25.- UNA TONTA AVENTURA
Era
día de Reyes. Mis nietos, acompañados por sus padres, habían venido a visitarnos
y, sobre todo, a recoger los regalos que los Reyes Magos, siempre generosos y
atentos a las preferencias de sus menudos súbditos, habían dejado para ellos.
Ese
es un día de gran fiesta familiar. Se inicia con el solemne desembalaje, entre
aplausos y voces de admiración de grandes y pequeños, de la multicolor y
brillante papelería que cubre y oculta toda la ilusión infantil, creciente durante el devenir del año y culminada al llegar a su fin.
Le
sigue un animado yantar, cocinado con la habitual maestría y cariño de la
abuela, compuesta en su mayoría por los caprichos y gustos de cada uno de los
comensales, que ella nunca olvida.
Después
llega el tiempo de músicas y cánticos. Todos mis nietos tocan algún instrumento
musical y, pronto, desenfundan sus aparatos y nos ofrecen los avances
alcanzados en sus distintas especialidades.
Más
tarde llega la calma. Es el tiempo de charlas y confidencias. Y en eso
estábamos mi nieta Isabel y yo.
-¿Qué
te ha parecido la historia de Ito? -pregunto.
-¡Ah,
muy bonita! Sobre todo el espectacular y sorprendente final -contesta Isabel.
-¡Ja,
ja! Ya lo creo. Lo más sorprendente es que tú dieras tus únicos 20 euros a la
mendiga.
-¡Oh,
qué malo eres, yayo! Pues igual sí. Quizás en una situación como la que
describes en el cuento de Ito reaccionara de igual manera.
-Bueno,
bueno. Me lo voy a creer por esta vez.
Isabel
dibuja en su rostro una pícara sonrisa y cambia el sentido de la conversación.
-Mira
yayo, como tú siempre nos estás contando historias, hoy te voy a contar una que
me sucedió el verano pasado en una playa de Comillas.
-¿Ah,
sí? No me habíais dicho nada. Pero cuenta, cuenta.
-No
la habíamos comentado porque, en realidad, es una aventura un poco tonta,
aunque no carente de riesgo, hasta el punto de que acabé por meterme en una
situación de auténtico peligro.
-Me
estás asustando. A ver, cuéntame.
-Allá
va. Ya sabes que todos los años, durante el verano, mis papis y mis hermanos
pasamos varios días en Comillas. Aquel día, estábamos jugando en la playa de
Oyambre, con un balón de esos ligeros de plástico fino que, por cierto, era del
Barsa.
-¿Qué?
¡Eso es una vil traición, nunca os lo perdonaré! -mis nietos saben que soy fan
del Real Madrid, y a costa de eso me toman el pelo, siempre que pueden.
-¡Ja,
ja! Disculpa yayo. Es lo que había.
-Sí,
sí, ya hablaremos de eso otro día. Pero, venga, cuenta de una vez esa historia
tuya.
-Pues
lo dicho. Estábamos jugando con el balón, cuando se levantó un fuerte viento y
se lo llevó rodando por la playa a toda pastilla. Mi hermano Javi y yo salimos
corriendo detrás de él. Aquella playa es larguísima. Javi se fue retrasando y,
al final, desistió de continuar la persecución y se dio la vuelta. Yo seguí
corriendo tras el dichoso balón sin poderlo alcanzar. Parecía que le habían
crecido alas al puñetero.
Hay
que señalar que Isabel hizo atletismo, varios años, en las pistas de Anoeta,
muy cerca de nuestra casa. Su abuela -siempre acompañada de un refresco y de un
buen bocata para su nieta- y yo nos ocupábamos de acudir a buscarla para llevarle
a su casa.
Con
frecuencia nos sentábamos en las gradas para ver cómo se le daba
la competición y puedo asegurar que corría como un gamo. Sus compañeras tenían
que sudar lo suyo para alcanzarla, a pesar de que era una de las más pequeñas
del grupo.
-Así
llegamos -continuó Isabel- hasta el otro extremo de la playa, que acaba en una
ría de casi 80 metros de ancho. El balón cayó al agua y pronto la corriente lo
llevó al mar.
-Vaya,
te quedaste sin balón -exclamé.
-Pues
no. No me lo pensé dos veces y me lancé al agua en su busca. Tú sabes que nado
muy bien, así que me puse a bracear a la mayor velocidad que podía y pronto le
eché mano.
-¡Bravo,
esta es mi nieta!
-Sí,
pero entonces surgió un inesperado problema.
-¡Venga
ya! Termina la historia que me tienes en vilo.
-Verás.
Resulta que, cuando quise volver a la playa, me encontré con una corriente muy
fuerte que me arrastraba mar adentro y me alejaba de la orilla, empujándome
hacia la parte contraria de la ría. Nadaba con todas mis fuerzas, pero apenas
avanzaba. Además el balón dificultaba mis movimientos. En el ángulo formado por
la otra orilla de la ría y la costa no había playa, sino un talud a modo de
pequeño precipicio, desde donde echaban sus cañas varios pescadores. Al verme
en apuros, uno de ellos intentó ayudarme y bajó hasta el mar. Pero, al notar la
fuerte corriente que allí había, desistió en meterse en el agua y se quedó en
la orilla, dándome ánimos. Seguí luchando contra la corriente, pero la
distancia a la orilla no disminuía y yo me notaba cada vez más fatigada.
-¡Vaya
situación! ¿Y cómo conseguiste salir de ella con bien? -pregunté, impulsado por
la intriga que me consumía.
-Sucedió
algo que bien puede catalogarse de milagroso. De repente, aterrorizada, noté un
extraño roce en mis pies. Recordé que mi madre me había dicho que en la
desembocadura de los ríos se reúnen muchos peces, atraídos por los deshechos y
nutrientes que llevan. Yo tengo mucho miedo a los peces porque pienso que me
pueden morder, así que, al notar aquel inesperado contacto, pensé: estos
asquerosos bichos están esperando que me ahogue para comerme. Pero
sorprendentemente no fue así.
-¡Caray,
Isabel! ¡me tienes en ascuas!
-Lo
siento mucho, yayo. Ya termino. Verás, no me preguntes cómo ni por qué, pues ni
yo misma me lo explico ahora. Además estaba demasiado asustada como para
fijarme bien en los detalles. Sin embargo, de repente, me sentí impulsada hacia
la orilla, a toda velocidad, como si lo hiciera sobre una lancha motora. Cuando
quise enterarme estaba a unos metros de la orilla y hacía pie en el fondo.
Estaba salvada. Pero no terminaron allí mis penas. Ese fondo estaba sembrado de
piedras, cubiertas de aristas, que me hicieron polvo los pies y los llenaron de
heridas. A pesar de todo, y de nuevo sin pensarlo dos veces, quise atravesar la
ría para volver a la playa, pero los pescadores no me dejaron. Dijeron que era
una locura hacerlo con aquella corriente tan rápida.
-¡Qué
barbaridad! Pero ¿no viste qué es lo que te llevó hasta la orilla?
-Bueno,
los pescadores me dijeron que había sido un delfín listado que llevaba unos
días merodeando por allí, atraído seguramente por la abundancia de peces que
había en la desembocadura de la ría, aunque yo no te lo puedo confirmar pues no
lo vi. Solo sentí algo que me empujaba debajo de mí. Si lo hizo impulsado por
ese instinto juguetón que poseen o a propósito, jamás lo sabremos. Pero si me
dicen que era un calamar gigante, un submarinista o un dron submarino también
me lo creo.
-Lo
cierto es que te libraste de una buena. Venga, cuéntame el epílogo, a ver si
así puedo respirar tranquilo de una bendita vez.
-La
tonta aventura había concluido. En ese momento llegó mi padre, alarmado por la
tardanza en regresar, e intranquilo por lo que me pudiera haber sucedido ¡Y sin
conocer la aventura que estaba protagonizando! El caso es que, comunicándose a
voces desde la otra orilla, mi padre acordó mi regreso a la playa con uno de
los pescadores. Él y su mujer me llevaron de vuelta en un todo terreno, tras un
rodeo de unos 6 Kilómetros para cruzar
la ría por el primer puente disponible.
-Donde
te esperaban tus padres para darte un buen tirón de orejas.
-Mi
padre me echó una buena bronca por haber arriesgado la piel para rescatar un
balón que no valdría más de 2 euros. ¡Y eso que se perdió lo más trágico de la
película!
-Con
toda la razón del mundo. Ya tenemos más que suficiente con los riesgos que nos
procura la vida misma, como para adoptar otros voluntariamente. Quiero decir
con esto, que si, en alguna ocasión, debes o decides realizar algún hecho que
lleve implícito un cierto riesgo, deberás evaluarlo para que esté bien
justificado o resulte proporcionado a la acción que deseas realzar.
-Por
otro lado -continué con mis recomendaciones de solícito abuelete- hiciste muy
bien en no rendirte y seguir luchando contra aquella situación adversa, que te
impedía vencer a la corriente y acercarte a la orilla, en un esfuerzo que
resultaba inútil. Recuerda este refrán: mientras hay vida hay esperanza. El
hecho de no darte por vencida dio lugar a que se produjera ese inesperado
salvamento. Y no solo eso. En los momentos difíciles es cuando más necesario
resulta sujetar los nervios, mantener la calma y usar todo nuestro ingenio para
encontrar la mejor vía de solución.
Terminaba
ya mi arenga, con la pretensión de que sonara como útil moraleja, cuando
recordé un suceso acontecido en Valladolid durante mi etapa estudiantil,
protagonizada por cuatro amigos, entre los que yo me encontraba. Decidí
relatárselo a mi nieta, al considerar que ilustraba bien mi discurso anterior.
Ocurrió así:
Siempre
que disponíamos de algún tiempo libre, entre clase y clase, solíamos emplearlo
en jugar al mus, ir a remar o nadar al río Pisuerga o, con frecuencia, jugar a
pelota en un frontón cercano al Palacio Fabioneli, según la estación del año o
el tiempo aconsejara. Ojo, también a estudiar en la biblioteca municipal.
En
festivo y con buen tiempo, solíamos ir a pasar la tarde a un bonito lugar,
situado a unos 4 Km. aguas arriba del Puente Mayor, muy cercano a la antigua
fábrica Tafisa, más tarde Sonae-Arauco España.
En
él, había un sotillo, alfombrado con abundante hierba, una fuentecilla natural
de la que emanaba una rica, transparente y fresquísima agua, además de una
pequeña playa. Allí nos dábamos unos buenos chapuzones y merendábamos lo que
buenamente aportaba cada cual.
Aquel
era un domingo de junio. Como digo, éramos cuatro los amigos que ese día nos
habíamos reunido allí. Sucedió que alguno de nosotros propuso atravesar el río
e ir hasta una hermosa playa de blanca arena que había en la orilla opuesta. Todos aceptamos de buena
gana.
Apenas
había llegado al arenal de la otra orilla, cuando escuché la voz de mi amigo
Julio que me gritaba: ¡Ayúdame Bistué, que me ahogo!
Sentí
como un mazazo en el corazón. Mi amigo era un palmo más alto que yo y casi me
doblaba en peso.
Estaba
seguro de que si acudía en su ayuda, y me agarraba, nos ahogaríamos los dos. Ya
había tenido otra experiencia en Huesca, en un intento de ayudar a un chico que
se ahogaba. Tratamos de sacarle entre cuatro, pero nos hundíamos todos. Gracias
a que estábamos muy cerca de la orilla pudimos salir con bien del apuro.
Me
volví y le vi luchando contra la corriente. En esa época del año, el río
todavía baja crecido y su flujo es rápido. Perdida la línea de cruce, el río le
arrastraba fuera de los límites de la playa. Los otros dos amigos nadaban algo
alejados pero seguían en buena posición.
Me
lancé al agua. No tenía otra opción. Estaba seguro de que no saldríamos vivos
del río, pero no podía quedarme allí viendo cómo se ahogaba mi amigo.
Mientras
nadaba hacia él, mi mente trabajaba a la velocidad de un tren AVE. Me puse delante,
a favor de corriente. Él trataba de agarrarse a mí y yo le esquivaba, nadando
hacia atrás, siempre río abajo. Poco a poco, le conduje así acercándome a la
orilla. Por fin, conseguí asirme a una rama de los muchos arbustos que cubrían
esa parte del río y él se agarró a mí, como quien se aferra a la última
esperanza de vida. Estábamos salvados, gracias a que pude sujetar los nervios y
obrar de la mejor manera. Nos mantuvimos allí un tiempo, recuperando el
aliento, hasta que llegaron los otros dos amigos y nos sacaron, no sin apuros.
La
aventura no había terminado. Tuvimos que volver a cruzar el río para llevarle
la ropa, deshacer el camino hasta el puente y recorrer la otra orilla, saltando
tapias, invadiendo propiedades -entre ellas un convento de monjas en el que
rompimos su claustral paz-, ahuyentando
perros a pedradas y dando razón a sus dueños de nuestra presencia. Dos horas
más tarde llegamos hasta donde nos esperaba nuestro amigo Julio, medio tieso de
frío, pues caía ya la tarde y hacía fresco.
La
historia acabo en la tasca "El Socia", donde recuperamos el ánimo y
el buen humor, ante una porroneta de clarete y una cumplida ración de cacahuetes,
productos típicos -y únicos- de aquel antro.