martes, 3 de septiembre de 2019

38.- Relatos, Fábulas y Leyendas


38.- LEALTAD CANINA


Dedicado a mi nieto Andrés

Sucedió hace muchísimos años. Quizás sobre el año 1880 o menos. Se trata de una hermosa historia que, un buen día, me relató mi abuela Silveria, cuando yo apenas contaba con ocho tiernos años de edad.
Desde muy pequeño, pasaba los veranos en casa de mi abuela, viuda, en el pintoresco pueblo de Arbaniés, situado en el Somontano de Huesca, a menos de una legua de la omnipresente sierra de Guara.
Ocurría que los perros de aquel pueblo tenían muy mala baba, especialmente con los forasteros y mucho más si estos eran pequeños como yo.
Y yo, aunque me esforzaba en mantener el tipo cuanto podía, estaba obligado convivir y transitar por entre los amenazadores ladridos e inquietantes gruñidos de aquellas malas bestias.
El caso es que no eran pocos, porque en cada calle siempre había dos o tres bichos de estos, dispuestos, los muy bordes, a meterme el miedo -cuando no terror- en el cuerpo, tan pronto me veían llegar.
Por suerte, al cabo de dos o tres semanas de estancia en el pueblo, dejaban de acosarme, contentándose en lanzarme alguna torva mirada de desprecio o indiferencia.
La consecuencia de todo esto fue que adquirí un notable respeto o animadversión, cuando no temor, hacia la raza canina, que se manifestaba en cuanto aparecía alguno de su especie por mi entorno próximo.
Cierto día, mi abuela conoció mi incontenible repelús hacia los perros del pueblo -los de la ciudad jamás se metieron conmigo-, me sentó a su lado y me relató la siguiente historia, empleando la suave voz, serena dicción y bondadoso acento que tenía por costumbre.
Era ella muy pequeña, aun más que yo, y vivía con sus padres en un amplio entorno familiar del pueblo de Ibieca, pueblo cargado de arte e historia, cercano al de Arbaniés, donde se trasladó al casarse con mi abuelo Ángel, al que, por desgracia, no llegué a conocer.
Era final de noviembre y su padre había ido a la feria de San Andrés de Huesca para vender dos machos jóvenes. La venta se realizó en muy buenas condiciones y le proporcionó unos buenos dineros, esenciales para sobrellevar la escasez del invierno, sin las apreturas acostumbradas del labrador, debido a que durante ese período invernal se recolecta poco o nada.
Regresaba al pueblo, montado en su hermosa yegua alazán y acompañado de su inseparable perro.
Había superado ya la última dificultad del viaje, al cruzar el profundo barranco de La Ripa, y se encontraba a menos de media legua del pueblo, cuando decidió quitarse la gruesa zamarra que portaba y cruzarla delante de él, sobre la silla de montar. Era mediodía y el sol del veranillo de San Martín apretaba fuerte.
El hombre avanzaba contento, al paso animoso de de su bonito animal. Estaba cerca de casa y llegaba con verdaderas ganas de dar cuenta a su familia del buen negocio realizado. Todavía empleó algo de tiempo en arremangarse, alzar la bota que colgada de la silla, y refrescarse con un largo trago del buen vino de casa.
De pronto, el perro se plantó delante, en medio del camino, y comenzó a ladrar a la yegua con inusitada furia, impidiéndole avanzar e ignorando las tajantes órdenes que mi bisabuelo le lanzaba, a fin de que se apartara y dejara de hostigar a la montura con sus violentos saltos, ladridos y amenazadores gruñidos.
Pero cuanto más le reñía, más saltos y furiosos ladridos daba el perro, hasta el punto que la yegua comenzó a inquietarse, de tal manera, que mi bisabuelo se veía incapaz de sujetarla, temiendo ser descabalgado de un momento a otro.
No comprendía la extraña actitud del perro. Jamás se había comportado de aquella manera. Al contrario, era pacífico, fiel y dócil, y nunca había desobedecido una orden de su dueño.
Pensó que se había vuelto loco, infectado de rabia o de alguna enfermedad similar. Al ver que no conseguía calmarlo y que la situación se hacía insostenible, sacó la pistola que llevaba encima, en prevención de algún mal encuentro con los bandidos de la sierra, y le pegó un tiro.
La yegua, aterrada por la acción del perro y la fuerte detonación provocada por su amo, se fue de caña, desbocada, hasta que el apurado jinete logró frenarla.
Por fin llegó a casa, sin tanta alegría como hubiera deseado. El triste suceso ocurrido con su fiel can le había amargado el final del viaje. No solo porque durante varios años fue su inseparable y fiel compañero, sino además, porque era apreciado por toda la familia, en especial por mi abuela, que no cesaba de jugar con él, en cuanto podía.
Después de dar las debidas explicaciones, mi bisabuelo -siento no citarle por su nombre, pero nunca lo supe- buscó en el bolsillo interior de su zamarra la cartera donde llevaba el dinero de la venta...pero no lo halló. Inquieto, reflexionó un instante y comprendió que solo había un momento en el que podía haberla perdido: durante la acción de quitarse la prenda,
Salió a galope tendido a deshacer el camino con la esperanza de hallarla. Por suerte, en aquella época, aquellas sendas de herradura, que a veces transcurrían por campo a través, eran muy poco transitadas.
Llegó hasta donde había disparado al perro y encontró un charco de sangre. Tras él, un rojo reguero conducía a su cuerpo caído, unos 50 metros más allá. Descabalgó y comprobó que estaba muerto.
Al intentar apartarlo del camino, vio con estupor que la cartera perdida se hallaba bajo su cuerpo.
¡El fiel animal notó la pérdida de la cartera de su amo y trató desesperadamente de avisarle! Al recibir el disparo y quedar gravemente herido y moribundo, tuvo los arrestos de arrastrarse hasta ella y, movido por la inmensa e inquebrantable lealtad hacia su dueño, se acostó encima y la guardó bajo su cuerpo malherido.
Cuando mi abuela terminó el relato, vi dos lágrimas asomando en sus cansados ojos.
Por mi parte, no diré que perdiera el respeto a los perros del pueblo, pero sí que, a partir de aquel día, los miré de muy diferente manera.