2.- Mi tío Constantino.
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Loscertales con Sierra Guara al fondo |
Le conocí con la tierna edad de siete años.
Tal vez con menos.
Recuerdo aquel día como si fuera hoy.
Jugábamos Antonier de casa Balsamino y yo en la polvorienta calle del Coso en
Arbaniés, un pueblecito del Somontano de Huesca, donde disfrutaba mis vacaciones
de verano en casa de mi abuela Silveria.
De pronto, apareció un extraño forastero por
la costanilla de casa La Rula, la entrada norte al pueblo, por la que accedían
los caminantes procedentes de los vecinos pueblos de Coscullano y Loscertales. Venía
"mudado" de arriba a abajo -cosa extraña en día de labor-, con traje
oscuro, moquero asomado al bolsillo
superior, camisa blanca y un batíaguas como
bastón.
-¿Quién será ese hombre raro? -preguntó
inquieto Antonier, que era un par de años menor que yo.
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-¡Es mi tío! -exclame, al tiempo que salí corriendo
hacia él para abrazarle... sin saber por qué, puesto que jamás le había visto
antes.
Quizás había escuchado alguna conversación
entre mi tía Angeles y mi abuela, comentando la inminente llegada del
pretendiente de la primera, o puede que ambas me hubieran aleccionado con la
llegada de un "nuevo tío". No sé, el caso fue que mi reacción se
produjo sin motivo aparente y de manera espontánea.
Él me recibió con aquella amplia sonrisa suya
de hombre apacible, generoso y bonachón, con la que me seguiría acogiendo en
cada nuevo encuentro. Desde ese momento, un fuerte vínculo de afecto nos
unió para siempre.
Mi tío Constantino pertenecía a casa Trallero
de Loscertales. Era alto -así me parecía- y bien formado. Magro, sin llegar a
delgado, poseía esa fortaleza innata de los hombres del campo. Solo un intenso
eccema en cara y dorso de manos, efecto quizás de un prolongado trabajo bajo el
sol, afeaban un tanto su figura.
Sonreía con frecuencia, aunque sabía imponer
seriedad cuando el asunto o la situación lo requerían. Parco en palabras y
gestos, se hacía escuchar con voz grave, clara dicción y pausado verbo.
Su pretensión fue aceptada y hubo boda. Desde
ese momento, mi vida en el pueblo cambió. Hasta entonces había vivido agarrado
a las sayas de mi abuela, después lo hice de la mano de mi -ahora sí- tío
Constantino, para introducirme en el asombroso y fascinante mundo del campo, la
huerta y el monte.
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Y yo, un atolondrado niño de ciudad,
presenciaba, boquiabierto, tantos y tan variados e insospechados aspectos que
componían la vida en ellos, así como las labores que allí se realizaban y que mi tío
ejecutaba con mágica destreza.
No exagero. Poseía un conocimiento perfecto
de qué, cómo y, sobre todo, cuándo había que preparar, sembrar, plantar y
recolectar cada uno de los productos que se cultivaban en aquel lugar, acorde
con el tiempo.
Tenía fama de virtuoso en el arte de la poda,
como en otras actividades agrícolas, y no era raro que solicitaran su ayuda en
alguna de ellas. Evoco varias:
Componía injertos con la habilidad, arte y
limpieza de un imaginero. Manejaba el cuchillo como el mejor matarife en el
despiece de alguna res, cordero o cabrito, cuando era menester sacrificarlos
para proveer carne a la casa, operación que realizaba con especial cuidado en
la matacía del cerdo. Recuerdo también cómo recomendaba o discutía con otros
agricultores sobre las distintas etapas de la elaboración del buen vino y la
influencia de la Luna en ellas..
Predecía el tiempo y rara vez equivocaba su
pronóstico. Si decía que iba a llover, llovía. Si anunciaba pedregada, caía
pedrisco.
Para mí era un auténtico sabio y me parece
que también lo era para el resto de
quienes lo conocían.
Jamás le oí pronunciar palabras malsonantes,
ni siquiera de las más suaves o inocentes, y eso que entonces era de uso
frecuente su empleo en el trato con las caballerías, llegando hasta la
blasfemia, sin recato, en situaciones apuradas.
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Le bastaba con un repetido chasquido de
lengua para que la burreta echara a
andar y un ¡soo burra! para detenerla. El animal, que era tan sabio o más que él, no necesitaba más órdenes:
conocía el camino a tomar y su destino con solo notar la carga que le ponían
encima, bien fuese la albarda, la covaneta
y sus cántaros, las alforjas o los aperos de labor.
Cazaba, sobre todo conejos. No como deporte o
negocio sino para consumo propio, y lo hacía sin hurón ni escopeta, solo a lazo
limpio.
Recuerdo la primera vez que fui con él a la
viña. Esta se hallaba al borde de un monte de carrascas y los conejos, muy
abundantes en aquel tiempo, bajaban hasta ella para darse un festín con los
brotes tiernos de las cepas o con las uvas cuando maduraban.
Mi tío me mostró los casi imperceptibles
rastros que dejaban los animalillos al transitar entre las cepas y montó un par
de lazos con alambre y unos tallos de fajuelo,
bien disimulados con hojas de vid. Hecho esto, me dejó jugando bajo una gran olivera que había en el centro de la
viña, mientras él se dedicaba a realizar las labores que le habían traído hasta
allí, aquel día.
Al poco tiempo se escuchó un agudo e
insistente chillido. Un conejo había
caído en uno de los lazos, pero mi tío no me permitió ver la violeta escena.
Fue a por él y lo trajo ya muerto. Solo pasado el tiempo, supe valorar la
delicadeza de su bondadoso gesto, en una época y lugar donde el sacrificio de
los animales domésticos era un hecho habitual y de lo más simple.
Con 15 ó 16 años, le acompañé en su dura
faena diaria, desde antes de despuntar el día hasta su ocaso.
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Mis vacaciones coincidían con el apogeo de
los trabajos agrícolas. Así pude conocer y participar en la siega, el acarreo
de la mies, la trilla, el aventeo, la criba y el acarreo del grano hasta el
granero, operaciones que debían realizarse mediante una buena práctica,
indispensable para obtener un acertado rendimiento.
En ese tiempo sucedió un accidente que puso a
prueba la entereza de la familia y, en particular, la de mi tío Constantino: mi
abuela Silveria se cayó por la escalera de casa y quedó imposibilitada por una
hemiplejia que le paralizó todo el lado izquierdo de su cuerpo. La consecuencia
inmediata fue que mis dos tíos tuvieron que apechugar con las innumerables
labores que ella realizaba y, además, cuidarle.
En esta última tarea brilló, como de
costumbre, mi tío Constantino. Era digno de ver con qué cariño la atendía. Con
qué ternura y delicadeza la levantaba de su cama, la trasladaba en sus brazos
hasta la silla en que solía reposar o la acostaba en su lecho.
Él se ocupaba de limpiarla de cuerpo entero.
Con frecuencia también debía asistirle en las comidas cuando mi tía estaba ocupada
en otros menesteres. Lo hacía siempre de buena gana, con un trato atento,
respetuoso y tierno, que emocionaba al venir de un hombre encallecido por el
rudo trabajo del campo, con una educación precaria y, en cierto modo, ajeno a
la familia. Pero, a pesar de lo engorroso de esas tareas, jamás faltaba en su
rostro aquella sonrisa suya de hombre bueno, que solía acompañar con algunas
palabras cariñosas para su suegra, que él llamaba madre.
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Rondaban los años 60, cuando mi abuela murió.
Fue en aquella época cuando el campo sufrió una intensa transformación y entró
en un proceso imparable de mecanización.
La mano de obra se redujo drásticamente y las
pequeñas explotaciones -la de mis tíos era minúscula-, que hasta entonces
habían servido para sobrevivir, perdieron hasta esa última capacidad.
Acosados por la necesidad, mis tíos
decidieron vender sus escasos bienes y trasladarse a la capital en busca de
mejor vida. Pero en aquel lugar de nada servía la sapiencia de mi tío
Constantino. En la ciudad a nadie interesaba su experiencia y conocimiento de
la Naturaleza ni su destreza en laborarla: era un perfecto ignorante de todo
cuanto allí se hacía.
Sin embargo, tuvo suerte y pudo colocarse en
una torre en las inmediaciones de
Huesca, como capataz.
No duró mucho. Por entonces, la ciudad se
ensanchó presa de un intenso desarrollismo y el hormigón acabó con las
milenarias y feraces huertas de su entorno. Desde su creación por moros y
moriscos, estas habían sobrevivido a mil y un avatar gracias a los esmeros de
los hortelanos locales, pero "el progreso" acabó con ellas.
Unas de las primeras en caer fueron las
huertas en las que mi tío trabajaba. Un nuevo golpe. Una nueva preocupación y
otro y desesperado interrogante sobre qué hacer o a quién acudir.
Por fin, después de un largo período, sin
nada que hacer, consiguió emplearse en una fábrica de la localidad, como
vigilante nocturno, hasta su jubilación.
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Pocos años después, se fue de este mundo
despacio y sin hacer ruido, tal como había vivido. Con él desapareció un enorme
caudal de conocimiento y bondad que nadie, salvo quienes le tratamos, quiso
conocer ni valorar.
Yo no sé si era un santo o, simplemente, un
hombre de verdad, trabajador, bueno, responsable, honesto, cabal, y entero.
Incapaz de hacer o desear el mal a nadie o aspirar a nada que no estuviera
respaldado por su trabajo. Jamás escuché en él palabra alguna de reproche,
rencor o queja por las estrecheces que marcaron su vida.
Una personalidad difícil de entender en los
tiempos que hoy corren. Es esta la época del pelotazo, donde se valora poco el
esfuerzo y reina en ella la desvergüenza, la reivindicación incesante y cínica,
el consumo desaforado de derechos y la penuria más mísera de responsabilidades.
Una sociedad en la que mi tío Constantino no podría, ni sabría vivir.
Con toda seguridad, su vida sería calificada
hoy como gris y prescindible. Sin embargo, han sido, y son, gentes como él
quienes han hecho, y hacen, con su callada labor desde abajo, que el mundo sea
más amable y vivible. Desde arriba también puede hacerse, pero sobran dedos en
las manos para contar quienes lo han hecho de verdad.
En resumen: ignoro qué requisitos o
cualidades se necesitan para ser reconocido como Santo. Me importa poco, yo le
rezo como tal.
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