CAPÍTULO XLVI
Refugio de Pieterf en España
Con
la mayor tranquilidad del mundo, Pieterf hizo que la camarera liara un
envoltorio con los restos de la pizza -no había podido consumir todavía su
mayor parte- y se levantó. Dejó la mesa con el paquete bajo el brazo y un gesto
de contrariedad: le fastidiaba tener que interrumpir tan sabroso condumio, pero
no había más remedio. Se dirigió hacia la ancha mesa que servía de barra, en
donde también estaba instalado el ordenador de cobros, con la clara intención
de pagar la cuenta antes de abandonar el local.
Acodado
en ella, se hallaba el agente secreto. Este, al ver llegar a Pieterf, se volvió
de espaldas, en un mal disimulado gesto de indiferencia o despreocupación.
Esa
actitud arrancó una sonrisa -una mordaz mueca, más bien- en Pieterf al
comprobar la imprudente bisoñez de su enemigo.
-¡Esto
no se hace, hombre! -masculló, al tiempo que le propinaba un violento golpe en
su desprotegida nuca.
El
tipo cayó redondo al suelo, sin sentido. No era extraño: el brutal impacto, dado
con el rígido, endurecido y bien adiestrado canto de la mano de Pieterf, podía
resultar fatal. Mucho más, aplicado en aquella parte tan sensible y frágil del
cuerpo.
La
acción de Pieterf fue tan rápida e inesperada que nadie alcanzó a verla. La
gente supo que algo raro sucedía al notar la aparatosa caída del hombre y escuchar
la voz de Pieterf, que pedía ayuda para el pobre señor "que se había
desmayado de repente", mientras se inclinaba sobre él, simulando
socorrerle.
Se
armó un buen revuelo. Acudieron las dos camareras, los cocineros y varios de
los clientes más cercanos.
-¿Hay
algún médico en la sala? -voceó uno de ellos.
Pieterf
no esperó la llegada del compañero del caído y se introdujo en la zona de
trabajo de los cocineros, tras la ancha mesa, aprovechando la confusión. Allí
buscó una puerta trasera que le condujo hasta un oscuro patio. Saltó una tapia
de no más de dos metros y se perdió entre las sombras de la apenas iluminada
Seigel St. Cuatro cuadras más allá, en Cook St, cerca de Bushwick Ave, se
hallaba uno de sus refugios. Nadie le buscaría en aquella especie de cubil,
situado entre un caótico almacén de instalación y venta de baños, sanitarios y
cocinas, y un destartalado parking al aire libre, embarrado en su mayor parte
por la reiterada falta de embreado del pavimento.
No
tenía llave, pero daba igual: no había cerradura que se le resistiera.
A
pesar de la incomodidad del lugar, durmió bien, aunque poco...como de
costumbre. A las cinco de la mañana, la mejor hora para transitar sin peligro
por la ciudad, fue a encontrarse con sus amigos en Hempstead.
Allí
dieron un último repaso al plan. Había que ultimar los detalles de las
situaciones más críticas del mismo, porque no se les escapaba que aquel día,
además de mostrarse como una peligrosa y movida jornada, debería resultar vital
para el esclarecimiento de los delitos provocados por O´Connell. Necesitaban
hacer acopio de pruebas que mostraran la inocencia de Pieterf de los falsos
cargos que le imputaban, además de conseguir la retirada de la orden de
eliminación decretada contra Bob Bryan. Y algo muy importante: lograr la
satisfacción de Margaret al obtener la condena del asesino de su marido William
y, al mismo tiempo, el cese de aquella sañuda persecución a la que se veía
expuesta.
Partió
primero Pieterf hacia Grymes Hill, en Staten Island, lugar donde se hallaba la
sede del SSD. Conducía un coche facilitado por Bob, con el fusil y varios
proyectiles incendiarios bien ocultos en el maletero. Debería enviar un
WhatsApp tan pronto llegara sin novedad al apartamento elegido donde emplazar
el arma. En ese momento, partirían hacia allí Margaret y Bob, presumiblemente
disfrazados de bomberos de la FDNY, aunque en realidad lo harían enfundados en
sus equipos de ocultación.
-¡Listos!
-comunicó Bob a Pieterf, en cuanto llegaron al punto previsto de observación,
desde donde debían vigilar la entrada al edificio del SSD.
-¡OK!
-respondió Pieterf, con esta lacónica exclamación.
A
continuación disparó la granada incendiaria y lo comunicó a sus amigos:
-Operación
en marcha. ¡Suerte!
Todavía
tuvieron que esperar casi veinte minutos, hasta que apreciaron las primeras
señales de alarma. Poco después, el humo del incendio hizo su aparición en las
ventanas superiores del edificio. Al mismo tiempo, observaron la salida de
varias personas hasta el pequeño jardín de la entrada, comentando detalles del
suceso sin demasiada preocupación.
Pero
el incendio debió alcanzar pronto un regular volumen, porque al rato se vio
salir precipitadamente a la mayoría del personal. Era el momento que esperaban
Margaret y Bob para entrar en el edificio. Al hacerlo pudieron escuchar,
lejanas, las estridentes sirenas que anunciaban la llegada de los primeros
efectivos de los FDNY.
Ahora
tenían que aprovechar el poco tiempo disponible y trabajar con la mayor
rapidez. Solo así lograrían el objetivo planeado.
Recorrieron
a toda prisa el trayecto que conducía hasta el despacho del general, esquivando
a varios agentes de seguridad rezagados que corrían a situarse en lugar seguro. Sin embargo, en la tercera planta
ya no quedaba nadie.
Atravesaron
el pasillo anterior al despacho de O´Connell y entraron en él, oliendo a humo.
Sin la menor vacilación, se dirigieron a la cámara acorazada. Teclearon la
clave, introdujeron la tarjeta magnética en su ranura, aplicaron la reproducción
de la huella del general y accionaron la llave, tras sacarla de su secreto
escondrijo. Era el momento crucial de la operación.
-¡Bravo!
-exclamó Margaret, al comprobar cómo la pesada puerta giraba sobre sus robustos
goznes y se abría, dejando ante su vista la valiosa documentación atesorada por
el general.
Un
primer vistazo sobre el contenido dejó perplejo a Bob. Aquello se asemejaba a
la cueva de Alí Babá referida a la información allí depositada. Al lado de un
buen número de carpetas repletas de informes, se apilaban los más modernos
dispositivos de almacenamiento de datos, junto a anticuadas duplicadoras y
torres de grabación, además de una enorme colección de antiguos diskettes,
casetes e incluso tarjetas y cintas perforadas. Y todo aquel ingente material se
hallaba clasificado con absoluto rigor y en perfecto orden cronológico.
Pero
fue un extraño y sofisticado pupitre, repleto de parpadeante luces, lo que hizo
soltar una exclamación de estupor al sorprendido Bob.
-¡Será
posible! ¡Este tío recibe información de Menwith Hill en este terminal! -y ante
el gesto de incomprensión de Margaret, continuó- En ese lugar de Inglaterra
existe una base espía de la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad, capaz de
escuchar todas las comunicaciones del planeta. Es usada también, en parte, por
Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. El muy canalla dispone
información de todo el mundo y hasta puede que tenga las orejas puestas en la
mismísima Casa Blanca.
-¡Bueno,
venga! -urgió Margaret-. Ya me lo explicarás luego. Hagamos unas fotos de todo
esto, cojamos tantas muestras como podamos y salgamos a toda pastilla de aquí.
Se
hacía imposible verificar el contenido de todo aquel material. Y menos aun
cargar con él, por lo que eligieron al azar unos cuantos elementos de distintas
épocas y se dispusieron a abandonar el edificio.
Sin
embargo, al tratar de salir al pasillo, lo hallaron ocupado por una densa
humareda irrespirable y, algo peor, al fondo se adivinaba el resplandor de las
llamas obstruyéndolo. ¡Estaban atrapados en una mortal ratonera!
CAPÍTULO XLVII
La
situación de Margaret y Bob Bryant, no podía ser más comprometida. O´Connell
había situado su despacho en una parte central de la tercera planta, sin
ventanas al exterior, impulsado por la enfermiza obsesión de preservar su
seguridad personal. Solo recibía algo de luz natural gracias a un pequeño
tragaluz instalado en el techo de la sala.
-¡Rápido!
¡Tenemos que taponar todas las rendijas de la puerta! -acució Bob a Margaret,
cuando ya el asfixiante humo del incendio comenzaba a invadir la sala,
infiltrándose por entre ellas.
Consiguieron
sellar la puerta utilizando varias toallas empapadas en agua que había en el
servicio personal del general, además de pliegos de papel mojado y una cinta
americana que hallaron entre su material de oficina.
-Con
esto podremos resistir un tiempo -dijo Margaret- pero si el incendio llega
hasta la puerta, servirá de bien poco.
-Todavía
nos queda una oportunidad de salir de esta: en último caso, podremos
refugiarnos dentro de la cámara acorazada -sugirió Bob.
-Sí,
donde moriremos asfixiados o cocinados en esa hermética olla a presión, si no
vienen a salvarnos antes -replicó Margaret, con desaliento- En cualquier caso,
tanto si morimos, como si llega alguien a tiempo para rescatarnos, habremos
perdido la batalla. O´Connell ha vencido y sus crímenes quedarán impunes para
siempre.
-¡No
te rindas, Margaret! -exclamó Bob, intentando animar a su decaída amiga-
Mientras nos mantengamos vivos, ese hijo de perra no nos habrá ganado. Es el
momento de no perder la esperanza.
-Tienes
razón: Hay que resistir -concedió Margaret, algo más calmada- ¿Y si tratáramos
de atravesar las llamas? Si lo conseguimos, lograremos escapar sin problemas,
protegidos por nuestros equipos de ocultación.
-No
creo que podamos. A pesar de lo poco que conozco de estos nano tejidos, sé que
se inflaman de forma espontánea ante altas temperaturas. Seguro que arderíamos
como la yesca si nos alcanzan las llamas.
-¿Y
por qué no intentamos escapar a través de ese tragaluz? -volvió a sugerir
Margaret.
-Ya
he pensado en eso, pero tiene todo el aspecto de estar hecho con vidrio
blindado. Acércate hacia este lado y ponte
detrás de mí, que voy a comprobarlo.
Bob
sacó una pistola que llevaba enfundada tras el mono de ocultación y efectuó tres disparos seguidos contra el
vidrio del tragaluz. Como se temía, los proyectiles rebotaron causando solo una ligera melladura en el cristal, apenas apreciable.
-De
todos modos, no estaríamos mucho más seguros en el tejado. Lo más probable es
que arda por completo: el fuego subirá hasta él abrasándolo. En fin, hemos
tenido mala suerte y hay que apechugar con ella. Es evidente que el incendio ha
sido mayor de lo que nos proponíamos.
En
ese preciso instante, se escuchó una fuerte detonación que hizo temblar la
estancia. Quizás había explosionado parte del arsenal almacenado en el edificio
o, tal vez, las llamas habían alcanzado la instalación de gas. Poco importaba
el origen de aquel fuerte estampido, en ambos casos, solo cabía esperar un
empeoramiento de la ya terrible situación de los dos amigos.
Y,
a pesar de que ambos habían intentado mantener encendida una débil luz de
esperanza, la angustia y el desaliento les iban ganando el ánimo y con él las
pocas esperanzas de salir con bien de aquel mal trance.
De
repente, la puerta del despacho se abrió con un estallido de tal descomunal
intensidad, que provocó un violento sobresalto de alarma en los dos amigos. De su hueco,
brotó una densa nube de humo y, al mismo tiempo, envuelto en ella, surgió la
figura, coloreada por un vivo tono amarillo, de un bombero cargado con todo su
equipamiento al completo. Además, acarreaba otros dos equipos autónomos de
respiración.
-¡Pronto!
-gritó el hombre- ¡Poneos esto! ¡Rápido!
-Esa
voz...¡Tú eres Pieterf! ¿Cómo supiste...? -apenas pudo balbucear Margaret estas
palabras.
-¿Creéis
que nací ayer y me chupo el dedo? Luego os lo explico. Pero ahora,..¡Vamos,
vamos, seguidme! ¡Rápido, corred tras de mí!
Pieterf,
que vigilaba todos los movimientos del teatro de operaciones desde su elevada
posición, comprobó que el coche de sus amigos no se movía cómo y cuándo debiera
hacerlo e imaginó lo sucedido. Asaltó uno de los muchos vehículos de bomberos
que se habían arremolinado en el lugar, robó el material necesario y entró en
el edificio confundido con los equipos de extinción que luchaban con denuedo
contra las llamas. Hacía lo que sus amigos habían dicho que harían en el plan
previsto. Por suerte para ellos, el cambio en el plan no pasó inadvertido para
el astuto Pieterf.
Una
vez en el interior del edificio, buscó la forma de eludir el fuego que aislaba
el despacho del general, rodeándolo. Destrozó varias mamparas y abrió un
boquete, con explosivo plástico, en el tabique del pasillo que daba acceso al
despacho del general, justo enfrente a su puerta.
El
resto fue pan comido. Poco después, los tres amigos se reunían en el refugio de
Hempstead a salvo y con los valiosos documentos en su poder
-¡Uf!
Por poco no lo contamos -dijo Bob con un suspiro de alivio.
-Sí,
y gracias a Pieterf -afirmó Margaret, mientras posaba una de sus manos en el
hombro de su salvador- Hoy hemos contraído una deuda impagable contigo.
-No
me lo agradezcáis -replicó Pieterf-, que si no fuera porque necesitaba las
pruebas contra O´Connell para librarme de todas las policías del mundo, os
hubiera dejado que os asarais allí, a fuego lento, por cabrones, por mentirme y
por tenerme al margen de vuestros chanchullos, ocultándome los verdaderos
planes.
-¡Disculpa, hombre! -trató de justificarse Bob- Ya te
habrás dado cuenta de que se trataba de algo muy importante y, aunque Margaret
estaba dispuesta a revelarte nuestro secreto, yo opininaba que no
había llegado el momento de hacerlo. Pero puedes estar seguro de que, antes a
después, acabaríamos desvelándotelo.
-No
hay problema -contestó Pieterf, con un tono de voz que pretendía disimular su
enfado, fingiendo desinterés-. Yo tampoco me fio de nadie.
-¿Pero,
cómo lo supiste? -preguntó, admirada, Margaret.
-Sospechaba
que me ocultabais algo, pero no podía ni imaginar que se tratara de un asunto
tan espectacular e increíble. El apartamento desde donde disparé la granada
incendiaria hace esquina con dos calles: unas ventanas dan a la fachada del
SSD. y otras a la calle donde aparcasteis vuestro coche, a la espera de mi
señal para actuar. Os vi llegar, seguí el plan previsto y me puse a vigilar
vuestra entrada en el edificio. Entonces...
Pieterf
meneó la cabeza con un gesto de incredulidad, al tiempo que elevaba los brazos
sobre la cabeza en señal de admiración y desconcierto a la vez. Después
prosiguió con su narración.
-¡Oh,
demonios! Las puertas del coche se abrieron y cerraron, pero...¡no salió nadie!
Miré por los prismáticos y...¡el coche estaba vacío! Cuando me repuse de la
sorpresa, tomé de nuevo los prismáticos y, preso de una excitación desusada en
mí, me lancé a examinar los más nimios detalles del trayecto entre vuestro vehículo
y la entrada del SSD. No parecía haber nada, pero, de pronto, noté algo apenas
perceptible: en la imagen de la acera se producía una extraña ondulación que
avanzaba como una ola, hasta la entrada misma de la Agencia, en lo que supuse
era vuestro paso. Sin entender cómo diablos habríais logrado ese mágico camuflaje,
me dispuse a esperar vuestra salida. Pero el tiempo pasaba, mientras el
incendio seguía aumentando. Por fin, al no veros aparecer, ni arrancar vuestro
coche, imaginé que habíais quedado acorralados por las llamas. El resto ya lo
conocéis: Fui a por vosotros y os libré de un buen lio.
De repente, Pieterf soltó una sonora carcajada.
-Ahora
me estoy acordando del momento en el que nos cruzamos con aquellos dos bomberos, al bajar
por la escalera de emergencia. ¿Recordáis el gesto de espanto que hicieron al
verme pasar con dos equipos de respiración, viajando detrás de mí, solos y
flotando en el aire? ¡Ja, ja, ja! Me pregunto qué habrán puesto en el informe.
-Puede
que no se hayan atrevido a informar. Sí, nuestros equipos de ocultación son una
maravilla, pero sin tu ayuda lo hubiéramos pasado muy mal -asintió Margaret-. Sin
embargo, no me extraño demasiado tu aparición: estaba convencida de que podíamos
confiar en ti.
-Ya,
ya. Ya he visto cuanta era esa confianza -replicó Pieterf, visiblemente
molesto- La verdad es que no lo esperaba de ti, Margaret.
-¡Venga
hombre, ya está bien! -terció Bob- Ya te he dicho que era yo quien desconfié de
tus verdaderas intenciones, cuando te uniste a nosotros. No me iras a decir
que, con la fama e historial que te precede, puede resultar extraño o enojoso
que alguien tome precauciones. Ahora, eso es agua pasada, estamos en deuda
contigo y solo nos resta ponernos manos a la obra de colocarle una gruesa soga
al cuello de ese mal bicho de O´Connell.
Tardaron
un par de días en procesar toda la información recogida en la cámara acorazada
del general. Aunque no había nada referido a los casos personales de Pieterf y
Bob, sí hallaron indicios que podían esclarecer la muerte de William Foster, el
marido de Margaret. Pero, además, allí había material para encausarle varias
veces. Y lo más importante: aquella documentación daba pie a investigar el
resto -la inmensa mayoría- que permanecía todavía en manos de O´Connell.
-¿Qué
vas a hacer con todo esto? -preguntó Pieterf a Bob.
-Este
es un asunto demasiado importante. Lo pondré en manos del Fiscal General. Él es
el único en el podemos confiar para que se active una completa investigación
que llegue a aclarar hasta los últimos detalles del caso. Solo así se podrán
dirimir todas las responsabilidades. No olvidéis que hay gente implicada de muy
alto nivel.
-Bueno,
pues siendo así, yo doy por terminada mi misión. Dejaré el final de este asunto
en vuestras manos y me retiraré a mi refugio favorito para disfrutar de un poco
de calma, que bien me la merezco.
-¡Cómo!
-exclamó Margaret, alarmada- ¿No vas a esperar a que se decrete tu exculpación?
¿Y si la policía te detiene antes? ¡No puedes dejarnos ahora, cuando ya tenemos
esta meta tan peleada al alcance de la mano!
-¡Ja, ja, ja! -rió Pieterf- ¿De verdad creíais
que hay policía en el mundo capaz de echarme el guante? No. Desde mañana, seré
un ciudadano holandés con toda su documentación en regla y una fisonomía que ni
siquiera vosotros reconoceréis. Ambos contáis con una amistad muy firme y habéis
conseguido lo que deseabais. Ahora yo aquí no pinto nada. Como ya os dije, soy
un lobo solitario, acostumbrado a vivir solo, de un modo que me agrada y me
llena. Así es mi vida y así quiero vivirla.
A
pesar de las protestas de los dos amigos, Pieterf abandonó la casa, dejando un
regusto amargo en Margaret, que sintió como si algo suyo se fuera con él. Tal vez,
si Pieterf hubiera adivinado ese oculto sentimiento, quizás hubiese dilatado algo más
su precipitada despedida.
CAPÍTULO XLVIII
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Vuelo DL415. Los pasajeros se acomodan en sus asientos |
Era
media mañana de un día fresco y lluvioso de octubre, cuando el chicharreante,
impersonal y confuso altavoz de la terminal 1 del aeropuerto Adolfo
Suarez-Barajas de Madrid anunciaba el embarque de pasajeros del vuelo DL415, de
Delta Air Lines, con destino a New York.
Un
poderoso y capaz Boeing 764 esperaba a los viajeros al final del túnel de
embarque. En el interior del estrecho
pasadizo, caminaban Helen y un intranquilo Rodríguez, al que volar tan alto y
tan deprisa le hacía sentir garabatos en el estómago y un molesto nudo de
congojo en su garganta. Junto a ellos, otros 236 pasajeros pugnaban por entrar
en el aparato.
Viajaban
a Nueva York respondiendo a la angustiosa llamada de unos parientes de Helen
que solicitaban su intervención en un delicado asunto que afectaba a uno de sus
primos. Este hombre se hallaba detenido, acusado de fraude y apropiación
indebida de varios millones de dólares en la Compañía donde trabajaba. La
familia defendía su inocencia y apoyaba la versión del mozo, en la que
declaraba ser objeto de un complot, elaborado mediante un entramado de pruebas
falsas. Los verdaderos autores del desfalco trataban de cargarle el muerto,
para escapar de la acción de la justicia
y, de este modo, vivir a salvo, felices y contentos, con sus bolsillos
rebosantes de dinero robado.
-Mira
Helen -dijo Rodríguez, tan pronto esta le puso en antecedentes de lo sucedido-,
es imposible ocultar un fraude. A veces, es complicado averiguar el monto
total, pero los verdaderos autores no tienen escapatoria, por muchas pruebas
falsas que presenten. Si tu primo es inocente lo sabremos. Lo que me extraña es
que la policía de allí no lo haya resuelto ya.
-Depende
del detective que lleve el caso. -contestó Helen, conocedora de los entresijos
y procedimientos habituales en las comisarías de Nueva York- Allí hay mucho
trabajo y si encuentran pruebas medianamente convincentes, no se molestan más,
dan por concluida la investigación y presentan el caso a la fiscalía. Por eso
el abogado ha recomendado a mis tíos que contraten a un investigador privado de
confianza.
Rodríguez
no dudó a la hora de echar una mano a los parientes de Helen en el otro lado
del charco. Y, puesto que no habían tenido la oportunidad de realizar el
acostumbrado viaje de luna de miel, después de su boda, pensó que aquella era una
ocasión pintiparada para celebrarla. Encargó un buen hotel en la agencia de
viajes, y tampoco escatimó en los pasajes al elegir business. ¡Como señores! -se
dijo-. Sin embargo, no tardó en ocupar su mente una ambigua e insidiosa tentación de
arrepentimiento tras este inusual rasgo de esplendidez, al comprobar que
aquella hermosa "fiesta" le iba a salir por un riñón, un ojo de la
cara o alguna que otra parte de su anatomía, aun más sensible y delicada.
Eso
sí: Helen le obligó a contratar el vuelo en una compañía americana, pues no se
fiaba de ninguna otra y menos de las low
cost, añadiendo más escozor a las cavilaciones monetarias de Rodríguez.
Duraron
poco aquellos malos pensamientos de racanez. En cuanto arrellenó sus posaderas en el amplio y
confortable sillón de la selecta área business
-nada que ver con el hacinamiento de la clase turista-, y se vio con una copa
de champán francés en la mano, servida con atenta delicadeza por una solícita
azafata, tuvo que convenir que había merecido la pena. ¡Qué coño -pensó- un día es
un día!
Todavía
menos duró la tranquilidad a bordo de aquel avión. Apenas había transcurrido
una hora desde su salida de Madrid y volaban ya sobre las encrespadas olas del
Atlántico, cuando varios tipos morenos y cetrina tez, armados con cuchillos,
pistolas y explosivos, se hicieron con el aparato en nombre de la Yihad Islámica. En un inglés con fuerte
acento extranjero, trataron de calmar la inquietud y alarma de los pasajeros,
asegurando que el pasaje no tenía nada que temer, si permanecían en sus
asientos en calma y obedecían sus órdenes. En caso contrario se verían
obligados a eliminar a quien opusiera resistencia e, incluso, hacer explotar el
aparato en vuelo, si fuese necesario. Después obligaron a los pasajeros a
entregar sus teléfonos móviles.
-¡Me
cagüen la leche! -exclamó Rodríguez- ¡Sabía que iba a ocurrir algo así! ¡Tú y
tu manía de volar con una compañía americana! ¡Ya ves en qué lío nos hemos
metido! ¡Con lo bien que hubiéramos venido en Iberia!
-¡No
seas pesado, Luis y deja de lamentarte! -replicó Helen- Esto podía haber
ocurrido en cualquier otro avión. Además, este no es más que otro de los muchos
secuestros aéreos que han ocurrido en todo el mundo. Lo normal es que se
resuelva sin mayores problemas, como siempre.
-¡Coño,
claro! Como os tienen tanto cariño por todo el mundo...¡Lo raro es que no
tengáis más follones de estos! ¿Y de verdad tú te crees que esto es un
secuestro normal?
-Pues
claro ¿Qué si no? -contestó Helen, algo confusa.
-¡Pero,
coño, Helen! ¿No lo ves? -insistió Rodríguez bastante alterado- ¡Estos cabrones
se van a inmolar! No han variado el rumbo. O sea, seguimos hacia Nueva York.
¿Te imaginas para qué? Si solo fuese un secuestro, estaríamos volando hacia un
país africano, donde pudieran hacer sus reivindicaciones con una cierta
seguridad, y escapar más tarde con la ayuda, o la vista gorda, de las
autoridades locales.
-¡Dios
mío! ¿Estás bien seguro de lo que dices? -preguntó Helen, ahora mucho más
alarmada.
-Lo
que yo te diga. ¿Es que no os dieron lecciones sobre esto, en vuestra academia
de policía? Esta gente utiliza para sus secuestros de aviones a combatientes
experimentados, duros, decididos y expertos en el manejo de las armas, Ahora
fíjate bien en estos tipos: están muy nerviosos, se nota que son novatos con las
armas por la forma de empuñarlas y sus manos no están encallecidas por su
manejo. Son pipiolos, seguro. Estudiantes, universitarios o algo así. Chavales
con la cabeza llena de ideas raras, fáciles de inflamar con eslóganes sublimes:
los más tontos y gilipollas, vamos. ¿Quién si no, se iba a prestar a una cosa
como esta?
-Si
es así, algo tenemos que hacer -dijo Helen metida ya en su papel de detective.
-Seguro,
no vamos a permitir que nos apiolen sin más ni más...¡De eso nada! De momento
ya han cometido su primer gran error: se han precipitado al iniciar la acción
demasiado pronto. Ahora nos quedan siete horas, como mínimo, para preparar un
buen plan y neutralizarlos. Para ellos, en cambio, este tiempo les va a pesar
como una losa en sus nervios y en su determinación. ¿Sabes si hay policía de
escolta en estos vuelos hacia América?
-No
estoy segura -respondió Helen- A raíz del 11-s se creó ese servicio, pero no sé
si se mantiene en la actualidad.
-Bueno,
lo primero que hay que hacer es recopilar la mayor cantidad posible de
información: cuántos son los secuestradores, cuántos pilotos, auxiliares de
vuelo, médicos, enfermeras, tíos echaos
p´alante que nos puedan ayudar y, algo muy importante, tenemos que saber
qué pasa en la cabina. Otra cosa: esta gente tiene armas, pero no las han podido
traer ellos. Jamás hubieran conseguido eludir el minucioso registro que nos
hacen antes de embarcar. Esto quiere decir que contaron con la ayuda de algún
tripulante para subirlas a bordo. Habrá que descubrir quién es.
Rodríguez
sabía muy bien lo que había que hacer, pero poner en práctica esas medidas era
harina de otro costal. Se hallaban incomunicados en la zona Business, junto a otros 35 atemorizados
pasajeros, mujeres y gente mayor en su mayoría, en la parte delantera del
aparato. Estaban separados de la zona Economy
Confort y Economy -91 asientos en total- por el lugar de
preparación del cáterin y los lavabos. Detrás de esta había otra zona Economy más, con 115 asientos, separadas
ambas por sus correspondientes lavabos y cáterin. El avión, mientras tanto, volaba
casi al completo hacia su fatal destino.
Helen y Rodríguez lo habían intuido, aunque en realidad, poco podían hacer para evitarlo: su aislada posición les impedía conocer nada de lo que sucedía en las otras
dos zonas del aparato. Solo cuando escucharon
varios gritos y un par de disparos, supieron que allí se estaba produciendo algún
acto de violencia.
CAPÍTULO XLIX
Mientras
Helen y Rodríguez cavilaban qué hacer para librarse de la amenaza yihadista, en
el área Economy de la parte trasera
del avión se había desatado la tragedia: Un auxiliar de vuelo había resultado
herido de gravedad, con dos heridas de bala, al intentar resistirse a los
captores. El sangriento incidente no acabó allí, los secuestradores acuchillaron
a un pasajero y golpearon a una azafata hasta dejarla inconsciente, cuando
ambos trataban de ayudar al herido.
-En
este momento, no podemos hacer nada -advirtió Rodríguez a Helen- Debemos
esperar a que el cansancio haga mella en sus nervios y relajen la vigilancia.
Entonces tendremos la oportunidad de obtener la información necesaria para
preparar bien nuestra acción, antes de ir a por ellos. Ahora, lo siento Helen,
pero vas a tener que hacerte la loca.
-¿Qué
dices? -preguntó, sorprendida, Helen.
-Verás,
se me ha ocurrido un plan. Dentro de poco va a haber pasajeros histéricos, sofocados, y con síncopes de todo
tipo. Estos tíos van a tener que permitir a las azafatas asistir a toda esa
gente, si no quieren que esto se convierta en un caos, con un follón de mil
demonios. A los hombres no nos permitirán dejar los asientos, pero ellas podrán
moverse por todo el avión. Usaremos esta facilidad para que nos sirvan de
enlace con los voluntarios que se atrevan a seguirnos, a la hora de atacar a
estos hijos de su madre. Tu papel será el de obtener la información que tengan
o consigan, durante los momentos en que te atiendan de tu "mal". Al
mismo tiempo les darás las instrucciones que deban transmitir a los demás.
-¡Pero...Luis,
cariño! ¿Qué diablos quieres que haga? ¡Yo no sé cómo se hace una la loca!
-protestó Helen que no salía de su asombro.
-¡Coño
Helen, improvisa que para eso eres policía! Qué quieres que te diga: haz cosas
raras, que yo ya te seguiré en ese rollo. Pero muéstrate sumisa y no les lleves
al límite, no vaya a ser que se pongan nerviosos y te suelten un tiro. En fin,
tú ya sabes cuándo hay que aflojar la cosa.
Rodríguez
no estaba preocupado por Helen. Sabía que era una excelente detective y que
cumpliría su papel a la perfección.
No
le defraudó. Al principio balanceó su cuerpo en el asiento durante un buen
rato, después se levanto y sentó como veinte veces seguidas y más tarde merodeó
por el pasillo otras tantas. Con estos extraños gestos, pronto provocó la
alarma del vigilante de la zona Business,
pero las explicaciones de Rodríguez le convencieron de que no tenía nada que
temer. En efecto, este le aclaró, con voz medrosa y suplicante, que su mujer no
estaba muy bien de la cabeza y la llevaba a Nueva York para que la viera un
famoso siquiatra. Por lo demás, dijo, era totalmente inofensiva.
-¡Bravo,
Helen! -animó Rodríguez a su mujer con un susurro, en cuanto una azafata la
devolvió a su asiento, a instancias de un airado vigilante- De aquí vas directa
a Hollywood.
-Sí,
sí. ¡Ya te daré yo a ti Hollywood como salgamos de esta! ¡Obligarme a hacer
este papelón! ¡Jamás te lo perdonaré! -exclamó Helen, francamente enfadada.
-¡Ánimo,
mujer! Que lo estás haciendo muy bien. Aguanta y piensa que dependemos de ti
para salvar la piel.
-Pues
mira, como me enfade, me lio a guantazos con estos tíos y acabo con el problema
en un minuto.
No
extrañaba a Rodríguez esa impetuosa reacción. Helen era muy capaz de
enfrentarse y vencer a cualquier hombre, pero había que evitar que hubiera
víctimas y, sobre todo, impedir que los secuestradores decidieran explosionar
el aparato en un momento de desesperación, al ver peligrar su misión. Había que
mantener la calma y realizar un ataque por sorpresa, simultaneo, en el momento
oportuno, y con todas las garantías de vencerles en la mano. No se podía
fallar. Se jugaban la vida en ello.
Gracias
al ardid de Rodríguez, supieron que la tripulación estaba formada por dos
pilotos, seis azafatas -dos por cada zona- y cuatro hombres auxiliares de
vuelo, aunque uno de ellos quizás hubiera muerto ya y tampoco se podía contar
con los otros tres porque los tenían maniatados.
Del
mismo modo, averiguaron el número de secuestradores. Eran cinco: uno en la
cabina con los pilotos, otro en Business
situado en la parte más cercana a la cabina para servír de enlace con ella, uno
más entre esta zona y la Economy-Confort
y, por último, dos entre la segunda y tercera.
Un
par de horas más tarde recibieron una buena noticia: en la tercera zona, la Economy, viajaba el policía de escolta.
-¡Bien!
-exclamó Rodríguez, al recibir la noticia- Esa zona era nuestro punto más débil,
al ser la más alejada. Ahora este hombre podrá ocuparse de organizar allí el
ataque.
Como
había previsto Rodríguez, conforme pasaban las horas, los secuestradores se
mostraban más nerviosos e inseguros, pero también la mayoría de los pasajeros
se hallaban al límite de su control anímico, ganados por el miedo, la inquietud
y el nerviosismo.
De
hecho, se habían producido varios casos de un violento histerismo, y un intento
de motín, en la segunda zona, que fue reprimido con el resultando de tres
pasajeros heridos, dos de ellos muy graves.
-¡Maldita
sea! -se lamentó Rodríguez ante Helen, al conocer los hechos- No podemos dejar
que esta situación se nos vaya de las manos. Hay que buscar ya un líder en la
segunda zona que se dedique a calmar los ánimos y a preparar un equipo de
asalto. Trata de entrar en esa parte del avión. O, al menos, intenta echar un
vistazo y ver qué clase de gente hay allí, para guiar luego a las azafatas. Por
suerte, esto lo tenemos resuelto en la tercera zona con el policía que viaja
allí.
Tras
varios intentos fallidos, al fin Helen consiguió pasearse por uno de los dos
pasillos de la segunda zona, con la mirada ida, simulando una total abstracción.
Le seguía una solícita azafata que trataba, por todos los medios a su alcance,
de reintegrarla a su asiento, en cumplimiento de las encolerizadas órdenes de
los secuestradores.
-Hay
allí un grupo numeroso de jóvenes -informó Helen, tan pronto regresó a su
asiento- Son unos chavales fortachones. Quizás un equipo de rugby o de futbol
americano.
-¡Estupendo!
Di a la azafata que te cuida que lo confirme y que procure contactar con el
capitán del equipo. Tiene que advertidle que estamos trabajando para recuperar
el mando del avión, pero que es vital que mantengan la calma y que esperen
nuestras instrucciones.
Llevaban
ya seis horas de vuelo y Rodríguez consideró que había llegado el momento de
lanzar el ataque. El policía de la tercera zona había conseguido reclutar a
cinco voluntarios, que situó estratégicamente a la espera de la señal para
atacar. En la segunda zona, los jóvenes deportistas aguardaban, animosos, la
orden de intervenir, tras formar dos equipos, a fin de atacar a la vez, las
partes delantera y trasera de su zona.
A
estas horas, la vigilancia de los captores se había relajado bastante. Aunque
en un principio, no permitían acudir a los servicios, no pudieron mantener esa
orden durante tanto tiempo, lo que facilitó a los conjurados colocarse en las
posiciones más adecuadas para el ataque.
El
mismo Rodríguez campaba ya por su zona con toda tranquilidad. Unas veces tras
la "loca" de su mujer, otras al servicio y alguna más para atender a
varios viajeros con problemas o facilitar agua a las personas de mayor edad.
Así, había podido contactar con dos bronceados pasajeros, con aspecto de
ejecutivos y un acusado físico de deportistas. Fueron los únicos que halló
capaces de ayudarle en esa exclusiva parte del avión.
-Este
es el plan -dijo a Helen- Tú serás la encargada de dar la señal de alerta,
primero, y la del ataque después. Darás un grito desde el pasaje entre la
primera y la segunda zona. Por ejemplo: ¡América! Sera la señal para que todos
se preparen. Un segundo grito marcará el inicio del ataque
-Está
bien, ¿pero no me darán "para el pelo" antes del segundo grito?
-Seguro
que no...si lo haces como una auténtica loca. A estas alturas, todos ellos
están convencidos de que estás como una chota. Por lo general esta gente
respeta a los chalaos.
-Bueno,
si tú lo dices...¿Y cómo sabré cuando tengo que dar los avisos?
-El
de alerta te lo señalaré yo, de acuerdo con las indicaciones de las azafatas
sobre la posición de los secuestradores. El del ataque lo tendrás que decidir
tú cuando estimes que todos esos cabrones se encuentran en sus respectivas
posiciones. Si por cualquier causa no están en ellas, habrá que abortar la
acción y esperar a otro momento más oportuno. Todavía hay tiempo. Esto es muy
importante, porque estamos obligados a realizar la operación sin permitir que
puedan activar los explosivos. Además debemos evitar que se produzcan disparos
o un fuerte alboroto que alerte al hombre que está en la cabina con los
pilotos. Si este tío se entera que hemos eliminado a sus compañeros, es capaz
de hacer que el aparato se hunda en el mar o nos mande a hacer puñetas con los
explosivos que seguramente lleva.
-Entendido
-asintió Helen- Hay que hacer un trabajo limpio si queremos salir con vida de
aquí. Voy a comunicarlo a las azafatas para que distribuyan la información
entre nuestra gente.
Con
el segundo grito de Helen, el avión se convirtió, en segundos, en un
enloquecido campo de batalla. Rodríguez y los dos ejecutivos redujeron al fedayín de la zona Business con bastante facilidad. Le pillaron desprevenido y no pudo
hacer uso de sus armas. Tras un breve forcejeo quedó sometido, atado y
amordazado.
Aun
menos trabajo tuvo Helen para dominar a su adversario. Se hallaba junto a ella
en el paso de la primera zona a la segunda. Tras su grito intentó conducirla a
su asiento tomándola por un brazo. Grave error: en un momento y sin saber cómo,
se vio en el suelo, anulado, y con la rodilla de la "loca" sobre el
cuello, ahogándole. Enseguida llegaron varios mocetones del grupo de
deportistas que ayudaron a Helen a maniatarlo.
Por
desgracia, el ataque a los dos secuestradores del pasaje, entre la segunda zona
y la tercera, tuvo un desenlace mucho menos feliz. En primer lugar, no consiguieron
una sorpresa completa: la estrechez de los pasillos y el amplio espacio de
separación entre los asientos y la parte de servicios, ocupada por los
fedayines, complicaron el asalto. Por otra parte, al verse atacados, los
raptores se guarecieron en los dos angostos pasajes entre zonas, por lo que los
atacantes tenían que enfrentarse a ellos uno a uno, en una desigual pelea:
cuchillos contra puños.
Así,
el policía, que era el primer atacante, cayó mortalmente herido con una
cuchillada en el corazón. Otros dos pasajeros recibieron, también, varias
heridas graves de puñal. Mal hubiera resultado el intento, de no haber acudido
el grupo de deportistas de la segunda zona, asignado para ayudar a los
atacantes de la tercera. Les acometieron por la espalda y lograron reducirles
cuando ya comenzaban a esgrimir sus pistolas, no sin antes tener que sufrir
varias heridas, no demasiado graves por suerte, en pago a su valentía. El
ataque duró solo unos pocos segundos, pero se hicieron interminables, ante la
encarnizada violencia de aquel combate.
-Tranquilos
que aún queda lo peor -advirtió Rodríguez, al concluir la pelea, intentando
rebajar la desbordante euforia de los pasajeros- Se ha dado el primer paso para
salvar el avión, pero falta el definitivo y más importante.
CAPÍTULO L
Rodríguez y Helen habían ganado el primer
asalto en la lucha por el control del aparato. Sin embargo el precio que se
había pagado era demasiado elevado: el policía de escolta cayó en el intento,
otros dos pasajeros se debatían entre la vida y la muerte y tres más sufrían
heridas, aunque, por suerte, eran de menor importancia.
Al revisar el armamento de los secuestradores,
recibieron una inesperada sorpresa: los explosivos eran simulados. Esto suponía
descartar uno de los mayores peligros potenciales que deberían superar, en el
intento de eliminar al último de los fedayines
encerrado con los pilotos.
-¿Tenéis la llave de la cabina?
-preguntó Rodríguez a una de las azafatas.
-La puerta está blindada y se abre
mediante una clave numérica, pero dentro hay un cerrojo que solo puede abrirla
el comandante...y ahora está en manos del secuestrador. Solo él podría abrirla.
No hay otra forma.
-¡Pues sí que estamos bien! -replicó
Rodríguez- Como se le ocurra a ese tío comunicarse con sus camaradas, estamos
listos. Hay que abrir esa puerta como sea y cuanto antes.
Durante un tiempo, Rodríguez y Helen
estuvieron ocupados en calmar a los alborotados pasajeros, organizar la asistencia
a los heridos y montar la vigilancia de los prisioneros. Además hicieron maniatar
de nuevo a los tres auxiliares de vuelo, que los pasajeros habían liberado.
-Entre ellos hay un colaborador de los
terroristas. La policía se encargará de descubrirlo -aclaró Rodríguez ante los
sorprendidos pasajeros.
-¿No pudo estar complicada alguna de las
azafatas? Ellas también pudieron subir las armas escondidas en su equipaje
-sugirió Helen.
-No, imposible. Todas conocían nuestros
planes y, si alguna de ellas fuese cómplice, les hubiera dado el soplo. Yo
estaba al tanto y vigilaba las reacciones de los terroristas ¿Por qué crees, si
no, que daba las instrucciones con cuentagotas? Pero eso ya pasó, ahora tenemos
que ver cómo abrimos esa condenada puerta.
No era tarea fácil. El asaltante de la
cabina disponía de la ayuda de una cámara para saber quién se hallaba en las
inmediaciones de la puerta de acceso. Hasta aquel momento solo había permitido
el paso al fedayín de la zona Business, para recabar información, y a
una azafata que les llevó agua y café. Por ella supieron que el copiloto estaba
atado y amordazado con una herida sangrante en la cabeza, que el secuestrador
no le permitió vendar. El piloto se hallaba a los mandos, bajo la amenaza de
las armas de su captor. Se le veía muy nervioso y no dejó de apuntar a la
azafata con su pistola mientras esta permaneció en la cabina.
-Está difícil, pero tenemos que
intentarlo -dijo Rodríguez con decisión, al tiempo que preguntaba a una
azafata- ¿Es posible eliminar el aire acondicionado?
Ante la respuesta afirmativa de la
mujer, continuó:
-Bien, vamos a hacer esto: Aumentad la
temperatura ambiente del avión, pero poco a poco y no demasiado, para que el
tío no entre en sospechas. Tú, Helen, haz que las azafatas te cedan el uniforme
más adecuado a tus medidas. -y siguió, dirigiéndose al grupo de colaboradores
más cercano- Los demás buscad entre los pasajeros a la persona más parecida al
terrorista de Business y convencedlo
para que se vista con sus ropas.
-¡Dios mío! -exclamó Helen, sorprendida,
a pesar de que ya debería estar acostumbrada a las ocurrencias de su marido-
¿Qué se te ha pasado por la cabeza esta vez?
-Pues verás: este tipo solo abrirá la
puerta a la azafata. Y lo hará siempre que no haya nadie a su alrededor y pueda
ver a su compinche vigilando la zona. Confío en que el aumento de la temperatura
le obligue a aceptar el agua o los refrescos que tú ofrecerás para él y los
pilotos. Esto quiere decir que solo tú podrás entrar allí, y sola, sin ninguna
ayuda, deberás apañártelas para reducir al terrorista.
-¿Estás loco? ¿De verdad crees que se va
a tragar lo del falso moro?
-Sí, si se mantiene alejado y de
espaldas. Ese pañuelo que se ató a la cabeza al estilo guerrillero ayudará a
mejorar la apariencia de realidad. Además, la cámara está instalada para ver la
zona más inmediata a la puerta, seguramente con un gran angular, y le resultará
prácticamente imposible distinguir detalles del pasajero disfrazado.
-Siento en el alma volver a exponerte a
esta gentuza, créeme, -añadió- pero tú eres la única persona capaz de llevar a
cabo esta misión con éxito. Lo mires como lo mires, no hay otra solución.
Ocurrió tal como lo había planeado
Rodríguez. El secuestrador picó el anzuelo y permitió la entrada de Helen,
vestida de azafata, con una bandeja repleta de refrescos de toda clase. La
puerta se volvió a cerrar a su espalda, arrancando un prolongado suspiro en
Rodríguez. En silencio e instalado en su asiento, como el resto de los
pasajeros, aguardó el desenlace, tenso, con el alma en un puño y encomendándose
a toda la corte celestial. Rogaba con fe por el buen final de aquella historia,
que le permitiera volver a ver a su querida Helen sana y salva.
Unos pocos minutos más tarde, la puerta
se abrió de nuevo y apareció en su marco una Helen demudada, descompuesta la
ropa, pálida y sudorosa.
Rodríguez saltó de su asiento como
impulsado por un cohete y se lanzó hacia ella como enloquecido.
-¿Estás bien? -repetía sin cesar,
mientras la abrazaba- ¿Bien de verdad?
-Sí, sí, pesado. Estoy bien -respondió
Helen, aunque sus ojos enrojecidos y el temblor de su cuerpo desmentían sus
palabras- Por fin se acabó esta pesadilla. Pero hay que avisar a alguna azafata
para que se haga cargo del copiloto y le ponga un vendaje en la cabeza.
Rodríguez echó una mirada en el interior
de la cabina, El secuestrador yacía inmóvil en el suelo, quizás muerto. Habían
liberado ya al copiloto y esperaba en su sillón la llegada de alguna
asistencia, mientras el piloto se afanaba en su cometido. Maniobraba los
mandos, al tiempo que enviaba un detallado mensaje de radio a su centro de
control aéreo, con el relato de los hechos. Poco después daba otro lacónico
mensaje a los pasajeros: "Les habla
el capitán. Les comunico que he retomado el mando del aparato y nos dirigimos
hacia el John F. Kennedy Airport..." Y continuaba dando datos de
vuelo, la hora de llegada, además del tiempo y temperatura en el aeropuerto, con
tanta naturalidad, como si nada hubiera ocurrido en aquel avión. Finalizó con
un último aviso: "Les ruego que
guarden la calma y se mantengan en sus asientos hasta el final del Vuelo"
Pero esta indicación era imposible de
respetar. Los pasajeros dieron rienda suelta a sus torturados nervios y
estallaron en gritos de alegría, aplausos y vítores a Helen. Todos reían y se
abrazaban celebrando el buen final de aquella espantosa historia.
CAPÍTULO LI
-¿Qué pasó ahí dentro? -preguntó
Rodríguez a Helen, en cuanto volvió la calma en el interior del avión.
-Una pesadilla. Lo cacé fácil porque,
tenías razón, no eran combatientes. Alargó la mano para tomar un botellín de
refresco y aproveché el descuido. Dejé caer la bandeja al suelo, le agarré el
brazo y lo volteé. Lo tenía reducido en el suelo, cuando cometí el error de
mirarle a los ojos. ¡Dios mío! Jamás había visto una expresión parecida. Nada
de apuro, ni de miedo: era una mirada de infinito odio. No era humana. Me
pregunté entonces si ese inhumano ser, que rezumaba loca crueldad e inmenso
rencor, merecía el favor de vivir. Fueron unos segundos de indecisión que aprovechó
para sacar una daga y lanzarme una cuchillada. Todavía no sé cómo pude
esquivarla. El cuchillo rajó el uniforme y pasó a mi lado rozándome el costado.
Reaccioné, reuní todas mis fuerzas y hundí en su nuez el cañón de la pistola
que le había arrebatado. Un siniestro chasquido y una fuerte convulsión de su
cuerpo me indicó que le había roto el cuello. Donde antes brillaba un intenso
odio, se instaló la terrible mueca que deja toda muerte violenta. Era mi
primera víctima mortal y jamás lo podré olvidar.
Rodríguez rodeó los hombros de Helen con
su brazo y besó sus cabellos, conmovido ante aquel angustioso relato, capaz de
hacer estremecer a una mujer de tan fuerte carácter como ella.
-Cuando recuerdes esta historia -dijo-
deberás pensar que salvaste la vida a más de doscientas personas inocentes y
olvidar que para conseguirlo, no tuviste otro remedio que acabar con otra que
no la merecía.
Por fin llegaron sin novedad al John F.
Kennedy Airport y allí les esperaba una acogida apoteósica. Docenas de coches
con cientos de bomberos y policías de todo tipo, rodearon al aparato. Después
tuvieron que sufrir los inacabables y exhaustivos interrogatorios, informes y
declaraciones de rigor, que demoraron en varias horas su salida del aeropuerto
e hizo exclamar a Rodríguez:
-¡Me cagüen la leche! ¡Nos han tratado
mejor los secuestradores que tus paisanos!
Tenían ya a la vista la salida de la
Terminal 4, cuando se cruzaron con una persona cuya figura resultó familiar a
Rodríguez.
-¡Caray, Doña Márgara! ¡Dichosos los
ojos! No me diga que regresa a España -dijo Rodríguez al tiempo que se
saludaban con afecto.
-Sí, voy para allá. Aquí ya no tengo
nada qué hacer, ni hay nada que me retenga.
-¡Hace bien! -aprobó Rodríguez y en voz
baja le hizo esta confidencia- Entre nosotros y sin que trascienda, le diré que
la policía ha archivado su expediente y no tiene nada que temer en ese sentido,
aunque será mejor que no utilice el nombre de Márgara...y menos el de Muriel
Dallamore.
-Sí, sí. Ahora ya no necesito
esconderme. En adelante usaré mi verdadero nombre: Margaret Foster, viuda de
William.
Se despidieron con sincera cordialidad.
Seguramente, ninguno de los dos intuía, en ese momento, que sus vidas estaban a
punto de dar un inesperado giro, para componer un nuevo e incierto capítulo.
Al poco tiempo, Margaret se hallaba
instalada en un asiento individual de Business,
volando hacia España, sin poder borrar de su mente el recuerdo de los últimos
acontecimientos vividos en Nueva York.
Bob Bryan consiguió presentar la
documentación extraída de la cámara acorazada, ante el Fiscal General. Este
quedó horrorizado al verificarla y todavía más al escuchar la declaración
"voluntaria" de Homer, el esbirro del general O´Connell. Ante la
gravedad del asunto, se apresuró a informar al Presidente y este dio la orden
de que se abriera una urgente y detallada investigación, dirigida personalmente
por el Fiscal General.
Su primera medida fue ordenar la detención
inmediata de O´Connell y proceder a efectuar un completo registro de la sede
del SSD. A pesar del secreto con que se realizaron los preparativos de la
operación, no se pudo evitar que alguien de la organización diera el soplo al
general de lo que se le venía encima. Cuando los agentes llegaron a Grymes Hill,
en Staten Island, se encontraron con que el general se había pegado un tiro en
la boca, ante el estupor y alarma de todo el personal allí presente.
Al verse perdido, el general no se lo
pensó dos veces: su ilimitado orgullo de mandamás le llevó a quitarse la vida,
antes de afrontar el vergonzoso trance de verse procesado y en prisión, como un
vulgar delincuente.
El descubrimiento de todos los asuntos
irregulares perpetrados por el SSD causó una auténtica revolución en las altas
esferas políticas, económicas y militares. En los días siguientes se produjo
una autentica catarata de ceses y dimisiones por "causas personales y de
edad", además del encausamiento de varios personajes de alto nivel.
La operación dio lugar, además, al
esclarecimiento de unos cuantos turbios asuntos, entre ellos, el que originó la
muerte de William, el marido de Margaret.
William descubrió que un grupo de
militares y hombres de negocios estaban realizando una importante operación de
contrabando de armas americanas en África y Oriente Medio. Para su desgracia,
lo denunció en el SSD, en donde trabajaba O´Connell, como jefe de sección,
ignorando que este daba cobertura informativa a los forajidos. Eso le costó la
vida.
Pasaron los años, y esta gente, ya
enriquecida, escaló puestos de responsabilidad en los distintos estamentos de
la Nación. Todo les iba bien, hasta que en 1993 se produjo un hecho que
conmovió a la opinión pública mundial: dos helicópteros Black Hawk fueron
derribados y sendos equipos de Rangers y Delta Force masacrados en Mogadiscio,
Somalia, en el curso de una acción de paz auspiciada por la ONU.
![]() |
Black Hawk derribado en Mogadiscio |
Las tropas americanas fueron atacadas,
con ametralladoras Gatlin y granadas autopropulsadas tipo RPG, ambas fabricadas
en USA, por fuerzas irregulares de uno de los señores de la guerra más
importante de Somalia, Mohamed Farrah Aidid, habitual cliente de los
traficantes amparados por O´Connell.
Cuando los antiguos contrabandistas vieron
el enorme revuelo que se produjo en los EEUU, al conocerse que eran armas
americanas las que habían matado a sus soldados, decidieron suprimir a todos
los agentes que pudieran perjudicarles, al haber intervenido en aquellas
operaciones de tráfico ilegal de armas, tanto de manera directa o como de
indirecta, Los últimos de la lista eran Margaret y Pieterf.
Con la caída de estas malas gentes,
ambos quedaron libres de conflictos. En ese momento, Margaret decidió dejar New
York y regresar a España.
-Aquí solo tengo malos recuerdos
-confesó Margaret a Bob, al comunicar su decisión- en España hallé la serenidad
que aquí siempre me faltó.
-Te entiendo -replicó Bob- ¿Y qué
quieres que haga con el laboratorio de William y los equipos de ocultación?
-Haz lo que mejor te parezca. Destrúyelos,
guárdalos o utilízalos. Como desees. Sé que si los usas será para emplearlos en
una buena causa.
En este instante, cuando había sobrevolado
ya más de la mitad del ancho del Océano, recordó que Bob le había entregado un
sobre cerrado, al despedirse en el coche que le llevó al aeropuerto. Era hora de abrirlo.
En él había una breve nota escrita a
mano: "Querida Margaret: Me duele
dejar de verte, aunque me queda el consuelo de tu recuerdo que nunca se
borrará. Me cuesta dar este paso, pero sé que los remordimientos no me dejarían
vivir en paz el resto de mi existencia: Esta es la dirección, -que él cree
secreta- de Pieterf en España, por si algún día la necesitas o te interesa.
Pero no olvides que yo estaré siempre a tu disposición para cuanto precises.
Abrazos. Bob." Y seguía la
dirección de Pieterf.
Tras leerla, la guardó, secó una rebelde
lágrima que se deslizaba por su mejilla y sintió pesar por no haberle abrazado
más fuerte en su despedida.
CAPÍTULO LII Y ÚLTIMO
![]() |
Otra vista del refugio de Pieterf en España |
Poco
tiempo había pasado pero a Pietref, extrañamente aprensivo aquella mañana, se
le antojaba que ahora Nueva York estaba muy, muy lejos de Laspuña. Más lejos
que la última galaxia descubierta por el telescopio Hubble en sus veinticinco
años de reportero del universo. Entre Casa Sidora y el Waldorf Astoria se había
interpuesto toda una vida de distancia.
Con
una repentina languidez, impropia de su carácter roqueño, Pietref pensó que
quizá ambos lugares estaban separados por el abismo no de una vida sino de dos.
En
hora tan temprana, inadecuada para muchas reflexiones, en la terraza panorámica de Casa Sidora se
había aposentado, sin avisar, un descarado frío medular que cosquilleaba con
impertinencia el tuétano de los huesos. Ya no había pámpanos ni uvas en la
parra sino desgastadas hojas amarillas, pocas, con sombras desteñidas en sepia.
Aun buscando con dedos expertos tardó en descubrir, escondido en el olvido, un
humilde racimo de escasas y ásperas uvas pasas, cuya vista hizo tintinear su
inseguro ánimo.
Un
año más el otoño se había adueñado, como siempre por sorpresa, de su querido
valle, expulsando sin compasión a cuantos habían venido únicamente buscando el
verano.
-La
Peña Montañesa –rumió- ya vuelve a ser sólo nuestra…
Y
reaccionando a la intempestiva ensoñación pidió en voz alta:
-Cristina,
por favor, hazme un café largo que no sea americano. Ya sabes: doble de agua
sí, pero con doble cantidad de café. Y muy caliente como siempre.
Casi
tiritando subió a la habitación, al gustoso encuentro con el gorro de lana
negra, su viejo tabardo de piel vuelta y sus aún más viejas botas.
Confortablemente embutido en tan queridas prendas, compañeras fieles de algunos
inviernos pretéritos, bajó de nuevo al bar, hizo un silencioso gesto de saludo
a Cristina, y salió con el humeante tazón en la mano derecha y una magdalena en
la izquierda, dispuesto a ir a dar los
buenos días a la Peña Montañesa.
Andando
cuesta arriba, dando espaciados sorbos al café aun ardiente y saludando con
afecto a vecinos que hacía “dos vidas” que no veía, se le coló enseguida en el
cuerpo un calor amable.
Al
quedarse sólo, ya rebasado el pueblo, aceleró el paso y sus zancadas hicieron
crujir levemente la primera escarcha.
Y,
como tantas otras veces, allí estaba esperándole la Peña Montañesa, erguida y
rotunda, coronada en lo más alto por la niebla. Varios buitres, sin ayuda de
compás, diseñaban perezosamente en el cielo curvas geométricamente perfectas.
Un solitario alimoche adulto de pico amarillo y plumaje blanquecino, sin tales
preocupaciones, se estaba despidiendo del lugar dispuesto ya a emprender el
largo vuelo por etapas hasta Gibraltar, vía obligada hacia su destino invernal
en el África subsahariana.
Fijó
la atención en el alimoche que sin solemnidad, ufano de su plumaje desgarbado,
se disponía a iniciar, con animoso descaro, su migración anual. En un arranque
inesperado Pietref no pudo impedir que se desbordara el malestar acumulado que
lo oprimía y, de golpe, decidió que él ya no emigraría nunca más, que jamás
volvería, ni como turista, a Nueva York. Ni tan siquiera a Estados Unidos,
remachó apretando los dientes, consciente de que estaba dejando atrás y para
siempre, una vida y una profesión que hoy le parecían malgastadas.
Tres
horas después con la guardia baja, hambriento, empapado por una lluvia fina y
por el embrujo de la montaña, emprendió la vuelta a Casa Sidora. Atravesado el
pueblo, colgando aun de su mano derecha el tazón vacio vio, al fondo de la
última cuesta, a Cristina esperándole en la acera y detectó con alerta que,
contra su costumbre, ella había permitido que un coche desconocido permaneciera
aparcado delante del Hostal.
Al
llegar a su altura la interrogó con los ojos y recibió inmediata respuesta por
el mismo conducto a través de una mirada en la que bailaba un indescifrable
mensaje optimista:
-Heer
Adriaan, tiene una visita esperándole dentro.
Debido
al frío la puerta del bar estaba cerrada. Al abrirla la vio enseguida.
Margaret, con un grueso chaquetón de piel a su lado, permanecía sentada junto
al fuego de la chimenea, acompañada por el perro y los dos gatos de la casa.
-Sabía
que vendrías –es lo único que confusamente pensó Pietref sin llegar a abrir la
boca.
Se
acercó con pasos contenidos a la vez que Margaret, vuelta hacia él se levantaba con una sonrisa
franca. Ajenos a la lejana mirada curiosa de Cristina, se besaron ambas
mejillas con la naturalidad y la alegría juvenil de dos universitarios
adolescentes que vuelven al pueblo el fin de semana y se encuentran por fin en
el bar.
-Margaret,
he soñado que vendrías.
Epílogo
Con el feliz final de la
presente historia, se ha resuelto el disparatado reto que se lanzaron estos dos
amigos firmantes, al proponer un relato "a medias" sin un guión, tema
o acuerdo previos y solo un título sin sentido como única referencia.
Y no dejo de asombrarme, de
que haya sido posible tal hazaña, dada la enorme diferencia de personalidad de
ambos. Uno, planificador de oficio y usuario vocacional de la ciencia exacta
del metro, el segundo, el vatio y el ergio, mientras que el otro se regodea con
lo inesperado, el desorden, la aventura, la letra ácrata y el colorido danzarín.
En efecto, podría decirse
que solo nos une el amor al arte, en casi todas sus manifestaciones -en la
música no, que mi socio tiene oreja, pero no oído-, y el mutuo afecto acopiado
y establecido como fértil sedimento en los juegos infantiles de la placeta San
Lorenzo o la anexa de los Urriés; en nuestra subida diaria a la empinada
Correría, camino del Colegio; o durante el entrañable intercambio de confidencias
en el ángulo recto anterior a la Travesía del Lirio, formado por la
chocolatería de Solana, la peluquería Saso y la carnicería Sipán, allá por los
primeros años de la década de los 50.
Me pregunto cómo hemos sido
capaces de tejer una historia, con un mínimo de coherencia, usando unas hebras
de tan dispar naturaleza. La respuesta me llega tras pensar muy poco: No hemos
sido nosotros quienes han conducido el relato, sino ellos, los personajes,
quienes nos han manejado como han querido y nos han arrastrado a pulsar las
teclas que les convenían. No hay otra explicación.
Nosotros, los autores, hemos
decidido poner fin a esta historia sin contar con ellos. Mucho me temo que
estamos intentando hacer algo que no está en nuestras manos. En efecto, las historias,
como la misma vida, no acaban: se vienen encadenando unas a otras desde el
origen del Universo. Al menos hasta la desaparición de la especie humana...
aunque quizás nuestras historias continúen aun más allá, convertidos todos en
fantasmas con un empleo algo más noble que el de asustar a la gente.
Así, Margaret y Pieterf
vivirán felices durante un tiempo en ese bucólico rincón del Pirineo oscense.
Pero, ¿podemos estar seguros de que no añorarán sus anteriores vidas de acción
y riesgo, y volverán a ellas? Y puestos a lucubrar, ¿es tan disparatado pensar
que la jurada venganza hacia Pieterf del siniestro Homer, pueda llegar a
ensombrecer un día, la dichosa existencia de los dos amantes?
¿Y qué será de Rodríguez y
Helen, atrapados en la vorágine existencial de una ciudad tan dinámica y
enervante como Nueva York? Les veo muy capaces de establecerse allí y
protagonizar un sin fin de apasionantes aventuras.
No me olvido de Bob Bryan,
poseedor de un artilugio -ese fantasma sin nombre, porque no es de nadie- capaz
de ser usado como azote del crimen organizado y reparador de injusticias. Estoy
convencido que sus hazañas sembrarán el País Americano de hechos honorables y
benéficos.
Sueño con que, el día más
inesperado, recibiré el relato de alguna de sus historias. Servirá para enjugar
la tristeza que me ocasiona, y me deja, la separación de todos ellos, en esta
forzada despedida.
Siento el intenso pálpito de
que ese sueño se cumplirá. ¿Por qué no?
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