lunes, 26 de agosto de 2019

37.- Relatos, Fábulas y Leyendas


37.- Historia de un soldado de Napoleón en la guerra de España.


Rendición del ejército francés en Bailén. Cuadro de Alisal
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La primavera estaba bastante avanzada y París lucía brillante y colorista como la mata de un hermoso rosal en flor. Llegaba de Colonia con tiempo más que suficiente para tomar el tren hacia España, por la vía de Burdeos.
Me trasladé sin prisa a la estación de Austerlitz, dejé allí el equipaje y decidí comer algo en la terraza de un pequeño restaurante situado justo enfrente de la estación. Después, como andaba sobrado de tiempo, me regalé un relajante paseo por las calles próximas.
Tres más allá, me topé con una de esas antiguas librerías parisinas, decorada a la peculiar manera imperante a mediados del siglo pasado y cargada de historia y tiempo, delatados ambos por el rancio aroma de papel y tinta de sus añosos libros. Curioseé por sus estanterías y, de pronto, vi un antiguo pero bien encuadernado tomo, que llamó en seguida mi atención. Una barroca caligrafía mostraba su título en grandes caracteres: L´Histoire Infortunée d´un Soldat de Napoléon à la Guerre d´Espagne, firmada por un tal André Leclerc.
Comprobé la fecha de edición y sentí un golpe emocional al verlo: 1906 marcaba ¡Era un auténtico hallazgo!
Durante la preparación de mi libro Con Fuego en las Entrañas, biografía novelada de un héroe aragonés durante la Guerra de Independencia, había reunido una gran cantidad de información de esa dolorosa efeméride, incluidos varios libros de memorias de generales y mariscales franceses, pero ningún testimonio de soldados "rasos", relatos quizás más reveladores y sinceros pero, desde luego, mucho más sensibles y próximos.
El librero, un hombre mayor y cano, que portaba un generoso mostacho, gruesas gafas de empedernido lector y un veterano guardapolvo gris, sonrió tan pronto descubrió mi marcado acento español y chapurreó en mi idioma:
-Hace Vd. bien en llevar este libro. No encontrará una obra de arte, pero sí una emocionante historia -y continuó dándome mil explicaciones del azaroso devenir de la obra hasta la fecha de su publicación.  
Una vez instalado en mi departamento del Wagon lits y arrellenado en el pequeño pero cómodo sillón, inicié la lectura de aquel curioso libro. Amarrado por su interesante relato, no pude, ni quise, interrumpirla en toda la noche, a pesar de mis dificultades para comprender algunos modismos franceses de la época en que fueron escritos. Huelga decir que la ropa de mi litera no se deshizo en aquella noche.
El protagonista y, al parecer autor, André, era un joven mozo pescador, hijo y nieto de pescadores, nacido en Le Lavandou, un pequeño pueblo pesquero de la costa provenzal. Movido por un irrefrenable afán de aventuras y fascinado por las formidables hazañas protagonizadas por las victoriosas tropas del glorioso emperador Napoleón, se enroló en el ejército francés.
Después de muchas peripecias, tras participar en múltiples acciones contra los ejércitos centroeuropeos de Prusia, Austria y Rusia, logró entrar en el afamado cuerpo de Marinos de la Guardia, en 1805, gracias a la valentía demostrada en el combate y a su condición de pescador, que le confería el conocimiento de algunas artes del mar.
Este cuerpo, famoso por su valentía y destreza en el combate, era una especie de infantería de marina que también actuaba, en ocasiones, como cuerpo de ingenieros en la construcción de puentes, preparación de puertos o manejo de barcas.
Fue el 17 de octubre del año 1807 cuando André entró en España, con su unidad encuadrada en el ejército del general Junot. Era un cuerpo expedicionario destinado a la conquista de Portugal junto a otras tropas españolas. Así lo relataba él en su idioma.
...¡Qué grandeza y cuánta honra sentíamos al recibir los saludos, parabienes y aclamaciones de las gentes de España, al atravesar sus pueblos y ciudades! ¡Qué orgullo mostrar el invicto ondear de nuestras gloriosas banderas por tierras cuyos valerosos hombres habían dominado el mundo!...
Pero este amable recibimiento habría de durar muy poco. Tan poco como la insaciable ambición del Emperador le aconsejara que, metidos en faena, bien pudiera quedarse con Portugal y España por el mismo precio.
Desde los primeros días del año 1808, tropas francesas comenzaron a entrar en España y se fueron instalando en algunas ciudades estratégicas, como San Sebastián, Burgos, Salamanca, Pamplona, Figueras y Barcelona, entre otras, ante la creciente inquietud del rey Carlos IV y su Corte.
Tras los sucesos de Aranjuez, la caída de Godoy, la abdicación del Rey y la proclamación de Fernando VII como rey de España, el mariscal Murat entró en Madrid, el 23 de marzo, con una poderosa fuerza. Tomó el poder, liberó a Godoy y anuló los Reales Decretos de sucesión a la Corona.
...De pronto, la gente se volvió loca -escribía André, ante los sucesos del 2 de mayo en Madrid-. Las mismas personas que poco antes nos había colmado de alabanzas y aclamaciones, nos atacaban con mosquetes, cuchillos, palos y piedras, empleando una fiereza inusitada. ¿De dónde había salido tanto odio? Nuestro jefe nos había dicho que nuestra principal misión en España consistiría en llevar al pueblo los principios de la Ilustración, que habían hecho grande a Francia y la habían liberado de la tiranía de la nobleza y del poder clerical ¿Por qué nos agredían, entonces? Era evidente que nuestros atacantes eran chusma al servicio de la nobleza y el clero, que no estaban dispuestos a perder sus injustos privilegios...El Mariscal ordenó acabar con la insurrección de la manera más rápida y contundente. Había que dar un escarmiento ejemplar para que aquel suceso no se volviera a repetir, no solo en Madrid, sino en el resto de las ciudades donde nos habíamos establecido. Y así se hizo...
Murat se equivocó y, en aquel día, dio comienzo a una larga, terrible y sangrienta guerra, que duró seis años y supuso la primera derrota de Napoleón y el declinar del victorioso vuelo de su águila imperial por Europa.
Mecido por el traqueteo del tren, devoraba yo las páginas en las que André relataba sus experiencias como victorioso ocupante y pretendido benefactor, en un país donde solo obtenía miradas de rencor y odio, junto al riesgo de recibir alguna fatal cuchillada desde algún oscuro rincón o en cualquier apartada callejuela.
Consolidado el dominio francés en Madrid, el laureado general Pierre Antoine Dupont recibió la orden de Napoleón de someter Andalucía, mediante un cuerpo de ejército de 12.000 hombres. La unidad de André, un batallón de marinos de la Guardia compuesto por 400 hombres, fue destinado a esta misión. Iniciaron su avance en los primeros días de junio de 1808. Más tarde, el día 26, se les unió como refuerzo el general D. H. Antoine Marie Vedel con una división de 9.000 hombres.
Nuestro protagonista describía en su libro, con todo detalle, las operaciones que se realizaron en esta campaña. Trataré de resumirlas manteniendo, en lo debido, el punto de vista del autor.
Dupont atravesó Despeñaperros y, tras asolar Córdoba, se asentó en Andújar, a la orilla del Guadalquivir, con el fin de organizar allí su cuartel general y su centro de operaciones. Vedel se estableció en Bailén, para asegurar la vía de suministros desde Madrid. Frente a ellos se hallaba el ejército andaluz, compuesto por cuatro divisiones.
El general Castaños, jefe del ejército de Andalucía, presentó batalla a Dupont con la división del general Manuel de la Peña -6676 hombres- y la del general Félix Jones, de ascendencia irlandesa -5415 hombres-, por el norte y oeste, pero fueron rechazados. El mariscal de campo Marqués de Coupigny, de las Reales Guardias Walonas, al frente de su división -7825 efectivos-, debería atravesar el Guadalquivir por el vado de Villanueva de la Reina, para atacar a Dupont por el este y mantenerle sitiado en Andújar. Pero aquí también resistieron los franceses y no se pudo lograr el objetivo.
A pesar de que estas operaciones habían resultado favorables al general francés, tuvieron la virtud de hacer dudar a Dupont y éste, al sentirse rodeado, pidió refuerzos a Vedel, que se hallaba asentado en Bailén. Algún problema de entendimiento debió ocurrir con los correos, porque Vedel se presentó en Andújar con toda su división, ante la sorpresa de su jefe. Estaban discutiendo el malentendido, cuando recibieron la noticia de que la división del Mariscal de Campo Teodoro Reding -7850 combatientes-, había cruzado el río por Mengíbar y se había hecho con Bailén, sin apenas esfuerzo, al derrotar a un par de batallones que el general francés había dejado como guarnición.
A toda prisa, volvió Vedel sobre sus pasos, pero al llegar a Bailén no encontró a la división de Reading. Supuso el francés que el general suizo, encuadrado en el ejército español, había tomado el camino de Madrid para acabar con sus nudos de comunicación y suministro, dejándoles aislados con la capital...Teníamos muchos problemas de información. Las gentes del país nos daban informaciones falsas o, en la mayoría de los casos, se negaban a dar el menor dato o confidencia. En cambio, a los españoles nunca les faltó conocimiento de nuestras maniobras... escribía André.
Vedel se equivocó. Reding, a pesar de que su división estaba organizada como un pequeño ejército, con una poderosa artillería y abundante caballería, no se arriesgó a medirse al experimentado cuerpo de ejército de Vedel: había retrocedido. Cruzó de nuevo el río y buscó el apoyo de la división de Coupigny que se hallaba en Villanueva, pugnando por cruzar el Guadalquivir. Juntos regresaron a Bailén, después de que las tropas francesas hubieran pasado por allí como un huracán, en dirección a la Carolina en persecución de la "división fantasma" del suizo.
En Bailén, Reding y Coupigny montaron una fuerte posición defensiva en forma de arco y esperaron acontecimientos. Estos no se harían esperar. La posición de Dupont se había debilitado con Vedel lejos y él amenazado por tres divisiones españolas. Debía actuar.
Así lo hizo. En la noche del 18 de julio de 1808, amparado por sus sombras para evitar que los españoles conocieran la maniobra, decidió Dupont rectificar la mala situación estratégica en que se encontraba. Levantó el campo con el mayor sigilo y ordenó a sus tropas marchar sobre Bailén para acercarse a Vedel, en la creencia de que aquella posición se hallaba desocupada. El fragor del fuego recibido por su vanguardia en la madrugada del día 19 le sacó de su error, aunque solo a media mañana supo la naturaleza e importancia de las tropas que tenía enfrente.
...Era noche cerrada, cuando vimos como el cielo se iluminaba en la lejanía por los disparos españoles sobre nuestra vanguardia, al tiempo que se oía el fragor de las detonaciones. Nuestro batallón marchaba en retaguardia, junto a nuestro general en jefe, atentos a los posibles ataques de las tropas españolas que habíamos dejado apostadas en Andújar. No esperábamos mucha oposición enfrente y supusimos que las unidades de avanzada se bastarían para acabar con la resistencia española. No fue así. Pronto supimos que la poderosa artillería española había diezmado nuestra caballería y hecho retroceder a la infantería, al tiempo que desmontaba la totalidad de la artillería de campaña que portaban (nuestros cañones eran de a 4 pulgadas, mientras que los suyos calibraban de a 8 y de a 12, con mucho más alcance y potencia de fuego)
No había que preocuparse demasiado. El grueso de nuestras experimentadas tropas pronto llegaría al frente de batalla y acabaría con la resistencia española que, según la información que disponíamos, estaba compuesta por civiles y soldados bisoños, en su gran mayoría.
No tardamos mucho en conocer el resultado de este segundo asalto.
Las tropas españolas habían resistido el ataque. Tras él realizaron un violento contraataque, en el que su caballería provocó un doloroso descalabro en nuestras filas, obligándolas a retirarse hasta sus líneas de partida.
Era media mañana cuando llegamos al teatro de operaciones. Formábamos el grupo más numeroso de la columna y en él estábamos encuadrados nosotros, los marinos de la Guardia, ardiendo en deseos de entrar en combate. El general Dupont ordenó reorganizar las unidades y aprestarlas para el combate. Esperaba la llegada de la división de Vedel para atacar juntos las posiciones españolas, mediante una operación de tenaza. Por desgracia, los exploradores trajeron la noticia de que el general Castaños y dos divisiones se acercaban a marchas forzadas a nuestra espalda.
Por otro lado, el General tuvo noticia de que Vedel no llegaría en su apoyo hasta bien entrada la tarde. Había que atacar y obtener la victoria definitiva antes del medio día. Después, con la ayuda de Vedel y una vez eliminada la mitad del ejército español, derrotar al general Castaños sería tan simple como realizar una parada militar.
Nuestro General situó los efectivos en orden de combate. Al frente, nuestro batallón de marinos. A nuestra izquierda dos batallones de Pannetier y a la derecha dos batallones del regimiento Suizo y otro de la 4ª Legión. Detrás nuestro marchaban dos batallones de la Brigada Chabert, seguidos a caballo por el general Dupont con todos sus generales, mandos y asistentes, rodeados por el ondear de banderas y estandartes. En los flancos cabalgaban los pocos jinetes que quedaban: 50 a cada lado. Cerraban la marcha  los restos de la Brigada Privé y soldados de la Guardia de París.
Marchábamos al ritmo marcado por los tambores, marciales y orgullosos de combatir en el invicto ejército de nuestro Emperador, sabedores de que solo la victoria podía ser nuestra compañera en aquella batalla.
Poco tardaron en tronar las baterías españolas. Pero nosotros avanzábamos impasibles al fuego enemigo hombro con hombro. Cuando alguien caía, otro de atrás cubría la fila. Éramos una imparable máquina que marchaba con la determinación de no detenerse hasta alcanzar las líneas enemigas.
A pesar del alto espíritu con que afrontábamos la batalla, pronto vimos flaquear nuestras alas. Los soldados cansados por la agotadora marcha, sin dormir, apenas alimentados y a falta de agua en un asfixiante paraje, convertido en una auténtica caldera por el terrible sol del mediodía, comenzaron a aminorar la marcha. Por otro lado, la escasez de caballería, masacrada en los anteriores combates, y la falta de artillería ocasionaban una evidente debilidad de nuestros flancos, que era aprovechada por el enemigo acosándoles en continuos ataques y disparándoles toda suerte de armas.
En esto, un proyectil dio en la cadera del General Dupont que estuvo a punto de descabalgarle. Las unidades cercanas, al ver a nuestro general herido y en apurada situación, comenzaron a retroceder. Pronto el pánico se apoderó de unas tropas cansadas, muertas de sed y asfixiadas por el terrible sol ardiente. En ese momento, el temible ejército imperial se diluyó como un azucarillo en agua. Los soldados tiraban sus armas y, desoyendo las órdenes de sus mandos, buscaban la sombra de los árboles o se arrojaban sobre unos charcas putrefactas de una seca regata cercana.
Nuestra unidad, que había derrochado valentía durante todo el combate, llegó hasta unos 60 metros de los cañones enemigos, pero nos quedamos solos y tuvimos que retroceder para no ser rodeados por el enemigo. ¡Estábamos derrotados!
A las 13 horas, apareció por el puente del Rumblar, en la retaguardia francesa, un destacamento de exploradores de vanguardia del coronel Cruz, señal inequívoca de la inminente llegada de las divisiones del general Castaños.
Al general Dupont ya solo le obedecían dos batallones de la Guardia de París, la diezmada brigada Privé y los Marinos, 2000 hombres en total. Abrumado, pidió un alto el fuego al general Reding. La batalla de Bailén había concluido, tras 10 interminables horas de intensos combates.
Sobre las cuatro de la tarde, apareció Vedel con sus tropas. Enterado de lo sucedido, desoyó la orden de rendición de su general y trató de regresar a Madrid junto a sus tropas y pertrechos. En cuanto Reding supo la maniobra de Vedel, conminó a Dupont para que hiciera valer su autoridad y enviara correos que obligaran a su lugarteniente a acatar la orden de rendición, bajo la amenaza de pasar a cuchillo al resto de la tropa cautiva. Después de muchas discusiones con sus mandos, que se negaban a rendirse sin luchar, Vedel consintió en capitular, al recibir la garantía española de que sus tropas serían conducidas en barco hasta Marsella con armas y guarniciones.
Desde ese momento, solo habríamos de sufrir desgracias y padecimientos. En la capitulación se estableció que los oficiales serían enviados a Francia por tierra. La tropa que había participado en la batalla sería confinada en las Islas Canarias. Nuestra unidad de marinos, en premio a nuestra valiente actuación en el combate, se asimiló a la tropa del general Vedel para regresar a Francia por barco.
El traslado hasta Cádiz resultó un auténtico martirio. Formábamos una larga columna de 17635 prisioneros. Todavía nos preguntábamos cómo era posible que hubiéramos perdido la batalla, combatiendo contra una fuerza bisoña que no pasaría de los 16000 efectivos y sentíamos una vergüenza infinita. El victorioso ejército imperial había sufrido su primera derrota de una manera tan inexplicable como vergonzosa. Y al pasar por los pueblos, el populacho nos lo recordaba arrojándonos piedras, frutas podridas, excrementos y los elementos arrojadizos más humillantes. Con frecuencia, los soldados españoles debían emplearse con firmeza para evitar que nos lincharan, aunque no pudieran evitar que los golpes llovieran sobre nuestras espaldas.
Después de muchas penalidades llegamos a Cádiz. Creímos que allí habían concluido nuestras fatigas. Pronto nos embarcarían y nos conducirían a Francia, donde recibiríamos los amorosos cuidados de nuestras familias. Nos equivocamos. El Gobernador de la Plaza se negó a disponer los barcos necesarios para ejecutar la operación, acogiéndose a la falta de definición temporal del tratado de paz y nos metió en unas viejas gabarras con destino a la isla de Cabrera.
Hacinados en las bodegas, sufrimos de hambre y sed durante los 14 días que duró el viaje con vientos y corrientes contrarias. Además, los desvencijados barcos que nos trasportaban, auténticos cascarones incapaces de luchar con ventaja contra la fuerza del mar, navegaban entre bandazos y escoradas que nos hacían sufrir lo indecible.
Por fin, arribamos a la isla de Cabrera. Mis compañeros rezaban agradecidos al poder pisar tierra firme. Poco duró la alegría. Aquella isla era un peñascal desértico sin nada que comer ni beber. Solo un viejo fuerte, semi derruido, podía servir de refugio, pero no para todos. Éramos cerca de 9000 prisioneros, dejados de la mano de Dios, en aquel inhóspito lugar. No había vigilantes. Tampoco eran necesarios: nadie podía huir de aquella desolada isla.
La falta de oficiales pronto ocasionó una profunda degradación de la convivencia, de tal manera, que muchos tuvimos que organizarnos en grupos de autodefensa. Quien no tenía valedor era firme candidato a morir.
Una vez por semana, un barco de Mallorca nos traía agua y unos pocos víveres que solo los más fuertes podían disfrutar. El resto debía conformarse con masticar raíces y chupar el poco rocío de la madrugada que se depositaba en algunos de los ásperos y escasos arbustos que allí se daban. Todavía la situación empeoró cuando un grupo de prisioneros intentó asaltar al barco encargado de traer los suministros. La compañía propietaria del barco se negó a seguir realizando tan peligroso servicio y canceló las entregas de alimentos durante más de tres meses. En ese período, se produjeron hechos horribles que ofendían a la dignidad humana y que, al intentar relatarlos, solo encuentro deseos de olvido, al tiempo que repugnancia y vergüenza.
Sin embargo, André relata con toda crudeza las continuas y horribles penalidades que hubieron que soportar. Fáciles de adivinar, por otra parte, al conocer el trágico balance de vidas de aquel largo cautiverio. De los 9000 prisioneros iniciales y otros 2000 llegados más tarde, solo 3500 lograron sobrevivir hasta el final de la guerra.
Hubo de todo. Desde una feroz hambruna, junto a palizas, violaciones, además de toda clase de enfermedades, hasta el uso generalizado de la antropofagia. Al principio, se disputaban los restos de los cadáveres, pero más tarde, los más fuertes acechaban a los más débiles y antes de perecer por hambre o enfermedad les daban muerte y los devoraban. Era frecuente realizar cacerías con quienes, aquejados de alguna debilidad, trataban de ocultarse.
André, aterrado ante aquel trágico panorama, decidió instalarse, junto a otros cuatro camaradas, en la otra punta de la isla, a resguardo de una escondida cala, donde hallaron una pequeña gruta, horadada tiempos atrás por las poderosas olas de sucesivas tempestades. Gracias a su antiguo oficio de pescador, pronto encontró el lugar y modo de hacerse con peces de toda clase que allí había, así como otros pescados de concha y caparazón. Además idearon la forma de almacenar el agua de lluvia. Esta situación les permitió mitigar las penalidades de su cautiverio, durante algún tiempo.
Tras una enorme tempestad, que les obligó a abandonar su refugio, a fin de salvar sus vidas, tras ser alcanzado por las altas y violentas olas del embravecido mar, vieron llegar los restos de un naufragio a una cala contigua, algo más grande que la suya.
Convencidos de que, antes o después, solo una muerte segura les aguardaba, si continuaban en aquella isla infernal, decidieron construir una balsa con el maderamen del naufragio hallado y hacerse a la mar. No perdían demasiado. Si lograban llegar a tierra habrían acabado sus desdichas. Y si no, también.
Construir una balsa sin las herramientas ni materiales apropiados no era sencillo. Necesitaron más tiempo del deseado en reunir una buena cantidad de correajes y prendas de vestir de los soldados fallecidos, sin levantar sospechas. Con tanto esfuerzo como ingenio, consiguieron echar al mar un artilugio medianamente sólido que flotaba con los cinco hombres a bordo.
Yo conocía las reglas más importantes de la navegación y las aguas que bañaban mi pueblo. Tiempos, vientos, y corrientes locales eran un juego de niños para mí, pero aquí todo era desconocido y distinto. Durante varios días estuve lanzando trozos de madera al mar para conocer el sentido dominante de las corrientes. Al mismo tiempo, debía vigilar los vientos para iniciar el viaje cuando ambos coincidieran en dirección sur, hacia África, único rumbo que nos podía llevar a la salvación. Cualquier otro, nos haría caer en manos del enemigo, que no dudaría en darnos muerte por prófugos.
Por fin, conseguimos echar nuestra balsa al mar con vientos favorables, rumbo al  sur, cuando la primavera de 1809 estaba ya bastante avanzada. Habíamos conseguido reunir algunos víveres: pescado secado al sol, unos cuantos mendrugos de galleta y un par de odres con agua, que deberíamos racionar para resistir los 16 días que tardaríamos en arribar a la costa de Argelia, según mis cálculos. Confiaba en que la rudimentaria vela que habíamos logrado construir ayudara a la corriente marina para alcanzar nuestro lejano objetivo en ese tiempo.
Así fue durante los dos primeros días. Después, el viento roló hacia poniente y notamos, con espanto, cómo una fuerte corriente nos arrastraba en dirección al Estrecho de Gibraltar. Solo un milagro podría darnos la salvación.
Para más desdichas, en el quinto día estalló una fuerte tormenta que estuvo a punto de deshacer la frágil almadía y echarnos al fondo del mar. Logramos resistir, pero desde ese momento no dejamos de sufrir toda suerte de inclemencias. Fuertes tormentas con violentas ráfagas de viento, lluvias y oleajes, cuando no ardientes rayos de un sol inclemente, nos martirizaban.
Transcurrieron trece días más, con las provisiones casi agotadas y sin avistar nave alguna. Por entonces ya solo confiábamos nuestra salvación en la fortuna de toparnos con algún barco, sin importar la enseña que portara.
En esa crítica situación nos hallábamos, cuando se produjeron una serie de cambios en las condiciones de navegación. Los vientos giraron a norte y noreste. Daba igual porque nuestra vela era solo un pingajo sin efectividad alguna. Al mismo tiempo, nos dimos cuenta de que la corriente había tomado rumbo contrario, enfilando a oriente, tras atravesar una zona de rápidas cambiantes.
Lo más cierto era que estábamos perdidos en mitad del mar, que para nosotros resultaba inmenso. Hacía tiempo que había perdido cualquier idea sobre nuestra posición, hasta el punto que me resultaba imposible responder con verdad a las angustiosas preguntas de mis compañeros. Ya solo uno de nosotros vigilaba por turno el horizonte, mientras los demás dormitábamos tendidos en la balsa, calados hasta los huesos o abrasados por un sol de justicia. Tratábamos así de ahorrar energías y engañar al  hambre y la sed que nos torturaba desde hacía días.
Pronto comenzamos a tener alucinaciones. Didier, un buen soldado y camarada, creía ver a su madre y le pedía ayuda a grandes y angustiadas voces.
No era extraño. Después de treinta y dos interminables días, todos nos hallábamos más en el otro mundo que en este. Didier, que se encontraba en el peor estado de todos, fue el primero en irse. Lo "enterramos" en el mar. Bastó un suave empujón para que desapareciera entre sus aguas.
Ahora no quiero recordar el enorme sufrimiento que padecí, junto a mis compañeros, ni los negros pensamientos que turbaban mi mente, entre sopores y desvanecimientos. De hecho, ya nadie hablaba. Solo lamentos se podían escuchar de vez en vez. No quedaban fuerzas para levantarnos ni para realizar el menor movimiento. Así permanecíamos tendidos, semiinconscientes y medio muertos, esperando la nada. Y nuestra balsa seguía a la deriva, allá por donde al mar se le antojaba.
No puedo precisar los días que transcurrieron en esta situación. Cuando desperté me vi acostado sobre la cubierta de un bajel otomano, junto a mis camaradas. Era un barco dedicado a la piratería, de los muchos que rondaban aquellas aguas, a las órdenes del dey de Argel. Creí que nuestras penas habían terminado. Gran error. Los piratas, al comprobar que éramos soldados sin grado y ver nuestro lastimoso estado, pellejo y huesos, con escaso valor de rescate, consideraron que no merecía la pena alimentarnos y tomaron la decisión de arrojarnos al mar.
Ignoro que Santo de los muchos invocados nos asistió, pero logró que los otomanos abandonaron su malvado propósito. A grandes gritos indicábamos, con insistencia y desesperación, nuestra pertenencia al glorioso cuerpo de los Marinos de la Guardia del Emperador, asegurándoles que el cónsul francés de Argel no dudaría en darles muy buenos dineros por nuestro rescate.
Por fin cedieron. Nos alimentaron con escasa ración de rancho y agua y fuimos recluidos en un rincón de la bodega. Todavía permanecimos embarcados tres semanas, durante los cuales, los piratas asaltaron varios cargueros, abarrotando la cubierta con un gran botín y la bodega de cautivos, tan maltratados como nosotros.
Tras este tiempo de nuevas penalidades, arribamos, por fin al puerto de Argel, pero entonces el cónsul dio largas a nuestro rescate. Pedimos audiencia y él nos aseguró que no disponía de fondos para comprar la libertad de todos los franceses presos en aquel momento. Liberó a varios oficiales y nos informó de que estaba esperando una remesa de dinero de París y tan pronto llegara pagaría nuestro rescate.
Más tarde supimos que los combatientes de Bailén eran tachados de cobardes o incompetentes. El Sr. Cónsul no quiso involucrarse y nos abandonó a nuestra suerte.
Pasaban los días y nuestra vida transcurría encarcelados en una lóbrega y destartalada cárcel de Argel. Debo confesar que nunca nos faltó abundante alimento, proveído por el Cónsul. Pero terminaba el invierno de 1809 y ya empezaba en creer que jamás saldríamos de allí, si no tomábamos alguna medida que lo remediara.
Había que huir y buscar el modo de llegar a Francia. La alcazaba donde nos tenían presos se alzaba sobre el resto de los edificios de la ciudad, circunstancia que nos permitía observar el puerto y el continuo tráfico de barcos, desde los ventanucos que concedían la poca luz que iluminaban las mazmorras. De este modo, supimos que barcos franceses frecuentaban el puerto de Argel para cargar trigo.
Estaba claro, Debíamos escapar de la prisión y llegar al navío francés de turno. Allí, entre compatriotas, estaríamos a salvo. Conseguir esto no era fácil, pero tampoco demasiado difícil. La vigilancia era bastante laxa. ¿A dónde iban a ir estos pobres diablos?, pensarían. Pero aquel lugar estaba dotado de una fuerte guarnición, lo que impediría pasar desapercibido por entre tanto soldado.
Planeamos con todo detalle la fuga, para ejecutarla durante la noche. Y así lo hicimos. Tan pronto vimos arribar al puerto un barco con la enseña napoleónica, llegamos hasta él, aliados con la suerte. Pero la guardia  de cubierta, compuesta por malteses y sicilianos, nos echaron a patadas de allí y, ante nuestras indignadas protestas, nos amenazaron con llamar a la ronda otomana para que nos calentaran bien las espaldas a palos.
Desesperados, nos dirigimos hacia la casa del Cónsul. Yo había visto un esquife amarrado cerca del barco francés y estaba decidido a que nos proporcionara un pasaje para embarcar en él, o en el peor de los casos, facilitarnos vitualla con qué dotar el esquife que pensaba robar esa misma noche.
Al Cónsul, casi le da un desmayo al vernos aparecer en su casa. Aseguró que no podía hacer nada por nosotros, pues dar ayuda a unos fugitivos podía ocasionar un grave conflicto diplomático, en una época en la que el Imperio estaba necesitado del trigo argelino. Señor, contesté yo, piénselo bien, que si salimos por esa puerta sin su ayuda nos van a matar y, le aseguro que no me importará nada su acompañamiento al otro mundo. Viendo que estábamos decididos a todo, consintió en darnos víveres. Arramplamos con todo lo que pudimos llevar encima, tomamos las armas que tenía y nos volvimos al puerto, siempre amparados por las sombras de la noche.
Allí, Michel, un mozo del Auxerre, que nunca había visto el mar hasta nuestra terrible aventura, se echó atrás y dijo que no volvería a embarcarse jamás en la vida, y que ni por todo el oro del mundo se arriesgaría a tener una experiencia igual a la pasada. Porfiamos pero no pudimos convencerle. Nos dijo que prefería morir en tierra con rapidez que volver a pasar la agonía que padeció sobre el agua.
Le deseamos suerte y los otros tres camaradas nos hicimos a la mar.
André describía al esquife robado como muy marinero, muy parecido al de su padre, aunque más nuevo y mejor utillado. En su libro relataba las nuevas peripecias que se produjeron durante la larga travesía, pero ni por mucho se parecieron a las que tuvieron que soportar encima de aquella desvencijada balsa. Ahora, André podía manejar su destino y luchar contra los elementos con la experiencia marinera de su anterior oficio de pescador.
Aun así, tuvieron que transcurrir diez días de continua lucha con el mar para alcanzar la costa provenzal. Desembarcaron en el pequeño puerto de Sete e inmediatamente se presentaron ante la autoridad militar. Allí sufrieron la primera decepción. Cuando esperaban ser recibidos y homenajeados como héroes, solo obtuvieron miradas oscas y respuestas desabridas. Sin más explicación, les enviaron a Marsella y en esa plaza estuvieron acuartelados durante un mes, hasta ser licenciados sin honor. El baldón de Bailén siguió pesando sobre sus hombros, durante el resto de su existencia.
André cuenta el triste regreso a su pueblo Le Lavandou y aunque recibió la acogida alegre y el cariño de los suyos, nunca logró sacudirse de encima la amargura por el mal pago recibido tras tanto heroico esfuerzo realizado por él y sus compañeros.
Al terminar la lectura de aquel interesante libro, medité durante algún tiempo y pronto quede profundamente dormido. Me desperté al sentir las voces del encargado del vagón, anunciando la llegada a Hendaya.
Busqué el libro en mi regazo, donde lo había dejado, pero no estaba. ¿Quizás habría resbalado y caído al suelo? Tampoco se hallaba allí.
Desorientado y haciendo mil cábalas, seguí buscando por todos los rincones. Trabajo inútil: el libro no estaba en el departamento ¿Me lo habían robado? ¿Por qué? Aquel libro no podía tener demasiado valor dinerario. Además ¡el pestillo de la puerta estaba echado! Nadie, salvo algún profesional del hurto, hubiera podido entrar en el departamento.
Dudé ¿Sería posible que toda aquella narración fuera producto de uno de esos sueños tan reales que a veces me asaltan? No sé, pero recordaba, con toda nitidez, el episodio de mi visita a la librería parisina, cómo encontré el libro y de qué manera lo estuve hojeando. ¿Quizás el resto de la historia fue fruto de mi imaginación o, tal vez, de algún tipo de alucinación o pesadilla. que mi subconsciente había urdido empleando la enorme información acumulada en mi anterior novela sobre aquel tema? Imposible saberlo. Este será un misterio que jamás podré resolver.

jueves, 22 de agosto de 2019

36.- Relatos, Fábulas y Leyendas


36.- EXTRATERRESTRES




Era un día festivo y me hallaba rodeado de nietos, ante una mesa bien surtida de Coca Cola, pistachos y patatas fritas. No sé a santo de qué, pero de pronto se me ocurrió lanzarles esta pregunta:
-A ver, chicos ¿Creéis posible la existencia de seres inteligentes en otros mundos del Universo?
Ante mi sorpresa, los dos pequeños respondieron de inmediato:
-Seguro que los hay -contestaron a coro ambos.
-¿Ah sí? ¿Y por qué estáis tan seguros?
-Hombre yayo, el Universo es tan grande y hay tantos millones de planetas que, por fuerza, debe haber alguno habitado.
Debo decir que me sorprendió la rotundidad y consistencia de la respuesta en niños tan pequeños, aunque me hizo recordar que los chavales de hoy son mucho más espabilados que los de mi generación a su misma edad.
-¿Y vosotros? -pregunté a los dos mayores.
Mi nieta, segunda en el escalafón y estudiante de Derecho, vino a decir que la idea de la existencia de vida exterior es tan aceptada, que ya se está estudiando la posibilidad del proyecto y promulgación de un Código de Justicia Cósmico, o algo parecido.
El mayor de mis nietos, a punto de acabar Medicina contestó:
-¿Seres inteligentes en otros mundos? ¡Pero si no los hay en este!
La ocurrencia nos hizo reír a todos durante un buen rato. Sin embargo, pasado el momento de jolgorio, su ingeniosa respuesta me obligó a pensar y reconocer que no andaba demasiado lejos de la triste realidad. Al menos si hemos de considerar el comportamiento del conjunto de la humanidad y los terribles hechos que, con demasiada frecuencia, protagonizaron y protagonizan los habitantes de este precioso planeta.
-Otra cosa -insistí- ¿Creéis en esas noticias que aparecen de vez en cuando sobre visitas, encuentros o abducciones por parte de extraterrestres?
-¡Pero yayo! ¡Qué esos son cuentos chinos! -se apresuraron a contestar, casi al unísono.
Eso mismo creo yo, pero hay quien relata sus experiencias extraterrestres con tanto aplomo y realismo que parece imposible mentir de manera tan descarada.
Porque, si estamos convencidos de la existencia de vida inteligente en otros planetas ¿no es coherente creer que algunos de sus habitantes puedan pasearse por nuestro entorno sideral, amparados en una tecnología muy superior a la nuestra?
Veamos. En primer lugar ¿disponemos de datos o argumentos  suficientes para sostener la afirmación de la existencia de seres inteligentes fuera de nuestro sistema solar?
Desde el punto de vista científico parece no haber duda. Hoy se sabe que existen millones de planetas, circulando alrededor de millones de soles, dentro de millones de galaxias, como apuntaban mis nietos. Hay un catálogo inmenso de soles y planetas con similares composiciones, tamaños y disposiciones que nuestra Tierra. Y estos deben ser la infinitésima parte de los que existen, cuyo conocimiento nos es vedado, a causa de la limitación de nuestros medios de observación. No es posible que en uno de ellos, o en varios, o quizás en muchos, no se den las mismas condiciones que dieron lugar a la vida en nuestro planeta. No, no es posible. La vida en otros mundos es la opción más probable.  
Por el lado teológico, se llega a idéntica conclusión. No parece razonable que Dios se decidiera a organizar un Universo tan inmenso, complejo y variado, para que unos microscópicos seres nacieran en un minúsculo rincón perdido entre aquella enorme inmensidad. Sería un derroche energético sin sentido, pues bastaría con muchísimo menos para conseguir el mismo efecto. Por tanto, si se considera a Dios un ser razonable, no cabe otra idea que admitir la existencia de otros mundos.
Hechas estas consideraciones habría que considerar la ocasional visita de algún habitante de esos otros planetas a nuestra tierra. Sin embargo, por suerte o desgracia, esto es mucho menos probable.
Varias circunstancias de espacio y tiempo impiden la posibilidad de un encuentro extraterrestre, al menos durante muchos siglos más.
La primera dificultad está representada por las enormes distancias siderales de nuestro Universo. Hay que tener en cuenta que el planeta más parecido al nuestro y más cercano, el Kepler 452b, se encuentra a la friolera de 1400 años luz -el año luz tiene 9,46 por 10 elevado a la 12 km. No, no es necesario que hagáis la cuenta: son tanto como 9 460 730 472 580,8 km-. Disponer de la tecnología necesaria para viajar hasta allí, o desde allí, puede que sobrepase los años que restan de permanencia de la especie humana en la Tierra.
Si las distancias espaciales son enormes ¿qué decir de los tiempos siderales?
Según las últimas estimaciones de los científicos más eminentes, el Universo tiene una edad de 13.800 millones de años -millón arriba o abajo-. La Tierra se formó hace unos 4.500 millones de años -más o menos- y la vida aparecería sobre ella unos 1.500 millones más tarde en forma de bacteria, su expresión más simple. Los científicos han conseguido hallar vestigios de los primeros homínidos de hace 3 millones de años y restos del homo sapiens con una edad de 300.000 años. La Tierra, en tanto, ha sufrido tremendos cataclismos y transformaciones hasta llegar a conformarse como la conocemos hoy: un precioso planeta lleno de vida.
Son suficientes estos pocos datos, para darnos cuenta de la improbabilidad de producirse encuentros entre los habitantes de distintos planetas, aunque existiera vida en ellos.
Es tan corto el tiempo transcurrido, desde que el ser humano es capaz de razonar, hasta hoy, comparado con los miles de millones de años que ha necesitado la Tierra -y cualquier otro planeta- para poder ser habitable, que sería una casualidad prodigiosa que pudieran coincidir dos civilizaciones paralelas en dos o más sistemas planetarios.
Lo más probable es que, en este momento, la vida en los planetas capaces de albergarla no se haya iniciado aún, se encuentre en fase embrionaria, tenga seres con un cierto grado de inteligencia pero sin capacidad de comunicarse por falta de la tecnología necesaria para salvar las enormes distancias del Universo o, tal vez, se haya agotado la vida en ellos desde hace ya mucho tiempo, como sucede en los planetas de nuestro entorno.
No podemos aventurar qué sucederá en el futuro, pero sí sabemos que la Tierra colapsará en unos pocos millones de años. Mucho antes, nuestro planeta dejará de ser habitable. Nuestro Sol habrá consumido todo el hidrógeno que usa como combustible y se habrá convertido en una estrella gigante roja. En esa situación, habrá crecido hasta  alcanzar la órbita de los planetas más cercanos, incluido el nuestro, destruyéndolos.
Mientras, nuestro planeta estará inmerso en un proceso de calentamiento continuado que ocasionará el correspondiente y persistente cambio climático.
En realidad, esa situación no es nueva. Nuestro planeta viene calentándose desde la última glaciación. Y seguirá haciéndolo aunque los humanos nos vistamos con el uniforme de Tarzán y practiquemos su estilo de vida. Son incontables los heleros desaparecidos desde entonces, aunque la única industria que había era la confección de tapa vergüenzas a base de hojas de parra. Hoy nos hemos incorporado a la moda ecológica de lo "sostenible", por la cual los humanos están obligados a vivir sin molestar en nada a la Naturaleza y evitar cualquier daño al planeta.
Es un punto de vista equivocado. No es extraño: los ecologistas piensan con el corazón en vez de usar la cabeza. El bien de la humanidad debe estar por encima del bien de la Naturaleza -un ente, por cierto, inclemente que mata a cientos de miles de personas al año, con sus huracanes, sequías, inundaciones, terremotos, tsunamis y erupciones volcánicas-, aunque deba evitarse su mal, en tanto sea posible.
Pongo un ejemplo de actualidad. El hombre debe evitar la emisión de gases contaminantes. De acuerdo, pero no para frenar el cambio climático, como se postula desde todo tipo de organismos, sino porque pueden ser perjudiciales para la salud de las personas.
Conociendo la irremediable caducidad de nuestro planeta, se tratará, por tanto, de empeñarse en construir las condiciones necesarias para obtener la mejora constante de una vida sana, confortable y digna de todos sus habitantes, en tanto dure aquel. Y no hay que darle vueltas, esto no se consigue dando marcha atrás en los avances científicos y tecnológicos de nuestra época. Solo la tecnología y su buena y acertada práctica es posible ofrecer a la humanidad un venturoso final, en este o en otro planeta donde hayamos conseguido emigrar.