37.- Historia de un soldado de Napoleón
en la guerra de España.
Rendición
del ejército francés en Bailén. Cuadro de Alisal
.
La
primavera estaba bastante avanzada y París lucía brillante y colorista como la
mata de un hermoso rosal en flor. Llegaba de Colonia con tiempo más que suficiente
para tomar el tren hacia España, por la vía de Burdeos.
Me
trasladé sin prisa a la estación de Austerlitz, dejé allí el equipaje y decidí
comer algo en la terraza de un pequeño restaurante situado justo enfrente de la
estación. Después, como andaba sobrado de tiempo, me regalé un relajante paseo
por las calles próximas.
Tres
más allá, me topé con una de esas antiguas librerías parisinas, decorada a la
peculiar manera imperante a mediados del siglo pasado y cargada de historia y
tiempo, delatados ambos por el rancio aroma de papel y tinta de sus añosos
libros. Curioseé por sus estanterías y, de pronto, vi un antiguo pero bien
encuadernado tomo, que llamó en seguida mi atención. Una barroca caligrafía
mostraba su título en grandes caracteres:
L´Histoire Infortunée d´un Soldat de Napoléon à la Guerre d´Espagne, firmada
por un tal André Leclerc.
Comprobé
la fecha de edición y sentí un golpe emocional al verlo: 1906 marcaba ¡Era un auténtico
hallazgo!
Durante
la preparación de mi libro Con Fuego en
las Entrañas, biografía novelada de un héroe aragonés durante la Guerra de
Independencia, había reunido una gran cantidad de información de esa dolorosa
efeméride, incluidos varios libros de memorias de generales y mariscales
franceses, pero ningún testimonio de soldados "rasos", relatos quizás
más reveladores y sinceros pero, desde luego, mucho más sensibles y próximos.
El
librero, un hombre mayor y cano, que portaba un generoso mostacho, gruesas
gafas de empedernido lector y un veterano guardapolvo gris, sonrió tan pronto
descubrió mi marcado acento español y chapurreó en mi idioma:
-Hace
Vd. bien en llevar este libro. No encontrará una obra de arte, pero sí una
emocionante historia -y continuó dándome mil explicaciones del azaroso devenir
de la obra hasta la fecha de su publicación.
Una
vez instalado en mi departamento del Wagon lits y arrellenado en el pequeño
pero cómodo sillón, inicié la lectura de aquel curioso libro. Amarrado por su
interesante relato, no pude, ni quise, interrumpirla en toda la noche, a pesar
de mis dificultades para comprender algunos modismos franceses de la época en
que fueron escritos. Huelga decir que la ropa de mi litera no se deshizo en
aquella noche.
El
protagonista y, al parecer autor, André, era un joven mozo pescador, hijo y
nieto de pescadores, nacido en Le Lavandou, un pequeño pueblo pesquero de la
costa provenzal. Movido por un irrefrenable afán de aventuras y fascinado por
las formidables hazañas protagonizadas por las victoriosas tropas del glorioso
emperador Napoleón, se enroló en el ejército francés.
Después
de muchas peripecias, tras participar en múltiples acciones contra los
ejércitos centroeuropeos de Prusia, Austria y Rusia, logró entrar en el afamado
cuerpo de Marinos de la Guardia, en 1805, gracias a la valentía demostrada en
el combate y a su condición de pescador, que le confería el conocimiento de
algunas artes del mar.
Este
cuerpo, famoso por su valentía y destreza en el combate, era una especie de
infantería de marina que también actuaba, en ocasiones, como cuerpo de ingenieros
en la construcción de puentes, preparación de puertos o manejo de barcas.
Fue
el 17 de octubre del año 1807 cuando André entró en España, con su unidad
encuadrada en el ejército del general Junot. Era un cuerpo expedicionario
destinado a la conquista de Portugal junto a otras tropas españolas. Así lo
relataba él en su idioma.
...¡Qué grandeza y cuánta
honra sentíamos al recibir los saludos, parabienes y aclamaciones de las gentes
de España, al atravesar sus pueblos y ciudades! ¡Qué orgullo mostrar el invicto
ondear de nuestras gloriosas banderas por tierras cuyos valerosos hombres
habían dominado el mundo!...
Pero
este amable recibimiento habría de durar muy poco. Tan poco como la insaciable
ambición del Emperador le aconsejara que, metidos en faena, bien pudiera
quedarse con Portugal y España por el mismo precio.
Desde
los primeros días del año 1808, tropas francesas comenzaron a entrar en España
y se fueron instalando en algunas ciudades estratégicas, como San Sebastián,
Burgos, Salamanca, Pamplona, Figueras y Barcelona, entre otras, ante la
creciente inquietud del rey Carlos IV y su Corte.
Tras
los sucesos de Aranjuez, la caída de Godoy, la abdicación del Rey y la
proclamación de Fernando VII como rey de España, el mariscal Murat entró en
Madrid, el 23 de marzo, con una poderosa fuerza. Tomó el poder, liberó a Godoy
y anuló los Reales Decretos de sucesión a la Corona.
...De
pronto, la gente se volvió loca -escribía
André, ante los sucesos del 2 de mayo en Madrid-. Las mismas personas que poco antes nos había colmado de alabanzas y
aclamaciones, nos atacaban con mosquetes, cuchillos, palos y piedras, empleando
una fiereza inusitada. ¿De dónde había salido tanto odio? Nuestro jefe nos
había dicho que nuestra principal misión en España consistiría en llevar al
pueblo los principios de la Ilustración, que habían hecho grande a Francia y la
habían liberado de la tiranía de la nobleza y del poder clerical ¿Por qué nos
agredían, entonces? Era evidente que nuestros atacantes eran chusma al servicio
de la nobleza y el clero, que no estaban dispuestos a perder sus injustos privilegios...El
Mariscal ordenó acabar con la insurrección de la manera más rápida y
contundente. Había que dar un escarmiento ejemplar para que aquel suceso no se
volviera a repetir, no solo en Madrid, sino en el resto de las ciudades donde
nos habíamos establecido. Y así se hizo...
Murat se equivocó y, en aquel día, dio
comienzo a una larga, terrible y sangrienta guerra, que duró seis años y supuso
la primera derrota de Napoleón y el declinar del victorioso vuelo de su águila
imperial por Europa.
Mecido por el traqueteo del tren,
devoraba yo las páginas en las que André relataba sus experiencias como
victorioso ocupante y pretendido benefactor, en un país donde solo obtenía
miradas de rencor y odio, junto al riesgo de recibir alguna fatal cuchillada
desde algún oscuro rincón o en cualquier apartada callejuela.
Consolidado el dominio francés en
Madrid, el laureado general Pierre Antoine Dupont recibió la orden de Napoleón
de someter Andalucía, mediante un cuerpo de ejército de 12.000 hombres. La
unidad de André, un batallón de marinos de la Guardia compuesto por 400
hombres, fue destinado a esta misión. Iniciaron su avance en los primeros días
de junio de 1808. Más tarde, el día 26, se les unió como refuerzo el general D.
H. Antoine Marie Vedel con una división de 9.000 hombres.
Nuestro protagonista describía en su
libro, con todo detalle, las operaciones que se realizaron en esta campaña.
Trataré de resumirlas manteniendo, en lo debido, el punto de vista del autor.
Dupont atravesó Despeñaperros y, tras
asolar Córdoba, se asentó en Andújar, a la orilla del Guadalquivir, con el fin
de organizar allí su cuartel general y su centro de operaciones. Vedel se
estableció en Bailén, para asegurar la vía de suministros desde Madrid. Frente
a ellos se hallaba el ejército
andaluz, compuesto por cuatro divisiones.
El
general Castaños, jefe del ejército de Andalucía, presentó batalla a Dupont con
la división del general Manuel de la Peña -6676 hombres- y la del general Félix
Jones, de ascendencia irlandesa -5415 hombres-, por el norte y oeste, pero
fueron rechazados. El mariscal de campo Marqués de Coupigny, de las Reales
Guardias Walonas, al frente de su división -7825 efectivos-, debería atravesar
el Guadalquivir por el vado de Villanueva de la Reina, para atacar a Dupont por
el este y mantenerle sitiado en Andújar. Pero aquí también resistieron los
franceses y no se pudo lograr el objetivo.
A
pesar de que estas operaciones habían resultado favorables al general francés,
tuvieron la virtud de hacer dudar a Dupont y éste, al sentirse rodeado, pidió
refuerzos a Vedel, que se hallaba asentado en Bailén. Algún problema de
entendimiento debió ocurrir con los correos, porque Vedel se presentó en
Andújar con toda su división, ante la sorpresa de su jefe. Estaban discutiendo
el malentendido, cuando recibieron la noticia de que la división del Mariscal
de Campo Teodoro Reding -7850 combatientes-, había cruzado el río por Mengíbar
y se había hecho con Bailén, sin apenas esfuerzo, al derrotar a un par de
batallones que el general francés había dejado como guarnición.
A
toda prisa, volvió Vedel sobre sus pasos, pero al llegar a Bailén no encontró a
la división de Reading. Supuso el francés que el general suizo, encuadrado en
el ejército español, había tomado el camino de Madrid para acabar con sus nudos
de comunicación y suministro, dejándoles aislados con la capital...Teníamos muchos problemas de información.
Las gentes del país nos daban informaciones falsas o, en la mayoría de los
casos, se negaban a dar el menor dato o confidencia. En cambio, a los españoles
nunca les faltó conocimiento de nuestras maniobras... escribía André.
Vedel
se equivocó. Reding, a pesar de que su división estaba organizada como un
pequeño ejército, con una poderosa artillería y abundante caballería, no se arriesgó
a medirse al experimentado cuerpo de ejército de Vedel: había retrocedido. Cruzó
de nuevo el río y buscó el apoyo de la división de Coupigny que se hallaba en
Villanueva, pugnando por cruzar el Guadalquivir. Juntos regresaron a Bailén,
después de que las tropas francesas hubieran pasado por allí como un huracán,
en dirección a la Carolina en persecución de la "división fantasma"
del suizo.
En
Bailén, Reding y Coupigny montaron una fuerte posición defensiva en forma de
arco y esperaron acontecimientos. Estos no se harían esperar. La posición de
Dupont se había debilitado con Vedel lejos y él amenazado por tres divisiones
españolas. Debía actuar.
Así
lo hizo. En la noche del 18 de julio de 1808, amparado por sus sombras para
evitar que los españoles conocieran la maniobra, decidió Dupont rectificar la
mala situación estratégica en que se encontraba. Levantó el campo con el mayor
sigilo y ordenó a sus tropas marchar sobre Bailén para acercarse a Vedel, en la
creencia de que aquella posición se hallaba desocupada. El fragor del fuego
recibido por su vanguardia en la madrugada del día 19 le sacó de su error,
aunque solo a media mañana supo la naturaleza e importancia de las tropas que
tenía enfrente.
...Era noche cerrada, cuando vimos como el
cielo se iluminaba en la lejanía por los disparos españoles sobre nuestra vanguardia,
al tiempo que se oía el fragor de las detonaciones. Nuestro batallón marchaba
en retaguardia, junto a nuestro general en jefe, atentos a los posibles ataques
de las tropas españolas que habíamos dejado apostadas en Andújar. No
esperábamos mucha oposición enfrente y supusimos que las unidades de avanzada
se bastarían para acabar con la resistencia española. No fue así. Pronto
supimos que la poderosa artillería española había diezmado nuestra caballería y
hecho retroceder a la infantería, al tiempo que desmontaba la totalidad de la
artillería de campaña que portaban (nuestros cañones eran de a 4 pulgadas,
mientras que los suyos calibraban de a 8 y de a 12, con mucho más alcance y
potencia de fuego)
No había que preocuparse
demasiado. El grueso de nuestras experimentadas tropas pronto llegaría al
frente de batalla y acabaría con la resistencia española que, según la
información que disponíamos, estaba compuesta por civiles y soldados bisoños,
en su gran mayoría.
No tardamos mucho en conocer
el resultado de este segundo asalto.
Las tropas españolas habían
resistido el ataque. Tras él realizaron un violento contraataque, en el que su
caballería provocó un doloroso descalabro en nuestras filas, obligándolas a
retirarse hasta sus líneas de partida.
Era media mañana cuando
llegamos al teatro de operaciones. Formábamos el grupo más numeroso de la columna
y en él estábamos encuadrados nosotros, los marinos de la Guardia, ardiendo en
deseos de entrar en combate. El general Dupont ordenó reorganizar las unidades
y aprestarlas para el combate. Esperaba la llegada de la división de Vedel para
atacar juntos las posiciones españolas, mediante una operación de tenaza. Por
desgracia, los exploradores trajeron la noticia de que el general Castaños y
dos divisiones se acercaban a marchas forzadas a nuestra espalda.
Por otro lado, el General
tuvo noticia de que Vedel no llegaría en su apoyo hasta bien entrada la tarde. Había
que atacar y obtener la victoria definitiva antes del medio día. Después, con
la ayuda de Vedel y una vez eliminada la mitad del ejército español, derrotar
al general Castaños sería tan simple como realizar una parada militar.
Nuestro General situó los
efectivos en orden de combate. Al frente, nuestro batallón de marinos. A
nuestra izquierda dos batallones de Pannetier y a la derecha dos batallones del
regimiento Suizo y otro de la 4ª Legión. Detrás nuestro marchaban dos
batallones de la Brigada Chabert, seguidos a caballo por el general Dupont con
todos sus generales, mandos y asistentes, rodeados por el ondear de banderas y
estandartes. En los flancos cabalgaban los pocos jinetes que quedaban: 50 a
cada lado. Cerraban la marcha los restos
de la Brigada Privé y soldados de la Guardia de París.
Marchábamos al ritmo marcado
por los tambores, marciales y orgullosos de combatir en el invicto ejército de
nuestro Emperador, sabedores de que solo la victoria podía ser nuestra
compañera en aquella batalla.
Poco tardaron en tronar las
baterías españolas. Pero nosotros avanzábamos impasibles al fuego enemigo
hombro con hombro. Cuando alguien caía, otro de atrás cubría la fila. Éramos
una imparable máquina que marchaba con la determinación de no detenerse hasta
alcanzar las líneas enemigas.
A pesar del alto espíritu
con que afrontábamos la batalla, pronto vimos flaquear nuestras alas. Los
soldados cansados por la agotadora marcha, sin dormir, apenas alimentados y a
falta de agua en un asfixiante paraje, convertido en una auténtica caldera por
el terrible sol del mediodía, comenzaron a aminorar la marcha. Por otro lado,
la escasez de caballería, masacrada en los anteriores combates, y la falta de
artillería ocasionaban una evidente debilidad de nuestros flancos, que era
aprovechada por el enemigo acosándoles en continuos ataques y disparándoles
toda suerte de armas.
En esto, un proyectil dio en
la cadera del General Dupont que estuvo a punto de descabalgarle. Las unidades
cercanas, al ver a nuestro general herido y en apurada situación, comenzaron a
retroceder. Pronto el pánico se apoderó de unas tropas cansadas, muertas de sed
y asfixiadas por el terrible sol ardiente. En ese momento, el temible ejército
imperial se diluyó como un azucarillo en agua. Los soldados tiraban sus armas
y, desoyendo las órdenes de sus mandos, buscaban la sombra de los árboles o se
arrojaban sobre unos charcas putrefactas de una seca regata cercana.
Nuestra unidad, que había
derrochado valentía durante todo el combate, llegó hasta unos 60 metros de los
cañones enemigos, pero nos quedamos solos y tuvimos que retroceder para no ser
rodeados por el enemigo. ¡Estábamos derrotados!
A
las 13 horas, apareció por el puente del Rumblar, en la retaguardia francesa,
un destacamento de exploradores de vanguardia del coronel Cruz, señal
inequívoca de la inminente llegada de las divisiones del general Castaños.
Al
general Dupont ya solo le obedecían dos batallones de la Guardia de París, la
diezmada brigada Privé y los Marinos, 2000 hombres en total. Abrumado, pidió un
alto el fuego al general Reding. La batalla de Bailén había concluido, tras 10
interminables horas de intensos combates.
Sobre
las cuatro de la tarde, apareció Vedel con sus tropas. Enterado de lo sucedido,
desoyó la orden de rendición de su general y trató de regresar a Madrid junto a
sus tropas y pertrechos. En cuanto Reding supo la maniobra de Vedel, conminó a
Dupont para que hiciera valer su autoridad y enviara correos que obligaran a su
lugarteniente a acatar la orden de rendición, bajo la amenaza de pasar a
cuchillo al resto de la tropa cautiva. Después de muchas discusiones con sus
mandos, que se negaban a rendirse sin luchar, Vedel consintió en capitular, al
recibir la garantía española de que sus tropas serían conducidas en barco hasta
Marsella con armas y guarniciones.
Desde ese momento, solo
habríamos de sufrir desgracias y padecimientos. En la capitulación se
estableció que los oficiales serían enviados a Francia por tierra. La tropa que
había participado en la batalla sería confinada en las Islas Canarias. Nuestra
unidad de marinos, en premio a nuestra valiente actuación en el combate, se
asimiló a la tropa del general Vedel para regresar a Francia por barco.
El traslado hasta Cádiz
resultó un auténtico martirio. Formábamos una larga columna de 17635
prisioneros. Todavía nos preguntábamos cómo era posible que hubiéramos perdido
la batalla, combatiendo contra una fuerza bisoña que no pasaría de los 16000
efectivos y sentíamos una vergüenza infinita. El victorioso ejército imperial
había sufrido su primera derrota de una manera tan inexplicable como
vergonzosa. Y al pasar por los pueblos, el populacho nos lo recordaba
arrojándonos piedras, frutas podridas, excrementos y los elementos arrojadizos
más humillantes. Con frecuencia, los soldados españoles debían emplearse con
firmeza para evitar que nos lincharan, aunque no pudieran evitar que los golpes
llovieran sobre nuestras espaldas.
Después de muchas
penalidades llegamos a Cádiz. Creímos que allí habían concluido nuestras
fatigas. Pronto nos embarcarían y nos conducirían a Francia, donde recibiríamos
los amorosos cuidados de nuestras familias. Nos equivocamos. El Gobernador de
la Plaza se negó a disponer los barcos necesarios para ejecutar la operación, acogiéndose
a la falta de definición temporal del tratado de paz y nos metió en unas viejas gabarras con destino a la isla de
Cabrera.
Hacinados en las bodegas,
sufrimos de hambre y sed durante los 14 días que duró el viaje con vientos y
corrientes contrarias. Además, los desvencijados barcos que nos trasportaban,
auténticos cascarones incapaces de luchar con ventaja contra la fuerza del mar,
navegaban entre bandazos y escoradas que nos hacían sufrir lo indecible.
Por fin, arribamos a la isla
de Cabrera. Mis compañeros rezaban agradecidos al poder pisar tierra firme.
Poco duró la alegría. Aquella isla era un peñascal desértico sin nada que comer
ni beber. Solo un viejo fuerte, semi derruido, podía servir de refugio, pero no
para todos. Éramos cerca de 9000 prisioneros, dejados de la mano de Dios, en
aquel inhóspito lugar. No había vigilantes. Tampoco eran necesarios: nadie
podía huir de aquella desolada isla.
La falta de oficiales pronto
ocasionó una profunda degradación de la convivencia, de tal manera, que muchos
tuvimos que organizarnos en grupos de autodefensa. Quien no tenía valedor era
firme candidato a morir.
Una vez por semana, un barco
de Mallorca nos traía agua y unos pocos víveres que solo los más fuertes podían
disfrutar. El resto debía conformarse con masticar raíces y chupar el poco
rocío de la madrugada que se depositaba en algunos de los ásperos y escasos
arbustos que allí se daban. Todavía la situación empeoró cuando un grupo de
prisioneros intentó asaltar al barco encargado de traer los suministros. La
compañía propietaria del barco se negó a seguir realizando tan peligroso
servicio y canceló las entregas de alimentos durante más de tres meses. En ese
período, se produjeron hechos horribles que ofendían a la dignidad humana y
que, al intentar relatarlos, solo encuentro deseos de olvido, al tiempo que
repugnancia y vergüenza.
Sin
embargo, André relata con toda crudeza las continuas y horribles penalidades
que hubieron que soportar. Fáciles de adivinar, por otra parte, al conocer el
trágico balance de vidas de aquel largo cautiverio. De los 9000 prisioneros
iniciales y otros 2000 llegados más tarde, solo 3500 lograron sobrevivir hasta
el final de la guerra.
Hubo
de todo. Desde una feroz hambruna, junto a palizas, violaciones, además de toda
clase de enfermedades, hasta el uso generalizado de la antropofagia. Al
principio, se disputaban los restos de los cadáveres, pero más tarde, los más
fuertes acechaban a los más débiles y antes de perecer por hambre o enfermedad
les daban muerte y los devoraban. Era frecuente realizar cacerías con quienes,
aquejados de alguna debilidad, trataban de ocultarse.
André,
aterrado ante aquel trágico panorama, decidió instalarse, junto a otros cuatro
camaradas, en la otra punta de la isla, a resguardo de una escondida cala,
donde hallaron una pequeña gruta, horadada tiempos atrás por las poderosas olas
de sucesivas tempestades. Gracias a su antiguo oficio de pescador, pronto encontró
el lugar y modo de hacerse con peces de toda clase que allí había, así como
otros pescados de concha y caparazón. Además idearon la forma de almacenar el
agua de lluvia. Esta situación les permitió mitigar las penalidades de su
cautiverio, durante algún tiempo.
Tras
una enorme tempestad, que les obligó a abandonar su refugio, a fin de salvar
sus vidas, tras ser alcanzado por las altas y violentas olas del embravecido
mar, vieron llegar los restos de un naufragio a una cala contigua, algo más
grande que la suya.
Convencidos
de que, antes o después, solo una muerte segura les aguardaba, si continuaban
en aquella isla infernal, decidieron construir una balsa con el maderamen del
naufragio hallado y hacerse a la mar. No perdían demasiado. Si lograban llegar
a tierra habrían acabado sus desdichas. Y si no, también.
Construir
una balsa sin las herramientas ni materiales apropiados no era sencillo.
Necesitaron más tiempo del deseado en reunir una buena cantidad de correajes y
prendas de vestir de los soldados fallecidos, sin levantar sospechas. Con tanto
esfuerzo como ingenio, consiguieron echar al mar un artilugio medianamente
sólido que flotaba con los cinco hombres a bordo.
Yo conocía las reglas más
importantes de la navegación y las aguas que bañaban mi pueblo. Tiempos,
vientos, y corrientes locales eran un juego de niños para mí, pero aquí todo
era desconocido y distinto. Durante varios días estuve lanzando trozos de
madera al mar para conocer el sentido dominante de las corrientes. Al mismo
tiempo, debía vigilar los vientos para iniciar el viaje cuando ambos
coincidieran en dirección sur, hacia África, único rumbo que nos podía llevar a
la salvación. Cualquier otro, nos haría caer en manos del enemigo, que no dudaría
en darnos muerte por prófugos.
Por fin, conseguimos echar
nuestra balsa al mar con vientos favorables, rumbo al sur, cuando la primavera de 1809 estaba ya
bastante avanzada. Habíamos conseguido reunir algunos víveres: pescado secado
al sol, unos cuantos mendrugos de galleta y un par de odres con agua, que
deberíamos racionar para resistir los 16 días que tardaríamos en arribar a la
costa de Argelia, según mis cálculos. Confiaba en que la rudimentaria vela que
habíamos logrado construir ayudara a la corriente marina para alcanzar nuestro
lejano objetivo en ese tiempo.
Así fue durante los dos
primeros días. Después, el viento roló hacia poniente y notamos, con espanto,
cómo una fuerte corriente nos arrastraba en dirección al Estrecho de Gibraltar.
Solo un milagro podría darnos la salvación.
Para más desdichas, en el
quinto día estalló una fuerte tormenta que estuvo a punto de deshacer la frágil
almadía y echarnos al fondo del mar. Logramos resistir, pero desde ese momento
no dejamos de sufrir toda suerte de inclemencias. Fuertes tormentas con
violentas ráfagas de viento, lluvias y oleajes, cuando no ardientes rayos de un
sol inclemente, nos martirizaban.
Transcurrieron trece días
más, con las provisiones casi agotadas y sin avistar nave alguna. Por entonces
ya solo confiábamos nuestra salvación en la fortuna de toparnos con algún
barco, sin importar la enseña que portara.
En esa crítica situación nos
hallábamos, cuando se produjeron una serie de cambios en las condiciones de
navegación. Los vientos giraron a norte y noreste. Daba igual porque nuestra
vela era solo un pingajo sin efectividad alguna. Al mismo tiempo, nos dimos
cuenta de que la corriente había tomado rumbo contrario, enfilando a oriente,
tras atravesar una zona de rápidas cambiantes.
Lo más cierto era que
estábamos perdidos en mitad del mar, que para nosotros resultaba inmenso. Hacía
tiempo que había perdido cualquier idea sobre nuestra posición, hasta el punto
que me resultaba imposible responder con verdad a las angustiosas preguntas de
mis compañeros. Ya solo uno de nosotros vigilaba por turno el horizonte,
mientras los demás dormitábamos tendidos en la balsa, calados hasta los huesos
o abrasados por un sol de justicia. Tratábamos así de ahorrar energías y
engañar al hambre y la sed que nos
torturaba desde hacía días.
Pronto comenzamos a tener
alucinaciones. Didier, un buen soldado y camarada, creía ver a su madre y le
pedía ayuda a grandes y angustiadas voces.
No era extraño. Después de
treinta y dos interminables días, todos nos hallábamos más en el otro mundo que
en este. Didier, que se encontraba en el peor estado de todos, fue el primero
en irse. Lo "enterramos" en el mar. Bastó un suave empujón para que
desapareciera entre sus aguas.
Ahora no quiero recordar el
enorme sufrimiento que padecí, junto a mis compañeros, ni los negros pensamientos
que turbaban mi mente, entre sopores y desvanecimientos. De hecho, ya nadie
hablaba. Solo lamentos se podían escuchar de vez en vez. No quedaban fuerzas
para levantarnos ni para realizar el menor movimiento. Así permanecíamos
tendidos, semiinconscientes y medio muertos, esperando la nada. Y nuestra balsa
seguía a la deriva, allá por donde al mar se le antojaba.
No puedo precisar los días
que transcurrieron en esta situación. Cuando desperté me vi acostado sobre la
cubierta de un bajel otomano, junto a mis camaradas. Era un barco dedicado a la
piratería, de los muchos que rondaban aquellas aguas, a las órdenes del dey de
Argel. Creí que nuestras penas habían terminado. Gran error. Los piratas, al
comprobar que éramos soldados sin grado y ver nuestro lastimoso estado, pellejo
y huesos, con escaso valor de rescate, consideraron que no merecía la pena
alimentarnos y tomaron la decisión de arrojarnos al mar.
Ignoro que Santo de los
muchos invocados nos asistió, pero logró que los otomanos abandonaron su
malvado propósito. A grandes gritos indicábamos, con insistencia y
desesperación, nuestra pertenencia al glorioso cuerpo de los Marinos de la
Guardia del Emperador, asegurándoles que el cónsul francés de Argel no dudaría
en darles muy buenos dineros por nuestro rescate.
Por fin cedieron. Nos
alimentaron con escasa ración de rancho y agua y fuimos recluidos en un rincón
de la bodega. Todavía permanecimos embarcados tres semanas, durante los cuales,
los piratas asaltaron varios cargueros, abarrotando la cubierta con un gran
botín y la bodega de cautivos, tan maltratados como nosotros.
Tras este tiempo de nuevas
penalidades, arribamos, por fin al puerto de Argel, pero entonces el cónsul dio
largas a nuestro rescate. Pedimos audiencia y él nos aseguró que no disponía de
fondos para comprar la libertad de todos los franceses presos en aquel momento.
Liberó a varios oficiales y nos informó de que estaba esperando una remesa de
dinero de París y tan pronto llegara pagaría nuestro rescate.
Más tarde supimos que los
combatientes de Bailén eran tachados de cobardes o incompetentes. El Sr. Cónsul
no quiso involucrarse y nos abandonó a nuestra suerte.
Pasaban los días y nuestra
vida transcurría encarcelados en una lóbrega y destartalada cárcel de Argel.
Debo confesar que nunca nos faltó abundante alimento, proveído por el Cónsul.
Pero terminaba el invierno de 1809 y ya empezaba en creer que jamás saldríamos
de allí, si no tomábamos alguna medida que lo remediara.
Había que huir y buscar el
modo de llegar a Francia. La alcazaba donde nos tenían presos se alzaba sobre
el resto de los edificios de la ciudad, circunstancia que nos permitía observar
el puerto y el continuo tráfico de barcos, desde los ventanucos que concedían
la poca luz que iluminaban las mazmorras. De este modo, supimos que barcos
franceses frecuentaban el puerto de Argel para cargar trigo.
Estaba claro, Debíamos
escapar de la prisión y llegar al navío francés de turno. Allí, entre compatriotas,
estaríamos a salvo. Conseguir esto no era fácil, pero tampoco demasiado
difícil. La vigilancia era bastante laxa. ¿A dónde iban a ir estos pobres diablos?,
pensarían. Pero aquel lugar estaba dotado de una fuerte guarnición, lo que
impediría pasar desapercibido por entre tanto soldado.
Planeamos con todo detalle
la fuga, para ejecutarla durante la noche. Y así lo hicimos. Tan pronto vimos
arribar al puerto un barco con la enseña napoleónica, llegamos hasta él, aliados
con la suerte. Pero la guardia de
cubierta, compuesta por malteses y sicilianos, nos echaron a patadas de allí y,
ante nuestras indignadas protestas, nos amenazaron con llamar a la ronda
otomana para que nos calentaran bien las espaldas a palos.
Desesperados, nos dirigimos
hacia la casa del Cónsul. Yo había visto un esquife amarrado cerca del barco
francés y estaba decidido a que nos proporcionara un pasaje para embarcar en
él, o en el peor de los casos, facilitarnos vitualla con qué dotar el esquife
que pensaba robar esa misma noche.
Al Cónsul, casi le da un
desmayo al vernos aparecer en su casa. Aseguró que no podía hacer nada por
nosotros, pues dar ayuda a unos fugitivos podía ocasionar un grave conflicto
diplomático, en una época en la que el Imperio estaba necesitado del trigo
argelino. Señor, contesté yo, piénselo bien, que si salimos por esa puerta sin
su ayuda nos van a matar y, le aseguro que no me importará nada su
acompañamiento al otro mundo. Viendo que estábamos decididos a todo, consintió
en darnos víveres. Arramplamos con todo lo que pudimos llevar encima, tomamos
las armas que tenía y nos volvimos al puerto, siempre amparados por las sombras
de la noche.
Allí, Michel, un mozo del
Auxerre, que nunca había visto el mar hasta nuestra terrible aventura, se echó
atrás y dijo que no volvería a embarcarse jamás en la vida, y que ni por todo
el oro del mundo se arriesgaría a tener una experiencia igual a la pasada.
Porfiamos pero no pudimos convencerle. Nos dijo que prefería morir en tierra
con rapidez que volver a pasar la agonía que padeció sobre el agua.
Le deseamos suerte y los
otros tres camaradas nos hicimos a la mar.
André
describía al esquife robado como muy marinero, muy parecido al de su padre,
aunque más nuevo y mejor utillado. En su libro relataba las nuevas peripecias
que se produjeron durante la larga travesía, pero ni por mucho se parecieron a
las que tuvieron que soportar encima de aquella desvencijada balsa. Ahora,
André podía manejar su destino y luchar contra los elementos con la experiencia
marinera de su anterior oficio de pescador.
Aun
así, tuvieron que transcurrir diez días de continua lucha con el mar para
alcanzar la costa provenzal. Desembarcaron en el pequeño puerto de Sete e inmediatamente
se presentaron ante la autoridad militar. Allí sufrieron la primera decepción.
Cuando esperaban ser recibidos y homenajeados como héroes, solo obtuvieron
miradas oscas y respuestas desabridas. Sin más explicación, les enviaron a
Marsella y en esa plaza estuvieron acuartelados durante un mes, hasta ser
licenciados sin honor. El baldón de Bailén siguió pesando sobre sus hombros,
durante el resto de su existencia.
André
cuenta el triste regreso a su pueblo Le Lavandou y aunque recibió la acogida
alegre y el cariño de los suyos, nunca logró sacudirse de encima la amargura
por el mal pago recibido tras tanto heroico esfuerzo realizado por él y sus
compañeros.
Al
terminar la lectura de aquel interesante libro, medité durante algún tiempo y
pronto quede profundamente dormido. Me desperté al sentir las voces del
encargado del vagón, anunciando la llegada a Hendaya.
Busqué
el libro en mi regazo, donde lo había dejado, pero no estaba. ¿Quizás habría
resbalado y caído al suelo? Tampoco se hallaba allí.
Desorientado
y haciendo mil cábalas, seguí buscando por todos los rincones. Trabajo inútil:
el libro no estaba en el departamento ¿Me lo habían robado? ¿Por qué? Aquel
libro no podía tener demasiado valor dinerario. Además ¡el pestillo de la
puerta estaba echado! Nadie, salvo algún profesional del hurto, hubiera podido
entrar en el departamento.
Dudé
¿Sería posible que toda aquella narración fuera producto de uno de esos sueños
tan reales que a veces me asaltan? No sé, pero recordaba, con toda nitidez, el
episodio de mi visita a la librería parisina, cómo encontré el libro y de qué
manera lo estuve hojeando. ¿Quizás el resto de la historia fue fruto de mi imaginación
o, tal vez, de algún tipo de alucinación o pesadilla. que mi subconsciente
había urdido empleando la enorme información acumulada en mi anterior novela
sobre aquel tema? Imposible saberlo. Este será un misterio que
jamás podré resolver.