Unión Soviética. Los alemanes habían llegado al Cáucaso y a sus campos petrolíferos. Si eran capaces de remontar el valle del Volga, colocarían sus tropas a la espalda de Moscú y por detrás de todo el ejército rojo, al tiempo que cortarían las vías de suministros de Siberia, por donde los americanos enviaban una enorme cantidad de armamento, cañones, tanques y aviones, desde Alaska, por el estrecho de Bering.

La llave para cerrar el avance por el Volga consistía en el control de la estratégica ciudad de Stalingrado. Tal era la gravedad de la situación, que Stalin envió un mensaje a los defensores prohibiendo "dar ni un paso atrás" y defender cada posición hasta la muerte.

-Así que, ¡hala. a pasarlas canutas otra vez! -prosiguió Severiano-. Nos acamparon al oeste de Stalingrado en espera de juntar un fuerte ejército con que lanzar otra ofensiva como se hizo en la Batalla de Moscú.

-En aquel lugar, conocí a un italiano anti fascista, que se había unido al ejército ruso para defender la democracia, decía, pero la verdad es que estaba tan harto de guerra como yo. Habíamos visto morir demasiada gente y ya no sabía por qué y para qué luchaba. Yo lo supe tan pronto me pusieron un fusil en las manos: para nada bueno -comentó Severiano-. Pero qué se podía hacer, sino obedecer y callar.

Como ya he dicho, el relato no era, ni mucho menos tan hilado como yo lo describo. De otro modo no habría forma de entenderlo.

-Un día Piero, así se llamaba el italiano, me dijo con mucho secreto: "Mira Severiano, si seguimos aquí, entre unos y otros nos van a matar. Hay que salir por pies de este infierno".

-¿Y qué vamos a hacer? Sabes que estamos muy vigilados -contesté-, y si nos pillan nos fusilan.

-No te preocupes -dijo Piero, muy decidido-. Lo haremos cuando comience el follón. Tú solo tienes que seguirme. En cuanto vea la primera oportunidad, te aviso y salimos disparados.

Mientras los dos amigos preparaban la huida, los alemanes habían entrado en Stalingrado y, tras un encarnizado combate barrio por barrio y casa por casa, dominaban la mayor parte de la ciudad.

El 19 de noviembre del 42, todas las divisiones rusas se lanzaron a una gigantesca ofensiva en dos direcciones, una por el norte de Stalingrado y otra por el sur, a fin de envolver al ejército alemán, gracias a la superioridad rusa en hombres y armamento.

La batalla concluyó con la derrota total del  ejército alemán.

El día 31 de enero del 43, el mariscal Paulus se rindió. Era el principio del fin de la Alemania de Hitler.

En la batalla se produjeron 1.430.000 bajas por parte rusa y 850.000 por parte alemana.

Los dos amigos lograron escapar durante la confusión de los primeros momentos de la ofensiva. Tras muchas penalidades llegaron a Turquía, que se había mantenido neutral. Allí vivieron a salto de mata, hasta el fin de la guerra, subsistiendo gracias al desparpajo e ingenio de Piero. Más tarde fueron repatriados a Italia.

Severiano vivió unos años en Italia y en el 50 regresó a España. Cuando le conocí, tenía 62 años pero representaba más de 80. Llevaba dos años jubilado. Vivía solo,  no se había casado ni tenía más familia.

-Oiga, que no se quedara en Rusia se entiende, pero ¿Por qué no continuó viviendo en Italia?

-Aparte de la guerra, en Rusia hacía mucho frío y en Italia se pasaba bastante hambre entonces -dijo con un gesto de hastío.

-¿Y no le daba miedo que le echaran mano aquí a su llegada?

-Después de lo que había pasado, yo ya no tenía miedo de nada ¿Que le iban a hacer a un pobre hombre como yo ¿La cárcel? Mejor: techo y comida gratis -dijo-. Me metí en la construcción de peón: mucho trabajo y poca paga, pero me bastaba para vivir, sobre todo cuando me dieron vivienda en el barrio Girón.

La tarde había transcurrido sin sentir, gracias al interesante relato de Severiano. Tocaba despedirse y tomar rumbo a casa. 

-Chavales, ya podéis aplicaros, que se vive muy mal sin estudios -fue esta advertencia la suya.

Aquella frase quedó grabada en mi mente para siempre. Ese año me "eché novia formal" y mis dudas existenciales se esfumaron. Sentí que mi destino era crear una familia y proveer los medios para mantenerla.

Y ahora me siento deudor de aquel "pobre viejillo".