14.-
LOS TOROS.
.
Guiller
en la plaza de Pamplona.
Mi
nieto Guiller –Guillermo IV, 19 años, que iniciará 3º de medicina este año- nos
ha salido taurófilo, es decir, admirador del arte de Don Francisco Arjona
Herrera, más conocido como “Cúchares”.
Es extraño
y tiene su mérito, porque nadie en la familia lo es. Yo le pregunté:
-¿Cómo
es que te gustan los toros?
-Pues
no sé –me respondió-, no me lo planteo. Me gusta asistir a las corridas de
toros, sin más razones que las de gozar del ambiente que se genera en ellas y
del espectáculo que ofrecen el toro y el torero en su lucha.
-Así
que no te parece que las corridas sean un espectáculo cruel, donde se maltrate
a un animal tan noble como el toro de lidia –metía así el dedo en la llaga de
los alegatos anti taurinos.
-Hombre,
reconozco que, en algunas ocasiones, la función puede llegar a ser algo bestia,
pero solo cuando los oficiantes no hacen bien su trabajo y, desde luego, si
fallan demasiado y no realizan una faena limpia, con daños innecesarios al
toro, no se van de “rositas”: los espectadores se lo recriminan de inmediato y,
las más de las veces, con acciones bien contundentes. Por otra parte, no deja
de ser una actividad económica que genera empleo y evita la desaparición de un
animal tan emblemático como es nuestro toro bravo, conocido y representado
desde el comienzo de los tiempos históricos.
-Tienes
razón –concedo, a fin de evitar entrar en la radicalidad de ese eterno
conflicto de “a favor o en contra”
-Pero
tú, yayo, ¿Fuiste alguna vez a los toros?
-¡Ya
lo creo! –contesto al momento- Desde los 16 años, trataba de ver las corridas
que se daban en las fiestas de San Lorenzo de Huesca. Con frecuencia lo hice
junto a mi amigo y compañero de colegio Jesús. He dicho “trataba” porque en
aquellos tiempos el precio de las entradas era inalcanzable para nuestros
escurridos bolsillos –si te cuento el monto de mi propina semanal te da una
risa que te dura hasta mañana-. Pero mi amigo Jesús, que tenía más cara que
espalda, o dicho en tono más suave, era mucho más desenvuelto y decidido que
yo, discurrió la manera de entrar gratis a la plaza.
-¿En
serio? Cuenta, cuenta –me insta Guiller, con el gusanillo de la curiosidad a
flor de piel.
-Pues
verás. Mi amigo se colgaba al cuello una cámara fotográfica de aquellas antiguas,
llamadas “de cajón” que solo disponían de un objetivo fijo. Armados con aquel
cutre artilugio, nos presentábamos ante la plaza, en la puerta de sol. Jesús,
pasaba ante el portero sin detenerse ni mirarle siquiera, diciendo muy serio:
¡Prensa! Y yo detrás.
-¿Y
os dejaban entrar?
-Sí,
sí. El sistema no falló nunca, al menos en las ocasiones en que le acompañé.
Pero eso era solo el principio de la aventura. Mi amigo estaba decidido a
llegar hasta el patio de caballos, disfrutar del ambiente y ver la corrida
desde el callejón, como todo un señor.
-Me
estás vacilando, yayo. ¿Me quieres hacer creer que llegabais hasta el patio de
caballos, donde están los toreros con sus cuadrillas y la gente importante de
la fiesta?
-¡Claro!
Ya puedes creerlo. En serio. Supongo que la disposición de todas las plazas de
toros son más o menos iguales. Aquella –es la única que conozco- tenía un
corredor que circundaba la plaza por debajo de los tendidos y daba acceso a
ellos por los vomitorios dispuestos a tal fin. El corredor terminaba en una
pared de cerramiento, con una gran puerta metálica que conducía al patio de
caballos. Jesús golpeaba con fuerza la puerta, al tiempo que gritaba: ¡Abran la
puerta! Cuando por fin, aquella puerta se abría, repetía la misma escena de la
entrada: ¡Prensa! Y se colaba dentro, sin dar tiempo a reaccionar al
sorprendido empleado.
-Y
tú le seguirías, claro.
-No
siempre pude. Recuerdo la primera vez: El hombre de la puerta debió notar en mí
la falta de decisión que le sobraba a mi amigo, o tal vez pensó que con uno que le tomara el pelo bastaba, el
caso es que me agarró y me echó de malos modos de allí, al tiempo que voceaba,
adornándose con algún sonoro taco: “Venga, chaval, a tomar vientos de aquí. ¿No
te j… el caradura este?
-Así
que te llevaste un buen chasco.
-Así
fue. Me quedé más chafado que una colilla de “Celtas”, nuestro tabaco de
entonces. Tuve que ver la corrida desde el tendido de sol, en el que creo fue
el día más caluroso del siglo, mientras mi querido amigo Jesús campaba por el
callejón como un señorón, simulando hacer fotos. Porque esa era otra: la cámara
estaba sin el rollo de película, pues como ya te he dicho, nuestro peculio no
alcanzaba para semejante dispendio.
-¡Ja,
ja, ja! –reía de buena gana Guiller- ¿Pero conseguiste entrar alguna vez?
-Sí,
sí, alguna vez lo logré. No recuerdo cuantas. Te hablo de hace 60 años o más,
pero aún tengo grabada en mi memoria, como una antigua película, aquellas
fascinantes escenas de asombroso colorido, inmersas en un ambiente de tensa y,
a la vez, festiva emoción. Los picadores, alzados sobre sus guarnecidas
monturas, daban vueltas por el patio, preparándose para el paseíllo. Los
espadas, que lucían brillantes trajes bordados, donde el oro y la grana
rivalizaban con el albor y el atezado, posaban ante los fotógrafos, entre los
que se encontraba mi amigo con su cámara vacía.
-Una
gozada ¿eh?
-Sí,
sí. Para unos chavales como nosotros, aquello era el sumun, lo más. Imagina
estar en medio de aquel trajín de gentes importantes, mezclados con ellos y a
dos pasos de las máximas figuras del toreo, que entonces brillaban tanto o más
que los actuales “cracks” del fútbol. ¡Ah! Y no te cuento la emoción que se
puede llegar a sentir al vivir la corrida desde el callejón, al que accedíamos
desde el patio caballos o de cuadrillas, sin mayor problema. Algo inenarrable,
de verdad.
-¿Y
de mayor, seguiste yendo a los toros?
-No,
no volví más. Los estudios, el trabajo, la vida en fin distanció a los dos
amigos. Perdí la afición, al tiempo que me faltaba el estímulo con que mi amigo
Jesús me llevaba a la plaza. En alguna ocasión traté de ver alguna corrida por
televisión, pero me aburría: no era lo mismo, el espectáculo carecía de ese irreemplazable ambiente de la plaza en vivo. Y, sobre todo, cada vez me resulta
menos soportable presenciar la muerte de un ser vivo.
-¡Caray,
yayo! ¡No me digas que te has pasado a los anti taurinos! –exclama,
sorprendido, Guiller.
-¡Ni
de coña! Te voy a decir algo muy serio: huye de cualquier “anti” como del
demonio. Para ser “pro” de algo, es decir, partidario de una causa determinada,
es necesario –diré, más bien, obligatorio-, analizar con esmerado cuidado los
fines, procedimientos y personas implicadas en ellas, hasta asegurarte de que
responden o se dirigen a un propósito loable. Esto no suele ser tarea fácil: la hábil palabrería propagandística oculta, con frecuencia, la
negativa realidad de muchos proyectos.
-Me
parece que exageras, que no es para tanto.
-De
ningún modo. Ten en cuenta de que, cuando tú apoyas una idea, te haces
responsable del resultado de su aplicación. Por tanto, no debemos ofrecer
nuestro apoyo a la ligera. Sin embargo, nuestra relación con los “anti” no debe
crearnos duda sobre su bondad: todos son detestables por igual. Da lo mismo el
tema de que se trate. Estas organizaciones están compuestas por gentes que no
se conforman con vivir de acuerdo con sus ideas, sino que su objetivo, su
máximo afán, consiste en lograr que el resto de los mortales vivan como ellos.
A cualquier precio. A esta postura, yo suelo responder así: Oiga, viva Vd. como
quiera, pero deje que yo viva como a mí me parezca, que yo no me meto con
nadie, así que, por favor, hagan Vds. lo mismo.
-Tienes
razón, pero en relación con los toros ¿cuál es tu postura?
-Tengo
que meditar la respuesta. Me pregunto si existe maltrato animal en las corridas
de toros. En principio habría que decir que sí, pero creo que es necesario
analizar con más profundidad esta respuesta. Porque ¿tú crees que es más digna
la muerte de un astado entre las garras de un león que en lucha contra un ser
humano? ¿El león le produce menos maltrato? ¿Es menos dramática la muerte de un
ñu, mientras es devorado todavía con vida por una manada de hienas, que la
escena de la muerte del toro bravo en la plaza?
-Decididamente
no –contesta de inmediato Guiller- Es más, he leído un artículo de un afamado
médico forense, que asegura que el toro apenas siente dolor por los puyazos que
recibe al estar acalorado por la pelea.
-Pues
repara en que nadie protesta de las terribles muertes de animales que aparecen,
casi cada día, en los documentales sobre la Naturaleza de la TV, mientras a mí
se me revuelven las tripas. Y desde luego, nadie se mete con los leones. Al
contrario, los animalistas dicen que hay que protegerlos para mantener la
especie. Me gustaría preguntar a estos naturalistas, tan buenos y benefactores:
¿Y quién protege a las gacelas, ñus, cebras, búfalos y sus crías, que no se
meten con nadie, pero son masacrados de una manera terrible por leones,
leopardos, perros licaones, hienas, guepardos y demás fieras salvajes? Porque
si tengo que elegir, prefiero salvar a la gacela. Y al león y a las demás
fieras que les den. Pero que les den fuerte.
-No
había contemplado este asunto desde ese punto de vista, pero me parece que
tienes razón, y que habría que distinguir entre animales pacíficos y domésticos
a fieras salvajes.
-Claro.
Pero, ante todo, es necesario evaluar los distintos casos y situaciones,
aplicando, como para todo, el sentido común –a propósito, te recomiendo la
lectura de mi artículo sobre “El Sentido Común”, publicado en mi blog-. Lo que
ocurre es que los “anti” se encuentran tan imbuidos y presos en su
intransigente ideología que no son capaces de distinguir la gama de grises que
siempre existe entre el blanco y el negro. Es cierto que en las corridas, el
toro recibe lo suyo –en ocasiones también el torero-, pero no se trata de un
animalillo indefenso, sino una fiera poderosa, muy capaz de matar. Junto a esa
negativa realidad, se produce un admirable ejercicio de valentía, audacia,
habilidad y arte por parte del matador.
-¡Eso
es, yayo! –exclama Guiller, con entusiasmo- ¡Eso es lo que voy a ver a la
plaza! No a contemplar como matan a un animal. Me emociona la lucha de la
inteligencia y el arte contra la fuerza bruta. Y me conmueve tanto el riesgo
que el matador corre durante la lidia, como la nobleza del toro en la pelea, al
tiempo que me deprime el castigo innecesario que sufre el animal con una mala
faena del que llamamos “diestro”.
-¡Bravo,
lo has entendido! Pero dime: que tal fue la corrida de ayer en Illumbe –la
plaza de toros de San Sebastián-.
-¡Ah,
muy buena! Muy buen ambiente con lleno total. El Juli estuvo genial y salió por
la puerta grande con dos orejas. También José Tomás se lució, dando una
auténtica lección de toreo. Incluso el rejoneador Hermoso de Mendoza hizo una
faena entretenida.
-¿Y
en San Fermín de Pamplona?
-Fantástico, excepto los “anti” que nos esperaban y nos llamaron de todo, desde
asesinos a fachas.
-Bueno,
ellos se lo pierden. No pueden entenderlo. Yo llevaría a esa gente a contemplar
el resultado de un ataque de lobos a un rebaño de corderos, para que supieran
lo que es una escena trágica y sanguinaria de verdad. Y, como ni se la
imaginan, algunos irán tras una pancarta pidiendo salvar al lobo, o exigirán
que no se maten animales para el consumo de carne. Claro, los lobos pueden
comer cordero, pero yo no ¡Vamos hombre!