sábado, 28 de noviembre de 2015

Relatos, Fabulas y Leyendas.- 3

 
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3.- DIÁLOGO EN LA SELVA
 
 
 
 
 
 
        Doña Leoparda se deslizaba por entre los tupidos matorrales de aquella espesa y oscura jungla, con su acostumbrado estilo pausado, sigiloso y precavido. Llevaba tres días sin cobrar pieza y su estómago no cesaba de protestar exigiéndole algún alimento capaz de mitigar las frecuentes punzadas que le torturaban.
De pronto, sin pretenderlo ni poderlo evitar, se dio de bruces con su poderoso vecino Don Leoncio que, acompañado por su esposa y uno de sus hijos, esperaba el paso de algún ser despistado y comestible, emboscado tras la linde de un claro de la densa selva.
No era este uno de los encuentros más gratos para ella. Le fastidiaba la prepotencia con qué se conducía aquella familia y, más que nada, su continua  agresividad y mal humor. Pero ya no había remedio. Le habían visto y tenía que apechugar con el mal trago.
-¡Hola familia! Hacía mucho que no coincidíamos ¿Qué tal les va? -dijo Doña Leoparda, muy cortés, tratando de caer simpática a sus hoscos vecinos.
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-¡Ugg...! -contesto don Leoncio, con un profundo rugido-. Muy bien, como de costumbre ¡Faltaba más!
-¡Ah, me alegro mucho! -continuó Doña Leoparda hablándoles con el mismo amigable tono, pues conocía bien el peligro que suponía contrariar al orgulloso felino- Por cierto, he sabido que han conseguido colocar a su hijo mayor en el zoo de Múnich.
-Así es, y la familia está muy contenta y orgullosa de haber logrado su incorporación a una institución tan importante y renombrada como esa.
-¡Muy bien! -asintió Doña Leoparda- Y díganme: ¿Se ha adaptado pronto al nuevo estilo de vida?
-¡Ya lo creo! A lo bueno se acostumbra uno pronto. Mire Vd., dispone de un espacioso cubil propio, atención médica gratuita y cada día tiene garantizada una alimentación sana y abundante. Goza de un trato exquisito y de un amplio lugar acondicionado para su solaz y esparcimiento, donde puede relacionarse con otros colegas ¿Se puede pedir más? Esto es, en fin, un gran chollo, es un auténtico "estado del bienestar".
-¡Estupendo! -volvió a ponderar Doña Leoparda- ¿Y qué tal está el trabajo allí?
-Bueno, eso es lo mejor. Allí nadie empuja. El trabajo está muy bien organizado y es fácil y sosegado. Hay un horario en el que es necesario atender a los visitantes y, aunque es cierto que entre la gente que llega los hay impertinentes, el trabajo se realiza sin presión, exento de estrés ni de los peligros de la selva.
-Claro...en aquel lugar no se podrá hacer lo que uno quiera -apuntó Doña Leoparda, dejándolo caer como quien no da importancia a la cosa.
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-¡Por supuesto! ¡Qué sería de aquella privilegiada comunidad, si cada cual hiciera lo que le viniera en gana! No, no, todo está perfectamente reglamentado y se hace lo que la dirección y el comité consultivo dispone que, a fin de cuentas, son los que conocen lo que más conviene, tanto al conjunto, como a cada uno de los residentes.
Doña Leoparda consideró que había llegado el momento de hacer "mutis por el foro", antes de que al peligroso y pendenciero vecino se le agotara su escasa paciencia y le entraran deseos de echarla de su territorio a cajas destempladas y con los habituales malos modos de siempre.
Así, con la mayor discreción, Doña Leoparda se retiró despacio y gruñendo bajito, para no ofender ni soliviantar a sus vecinos, al tiempo que iba rumiando todo cuanto había escuchado.
¡Qué barbaridad lo de esta gente! -pensó- ¡Mira que alabar esa vida tediosa, estéril, supeditada y desprovista de la menor posibilidad para tomar la más simple iniciativa! ¡Pero es que no se puede comparar con la vida que llevamos en nuestra querida selva!
Doña Leoparda, confusa, revivió en su mente lo que, para ella, eran las irrenunciables excelencias de una existencia en libertad como la suya:
Yo me muevo por esta hermosa jungla por dónde me place y cuándo me parece, lo que me permite gozar con su belleza y disfrutar de tanta abundancia como rezuma. Además, cuento con el respeto de la mayoría de sus habitantes. Cada día que pasa es distinto, por lo que jamás me aburro. Como  lo que  yo cazo  y lo  que  
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me apetece, sin esperar que ninguna autoridad decida por mí qué debo hacer. Claro, nada  de esto es gratis y requiere un esfuerzo, pero el trabajo para conseguirlo reaviva mis cualidades. Me hace más hábil, creativa, fuerte, tenaz y poderosa, al tiempo que refuerza mi personalidad y autoestima. De verdad, tan cierto como la noche sigue al día, puedo asegurar que me resultaría imposible soportar una vida como la del hijo de Don Leoncio...
En ese momento, el hambre volvió a dejarse sentir en su vacío vientre con nuevas y agudas punzadas, acabando con sus mentales reflexiones, para traerle a la cruda realidad del momento. Y así se introdujo en el fangal de la duda que hizo flaquear sus, hasta entonces, sólidas convicciones.
¿Y si, al final, tuvieran razón esos amigos del: "aquí me lo den todo hecho"? ¿No acabará por resultar que el verdadero acierto en la vida está en aquellos que buscan una posición vitalicia que les asegure una existencia sin riesgos ni complicaciones, al precio que sea? ¿No será, en fin, un signo de listeza la de esa gente que no se recata en manifestar: "dame pan y llámame tonto" con absoluto descaro?
-¡Greeeg! -rugió Doña Leoparda con fuerza, al tiempo que sacudía su cabeza, como tratando de arrojar de ella esos malos pensamientos.
Tras el potente rugido, echó de su mente las últimas cavilaciones y, sin más conjeturas ni dilaciones, se dispuso a buscar con verdadero ahínco algo que llevarse a la boca, que buena falta le hacía.
       
 

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Relatos, fábulas y leyendas.- 2

2.- Mi tío Constantino.
Loscertales con Sierra Guara al fondo
 
 

Le conocí con la tierna edad de siete años. Tal vez con menos.

Recuerdo aquel día como si fuera hoy. Jugábamos Antonier de casa Balsamino y yo en la polvorienta calle del Coso en Arbaniés, un pueblecito del Somontano de Huesca, donde disfrutaba mis vacaciones de verano en casa de mi abuela Silveria.

De pronto, apareció un extraño forastero por la costanilla de casa La Rula, la entrada norte al pueblo, por la que accedían los caminantes procedentes de los vecinos pueblos de Coscullano y Loscertales. Venía "mudado" de arriba a abajo -cosa extraña en día de labor-, con traje oscuro, moquero asomado al bolsillo superior, camisa blanca y un batíaguas como bastón.

-¿Quién será ese hombre raro? -preguntó inquieto Antonier, que era un par de años menor que yo.

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-¡Es mi tío! -exclame, al tiempo que salí corriendo hacia él para abrazarle... sin saber por qué, puesto que jamás le había visto antes.

Quizás había escuchado alguna conversación entre mi tía Angeles y mi abuela, comentando la inminente llegada del pretendiente de la primera, o puede que ambas me hubieran aleccionado con la llegada de un "nuevo tío". No sé, el caso fue que mi reacción se produjo sin motivo aparente y de manera espontánea.

Él me recibió con aquella amplia sonrisa suya de hombre apacible, generoso y bonachón, con la que me seguiría acogiendo en cada nuevo encuentro. Desde ese momento, un fuerte vínculo de afecto nos unió  para siempre.

Mi tío Constantino pertenecía a casa Trallero de Loscertales. Era alto -así me parecía- y bien formado. Magro, sin llegar a delgado, poseía esa fortaleza innata de los hombres del campo. Solo un intenso eccema en cara y dorso de manos, efecto quizás de un prolongado trabajo bajo el sol, afeaban un tanto su figura.

Sonreía con frecuencia, aunque sabía imponer seriedad cuando el asunto o la situación lo requerían. Parco en palabras y gestos, se hacía escuchar con voz grave, clara dicción y pausado verbo.

Su pretensión fue aceptada y hubo boda. Desde ese momento, mi vida en el pueblo cambió. Hasta entonces había vivido agarrado a las sayas de mi abuela, después lo hice de la mano de mi -ahora sí- tío Constantino, para introducirme en el asombroso y fascinante mundo del campo, la huerta y el monte.

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Y yo, un atolondrado niño de ciudad, presenciaba, boquiabierto, tantos y tan variados e insospechados aspectos que componían la vida en ellos, así como las  labores que allí se realizaban y que mi tío ejecutaba con mágica destreza.

No exagero. Poseía un conocimiento perfecto de qué, cómo y, sobre todo, cuándo había que preparar, sembrar, plantar y recolectar cada uno de los productos que se cultivaban en aquel lugar, acorde con el tiempo.

Tenía fama de virtuoso en el arte de la poda, como en otras actividades agrícolas, y no era raro que solicitaran su ayuda en alguna de ellas. Evoco varias:

Componía injertos con la habilidad, arte y limpieza de un imaginero. Manejaba el cuchillo como el mejor matarife en el despiece de alguna res, cordero o cabrito, cuando era menester sacrificarlos para proveer carne a la casa, operación que realizaba con especial cuidado en la matacía del cerdo. Recuerdo también cómo recomendaba o discutía con otros agricultores sobre las distintas etapas de la elaboración del buen vino y la influencia de la Luna en ellas..

Predecía el tiempo y rara vez equivocaba su pronóstico. Si decía que iba a llover, llovía. Si anunciaba pedregada, caía pedrisco.

Para mí era un auténtico sabio y me parece que  también lo era para el resto de quienes lo conocían.

Jamás le oí pronunciar palabras malsonantes, ni siquiera de las más suaves o inocentes, y eso que entonces era de uso frecuente su empleo en el trato con las caballerías, llegando hasta la blasfemia, sin recato, en situaciones apuradas.

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Le bastaba con un repetido chasquido de lengua para que la burreta echara a andar y un ¡soo burra!  para detenerla. El animal, que era tan sabio o más que él, no necesitaba más órdenes: conocía el camino a tomar y su destino con solo notar la carga que le ponían encima, bien fuese la albarda, la covaneta y sus cántaros, las alforjas o los aperos de labor.  

Cazaba, sobre todo conejos. No como deporte o negocio sino para consumo propio, y lo hacía sin hurón ni escopeta, solo a lazo limpio.

Recuerdo la primera vez que fui con él a la viña. Esta se hallaba al borde de un monte de carrascas y los conejos, muy abundantes en aquel tiempo, bajaban hasta ella para darse un festín con los brotes tiernos de las cepas o con las uvas cuando maduraban.

Mi tío me mostró los casi imperceptibles rastros que dejaban los animalillos al transitar entre las cepas y montó un par de lazos con alambre y unos tallos de fajuelo, bien disimulados con hojas de vid. Hecho esto, me dejó jugando bajo una gran olivera que había en el centro de la viña, mientras él se dedicaba a realizar las labores que le habían traído hasta allí, aquel día.

Al poco tiempo se escuchó un agudo e insistente  chillido. Un conejo había caído en uno de los lazos, pero mi tío no me permitió ver la violeta escena. Fue a por él y lo trajo ya muerto. Solo pasado el tiempo, supe valorar la delicadeza de su bondadoso gesto, en una época y lugar donde el sacrificio de los animales domésticos era un hecho habitual y de lo más simple.

Con 15 ó 16 años, le acompañé en su dura faena diaria, desde antes de despuntar el día hasta su ocaso.

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Mis vacaciones coincidían con el apogeo de los trabajos agrícolas. Así pude conocer y participar en la siega, el acarreo de la mies, la trilla, el aventeo, la criba y el acarreo del grano hasta el granero, operaciones que debían realizarse mediante una buena práctica, indispensable para obtener un acertado rendimiento.

En ese tiempo sucedió un accidente que puso a prueba la entereza de la familia y, en particular, la de mi tío Constantino: mi abuela Silveria se cayó por la escalera de casa y quedó imposibilitada por una hemiplejia que le paralizó todo el lado izquierdo de su cuerpo. La consecuencia inmediata fue que mis dos tíos tuvieron que apechugar con las innumerables labores que ella realizaba y, además, cuidarle.

En esta última tarea brilló, como de costumbre, mi tío Constantino. Era digno de ver con qué cariño la atendía. Con qué ternura y delicadeza la levantaba de su cama, la trasladaba en sus brazos hasta la silla en que solía reposar o la acostaba en su lecho.

Él se ocupaba de limpiarla de cuerpo entero. Con frecuencia también debía asistirle en las comidas cuando mi tía estaba ocupada en otros menesteres. Lo hacía siempre de buena gana, con un trato atento, respetuoso y tierno, que emocionaba al venir de un hombre encallecido por el rudo trabajo del campo, con una educación precaria y, en cierto modo, ajeno a la familia. Pero, a pesar de lo engorroso de esas tareas, jamás faltaba en su rostro aquella sonrisa suya de hombre bueno, que solía acompañar con algunas palabras cariñosas para su suegra, que él llamaba madre.

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Rondaban los años 60, cuando mi abuela murió. Fue en aquella época cuando el campo sufrió una intensa transformación y entró en un proceso imparable de mecanización.

La mano de obra se redujo drásticamente y las pequeñas explotaciones -la de mis tíos era minúscula-, que hasta entonces habían servido para sobrevivir, perdieron hasta esa última capacidad.

Acosados por la necesidad, mis tíos decidieron vender sus escasos bienes y trasladarse a la capital en busca de mejor vida. Pero en aquel lugar de nada servía la sapiencia de mi tío Constantino. En la ciudad a nadie interesaba su experiencia y conocimiento de la Naturaleza ni su destreza en laborarla: era un perfecto ignorante de todo cuanto allí se hacía.

Sin embargo, tuvo suerte y pudo colocarse en una torre en las inmediaciones de Huesca, como capataz.

No duró mucho. Por entonces, la ciudad se ensanchó presa de un intenso desarrollismo y el hormigón acabó con las milenarias y feraces huertas de su entorno. Desde su creación por moros y moriscos, estas habían sobrevivido a mil y un avatar gracias a los esmeros de los hortelanos locales, pero "el progreso" acabó con ellas.

Unas de las primeras en caer fueron las huertas en las que mi tío trabajaba. Un nuevo golpe. Una nueva preocupación y otro y desesperado interrogante sobre qué hacer o a quién acudir.

Por fin, después de un largo período, sin nada que hacer, consiguió emplearse en una fábrica de la localidad, como vigilante nocturno, hasta su jubilación.

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Pocos años después, se fue de este mundo despacio y sin hacer ruido, tal como había vivido. Con él desapareció un enorme caudal de conocimiento y bondad que nadie, salvo quienes le tratamos, quiso conocer ni valorar.

Yo no sé si era un santo o, simplemente, un hombre de verdad, trabajador, bueno, responsable, honesto, cabal, y entero. Incapaz de hacer o desear el mal a nadie o aspirar a nada que no estuviera respaldado por su trabajo. Jamás escuché en él palabra alguna de reproche, rencor o queja por las estrecheces que marcaron su vida.

Una personalidad difícil de entender en los tiempos que hoy corren. Es esta la época del pelotazo, donde se valora poco el esfuerzo y reina en ella la desvergüenza, la reivindicación incesante y cínica, el consumo desaforado de derechos y la penuria más mísera de responsabilidades. Una sociedad en la que mi tío Constantino no podría, ni sabría vivir.

Con toda seguridad, su vida sería calificada hoy como gris y prescindible. Sin embargo, han sido, y son, gentes como él quienes han hecho, y hacen, con su callada labor desde abajo, que el mundo sea más amable y vivible. Desde arriba también puede hacerse, pero sobran dedos en las manos para contar quienes lo han hecho de verdad.

En resumen: ignoro qué requisitos o cualidades se necesitan para ser reconocido como Santo. Me importa poco, yo le rezo como tal.