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UNA OBRA DE ARTE.
A
los hombres de mi familia les encantan los caracoles. A las mujeres no tanto:
poco o nada. Mis nietos mayores y su padre son especialmente ávidos de estos
gasterópodos.
Pero
a mi mujer, que años antes los cocinaba aunque fuera a regañadientes, ahora ya
no transige y resulta imposible convencerla para que los prepare y guise.
Por
pura suerte, encontré unos caracoles, ya preparados, en una tienda de
delicatesen. Eran bastante sabrosos y bien condimentados. Así pude satisfacer
los deseos de mis muchachos durante varias ocasiones.
Pero,
de repente, quizás por la llegada del invierno que diera fin a la temporada,
dejaron de tener aquellos deliciosos caracoles. Mala suerte.
Desde
aquel fatídico día, cada vez que mis nietos anunciaban su deseo de venir a
comer en nuestra casa se repetía la misma pregunta.
-Yayo
¿Habrá caracoles?
-No,
todavía no tienen -contestaba yo- quizás los traigan para la primavera.
Llegó
la primavera, pero los caracoles continuaron sin aparecer. Medité durante largo
tiempo en la posibilidad de que yo se los preparara. Después de rumiar la idea
durante unos cuantos días me decidí.
Encontré
en el Super unos caracoles, ya cocidos y envasados, de una conocida casa
navarra, especialista en toda clase de hortalizas en conserva. Después adquirí
los ingredientes que había catado en aquellos otros simpáticos moluscos de la
tienda de delicatesen, además de otros de mi cosecha que, asumiendo el riesgo
de equivocarme y acabar mi guiso en chapuza, me parecieron adecuados para el
fin propuesto.
Manos
a la obra. Enfundado en mi delantal y rodeado de todos los ingredientes,
especias y sartenes, oficié la suprema ceremonia del guiso caracolero con la
mayor dedicación de que fui capaz, y la esperanza de lograr, al menos, la
aceptación de mis comensales.
Al
terminar la cocción, unté un trocito de pan en la salsa y...¡Oh, cielos! ¡Se
iba del mundo! Era pura gloria. Perfecto, porque supuse que al día siguiente,
cuando mis cinco nietos llegaran a comer, estaría todavía mejor, como ocurre
con la mayoría de los buenos guisos.
Hay
que advertir que mis nietos son cinco "limas", capaces de acabar con
todo lo que aparezca en la mesa, por abundante que sea. Sobre todo si ha sido
cocinado por su abuela.
También
es necesario advertir que los apasionados consumidores de caracoles son los dos
chicos mayores, mientras que las dos chicas y el pequeño asisten, un tanto
aprensivos y distantes, al continuo, sonoro y gozoso chuperreteo que producen
sus hermanos al devorar el condumio.
En
fin. Llegó el día y la hora ansiada por ellos y temida por mí. ¿Estarían mis
caracoles a la altura?
Tras
el acostumbrado consumo de los entrantes, que la abuela Nines elige
cuidadosamente para dar el gusto a todos sus nietos, apareció la colorida
fuente, repleta de lustrosos caracoles, bien embebidos en su bermellona salsa y
acompañados por abundantes taquitos de buen jamón, chistorra y algún que otro
ingrediente secreto de mi exclusiva invención.
La
duda de si estaría a la altura de los anteriores guisos se despejo muy pronto.
En seguida comencé a recibir las primeras exclamaciones de asombro y agrado.
-Yayo,
estos son los mejores caracoles que he comido en toda mi vida -dijeron ambos a
coro.
Puede
que el lector crea que la corta edad de mis nietos no sea garantía de una
referencia demasiado excelsa. Pero sucedía que yo mismo, que cuadruplico la
edad del mayor y los he comido desde que la memoria me alcanza, tampoco había
consumido unos caracoles tan ricos y sabrosos como aquellos.
¿Y
la salsa?
¡Ah,
la salsa! Resultó una auténtica ambrosía, capaz de alimentar, con placer, a los
mismísimos dioses del Olimpo. Mis dos nietos mayores asaltaron la fuente de
caracoles, repitiendo por dos veces hasta agotar el material. Después atacaron
la salsa, terminando con el pan, no antes de sacar brillo a sus platos y a la
misma fuente donde se había servido.
-¡Cómo
está esta salsa! -volvieron a exclamar a dúo.
El
hermano pequeño, que les miraba con un punto de reparo y desazón, hizo un
comentario sobre la negativa sensación -llamémosle asco- que le daba ver el
caracol fuera de su cáscara y trincado en el pincho, antes de ser llevado a la
boca.
Entonces
uno de sus devoradores hermanos -o los dos- le contestaron:
-Andrés,
hasta que no comas caracoles no serás hombre.
El
peque se limitó a susurrar: ¡Jo! Y en su rostro apareció una mueca semejante a
la que seguramente muestran los chicos de la selva, cuando les comunican que
deben matar a un león con solo una lanza, para superar la pubertad y hacerse
hombres.
El
caso es que la caracolada fue un éxito total. Recibí los parabienes de los
comensales y aun me insistieron para que hiciera negocio con ella.
-Yayo,
ve a esa tienda de delicatesen y ofréceles tus caracoles, que te vas a hacer de
oro.
Dicho
todo lo que antecede, puedo decir con legítimo orgullo que mi guiso resultó una
auténtica obra de arte culinaria.
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