32.-
LOS MALDITOS COCHES DIÉSEL
Con
mayor frecuencia de lo deseado, me encuentro con la imaginación en huelga de
neuronas caídas, sin ningún tema, medianamente interesante, que llevar al
teclado de mi ordenador. Por suerte, el casual y afortunado encuentro con algún
amigo -o conocido, como dijo aquel famoso futbolista- acude en mi ayuda, aportándome,
gratis, la perdida inspiración.
Tan
solo hace un par de días, tuve la fortuna de toparme con dos de ellos. Uno
llegaba rebosante de satisfacción. Acababa de comprar un coche híbrido y se
hallaba feliz por la adquisición.
-¿Qué
tal va? -pregunté al instante, pues sentía verdadera curiosidad por conocer
algo de ese novedoso sistema de tracción.
-¡Ah,
es una auténtica maravilla! -se apresuró a contestar. Y a continuación nos
relató una larga serie de ventajas y provechosas cualidades.
-¿Y
has notado algún inconveniente? -quise saber.
-No,
no, ninguno. Este coche marcha como una seda. De verdad, da gusto conducirlo.
Insistí,
pero no hubo manera de conseguir la menor información de trastorno o molestia.
Se hallaba en un total estado de enamoramiento de su flamante vehículo.
-Pues
yo -intervino el otro amigo- no pienso cambiar de coche hasta que salgan los de
combustión de hidrógeno. Porque, por más que digas, tu coche híbrido sigue
contaminando, aunque sea de manera más leve que los coches normales de gasolina
o diésel.
-¿Lo
dices en serio? -pregunté asombrado, ante su rotunda afirmación.
-¡Ya
lo creo! -contestó rotundo, influenciado, quizás, por la reiterada exposición
del tema en los medios-. Es y será el sistema más ecológico de cuantos se
inventen. En la práctica funciona con agua, y solo emite algo tan inocuo como
el vapor de agua.
-Ya,
ya. Pues te voy a decir algo al respecto con absoluta seriedad: Yo no llevaría
un coche de hidrógeno ni gratis. Mira, he trabajado con gas hidrógeno durante
toda mi vida profesional y conozco muy bien la problemática de su uso.
-Oye,
en todas las informaciones que he tenido oportunidad de acceder, solo he leído
alabanzas sobre ese sistema y ningún inconveniente.
-Seguro.
Es un estupendo combustible, pero tengo la completa seguridad de que nadie te
ha dicho que el hidrógeno, con el aire y en determinadas proporciones, forma
una mezcla explosiva muy potente. En esas condiciones, cualquier chispa,
incluso la más pequeña o las producidas por electricidad estática, te harían
saltar por los aires.
-¡Venga,
me estás vacilando! -exclamó mi amigo, aunque su rostro mostraba una inicial
mueca de alarma.
-Ya
te lo puedes creer -aseguré rotundo-. En la fábrica donde trabajaba, explotó un
horno de vacío suizo que usaba atmósfera de hidrógeno en el enfriamiento de la
carga. Era el mejor que teníamos y quedó hecho chatarra. Por suerte para mí,
que era el responsable de la planta, no hubo desgracias personales. Además, el
accidente se produjo cuando el operario accionó el interruptor de puesta en
marcha, al día siguiente de que un técnico de la casa fabricante realizara el
trabajo de revisión y mantenimiento solicitado por mí. Por lo visto, no detectó
una pequeña fuga de gas en la cámara y bastó la chispa del interruptor para que
aquello saltara por los aires, ante el horror del resto de operarios que
también en ese momento comenzaban su turno. Así que, tampoco tuve
responsabilidad por daños materiales. Pero, podéis creerme si os digo que solo
respiré tranquilo el día de mi jubilación y perdí de vista ese gas.
-¡Caray,
vaya faena! Menos mal que no saliste perjudicado en ese desastre -exclamaron
mis dos amigos a coro.
-Sí,
tuve suerte. No fue así en nuestra central de Alemania. Allí, un horno vertical
Rotosil -de este mismo modelo teníamos nosotros siete-, explotó y la cabeza de
cierre salió disparada hacia arriba como un cohete, atravesó el techo de la
nave y quedó asentada en el tejado. Años más tarde, unos diez años antes de
jubilarme, les explotó un gran horno de vacío con el resultado de siete muertos
y cerca de veinte heridos, al tiempo que la planta quedó totalmente destrozada.
Comprenderéis ahora por qué no quiero ni oír hablar de hidrógeno en los coches.
Me sentiría como si llevara una bomba en el trasero a punto de estallar.
Tampoco creo muy ecológico descomponer el agua para obtener el H2.
-¡Qué
horror! Habrá que ir al coche eléctrico ¿no?
-Sin
duda -respondí-, pero me temo que las autoridades competentes están cogiendo el
rábano por las hojas en este asunto. Como, por otra parte, suelen hacer en la
mayoría de los casos.
-¿Cómo
es eso? -preguntaron de nuevo a coro mis dos amigos.
-Pues
no hay más que oírles hablar para saberlo. Un día, la ministra del ramo suelta
que el diésel tiene los días contados, causando la alarma en los usuarios y el
pánico entre los fabricantes de coches. Poco tiempo después, el gobierno en
pleno avisa que en el año 2040 quedarán prohibidos los vehículos que utilicen
gas o cualquier otro carburante procedente del petróleo.
-Bueno,
eso dicen también en Bruselas.
-Sí,
pero de otra manera. Sin crear alarmas injustificadas. Por lo pronto, en la CE
dan como fecha previsible para la eliminación de los carburantes de origen
fósil, el año 2050. Algo más realista, creo yo.
-Puede
que tengas razón -conceden-, pero cuanto antes mejor ¿no?
-No.
Las cosas hay que hacerlas a su debido tiempo, cuando se puede, no cuando se
quiere. Imaginaos que los fabricantes de coches, espoleados por las alarmantes
indicaciones gubernamentales, inician una desesperada carrera por ser los
primeros en hacerse con el mercado de los coches eléctricos y, en pocos años,
todos o la mayoría de ellos llenan nuestras ciudades y carreteras. Ahora,
pensad en millones de coches cargando sus baterías durante la noche. ¿De dónde
saldrá esa energía? Porque pronto no habrá centrales térmicas ni nucleares.
Nadie las quiere.
-Bueno,
hay que apostar por la generación de energías renovables.
-¡Esa
frase sí es bonita! ¡Y cuántas veces la habré oído repetida! ¿En serio creéis
que los molinillos, placas solares y otros sistemas geotérmicos, podrán
suministrar la energía necesaria para todas las calefacciones, trenes,
camiones, coches, aviones, cocinas y demás artilugios móviles o caloríficos,
sean eléctricos? ¡Pero si ya hoy tenemos problemas de suministro y, por tanto,
de carestía, con una constante elevación de los precios!
-¡Vaya,
pues no pones poco negra la cosa!
-Al
menos no es tan clara como la pintan. Pronto, millones de baterías, mucho más
grandes que las actuales y todavía más contaminantes, inundarán las
chatarrerías. Por otro lado, cientos de miles de equipos, máquinas, materiales,
dispositivos y utillajes utilizados en la construcción de los motores actuales
quedarán fuera de servicio, sin haber amortizado sus costos en su mayoría. Y
junto a ellos, perderán el empleo la mayoría de los trabajadores implicados en
su fabricación.
-Además
-continué sin concederme un respiro-, la autonomía de estos coches viene a ser
la mitad que los actuales y la recarga de las baterías lleva su tiempo: ocho
horas con la red doméstica y treinta minutos la carga rápida de un poste de
enchufe público. ¡Cómo para una prisa! Claro, la gente que disponga de una
plaza de garaje lo tendrá más o menos fácil, pero me gustaría saber cómo se las
arreglaran aquellos que tienen los coches durmiendo en la calle. ¡Ah, se me
olvidaba un detalle importante: el precio de un coche eléctrico puede doblar el
de uno de alta gama actual.
-¡Uf!
Sí, según tú, hay muchos y muy graves inconvenientes en los coches eléctricos,
pero alguna ventaja habrá también, para que los gobiernos se impliquen con
tanto afán en ese plan de renovación.
-Hombre,
claro. La más evidente es la eliminación de emisiones de gases contaminantes.
Pero, aunque en algunas grandes ciudades, con un alto nivel de emisiones,
puedan llegar a producir serios efectos nocivos, en determinadas condiciones
atmosféricas, el problema, visto desde un punto de vista más amplio, no es tan
grave ni acuciante. He leído que las emisiones en la UE, por este concepto, son
del 5% del total mundial. Quiere decirse, que en España serán del 0 y algo %,
lo que significa que si, hoy aquí, se eliminaran todas las emisiones, nadie en
el mundo lo notaría y poco más si lo hiciera el resto de la UE. Hay que darse
cuenta que un cambio de esta naturaleza supone una auténtica revolución
industrial, económica y social a nivel mundial -pensad en los países cuyo único
recurso es el petróleo-, y no se puede realizar mediante una orden ministerial
de obligado cumplimiento de uno o unos pocos países. Los estados productores de
petróleo, ni los de economías emergentes, van a seguir por ese camino, ni
aceptarán esa directiva.
-Nada,
que según tú no hay solución -me reprochan.
Mis
amigos se muestran mosqueados por mis comentarios, al tiempo que bastante
confusos. He deshecho los esquemas que llevaban grabados en sus mentes, a
fuerza de esa machacona información sesgada que transmiten tanto la mayoría de
nuestros ineptos gobernantes como otros tantos indocumentados medios de
comunicación. Y les cuesta cambiarlos.
-¡Claro
que hay soluciones! No hay problema sin solución. Pero para encontrarla es
obligatorio aplicar método, estudio y un poco de sentido común. Las
revoluciones tienen la virtud de quemar etapas, pero a cambio, en muchas
ocasiones, de generar un alto precio económico, social o político. Los cambios
deben realizarse en la extensión, profundidad y tiempo que la sociedad es capaz
de soportar sin excesivas tensiones. Este es el camino correcto.
Y
para ilustrar mis afirmaciones puse el ejemplo de mi coche. Es un diésel alemán. Lo elegí: 1º Por seguridad. El riesgo de incendio es mucho menor que en el de gasolina. 2º Por comodidad. Las aceleraciones son más suaves y la marcha más regular. 3º El motor trabaja a menos revoluciones, lo que produce un menor calentamiento. 4º por la misma razón, el consumo es menor, su autonomía es mayor y dura más que los coches de gasolina. 5º Las averías son menos frecuentes. A pesar de estas ventajas, ahora me encuentro en riesgo de que no me permitan circular con él por algunas
ciudades, a pesar de disponer del permiso de circulación expedido por el
Ministerio del Interior y la preceptiva revisión de emisión de gases de la ITV.
Dicen que contamino.
No
es cierto. Mi coche contamina mucho menos que la mayoría.
1.-
El motor es uno de los mejores, si no el mejor, de entre los que circulan por
nuestro país. Lo conozco bien porque pude ver la fabricación de este tipo de
motores en Alemania y la impresionante precisión de su ensamblaje y
mecanización asemejaba a la que pueda realizarse en la fabricación de un reloj
suizo.
2.-
Lo utilizo en contadas ocasiones. Apenas lo conduzco en un par de trayectos
cortos al mes y otro par de viajes largos durante el año.
3.-
Aunque es antiguo, no es viejo. Con 16 años solo ha recorrido 55.000
kilómetros.
En
estas condiciones, considero un abuso de poder que me prohíban circular por
viejo o contaminante.
En
fin, que el ultimátum de los años 40 ó 50 -largo
me lo fiáis, dijo el Sr. Tenorio- no deja de ser tonta broma. ¿Hay quién
sepa qué sucederá en esos años?
No.
Lo racional, lo que debería hacerse, es usar los carburantes fósiles en tanto
sea posible, porque el sistema está bien organizado y funciona. ¿Poluciona? Oblíguese a los fabricantes a instalar, desde hoy, los filtros adecuados para
evitarlo. Problema resuelto.
¿Y
los coches viejos, como el mío?
Creo
que tienen el derecho de circular libremente, porque lo hacen bajo condiciones
legales. Solo aquellos vehículos que emitan gases por encima del nivel
establecido como peligroso deberían ser inmovilizados.
Otras
medidas podrían establecerse, tal como
una penalización para los coches antiguos que circulen sin los nuevos
filtros. Dicho canon estaría de acuerdo con el volumen total de gases emitidos dentro de
los límites establecidos. Nada más sencillo de controlar: en las ITV podrían
disponer de un baremo de pago proporcional a la emisión registrada y al número de
kilómetros recorridos durante el período de revisión.
Mientras,
con tiempo, calma y buen hacer, se debería impulsar la investigación para
superar los inconvenientes actuales de los coches eléctricos: reciclado de las
baterías, producción de la energía eléctrica necesaria para implementar el uso
masivo de estos coches, la adecuada distribución de la misma, el necesario
aumento de la autonomía y la reducción de los costos de producción y, por
tanto, los precios de venta. Todavía algo más importante: los poderes públicos deberían prestar una atención prioritaria al tremendo impacto social que supone la eliminación de los actuales puestos de trabajo, empleados en la fabricación de los millones de motores de explosión en todo el mundo.
Mis
amigos están rumiando mis propuestas, pero sospecho que con poco
aprovechamiento. ¡Es la gran contrariedad de predicar en el desierto, como bien
dijo aquel!
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