11.- A propósito de Desayuno con Partículas
de
Sonia Fernández-Vidal
Acabo
de terminar la lectura de este libro y he sentido la impresión de haberlo hecho
con algo escrito o pensado por mí, hace mucho tiempo. Es una sensación que va
más allá de los detalles y de sus prolijas especificaciones, desde luego. Se
trata del sentimiento producido por el conjunto de la obra o, si se quiere, del
meollo, tono, espíritu o sustancia de este notable trabajo.
No
me extraña que mi buen amigo Paco pensara en mí al leerla: ¡Hay tantas
vivencias, pensamientos e ideas acumuladas en estas páginas, que podría firmar
como propias...!
Es
obligado decir que la obra está estructurada con precisión matemática, como
corresponde a una mente científica, que posee el hábito del trabajo concienzudo
y metódico. Sin embargo, la autora no olvida, ni por un momento, que se trata
de una obra de divulgación científica sobre la Física cuántica e intenta, tanto
como puede, introducir en ella elementos de amenidad, con divertidas anécdotas
y entretenidos diálogos en sucesivos desayunos.
No
debo olvidar ese rosario de impactantes frases o sentencias, tan oportunas como
sabias, dichas o escritas por personalidades pertenecientes de la más alta y
distinguida aula científica o literaria, que sirven de inestimable aderezo a
cada capítulo.
Un
interesante hallazgo representa el viaje en el tiempo que realiza la autora,
junto a un amigo, lego casi absoluto en asuntos científicos. Su compañía, tanto
durante los viajes como en sus comunes desayunos, le servirá para ir deshaciendo,
en animados diálogos, las dudas o incomprensiones que aparecen en su amigo y
que resulta previsible que se reproduzcan también en el lector.
Analiza
o muestra así la variación de la Física y, por ende, del pensamiento científico
a través los tiempos, desde los antiguos griegos hasta nuestros días,
deteniendo su interesante y revelador periplo en los siglos XVII y XVIII, donde
los racionalistas dictaron sus leyes, apoyados en la física clásica o mecánica,
que habría de acompañarnos hasta los comienzos del siglo XX.
Y no
podría ser más significativo e pedagógico este viaje. Los filósofos griegos,
esos maestros del pensamiento, guiados solo por la intuición y su buen juicio,
pues apenas disponían de otros elementos de conocimiento que sus sentidos,
trataron de dar comprensión a la existencia del universo y a la suya propia.
Claro que, con solo el soporte de una física incipiente, debieron apoyarse en
motivos filosóficos o metafísicos para enunciar sus teorías.
De
este modo escucharán disertar a Aristóteles y Platón, y conocerán la forma en
que acuden al concepto de Dios, al considerarle el primer generador del movimiento, o también, como la suma perfección dentro del mundo ideal,
ante el insalvable escollo de aclarar el "principio
de todo". No ven otra forma de dar explicación a lo inexplicable y de
precisar lo que no se ve ni se siente, pero se imagina.
Poco
después, la autora y su negado amigo -él es periodista y, como tal, dispone de
una amplia, pero superficial, cultura- viajan hasta el siglo XVII para conocer
a Kepler y a Newton. El primero revolucionó la Astronomía con sus leyes sobre
el movimiento de los planetas y la descripción de sus órbitas. El segundo hizo
lo propio con la Física al enunciar la ley de la gravitación universal y dar a
conocer sus trabajos sobre la Óptica, la luz y el cálculo matemático, entre
otros, que sentaron las bases de la Física Clásica.
Los
avances científicos de Kepler y Newton dieron soporte al movimiento racionalista,
iniciado por Rene Descartes unos años antes, que dominará el pensamiento europeo
durante los tres siglos siguientes. La razón es, para sus partidarios, la única
fuente del conocimiento. Todo actúa siguiendo la ley de gravitación universal,
el principio de la acción y reacción, así como el de causa y efecto. Todo es
materia en el Universo, por tanto, se puede ver, tocar y medir y nada escapa a
la formulación matemática. Solo una fuerza lo mueve: la fuerza gravitatoria.
Ni
qué decir tiene que la idea de Dios desaparece por falta de necesidad: no le
queda labor que realizar en estas circunstancias.
Sin
embargo, a mediados del siglo XIX, un físico inglés, llamado James C. Maxwell formuló
una serie de ecuaciones -Ecuaciones de
Maxwell- que impulsaron una nueva revolución en la Física clásica.
Mediante sus estudios, Maxwell logró unir los
fenómenos eléctricos y magnéticos en una sola teoría, el electromagnetismo. Con ella explica, describe y valora la
formación de los campos magnéticos al paso de una corriente eléctrica, la
transmisión de las ondas electromagnéticas y la formación de las corrientes
inducidas. En ese momento aparece un concepto desconocido hasta entonces: La fuerza electromagnética.
A
pesar de que se trata de una descripción de fenómenos macroscópicos, que no
contempla los fenómenos atómicos ni moleculares, las formulaciones de Maxwell
abrieron un amplio ventanal a la llegada de la Física moderna o cuántica
durante el siglo XX.
A
principios del siglo XX, un físico alemán, llamado Max Planck, realizó una
serie de descubrimientos que dieron lugar a la creación de la física cuántica,
al describir el cuanto. La energía de
un cuanto depende de la frecuencia de
la radiación y la constante de Planck. Este recibió el Premio Nobel de
Física en 1918 por esos descubrimientos. Colaboró con Albert Einstein, creador
de la teoría de la relatividad, en nuevos estudios en el campo de la física
cuántica. Nace con ellos el concepto de fuerza
nuclear.
Llegado
a este punto, la autora no ahorra palabras para tratar de explicar en qué
consiste la Física cuántica. No es extraño, porque de nuevo nos encontramos,
como los filósofos griegos, tratando de definir algo que no se ve, no se toca
ni tiene una medida constante. Se trata de explicar lo inexplicable. Entramos
así en fenómenos casi metafísicos, que escapan del rango de la experiencia
humana.
Voy
a condensar su descripción, aventurándome a decir que la Física cuántica
estudia el comportamiento de la materia en sus dimensiones mínimas, los
componentes del átomo, donde se producen extraños comportamientos difíciles de
concretar, tales como la posición exacta de una partícula, su movimiento o
velocidad, sin poder evitar que sea afectada la propia partícula al intentarlo.
Tres son los principales fundamentos de la Física cuántica: 1.- Las partículas
intercambian energía entre sí mediante saltos de energía mínima, llamados cuantos. 2.- Expresa que la posición de
las partículas no puede fijarse con certeza, sino mediante probabilidad. 3.-
Contempla la dualidad onda-partícula,
por la que la materia, y también la luz, pueden tener propiedades de onda y de
partícula al mismo tiempo.
No
me parecen necesarias más explicaciones, puesto que muy pocos de nosotros vamos
a tener la necesidad de aplicar estas enseñanzas en nuestra vida diaria. Introducirse
aun más en las profundidades de la decoherencia y entrelazamiento de estas
partículas -los quarks, componentes
de los protones del núcleo de los átomos- creo que sería exponer a nuestra inexperta
mente a una tortura innecesaria y muy poco provechosa.
Me
resulta mucho más interesante recolectar algunas de las ideas expresadas por la
autora, tanto de manera explícita como implícita, relacionadas con el tema
central de la obra.
Me
llama la atención el que, durante el devenir de la historia de la Física, todas
las leyes o teorías realizadas por las mentes más preclaras hayan sido
superadas siempre por otras nuevas que se les sobreponen. Einstein dejó
obsoleto a Newton, pero la manzana sigue cayendo del árbol hacia abajo debido a
la fuerza de gravedad.
Dice
la autora que la espiritualidad no está reñida con la ciencia, sino que puede
complementarla en el conocimiento del Cosmos. Tampoco ve contradicción o
incoherencia de la existencia de un Dios con los conocimientos actuales de la
ciencia, aunque no sirva esta coherencia para demostrarla. Lógico -añado yo-
porque la imposibilidad de demostrar la existencia de Dios es consustancial con
su naturaleza y propósito. Es tarea inútil intentarlo. Solo escasos y huidizos
indicios se podrán obtener.
A
pesar de lo mucho que se ha avanzado en el conocimiento de las cosas, lo
conocido es infinitamente menor de lo que ignoramos sobre ellas. Indagar sobre
las partículas más pequeñas, es como asomarse a un abismo, cuyo fondo se pierde
en el infinito. Y solo allá, en lo más hondo, como les ocurría a los filósofos
griegos, se adivina la mano difusa de un ser superior que llamamos Dios.
Nada
es como lo vemos. Las formas, colores y movimientos que contemplamos son solo
parte muy limitada de la realidad de un universo infinito y desconcertante. Por
suerte, nuestros sentidos abarcan solo esa dimensión que nos evita enloquecer
ante la enmarañada realidad inmensa y caótica que nos rodea.
Porque
el universo no solo es más extraño de lo que pensamos, sino más extraño incluso
de que podemos pensar.
En
el capítulo 2 se extiende en señalar la importancia de abandonar la rutina y
los prejuicios para conseguir un pensamiento creativo en el curso de una
investigación científica. -y no solo en esto, añado yo- De todas formas,
continúa la autora, debe señalarse que los investigadores no creamos nada, solo
descubrimos lo que ya existe en la Naturaleza. La invención aparece con la
tecnología, al aplicar en la vida del hombre los principios adquiridos en su
observación.
Asegura
que la libertad es patrimonio del hombre, no de la materia. Sobre esto tengo
escrito algo que me parece muy interesante para explicar, de adecuado modo, esa
afirmación y sus efectos, pero su dimensión es demasiado extensa para incluirla
aquí. Lo siento.
Debería
poner fin ahora al comentario de este interesante libro, pero no me resisto a
incluir aquí el relato de ese mismo peregrinaje descrito por la autora que,
como yo, realizaron otras muchas personas relacionadas de algún modo con la
Física y cuyo recuerdo ha vuelto a mí, al recorrer las páginas de esta obra.
Es
cierto que conocimos la existencia de Einstein, que había estado en España para
explicar su teoría de la relatividad. Y hasta supimos que hubo alguien, un
científico -solo uno- del que lamento no recordar su nombre, que la había
entendido. Pero como el Sol y la Luna aparecían y se ocultaban a su hora, y
resultaba que dos trenes saliendo de Madrid y Barcelona, en sentido opuesto, se
cruzaban, sin remedio, en un punto, que las ecuaciones nos determinaban sin
ningún género de duda, pensábamos que aquello de la relatividad no sería mucho
más que la excentricidad de uno de esos sabios algo raros, cuya extraña
personalidad se manifestaba acorde con su alborotada cabellera. ¡Caray con la
excentricidad!
En
segundo de carrera me topé con Faraday, Gauss, Maxwell y sus ecuaciones. Un
trimestre dedicado a ellas y a resolver los problemas creados por sus
escurridizas fuerzas electromagnéticas, puede resultar bastante duro, a poco
que el profesor apriete.
Más
adelante apareció una cosa -de alguna forma tengo que llamarle- que se titulaba
Electrónica, encuadrada en la asignatura de Electricidad Industrial. Nunca
llegué a entender bien aquel galimatías y todavía no me explico cómo conseguí
aprobarla sin copiar. Para mi consuelo, siempre tuve la sospecha, o seguridad
más bien, de que nuestro profesor no sabía mucho más que nosotros de aquel
endiablado asunto.
Estos
recuerdos me llegan desde el año 58 y sus proximidades. Ni qué decir tiene que
no existía la calculadora -se usaba la regla de cálculo- ni el móvil. La
televisión empezaba su andadura por aquellas fechas, pero ya se escuchaban
exóticas radios, llamadas "transistores", procedentes de Alemania y
Andorra. También se rumoreaba que algunas grandes compañías, americanas sobre
todo, contaban con "cerebros electrónicos" -las computadoras- para
sus cálculos. Me parece que la primera computadora de España fue adquirida por
Renfe a IBM, precisamente en el año 1958.
Durante
los años de ejercicio de mi profesión, la electrónica floreció de tal manera
que produjo, no solo un cambio radical en la Industria, sino también en la
forma de vida de las personas.
Pero
de la Física cuántica solo supe por la prensa. Esta obra, aunque me llegue
tarde, ha ayudado a conocerla y a entenderla. Y no puedo por menos de agradecerlo.
Ahora
me veo obligado a formular una serie de preguntas: ¿Sirve toda esa ciencia para
explicar las dudas existenciales que acompañan al hombre desde que el don de la
razón le fue dado? ¿Resuelve el enigma de la creación del Universo y del mismo
Hombre? ¿Es este un asunto físico o metafísico de posible carácter divino?
¿Podemos vislumbrar con ella el destino último del ser humano?
No,
querido Paco. No podemos...al menos de momento. Sin embargo no debemos
subestimar a la ciencia enfrentándola al pensamiento metafísico, ni despreciar,
por tanto, su valiosa labor en el conocimiento de las cosas. Gracias a ella, tenemos
muchos más elementos de juicio para disponer de un conocimiento más cercano a
la verdad, en asuntos relacionados con la metafísica, la teología o la religión
misma. El aplicarlos correctamente es responsabilidad de cada cual